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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: febrero 2019

MIGUEL ÁNGEL ORDOVÁS. CUADERNO DE VOCES MUERTAS*

28 jueves Feb 2019

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MIGUEL ÁNGEL ORDOVÁS

MIGUEL ÁNGEL ORDOVÁS. CUADERNO DE VOCES MUERTAS. PRENSAS UNIVERSITARIAS DE ZARAGOZA

«Acechando esas voces / hay días que me encuentran preguntándome / qué historia contaré yo en mi agujero / y quién tendrá el trabajo / de escuchar y dar forma a unas palabras / que no fueron pensadas para nadie». Quien así habla es un sepulturero, protagonista del primer poema de este original libro de Miguel Ángel Ordovás (Zaragoza, 1968), periodista de profesión que tiene en su haber varios libros de poesía —Sucesión de sonidos elocuentes (1992), Poemas evónimos (en esta misma editorial, 1996), Gentes del crepúsculo (2002) y La calma (2016)—. Digo original y, sin embargo, Cuaderno de voces muertas tiene una innegable relación con Spoon River Anthology, el libro de epitafios de Edgar Lee Master que ha gozado de una merecida fama en el ámbito anglosajón y que en los últimos años ha sido traducido a nuestro idioma en varia ocasiones (por si cabía alguna duda, la cita final confirma la deuda contraída por Ordovás), lo que no le resta mérito alguno. No hay nada original en el universo, menos aún en el literario. Las voces que se oyen en este campo santo proceden de un más allá que guarda un parecido sospechoso con el más acá. Más que de ultratumba, parece provenir de una conversación íntima entre vecinos que escuchamos a través de las delgadas paredes de las habitaciones colindantes o, si me apuran, de un indiscreto confesionario, pues no otra coas que confesiones son estos poemas. Confesiones, dudas, actos de contrición («Me ha costado darme cuenta, pero ahora, / con la eterna cara de un dios ante los ojos, / me he reinventado un catecismo / que da más fe y menos aire al mundo entero»). Desde luego, llevar a buen término el propósito emprendido por Miguel Ángel Ordovás no resulta fácil, para ello hay que ser capaz de adoptar múltiples registros, heterogénea identidades, experiencias foráneas. No hablamos, claro es, de las habilidades de un ventrílocuo, porque Ordovás son imita las voces —que, obviamente, no oímos— de los muertos. En todos ellos prevalece su propia voz, su propia manera de contar las cosas. Lo que diferencia a unos y a otros no es el modo de contar, sino lo que se cuenta. Veamos, por ejemplo, a un sobrio Lorenzo en el poema «Lorenzo Aguirre calla», que solo desea «recuperar el habla pronto / para contar el paso hostil de aquellos / que se han dejado la sombra en el armario / el día que les era más precisa» y comparémoslo con un Martín deslenguado e irónico en el poema «Martín Benabarre»: «Podrás tal vez llamarme insolidario / y no voy a negarte tu derecho, / pero tampoco ocultaré las carcajadas / que me produce el verte ahí, tan serio / y especulando de nuevo por la vida». Tal parece que ambos difuntos estén dialogando entre ellos desde dos visiones opuesta de entender la vida precisamente ahora que están muertos y que no existen cortapisas para decirse a la cara las verdades.

     Los poemas de Miguel Ángel Ordovás están entreverados con un lenguaje sencillo, pero cargado de literatura porque, de más está decirlo, el lenguaje goza de la autonomía suficiente como para recrear el pasado, si no mitificándolo, sí descostrando la superficie atrincherada en la cotidianidad. Son treinta y tres voces, treinta y tres vecinos que, curiosamente, en ningún caso nos revelan algo de lo que ocurre al otro lado (como mucho, en alguna ocasión, con evidentes rasgos de humor, se habla de la reencarnación), todo lo contrario, parece que cada uno de ellos intenta saldar cuentas con su pasado. Quizá el poema «Juanjo Cañas» sea el más ilustrativo en este aspecto: «El dulce veneno de la ira / no fue precisamente / lo que trajo hasta este sitio / que tanto de humilde / como de pintoresco, a lo que veo. / tampoco me sedujo una impaciencia que no pudiera señalar como mía. / Al saberme más poderoso que los dioses / deshice la blandura que me habían enseñado / y destrocé paraísos sin dudarlo».

     Podríamos encuadrar esta poesía dentro de una especie de contraépica, porque aquí no se detallan grandes hazañas ni diatribas de orden moral que puedan influir en el curso de los acontecimientos. Cuaderno de voces muertas da voz al espíritu de personas de la calle, y los conflictos que se dirimen no pasan de ser asuntos menores, casi cotilleos, en algunos casos. la Historia con mayúsculas esta ausente de estos versos. Lo que interesa a Miguel Ángel Ordovás es la intrahistoria, esa que cada uno va construyendo con el balance de las pérdidas y ganancias cotidianas: «Desde ahora —dice Víctor— conozco mi meta / y no existe nada más cierto que ese instante / en el que mis huesos se mezclan con los vuestros, / sin ningún dramatismo ni remordimiento, / con la cruel convicción de que estoy perdido».

