ALFREDO RODRÍGUEZ. HIEROFANÍAS. CHAMÁN EDICIONES, 2017
No conocíamos hasta ahora la poesía de Alfredo Rodríguez (Pamplona, 1969), por eso nuestra lectura de Hierofanías no ha sufrido la influencia de otras consideraciones previas que hubieran delimitado los propósitos de este comentario, aunque, a tenor de lo expresado por el poeta Javier Asiáin en el prólogo, este libro supone un cambio sustancial con respecto de los que lo han precedido: «Guiado por el olfato poético —escribe Asiáin— y la intuición del espíritu, sus versos en este Hierofanías […] han soltado lastre para volverse etéreos y pertenecer, las órdenes del viento, a otra atmósfera diferente respecto de libros anteriores», libros como Regreso a Alba Longa (2008), Ritual de combatir desnudo (2010), De oro y de fuego (2012) o Alquimia ha de ser (2014). Parece, pues, que Alfredo Rodríguez ha cambiado de enfoque desde el volumen publicado en 2014 y lo que antes parecían ser poemas de corte más «intelectual», se han transformado en poemas intuitivos, menos sujetos a los dictados de la razón, aunque esta afirmación necesita ser matizada, y es que la poesía, como decía Luis Cernuda, «es un misterioso dominio donde solamente nos es dado suponer pero nunca comprobar». Decimos que necesita ser matizada porque en Hierofanías están muy presentes una serie de conceptos filosóficos que solo en su desarrollo, no en su propia nomenclatura, poseen altas dosis de lirismo, unos conceptos que menudean por todo el libro y que el propio poeta clarifica en el epílogo del libro, conceptos que «solo quieren reivindicar el carácter sagrado de la Poesía y su significado más alto: el de estar cerca de lo absoluto y lo definitivo», un carácter sagrado que, como quería Eliade, procede a buen seguro, de una «experiencia primordial», la de la fundación del ser a través de la palabra. Y, sin embargo, no siempre apelar a lo sagrado basta para desenmascarar al yo o para revelar lo indecible, aquello que solo percibimos como en sombras. Las cualidades sacramentales de determinada elección se enfrentan en numerosas ocasiones, por una parte, a la comprensible tendencia a racionalizar las cosas y, por otra, a esa propensión que consiste, para los remisos a profesar cualquier fe, a buscar más allá de ese ámbito sagrado, en un espacio terrenal, y no por eso menos legítimo, su axis mundi.
Dicho esto, si tuviéramos que resumir en una sola palabra lo que nos trasmiten los poemas de este libro, esta sería la palabra «entusiasmo», un entusiasmo que se transparenta en los momentos más inspirados (y recurrir a la inspiración resulta obligado en este libro), aunque, como hemos expuesto más arriba, dicho entusiasmo esté lastrado por la proliferación de términos específicos de una determinada corriente filosófica, o religiosa, según se mire. Recuerdo que Stefan Zweig, calificó como «Encuentro peligroso» el contacto de Hölderlin con la filosofía, con el pensamiento sistemático, y lo tildó así porque, para el novelista austriaco, emprender estudios filosófico suponía traicionar en gran medida el instinto creativo, violentar la naturaleza espontánea del ser: «Soy de la firme opinión —escribe Zweig— de que la influencia de Kant limitó en extremo la producción poética de la época clásica, producción que se dejó influir mucho por la maestría constructiva de sus pensamientos. Kant perjudicó en extremo la expresión sensual, la euforia de la poesía, el libre curso de la imaginación, al quererlas llevar hacia un criticismo estético». No pretendemos, al transcribir estas palabras, con las que solo en parte estamos de acuerdo, establecer absurdas comparaciones ni caer en infortunados reduccionismos, sobre todo, porque no somos expertos, ni mucho menos, en la materia que articula este libro, pero estas alusiones han surgido sin pretenderlo mientras leíamos Hierofanías y, de alguna forma, se ven confirmadas por el propio poeta, porque en el citado epílogo afirma que ha resuelto «interpretar, en un ejercicio hermenéutico absolutamente libérrimo, a mi modo y manera, algunos términos y sintagmas que son poetizados en los versos de este libro». Veamos algunos ejemplos: «Fluye de continuo la energía del mundo,/ ruedas de luz refulgen en el azul purpúreo./ Todo lo echas a los pies del Logos,/ enzima que se añade a la fusión,/ tu energía diamante, tu química/ oculta en una espiral ascendente./ Efusiones de vida», del poema XXV o este fragmento del penúltimo poema del libro: «Tú llevas la conciencia/ a la Sombra oculta que nos domina,/ tú llevas la luz a la oscuridad, / fuego del Espíritu en la materia./ Viene la ceremonia del Maithuna./ Y asomos Dos que se hacen/ Uno, para disolverse en el Éxtasis». Hay autores, y Alfredo Rodríguez menciona a alguno, como Vicente Gallego, que han logrado establecer, aunque la frontera entre los género sea cada vez más difusa, distancias entre el quehacer poético y el meramente reflexivo, el referido a las especulaciones teóricas. Es la opción que nosotros preferimos, porque pensamos que no siempre lo espiritual comulga bien con lo didáctico y porque creemos que la revelación poética, por su propia esencia, se aviene mal con la ordenación sistemática del pensamiento. Alfredo Rodríguez consigue en los momentos más afortunados armonizar ambas propuestas, en una simbiosis de expiación y de exaltación, cuando sublima la experiencia y proyecta en la unidad universal su propia práctica, como el poema núm. XVII, que transcribimos en su totalidad para que sean en última instancia los lectores los que juzguen por sí mismos: «Debería despertar, obligarme/ a escribir. ¿Quién no dejaría libre/ así su corazón, a la manera simple?/ Como el cuerpo verbal y revelado,/ como el cuerpo sagrado y absoluto,/ verdadero conocedor él, digno/ de las revelaciones, su brazo ejecutor./ Igual que el fiel aprende,/ igual que el fiel asciende/ en la totalidad original,/ peregrino que asimila doctrinas/ con la experiencia inexpresable suya/ de la Unidad. Y sin esa Unidad/ no somos nada, un espacio vacío./ Cuerpo místico que practica el Tao». Nosotros, obvio es decirlo, preferimos este proceder, pero la labor del crítico que es también poeta, como es sabido, no siempre se libra de las anteojeras inherentes a su propia estética. Nuestras interpretaciones son siempre parciales y, como tales, dejan abiertas otras posibilidades. Serán los lectores, en última instancia, los que se decanten por una u otra propuesta.