ESPACIO Y FORMA. EXPOSICIÓN DE JUAN MANUEL PUENTE EN LA GALERÍA GARCILASO DE TORRELAVEGA.
Consciente de las limitaciones que todo ejercicio crítico lleva aparejado, más aún si se refiere a cualesquiera de las disciplinas que tenemos por artísticas, el poeta Gabriel Ferrater escribió lo siguiente: «Todo intento de explicar una obra de arte como encarnación transitoria de una transmigrante entidad metafísica, y convertir en milagro lo que es solo misterio (y así vale más), tiende a vaciar la obra de vitalidad genuina, y a desvitalizar también el fenómeno puramente humano, y decisivamente importante para nosotros, de nuestra confrontación con la obra», pero entonces —y sin dejar de lado ese factor humano tan determinante en mi relación no solo con la obra de Juan Manuel Puente, sino con la persona que la crea, una relación amical que se remonta a más de treinta años atrás, a mediados de los años ochenta— cómo posicionarse frente a una transformación tan radical de los medios expresivos sin traicionar su esencial temperatura creativa; cómo entablar un diálogo que asuma también los tiempos de silencio como vehículos de comunicación; cómo, en fin, no dar un paso más allá de lo intuitivo para encuadrar estas nuevas obras en el marco de la tradición sin caer en cierta paradoja hermenéutica, aunque, si me paro a pensarlo con detenimiento, no me cuesta imaginar que el uso del lenguaje establece por sí mismo un determinado juicio de valor que traspasa su discurso, por mucho que este rehúya lo conceptual y esté plagado de abstracciones a menudo ininteligibles.
No es momento, por tanto, de escribir sobre evidencias (todo visitante de la exposición que mañana inaugura Juan Manuel Puente en la galería Garcilaso podrá comprobarlo con sus propios ojos), sino sobre emociones, algo infinitamente más complejo pero también más sugerente. Cuando tuve la oportunidad de ver por primera vez su nueva obra —hablo de los “collages”, una técnica diferente (aunque no tanto como pudiera parecer, si tenemos en cuenta que para Puente la tela siempre ha sido, más allá de un espacio inmaculado, un lugar de transformación de la materia en el que los diferente sustratos cromáticos iban adquiriendo textura y consistencia a base de limaduras, de raspaduras, de experiencia alquímica, podríamos decir) a cuanto había venido experimentado hasta entonces— me quedé perplejo, y también entusiasmado. Juan Manuel Puente, con su habitual probidad, con su proverbial tenacidad y ejerciendo su coherencia personal, había mantenido en un inviolable secreto su nuevo quehacer y creo que nadie imaginaba que sería capaz de internarse por estos derroteros después de haber pasado muchos años solucionando ambiciosos problemas técnicos en pos de una forma de mirar genuina que ha hecho de los contrastes tonales y de la propedéutica sobre la pigmentación una especie de marca de la casa. Muchos artistas, cuando ya tienen un estilo fijado, se limitan a realizar variaciones sobre dicho estilo; unos por mero virtuosismo, otros acaso por cierto comprensible temor a los riesgos que comporta adentrarse en los sumideros de las diferentes posibilidades plásticas. Juan Manuel quizá haya padecido ese vértigo de lo desconocido —su modestia le hubiera impedido confesarlo—pero, si ha sido el caso, ha sabido sortearlo con suficiencia. La exploración formal, junto con el paisajístico y el ontológico, ha formado siempre parte de su interés artístico, por eso, y siguiendo a pie juntillas la máxima que asegura que el artista no inventa, ordena, da nueva vida a materiales ya inertes, convirtiéndolos, después de una estudiada disposición, de una necesaria descontextualización, en protagonistas de un relato estético que parece encontrar en la dimensión espacial, en lo arquitectónico un fundamento ético. No es preciso remitirnos a consideraciones históricas para avalar esta idea. El espectador informado encontrará, sin duda, las vinculaciones precisas en el mundo del arte y, llegado el caso, los equivalentes poéticos —tan ligados a los artísticos— en tendencias que tuvieron su apogeo hace un siglo y que, desde entonces, no han dejado de ejercer una influencia capital en nuestra voluntad de entender el mundo, en nuestra forma de educar la mirada. El pintor que es Juan Manuel Puente, en este “tour de forcé” conceptual que ha experimentado, no ha sido infiel a sus principios, antes bien, los ha consolidado hasta el extremo, como se puede apreciar en la exquisita composición de cada obra (composición nada fácil de organizar porque los materiales se yuxtaponen gracias a una mezcla de secuencias de orden intuitivo y geométrico, se fragmentan o recortan para adecuarse a la superficie receptora), un aspecto este que siempre ha preocupado a nuestro artista y es que el léxico pictórico y el de otras formas artísticas no pictóricas como el “collage” guardan una relación intrínseca que solo cierta ceguera intelectual impedirá percibir. En este ejercicio de “desaprendizaje” que ha consumado Juan Manuel Puente advertimos esa inherente capacidad suya para comprender la esencia y la versatilidad de los materiales empleados —que ofrecen una libertad engañosa, puesto que su uso implica una clara definición funcional—, para descubrir las relaciones entre líneas y la combinación de colores e, incluso, para visualizar el resultado de la transformación semántica antes de que esta se produzca. Nosotros, como espectadores, no debemos buscar abstrusas explicaciones metafísicas, solo dejarnos llevar por este juego de formas y de colores que tenemos a la vista. La seducción está garantizada, porque, como afirma el poeta y ensayista francés Yves Bonnefoy, «Abordar el mundo de las apariencias con los medios del geómetra significa instaurar necesariamente las tres dimensiones que nuestros actos utilizan en su condición ordinaria, ese lugar donde la finitud impone su ley».
- Artículo publicado en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés el 29/09/2017