‘Cuaderno de voces muertas’, de Miguel Ángel Ordovás

MANUEL NETO DOS SANTOS. TERCA MAREA*

25 lunes Feb 2019

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MANEL NETO

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MANUEL NETO DOS SANTOS. TERCA MAREA. TRADUCCIÓN DE PEDRO SÁNCHEZ SANZ. EDICIÓN BILINGÜE. CHAMÁN EDICIONES

Pese a que acaba de cumplir sesenta años —el pasado mes de enero— y de que gran parte de ellos los ha pasado empeñado en estrechar las relaciones afectivas y culturales entre España y Portugal, “Terca marea” es su primer libro completo traducido a nuestro idioma (desde 1988, año en el que comenzó a publicar, han aparecido más de veinte títulos). Se le considera el heredero del rey poeta Al-Mutamid (le dedicó un libro de sonetos en 1989, “Atalaia”) que desde Sevilla gobernó unos dominios que comprendían el Algarve portugués y la Andalucía occidental. Precisamente en el Algarve, en concreto en Alcantarilha, nació el poeta en 1959. El paisaje de su tierra natal se convertirá desde muy pronto en uno de los temas fundamentales de su poesía, pero no solo el paisaje, sino también el paisanaje, porque nuestro autor —aunque no sea el caso del libro que comentamos— no rehúye la poesía comprometida. Está considerado como uno de los poetas más importantes del país vecino y une a esa condición la ser músico, hombre de teatro y activista cultural. Si tuviéramos que buscar un referente en nuestro país, no se me ocurre mejor nombre que el del leonés Juan Carlos Mestre, por la variedad de intereses y su trayectoria, incluso por el versolibrismo de contenido onírico y surreal que alienta en muchas ocasiones la obra de ambos poetas.

     “Terca marea” se inspira, según nos informa el autor de la edición y traductor Pedro Sánchez Sanz, «en su paisaje natal, el que le vio nacer como persona y el que le vio crecer como poeta, para arribar a un territorio personal sacralizado, mítico». El libro está integrado por casi una cuarentena de poemas en prosa que redundan en una idea presente ya en el primer poema: «mi imaginación estética —escribe Manuel Neto do Santos— es un asombro que emerge y se sumerge en ese momento inicial en el cual la genealogía de los lugares todavía me es desconocida; la cal, y las sombras sobre la cal como el poema sobre el blanco del papel»: pronto, como vemos, surge la palabra «asombro», palabra clave que provoca la escritura. El asombro ante una imagen repetida, ante la cotidianidad, ante la presencia permanente de la persona amada solo es posible si en la mirada del poeta están ausentes los prejuicios, lo consabido, lo presupuesto. Ojo, el poeta distingue lo que ciega, el hábito de mirar sin ver, de esa ceguera que surge de la comunión entre el observador y lo observado: «Deja que te escuche el palpitar del corazón; mi oído sobre tu pezón para que la visión de tu cuerpo desnudo se me presente como la más sagrada, la más perfecta, la más transgresora forma de ceguera».

     De esa minuciosa observación surge el anhelo de escribir, de dejar constancia de la sorpresa que produce vivir, del asombro del que hablábamos antes. La escritura resultante se precipita en la mente del lector de una manera pausada, natural, con el ritmo envolvente de las olas de un mar en calma. «En un ritmo lento, reconstruyo la casa del poema; la densidad matricial de la casa en un universo de dos vocales y dos consonantes; Dependiendo del ritmo, con su ímpetu, lleno de laxitud. El espacio fértil se dibuja como un camino por hacer, en los pasos a lo largo de los cuales el poema se renueva», ha declarado el poeta en una entrevista reciente. Y es que estamos ante una poesía que utiliza un lenguaje coloquial plagado de imágenes, como en el poema «Algarve»: «Todo es sol y sangre de nubes. Florecen los almendros, llora el mar por sí mismo y en los grafismos del poema mi tierra en el sur es como una esquina del aire y así te entrego la forma de mi verso como si fuera un sincero ramillete de suspiros, en mi nombre». La reflexión metapoética, asociada en general al cuerpo, está dispersa en muchos de los poemas de este libro («Yo creo que la palabra es la que crea la realidad»), poemas que no renuncian a evidenciar la herencia de la que proceden: la poesía arábigo-andaluza, Eugenio de Andrade, santa Teresa, Miguel Hernández, Pablo Neruda, Luis Cernuda o Rubén Darío, por ejemplo. Con toda esta amalgama, Manuel Neto construye poemas que son como bocetos impresionistas tanto del exterior, del paisaje, como de su intimidad («Me sumerjo hasta el fondo de un recuerdo en este proceso de búsqueda para que mi corazón sea la voz posible de la expresión poética en prosa», escribe), el paisaje del alma. El poeta verdadero debe estar atento a todo lo que ocurre a su alrededor con la misma insistencia con la que se analiza a sí mismo, solo así será capaz de construirse una identidad acorde con el tiempo en el que vive, solo así logrará familiarizarse, solidarizarse con el destino del prójimo, en una época en la que, a pesar de tanta adversidad, aún es posible tener esperanza, quizá porque «más allá del sol amanece en otro lugar».

*Reseña publicada en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés, el 22 de febrero de 2019

JUAN MANUEL RODRÍGUEZ TOBAL. ESTO ERA*

21 jueves Feb 2019

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JUAN MANUEL RODRÍGUEZ TOBAL. ESTO ERA. POESÍA HIPERIÓN

No es Juan Manuel Rodríguez Tobal (Zamora, 1962) un autor que se prodigue demasiado. Su libro anterior, Icaria, data de 2010. Han tenido que transcurrir, pues, ocho años, para que vea la luz Esto era, un título contundentemente ambiguo que, antes de adentrarnos en las páginas del libro, puede asociarse con cierta sensación de desengañado o, en el caso opuesto, con el afortunado resultado de una incesante búsqueda, sin embargo, poco después de comenzar a leer los poemas del libro nos damos cuenta de que, sin pretenderlo, habíamos caído en una bipolaridad errónea. Esto era, como expone el autor en el último poema del libro, es mucho más, es una indagación de carácter existencial y metafísico muy poco frecuentes en la poesía actual: «Esto era. / Tú estas / adonde ya no puedo acompañarte, / ni tú puedes ahora caer sobre mi miedo […] / En ti no había secretos, / había ritos y estremecimientos, / había lágrimas / que nos desposeían a los dos del tiempo. / Y una tristeza que te daba nombre. / y una pérdida suma de las pérdidas. / El vacío de ti frente al vacío del mundo: / dos espejos reflejando cara a cara / una ausencia. Mi vida. // Esto es. / Esto era». Demoledor, como resulta fácil apreciar. Si no fuera por la distancia temporal que los separa —y dicho con todos los reparos, porque en la poesía de Rodríguez Tobal Dios no está presente tal cual y el destino del hombre no posee un matiz tan trágico)—, podríamos encuadrar estos poemas bajo la influencia unamuniana o de la llamada poesía agonista de la inmediata posguerra, principalmente de poetas como Vicente Gaos y, sobre todo, de José Luis Hidalgo (Rodríguez Tobal ha titulado un libro suyo Los animales, como ya hiciera en 1945 el poeta torrelaveguense).

