MIGUEL ÁNGEL ORDOVÁS. CUADERNO DE VOCES MUERTAS. PRENSAS UNIVERSITARIAS DE ZARAGOZA
«Acechando esas voces / hay días que me encuentran preguntándome / qué historia contaré yo en mi agujero / y quién tendrá el trabajo / de escuchar y dar forma a unas palabras / que no fueron pensadas para nadie». Quien así habla es un sepulturero, protagonista del primer poema de este original libro de Miguel Ángel Ordovás (Zaragoza, 1968), periodista de profesión que tiene en su haber varios libros de poesía —Sucesión de sonidos elocuentes (1992), Poemas evónimos (en esta misma editorial, 1996), Gentes del crepúsculo (2002) y La calma (2016)—. Digo original y, sin embargo, Cuaderno de voces muertas tiene una innegable relación con Spoon River Anthology, el libro de epitafios de Edgar Lee Master que ha gozado de una merecida fama en el ámbito anglosajón y que en los últimos años ha sido traducido a nuestro idioma en varia ocasiones (por si cabía alguna duda, la cita final confirma la deuda contraída por Ordovás), lo que no le resta mérito alguno. No hay nada original en el universo, menos aún en el literario. Las voces que se oyen en este campo santo proceden de un más allá que guarda un parecido sospechoso con el más acá. Más que de ultratumba, parece provenir de una conversación íntima entre vecinos que escuchamos a través de las delgadas paredes de las habitaciones colindantes o, si me apuran, de un indiscreto confesionario, pues no otra coas que confesiones son estos poemas. Confesiones, dudas, actos de contrición («Me ha costado darme cuenta, pero ahora, / con la eterna cara de un dios ante los ojos, / me he reinventado un catecismo / que da más fe y menos aire al mundo entero»). Desde luego, llevar a buen término el propósito emprendido por Miguel Ángel Ordovás no resulta fácil, para ello hay que ser capaz de adoptar múltiples registros, heterogénea identidades, experiencias foráneas. No hablamos, claro es, de las habilidades de un ventrílocuo, porque Ordovás son imita las voces —que, obviamente, no oímos— de los muertos. En todos ellos prevalece su propia voz, su propia manera de contar las cosas. Lo que diferencia a unos y a otros no es el modo de contar, sino lo que se cuenta. Veamos, por ejemplo, a un sobrio Lorenzo en el poema «Lorenzo Aguirre calla», que solo desea «recuperar el habla pronto / para contar el paso hostil de aquellos / que se han dejado la sombra en el armario / el día que les era más precisa» y comparémoslo con un Martín deslenguado e irónico en el poema «Martín Benabarre»: «Podrás tal vez llamarme insolidario / y no voy a negarte tu derecho, / pero tampoco ocultaré las carcajadas / que me produce el verte ahí, tan serio / y especulando de nuevo por la vida». Tal parece que ambos difuntos estén dialogando entre ellos desde dos visiones opuesta de entender la vida precisamente ahora que están muertos y que no existen cortapisas para decirse a la cara las verdades.
Los poemas de Miguel Ángel Ordovás están entreverados con un lenguaje sencillo, pero cargado de literatura porque, de más está decirlo, el lenguaje goza de la autonomía suficiente como para recrear el pasado, si no mitificándolo, sí descostrando la superficie atrincherada en la cotidianidad. Son treinta y tres voces, treinta y tres vecinos que, curiosamente, en ningún caso nos revelan algo de lo que ocurre al otro lado (como mucho, en alguna ocasión, con evidentes rasgos de humor, se habla de la reencarnación), todo lo contrario, parece que cada uno de ellos intenta saldar cuentas con su pasado. Quizá el poema «Juanjo Cañas» sea el más ilustrativo en este aspecto: «El dulce veneno de la ira / no fue precisamente / lo que trajo hasta este sitio / que tanto de humilde / como de pintoresco, a lo que veo. / tampoco me sedujo una impaciencia que no pudiera señalar como mía. / Al saberme más poderoso que los dioses / deshice la blandura que me habían enseñado / y destrocé paraísos sin dudarlo».
Podríamos encuadrar esta poesía dentro de una especie de contraépica, porque aquí no se detallan grandes hazañas ni diatribas de orden moral que puedan influir en el curso de los acontecimientos. Cuaderno de voces muertas da voz al espíritu de personas de la calle, y los conflictos que se dirimen no pasan de ser asuntos menores, casi cotilleos, en algunos casos. la Historia con mayúsculas esta ausente de estos versos. Lo que interesa a Miguel Ángel Ordovás es la intrahistoria, esa que cada uno va construyendo con el balance de las pérdidas y ganancias cotidianas: «Desde ahora —dice Víctor— conozco mi meta / y no existe nada más cierto que ese instante / en el que mis huesos se mezclan con los vuestros, / sin ningún dramatismo ni remordimiento, / con la cruel convicción de que estoy perdido».