   Estamos ante una poesía de marcado carácter intimista que desoye las llamadas del mundo y se refugia en las contradicciones inherentes al ser humano, más intensas, si cabe, en este comienzo del siglo XXI que en otras épocas aparentemente más convulsas. Si atendemos a las propuestas taxonómicas al uso en lo que se refiere a la poesía española de los últimos decenios, no resulta fácil encasillar una poesía tan personal y tan alejada de servidumbres estéticas como la de nuestro poeta. Por edad, pertenece a la llamada Generación de los 80, pero incluso la proclamada diversidad de esta época se nos antoja insuficiente para definirlo. Rodríguez Tobal posee —como Aurora Luque, estricta contemporánea, o Juan Antonio González Iglesias— una formación clásica. Son reconocidas sus traducciones de autores como Safo, Anacreonte, Catulo, Oviedo o Virgilio , entre otros, autores que han influido sin duda en su forma de concebir el poema, sin embargo en este libro, en Esto era, las posible influencias, presumo que van por otros derroteros. No hay reinterpretación mítica ni visualización filosófica, por lo que resulta mucho más complejo reconocer dichas influencias, que en los poetas mencionados.

     El libro está dividido en dos partes, «Las piedras» y «Esto era». En la primera, la piedra, asociada con el origen del ser, con lo intemporal, muestra el conflicto interior del poeta, un conflicto que desemboca en inevitables contradicciones (sin ellas, me temo, no hay poesía), manifiestas ya en el primer poema, como queda patente en estos versos: «Aprendimos las piedras. / Aquella infinitud / cabía en unas manos. // Amábamos las cosas pasajeras / con la alegría torpe de las bestias pequeñas». Lo infinito parece estar enfrentado a lo pasajero, pero la función del poema es desubicar los lugares comunes, relacionar opuestos.

   La piedra parece ser, además, capaz de transmutarse en algo vivo y entonces adquiere la turgencia de un labio, la frescura de la evidencia y se hace una con quien es testigo de dicha transformación: «Olía a cuerpo nuestro aquella voz, / aquella piedra mínima que abría / un lugar para el frío entre nosotros». Escuchamos ecos de Juan Ramón Jiménez por aquí y por allí, en la transparencia, en las noches turbias que se suceden también en Piedra y cielo: «Por la noches buscábamos sus lágrimas / para guardar nuestra alegría en ellas», escribe Rodríguez Tobal. La vinculación con los poemas más panteísta del ya mencionado Hidalgo —por ejemplo, el del poema «Dios en la piedra»— tampoco me parece un dislate, como tampoco lo es la dialéctica que se establece entre el yo y el mundo natural

   La segunda parte del libro, mucho más extensa que la precedente, mantiene una relación estrecha con ella, pero la piedra originaria, la piedra hecha de silencio se corporiza, se hace —ya se insinuó anteriormente— una con el ser: «He llegado a mi sombra sin saberlo, / he tocado la piedra que conforma mi cuerpo / en el lugar más bajo del alma y del espacio. /Me esperaba este frío desde siempre. // Raíz de quién, de cuándo, / de qué muerte» (las evidentes relaciones con la poesía de Hidalgo no pueden ser casuales: Raíz y Los muertos, dos de sus títulos, parecen tutelar solapadamente muchos de los versos de Rodríguez Tobal. La narratividad contenida, el despojamiento verbal resultan apropiadas fórmulas para una poesía que se adentra en una indagación identitaria que se remonta a la infancia («Viene con mi sonrisa a recordarme / que la felicidad / no fue temperatura de nuestra vida nunca, / y que siempre ha sabido reír nuestra tristeza») y alcanza la madurez actual, una indagación que adquiere tonos oníricos, casi fantasmales, en ciertas ocasiones («Veo pasar mi cuerpo y a su paso / crece la luz. / Sé que la luz es hoy un principio de muerte / y que no siempre crece lo que salva»). Este flirteo con los límites de la realidad no precisa, como se ve, de un lenguaje abstracto, por el contrario —y esta es una de las muchas virtudes de esta poesía—, es un lenguaje perfectamente inteligible que sabe sacar partido a las aliteraciones, a los encabalgamientos, a las paranomasias, etc. Estamos, en definitiva, frente a una poesía de carácter simbólico que yuxtapone experiencias, que desordena recuerdos y que no precisa de un contexto reconocible para, a la vez que analiza al autor mediante una especie de diálogo consigo mismo, emocionar al lector, atraparle en una red de significados que hacen del mirar y del ser mirado una lección de vida, porque, como escribe Rodríguez Tobal, «Hay estados que nacen en la mirada».

*https://elcuadernodigital.com/2019/02/21/juan-manuel-rodriguez-tobal-esto-era/

NTONIO CRUZ. UNA HABITACIÓN DE HOSPITAL CON VISTAS AL MAR*

18 lunes Feb 2019

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ANTONIO CRUZ. UNA HABITACIÓN DE HOSPITAL CON VISTAS AL MAR. EDITORAL LETRAS CASCABELERAS

Del contacto con la muerte nunca sale uno indemne. Más si, como parece ser el caso, la muerte adquiere el rostro de alguien muy cercano o, incluso, se parece a uno mismo. Aunque ha llovido mucho desde entonces, un libro como Los muertos (1947) del poeta José Luis Hidalgo que murió sin llegar a verlo impreso, nos sigue emocionando y desequilibrando emocionalmente. Antoni Cruz (Almería, 1978) ha escrito un libro crudo e hiriente, Una habitación de hospital con vitas al mar, que no puede dejar indiferente a quien se adentre en sus páginas. Estamos ante el quinto libro del poeta —también ha publicado una colección de relatos y una novela, El banquete: crónica de un ajusticiamiento y como traductor, experto en la cultura neerlandesa, ha traducido a poetas de la talla de Arie Visser, Ilse Starkenburg o Menno Wigman, recientemente fallecido y una de las influencias más notables en la poesía de Antonio Cruz— y eso se nota, tanto el aplomo con el que avanza su descarnada reflexión como en la versatilidad tonal, aunque en este aspecto el predominio de la desesperanza sea aplastante.

     El libro —ilustrado con dibujos de Hilario Barrero— está dividido en cuatro secciones con una unidad estructural que, desde mi punto de vista, cojea en la última sección. Veremos por qué. «Una habitación de hospital con vistas al mar», título del libro pero también de la primeras sección, ofrece un detallado análisis de las sensaciones que suscitan en el visitante ocasional las circunstancias que rodean al enfermo. Como decía al principio, el contacto con la enfermedad, con la muerte cambia la perspectiva desde la que se observa lo real, después de esa experiencia «nada volverá a ser igual, nada volverá a ser lo mismo». El halo envolvente de la indecisión, de la incertidumbre sombrea todas las acciones. El mundo hospitalario es un microcosmos que acaba por alterar el ritmo vital incluso fuera de sus muros, porque, como le ocurre en este caso al poeta «…no podía leer ni atender, / sino pensar y pensar en ella, / postrada en la cama, tan pálida, / el plato vacío… las cáscaras de manzana». Antonio Cruz mezcla de forma elocuente la poesía descriptiva con la introspectiva. Por ejemplo, en el poema titulado «Náusea», los efectos de, suponemos, la quimioterapia, son descritos con precisión no exenta de crudeza: «es la náusea / —que no permite que la boca se abra— confundida con el rocío / y la brisa hirientemente húmeda del mar». Sin embargo, un poema de la misma sección, «¿A qué huele la vida?», ofrece instantes reflexivos que provocan asociaciones casi irracionales: la publicidad televisiva cuyos reclamos son la vitalidad y la felicidad como contraste al verdadero olor a un vida doliente: «… rancios sudores pegajosos, sangre pasada, / convulsiones tras otra dosis de morfina. / A eso, es a eso a lo que de verdad / huele existir».

     La segunda sección lleva por título «Tras la herida, pero antes de la llaga (suturas)». En ella, esos cambios que vaticinábamos adquieren consistencia, hasta el punto de hacer dudar a quien los sufre de su verdadera identidad: «… aunque quizá / y ano soy yo, o jamás lo fui, / o nunca he sido». Una identidad que se desdice en las palabras, precisamente en las palabras —en el poema— que han sido un fiel asidero durante mucho tiempo: «¿Y yo? ¿A cuántos versos de distancia/ estoy hoy del vacío? / ¿Cuándo podrán sanar las palabras? Leídas, / pensadas, escuchadas, habladas… / acaso soñadas». El miedo a lo desconocido, a lo que traerá el día siguiente, el miedo a convertirse en otro («Y siento el miedo de no saber / sin con la luz del día siguiente /yo mismo seré capaz de amanecer») paraliza, no deja dormir, provoca insomnio («no puedo dormir / el insomnio va colocando extraños seres en mi interior») y el insomnio altera la percepción de la realidad.

Hay en esta sección algunos poemas de homenaje especialmente sentidos, (Paco, el bodeguero, el poeta Javier Egea, el cantautor Leonard Cohen) pero creo que funcionan como acompañamiento, como una especie de confirmación de que el dolor no desaparece nunca, solo se agazapa tras alguna esquina esperando cogernos desprevenidos.

     Pese a tanto dolor y a que la tercera sección se titula «Seis poemas religiosos», no hay imprecaciones a un Dios injusto y resentido que no escatima muerte y dolor a sus fieles, como, por ejemplo, hemos visto en la poesía de Blas de Otero y de Hidalgo. Hay una especie de asunción del destino efímero algo desalentadora.

     El libro finaliza con la sección titulada «Brevario: la principio fue el logos [y sus (i)limitaciones]». La integran poemas muy heterogéneos que solo tangencialmente coinciden temáticamente con el resto del libro. Los límites del lenguaje —y del mundo— son vistos a través de Wittgenstein, el temor a ese vacío que sobreviene tras la muerte, nimiedad que somos o la angustia de la fugacidad que resumimos en estos versos: «Los días se escurren entre los dedos / que pasan las página de un viejo poemario», completan un libro tan desasosegante como balsámico.

*Reseña publicada en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés, el 15/02/2019

ABEL MURCIA. TRASHUMANTE*

13 miércoles Feb 2019

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ABEL

ABEL MURCIA. TRASHUMANTE. VALPARAÍSO EDICIONES

No resulta muy arriesgado afirmar que la excelente labor que como traductor desarrolla Abel Murcia (Vilanova i la Geltrú, 1961) ha ensombrecido en alguna medida su difusión como poeta. Es sabido por todo lector avezado que sus traducciones de poesía polaca —junto a otros traductores como Xavier Farré y Gerardo Beltrán, fundamentalmente—han contribuido a que lector español tenga acceso a la poesía contemporánea de ese país con una amplitud y calidad de la que pocas lenguas pueden presumir. Autores de tanta influencia en la poesía española actual como la Premio Nobel Wislawa Szymborska o el Premio Princesa de Asturias Adam Zagajewsky deben gran parte de su éxito a los magníficos traductores que se han ocupado de su obra, y entre ellos está Abel Murcia. Pero este comentario debe eludir forzosamente este aspecto —y otros, como su afición a la fotografía o su labor cultural como director del Instituto Cervantes, actualmente en el de Moscú— para centrase en su labor poética y, especialmente, en su último libro, Trashumante, un libro que posee una estructura, cuando menos, llamativa, pues está compuesto por más de cincuenta poemas que fidelizan una estructura personal y atípica. Cada uno de ellos está formado por tres haikus que, además y como se tratara de tercetos encadenados, cada uno de ellos comienza por el último heptasílabo del antecesor. No es la primera vez que Abel Murcia frecuenta la estrofa japonesa, ya lo hizo en Haikus ventanalmente preposicionales (Eclipsados, 2010), pero esta particular estructura resulta, para el autor de este comentario, absolutamente novedosa.

     El concepto de trashumancia lleva aparejado el de nomadismo, es decir, el de una actitud vital que se caracteriza por carecer de asiento permanente. El viaje, el cambio de lugar y de hogar, es consustancial a esta manera de vivir. Es probable que Abel Murcia asocie su propio periplo vital con ese constante vagabundeo de un lugar a otro, de un destino al siguiente. Lódz, Cracovia, Varsovia, Moscú son algunos de sus destinos de los últimos años, razón por la que, deducimos, dicho título está perfectamente justificado.

   Una de las primeras impresiones que nos asalta al leer estos poemas es la de que poseen un esquematismo de carácter fotográfico («huella en silencio / momento congelado / fotografía // fotografía / ancla echada en el tiempo / instante fijo / instante fijo / tiempo hecho momento / yo a la deriva») y parecen comulgar con Teju Cole cuando escribe:«La fotografía y las palabras llegan de forma simultánea. Se avalan mutuamente: crees las palabras porque la fotografía las confirma, y confías en las fotografías porque confías en las palabras». Muchos de estos poemas perpetúan instantes, como si de una instantánea se tratara. Veamos el primero de ellos (otra particularidad es la ausencia de mayúsculas y de puntuación en los poemas, dando a entender, acaso, que son fragmentos inconclusos que forman parte de un todo por construir): «cuelgan al aire / mecidos por el viento / cuerpo de tela // cuerpos de tela / dibujan de colores un cielo azul // un cielo azul / de colores de viento / como paisaje». La reiteración tan patente en este y en otros muchos poemas, vista en el conjunto del poema, produce un efecto muy distinto al que provoca la lectura de cada uno de los haikus de forma individual, de hecho, creo que soliviantan uno de los principios en los que se asienta este formato importado, el de ser un chispazo intuitivo sin afán descriptivo, la evidencia de una impresión, sin otra pretensión que la de inclinar la balanza hacia la parte irracional de la mente. Por el contrario, la repetición de un mismo esquema reduce esa capacidad de sorpresa y convierte la imagen en una especie de bucle semántico que se alimenta de su propia incapacidad para definirse. Por supuesto, no pretendo con esta apreciación argumentar una crítica de este procedimiento porque no albergo duda alguna de que esta estructura está requetepensada y estoy seguro de que Abel Murcia se ha planteado este tipo de coyuntura, incluso en un estadio más desarrollado del que yo planteo en estas líneas. Intento esclarecer, esclarecerme, las razones que justifican este arduo trabajo de composición, ciertamente frecuente en otras épocas, pero inusual en la nuestra.

   Dejando al margen el aspecto formal, y hablando ahora del contenido, los poemas de Trashumante —«sin rumbo fijo / trashumante mi cuerpo / surca los días»— abordan procedimientos —el uso de la metáfora como una característica innata al lenguaje poético («los pensamientos / son pasos y miradas / sin rumbo fijo»), la capacidad de asociar imágenes en principio dispares para crear un nuevo significado («hasta perderlo / el sentido es cristal / que se hace añicos»)—y temas de absoluta actualidad poética —la metapoesía («busca la tinta / la expresión del silencio / sobre el papel»), el paso del tiempo («viejo este cuerpo / muestra ya las costuras / se ven los hilos») y la decrepitud consiguiente («ventanas rotas / abandonados muros / tiempo sin tiempo»)—que se van repitiendo sin un orden aparente y que conforman un mosaico de intenciones encerradas en un cofre con una única llave, esa que permite abrir todos los candados, la complicidad entre el autor y el lector que, en el caso de quien esto escribe, ha surgido de inmediato. Como escribe Ada Salas en la contracubierta, estos poemas son «retazos, fragmentos, imágenes, instantáneas de la visión, del pensamiento, de la ensoñación, de lo evocado. Una mirada trashumante, el mundo advertido por la sensibilidad única de un poeta y cristalizado en poemas-joya a la vez simples y complejos o, dicho de otro modo, que Juan Ramón aplaudiría, con la complicidad mayúscula de lo simple».

*https://elcuadernodigital.com/2019/02/13/trashumante-de-abel-murcia/

JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. ESPACIO TRANSITORIO.*

11 lunes Feb 2019

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ZERON

JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. ESPACIO TRANSITORIO. PRÓLOGO DE JORDI DOCE. EDITORIAL HUERGA Y FIERRO

He de confesar que hasta “Espacio transitorio” mi conocimiento de la poesía de José Luis Zerón Huguet (Orihuela, 1965) se limitaba a la lectura de algunos poemas dispersos en revistas. Lo cierto es que tal insuficiencia solo es achacable a quien escribe estas líneas, porque Zerón acredita en su biografía una larga lista de títulos y una trayectoria poética de más de veinticinco años, porque su primer libro como tal, “Solumbre”, data de 1993. Con mayor o menor regularidad, desde entonces se han sucedido los libros que han salido de sus manos: “Frondas” (1999), “El vuelo en la jaula” (2004), Sin lugar seguro (2013), “Perplejidades y moradas” (2017), entre otros. Además, Zerón Huguet simultanea la creación poética con su labor como agitador cultural y otros asuntos relacionado con la poesía. Fruto de esta labor es la puesta en marcha de asociaciones y revistas literarias como “Empireuma” y “La Lucerna”.

     ¿Qué espera a los lectores de “Espacio transitorio”, un título que nos remite de inmediato a ese lugar que ocupamos en el mundo, tan carente de cimentación, tan volátil, tan poco nuestro? En primer lugar, se encontrarán con un discurso que supura escepticismo y acritud casi sin descanso. El poeta trata de asentarse en el presente, un presente que se quiere intemporal, como si surgiera de la nada, renunciando a las experiencias previas, sean estas del cariz que sea: «No mires atrás, no hay pasado, / el pasado que añoramos emite señales de abismo», escribe en el poema «Me llamo Lot». Zerón aboga por aprovechar el instante, un tema que tiene antecedentes directos en el “Colligo virgo rosas” de Ausonio y el “Carpe diem” horaciano y que ha sido tratado magistralmente en nuestra lengua por poetas de la talla de Garcilaso o Góngora y, más cercanos en el tiempo, Luis Alberto de Cuenca o Francisco Brines. «Acoge el contenido del instante», «Os enseñaré a conocer lo efímero, / a disfrutar el ya y el ahora», «Bendice este siendo, / este estar», son versos de poema de la primera parte del libro, «La canción del tránsito». Otra cosa que llama la atención es eso que el autor ha llamado «siderurgia del lenguaje»: No cabe duda de que los hornos en los que se funden las palabras alcanzan una altísima temperatura. La emoción parece desbordarse en una colada incandescente. No hay concesiones al servicio de una retórica que se materialice en formas habituales, no puede haberla porque al poeta parece apremiarle la necesidad de vivir, y esa fuerza que sale a borbotes de su conciencia solo puede expresarse con naturalidad. Estamos frente unas emociones cuya naturaleza íntima es salvaje, no ante esa naturaleza domesticada que llamamos paisaje.

   La segunda parte del libro, «Extravío», mantiene esa pugna entre el lenguaje y la experiencia que se desea verbalizar, pero el asunto central, los desposeídos, los excluidos de la sociedad, difiere totalmente de los poemas de la primera parte. El asunto, no la manera de afrontarlo, requiere, si cabe, más crudeza: «Se les ve deambular por los arrabales y centros de las ciudades, / camina con un moribundo brillo / en el horizonte de sus ojos». Personalmente, creo que esta forma casi torrencial de escribir —un torrente, conviene decirlo, encauzado— es la que mejor se adecúa a temas tan sangrante, y de tan penosa actualidad, como la emigración, el exilio, la guerra, el hambre, etc. En el último poemas de la sección, «Sigo mudo», encontramos versos que nos muestran la fe que, a pesar de todo, conserva Zerón Huguet en el poder de la palabra: «Ahora que todo nace amenazado / se hace necesaria, por inútil, la insurrección: / hay que romper la física / y ofrendar a la tierra / una caravana de ilusiones. / Es preciso incendiar el desierto / y seguir reconstruyendo el mundo con palabras, / aunque nos traicione el lenguaje». Todo poeta se siente traicionado por el lenguaje porque este se doblega ante su insistencia solo aparentemente. Siempre deja una profunda sensación de fracaso en quien escribe.

     «Adhesiones», la tercera parte, presenta una curiosa mezcla de las dos secciones anteriores. El compromiso social sigue presente («Mundo, eres sórdido pero te amo», «El mundo es a imagen y semejanza de un discurso inacabado / que sigue creciendo y decreciendo. / Humillados por la inocencia….»), así como el paso del tiempo, el deseo de apresar el instante en una eternidad imposible, aunque la mirada desconsolada hacia el pasado (estos versos cargados de nostalgia lo testifican «Aquí hubo una arboleda, hijo. / Ahora los matorrales / está secos y polvorientos / y las malas hierbas conviven / con el plástico y la chatarra») carezca del desagarro de los poemas primeros. Con dos de los mejores poemas del libro finaliza esta sección, «Letanía para la hija»y «Palabras para el hijo».poemas de educación sentimental no exentos de esperanza. El poeta Jordi Doce, autor del prólogo, escribe estas acertadas palabras con las que finalizamos este comentario: «José Luis Zerón nos de con “Espacio transitorio su libro más íntimo y despojado, el retrato fidedigno de una temporada en el infierno que ahora, gracias a la fuerza transmutadora de la poesía, su carácter salvífico, es capaz de iluminarnos».

  • Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés ,el 8/02/2018

RAQUEL LANSEROS. MATRIA*

07 jueves Feb 2019

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RAQUEL LANSEROS. MATRIA. COL. PALABRA DE HONOR. VISOR*

Hay quien tiene la manía de leer el periódico empezando por las páginas finales, obedeciendo a una necesidad interna que carece de afán constestatario, pero que se resiste al orden convencional. Es una cuestión de prioridades, más que de otra cosa. Sin embargo, a la hora de leer un libro de poesía, las premisas deben ser otras. Convenimos en respetar la disposición y estructura de los poemas que el autor ha elegido y seguir las pautas que su propia coherencia nos señala porque, pensamos, nadie mejor que él conoce los motivos que le han llevado a ordenarlos de esa forma y no de otra. Sin embargo, después de leer un libro como Matria, la última entrega de Raquel Lanseros (Jerez de la Frontera, 1973), yo recomendaría al lector que comenzara el libro leyendo el último poema, «Promesas que cumplir», porque, más que un magnífico epílogo —que también lo es—, resulta ser un compendio estético y moral que puede ejercer las funciones de prólogo a las mil maravillas. Veamos algunos versos para confirmarlo: «Defiendo la memoria como patria íntima / el único dominio con vino de justicia»; «He aprendido que la vida tiene un precio / con dinero se paga el de la bisutería. /Me gustan las palabras cansadas del camino / ésas que a vida o muerte se empeñan en decir»; «Escribo porque intuyo que mi ambición mayor / es volver a nacer». Tres ejemplos que nos permiten establecer tres líneas de sentido que, a ojos de este lector, sin embargo, no están delimitadas en el libro pero que interactúan sin aspereza.

     La primera de esas líneas tiene que ver con el rastreo por esas zonas de la memoria que, de forma más o menos evidente, están presentes, en nuestros actos cotidianos, en un presente al que le cuesta reconciliarse con el pasado, están, como si dijéramos, a flor de piel porque se resisten a ser arrinconados. El mismo título del libro, Matria, evoca un retorno al origen, a la fertilidad —titulado la dedicatoria parece confirmarlo tanto como el poema «Suspiro progenitor»—, a la memoria de la tierra natal: «La tierra natal cubre como un tatuaje la piel preliminar. / Bendita sea la casa de mis padres», la casa de mis padres es, qué duda cabe, la patria íntima y en ella se ha forjado en gran medida la identidad de la autora, una identidad en la que la memoria de sus antepasados juega un papel importante: «Yo no he vuelto a olvidar / quién soy / de dónde vengo», escribe, pero esa alusión al pasado no impide que nuestra autora sienta también nostalgia del futuro: «Lo contemplo quién sabe desde dónde. / Y no sabría decir / si soy yo quien observa / o bien otro alguien más desde el pasado / es quien de pronto me está mirando a mí».

     La toma de conciencia que le hace tomar partido frente a las injusticias sociales y económicas podría conformar un segundo eje temático. Nos encontramos con algunos poemas que giran en torno al compromiso ideológico, algo que se esta convirtiendo en frecuente en los últimos años, aunque, por ambición estética, poco tiene que ver con la poesía social de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. El distanciamiento es necesario para no caer en el patetismo ramplón. A Raquel Lanseros le preocupa el mundo que va a legar a su hijo, sí, pero no enarbola la bandera de la indignación artificialmente. Como poeta y como persona, está implicada en la triste historia que le ha tocado vivir. No se trata de ser apocalíptico, pero la degradación creciente a la que estamos sometiendo los recursos naturales y la propia degradación del ser humano, causa de la primera, nos inclinan a no ser demasiado optimistas sobre el futuro que nos espera. Es cierto que la maternidad cambia la mirada sobre el mundo. Con ella, lo padres contraemos una serie de responsabilidades que antes no teníamos o, si las teníamos, no éramos lo suficientemente conscientes de tenerlas, así, las luciérnagas del poema «la cuesta de las luciérnagas» son un símbolo de añoranza y de esa degradación imparable: «Mi hijo será el primer desheredado / el forzoso habitante / de un mundo sin luciérnagas». Un poema este que, en su tono, marca un acusado contraste con el titulado «Padre», más nostálgico y benevolente con el recuerdo (algo que ocurre también en el titulado «fantasmas o pretextos», como comprobamos en estos versos: «yo era resuelta y nueva / el futuro era entonces / una extensión sin límite ni fondo ni custodios»: «yo celebro esta acera por la que ahora pasamos / cuando todavía es hoy / y siento en mi costado / el calor de tu historia / tus palabras que aciertan a explicar el origen». Pero la poesía de Lanseros busca además otras frecuencias para denunciar el statu quo que nos insensibiliza frente al dolor, convierte en dignas actitudes deleznables, como las que vemos a diario en los informativos referidas, por ejemplo, a la emigración en ese mar Mediterráneo que «es puerta eco anfitrión y sepultura» o al fanatismo religioso.

     El tercer eje cardinal tiene que ver con la escritura propiamente dicha, con un concepto de la poesía como tabla de salvación, como «¿…escudo contra la mentira dominante?». No las tiene todas consigo Raquel Lanseros, acaso porque ha sido testigo de la fragilidad de ese escudo, de cómo la falta de esperanza es capaz de perforar el mejor acero de Damasco. No es preciso recurrir a la historia pata verificarlo. Pese a esa constatación, la escritura conduce a pensar que no todo está perdido. La poesía alimenta el alma y nos convierte, al menos eso nos gustaría pensar, en mejores seres humanos: «Poesía que nos asciende al cielo / brotando sin cesar de la tierra, / misterio primigenio».

     No se acaban aquí, por supuesto, los registros de un libro como Matria porque Raquel Lanseros es dueña de una prodigiosa versatilidad temática —son magníficos poemas como «Guerra con G de genocidio», «Mr. Emilio» «Hendaya-Irún, 1962» que recrean como un flashback cinematográfico una atmósfera de miedo y de desesperanza, pero también de valor para soportar la humillación— encauzada hacia un mismo fin, una profunda comunión con la bondad natural de ser humano, capaz de cometer las mayores atrocidades, pero también de asumir los mayores sacrificio por sus seres queridos: «No me deje pasar si así lo estima. / A quien ya le han jodido la vida una vez / no se la puede volver a joder nadie». Lanseros combina además con soltura técnicas que van desde lo puramente descriptivo y anecdótico a lo reflexivo, aunque no estos son compartimentos estancos y no me atrevería a encuadrar tal o cual poema estrictamente en uno de esos dos apartados. Además, nuestra poeta ha sabido bucear en las aguas de nuestra tradición y no ha querido ocultar sus deudas, que van desde Catulo, Dante o Petrarca hasta Quevedo o Calderón, por no hablar de numerosos poetas latinoamericanos, como queda de manifiesto en el poema «Los poetas de América Latina».

     Matria, primer libro que publica tras la edición de su poesía reunida en 2016, representa un paso más en la consolidación poética de unas de las voces más originales de nuestro país, una voz que, sin ser autobiográfica en sentido estricto, sí que está construyendo su propio autorretrato con fragmentos de la memoria.

Raquel Lanseros: ‘Matria’

ROGER SWANZY. LA GOTA INFINITA EL DESEO*

04 lunes Feb 2019

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ROGER SWANZY. LA GOTA INFINITA EL DESEO. AMARGORD EDICIONES

La mayoría de los libros de aforismos que podemos leer en la actualidad responden a un deseo del autor por comprender la realidad en su totalidad, sin dejar ningún resquicio sin escudriñar, por esa razón, los temas que abordan son multidisciplinares y la intención, pareja a la de comprender el entorno a la vez que a uno mismo, reside en desvelar lo velado, eso que esa especie de cristal empañado que cubre nuestros ojos deforma, emborrona y desfigura. La gota infinita del deseo, el primer libro de Roger Swanzy (Denton, Texas, 1963), en la práctica solo posee un tema argumental, la pasión, el deseo erótico. El autor, radicado en Valencia desde 1990 y dedicado profesionalmente a la traducción, se ha aventurado a escribir un libro tan arriesgado como este en un idioma que no es el suyo. ¿Será porque, como se afirma habitualmente, el lenguaje del amor, del deseo, es universal? No lo sabemos, en todo caso, coincidimos con la opinión de Juan Pablo Zapater, autor del epílogo, cuando escribe que «No deja de ser un ejercicio literario admirable el de llegar a escribir con soltura y naturalidad en un idioma que no es el materno, y más aún el de lograr que el fruto de este ejercicio alcance la madurez suficiente como para ser digno de publicarse».

     Roger Swanzy vincula el erotismo con lo sublime, como si realizara una incursión en la raíces del universo, en el humus de la existencia; el erotismo es para él el centro neurálgico desde el que se emiten los códigos de representación de la realidad: «La meta del erotismo es la unión de la teoría y la práctica», como si, gracias al deseo —más que al amor, discrepando de Dante— la estructura del cosmos adquiriera su verdadero sentido: «Ritmos celestiales anhelan la atracción de nuestros cuerpos, almas bailando como lunas llenas con luz propia». Resulta evidente que este propósito tiene —en la sociedad en la que vivimos, plagado de imágenes superfluas en las que el cuerpo se ha convertido en un objeto, en un reclamo comercial («compramos con los ojos», escribe Swanzy)— un mérito indiscutible por el convencimiento, más allá del empaque literario, que manifiesta en el poder transformador del deseo, como se deduce de este aforismo: «El deseo es la grandeza secreta de nuestras vidas». No seremos nosotros quienes rompamos esta ilusión que, por otra parte, nos gustaría compartir sin reservas, como si fuéramos felices e indocumentados. Quizá la mirada de hondo calado romántico de Swanzy le permita conservar esa confianza, esa inocencia ciertamente idealizada, pero, como no podía ser de otra forma, muchos de estos aforismos traslucen una idea más terrenal, más carnal del deseo y de los resortes que lo ponen en funcionamiento, como observamos en estos dos ejemplos: «Un cuerpo joven es un templo que devora el tiempo. ¡qué sería de nuestra ruinas sin esa sed de eternidad!» y «El sexo es una dulce batalla donde es necesario cambiar de lugar y de táctica continuamente para asegurar la mutua victoria del placer». El deseo, la pasión pasan de estar en una nebulosa a corporeizarse, por más que el erotismo sea, que también, «el arte de acariciar el cuerpo con la imaginación».

     Junto a los aforismos que, como el título del libro explicita, apunta al deseo propiamente dicho, conviven en buena vecindad otros que merodean alrededor de ese centro temático y que especulan, por ejemplo, sobre el alcance del cine o de la fotografía —ambas disciplinas muy ligadas al erotismo y a esa variante gimnástica que es la pornografía—: «Las fotos son más fieles a nuestra memoria que los espejos» (tal vez porque las fotos logran conservar mejor lo que existió alguna vez) o «La ambigüedad de la fotografía está entre saber ver y saber mirar» (la fotografía, como las palabras, también miente). Ignoro, por otra parte, si, en el caso de nuestro autor, las imágenes discurren paralelas a las palabras, pero da la impresión de que se complementan mutuamente. El onanismo, la seducción o la belleza, una belleza no empalagosa ni edulcorada, sino visible hasta el punto de que es capaz de hipnotizar los sentidos («La belleza es quizá la última sensación metafísica que nos queda»), son otros de los temas desperdigados por “La gota infinita del deseo”, un libro ordenado cronológicamente que, según el autor, tiene su origen en «la exposición Dos hombres y un destino de Salva Nebot y Ximo Amigo en el Café Malvarrosa en mayo de 2014. Después —continúa diciendo Swanzy— escribí el resto de los textos en el verano de 2015 y la primavera de 2016». No importa el motivo que ha dado lugar a estos textos, porque Swanzy ha sabido dar una vuelta a los tópicos y construir con ellos un libro que aspira a universalizar lo anecdótico. A fe mía que en la mayoría de los casos, el empeño e ha logrado con éxito.

  • Reseña publicada el 1 de febrero de 2019 en Sotileza, suplemento cultural de El Diario Montañés.

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