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Archivos mensuales: julio 2019

CENTENARIO DE RAFAEL MORALES (1919-2005). POR AQUÍ PASÓ UN HOMBRE.

31 miércoles Jul 2019

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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RAFAEL MORALES. FOTO.jpgRAFAEL MORALES. POR AQUÍ PASÓ UN HOMBRE.

No cabe duda de que tenemos incrustada en la mente cierta propensión a resaltar los números redondos, principalmente, los que atañen al nacimiento y la muerte de determinados personajes. Nada tenemos en contra. Siempre que estos recordatorios no sean forzados y sirvan para divulgar la obra del, en el caso que no ocupa, poeta, deben ser bienvenidas estas celebraciones. La Fundación Gerardo Diego, de la mano de su directora, Pureza Canelo, así lo ha entendido y ha puesto a disposición de los lectores interesados la edición facsimilar de Por aquí pasó un hombre, la antología de Rafael Morales que publicó en 1999 en la colección «Poesía en Madrid» de la Comunidad de Madrid que ella entonces dirigía y que tanta participación tuvo del propio poeta, que ya contaba 80 años, puesto que había nacido el 31 de julio de 1919. Conmemoramos por tanto, en este año, el centenario del nacimiento del poeta.

     La primera promoción de posguerra —entendiendo por tal «una entidad de escritores y artistas que casi al mismo tiempo publican sus obras más representativas en esos años, se sumergen en proyectos culturales afines, obtienen cierto reconocimiento a su labor y sufren las mismas experiencias vitales», según escribe Francisco Ruiz Soriano—a la que pertenece Rafael Morales (1919-2005) prolongó, en gran medida, los ideales del 27 y otras corrientes previas a la Guerra Civil, como el surrealismo, el clasicismo formal de los autores del 36, el existencialismo o el compromiso social, aunque desestimó los intentos más vanguardistas —el Postismo, por ejemplo—, concediendo a tales iniciativas un espacio crítico marginal.

     El año 1939 marca, no solo el comienzo de una nueva etapa en la historia de España, una historia cargada de tragedia, con unos difíciles primeros años de autarquía y asilamiento; también sentó las bases de unos nuevos paradigmas culturales, literarios y artísticos que unos aceptaron de buen grado y otros sufrieron desde el llamado «exilio interior», denunciando de forma más o menos velada la injusticia, la represión o la violencia organizada desde el estado. Rafael Morales fue, entre otros poetas como José Hierro, Leopoldo de Luis, José María Valverde, Concha Zardoya. Blas de Otero o Gabriel Celaya, uno de los poetas que practicó lo que García Posada catalogó como un «insistente tono confesional, testimonial, lacerado, que muestra un sujeto doliente y llagado por un mundo sumido en el desastre». De hecho, el mismo Morales, en la poética que expuso al frente de sus poemas en la Antología consultada de la joven poesía española. editada por Francisco Ribes en 1952. —cincuenta y tres críticos, profesores y escritores de diferentes generaciones seleccionaron a nueve poetas: Carlos Bousoño, Gabriel Celaya, Victoriano Crémer, Vicente Gaos, José Hierro, Rafael Morales, Eugenio de Nora, Blas de Otero y José María Valverde — escribía: «Siempre he pensado así y he escrito, no para la minoría, sino para la mayoría».

     Rafael Morales se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid y obtuvo una beca para estudiar dos años en Portugal durante la Segunda Guerra Mundial; allí se licenció en Literatura Portuguesa por la Universidad de Coimbra. Durante la Guerra Civil escribió en la revista El mono azul y fue el miembro más joven de la Alianza de Intelectuales Antifascistas aunque mucho antes, cuando el poeta era un adolescente, publicó sus primeros en la revista Rumbos que dirigía el escultor e imaginero Víctor González Gil. Entregado a una intensa actividad cultural, dirigió además el Aula de Literatura del Ateneo de Madrid y la revista La Estafeta Literaria. Desde 1952 fue asesor de la revista Poesía Española, editada por la Dirección General de Prensa. Fue además crítico literario en la revista Ateneo y en varios diarios españoles, como el diario falangista Arriba. También colaboró en la sección de filología y literatura de la Enciclopedia de la Cultura Española.

     Su primer libro, Poemas del toro se publica el 20 de abril de 1943 —solo unas semanas antes de que viera la luz la revista Garcilaso (13 de mayo de 1943) que tanta repercusión habría de tener en el ambiente poético de la posguerra— en la recién creada colección Adonais, auspiciada por García Nieto –alma mater también de la revista Garcilaso—, Juan Guerreo Ruiz y José Luis Cano, preferentemente. «Lo empecé a escribir en Talavera de la Reina. Mi ciudad natal, el 1 de agosto de 1940 […] El soneto que encabeza todas sus ediciones, el titulado «El toro», germen de todos los demás, fue también el primero que escribí en mi vida», escribe Rafael Morales. El libro gozaba ya, aun siendo inédito como tal, de cierta fama en los ambientes literarios de Madrid porque su autor había anticipado poemas en diversas lecturas públicas y, además, una selección muy completa apareció en la revista Escorial en 1942. Fue José María Cossío—autor del, entre otros libros, monumental Los toros en la poesía castellana. Estudio y antología, editado en 1931, que sirvió de inspiración al poeta— quien se ofreció a prologar el libro de poemas. De dicho prólogo extraemos estas palabras: «La primera sorpresa nos la proporcionó el tema, más táurico que taurino. La alusión a la fiesta es mínima […] su voz se sintoniza con el tema, y a su carácter elemental, a su arquitectura de planos intensivos, corresponde un vocabulario y una retórica amplios, plenos y sencillos. No desdeña Morales el primor verbal o el giro levemente artificioso, pero estos episodios no dan el carácter a estos versos, tan distantes de las complacencias retóricas, de las, un tiempo vedadas, delicias conceptistas y culteranas en que tantos buenos poetas de hoy se recrean».

     «En el periodo inmediatamente posterior a la guerra civil se ofreció una poesía oficial, caracterizada por un tono patriótico-religioso e imperial», según nos informa Santiago Fortuño Llorens, a lo que debemos añadir lo confesional, por eso un libro como Poemas al toro, supuso una auténtica novedad —aunque, como enumerará Cossío, el tema contaba con notorios precedentes— en dicho panorama. No será, por ejemplo, hasta el número cuatro cuando la revista Garcilaso dé entrada —de la mano de José Hierro o el propio Morales— a poemas de tono religioso-existencialista en los que se percibe una profunda preocupación tanto por el ser humano de forma individual como por el destino de la colectividad en la que está inserto, que abocarían en la llamada «poesía social». Y es que, el caso de Morales, la influencia de Miguel Hernández, fallecido muy poco antes, sobre todo por los sonetos de El rayo que no cesa, fue determinante en aquella su primera época como poeta, una época que integran el ya citado Poemas al toro (1943), El corazón y la tierra (1946), un libro de tono neorromántico cuyos temas principales son el amor, el paso del tiempo y la naturaleza. El propio Morales dice que en este libro «Se da el tono vital o existencial del amor y, por contraste, la amenaza inexorable, de la muerte. Por otra parte, el paisaje suele manifestar, aunque no siempre, la angustia de quien se siente en un mundo designo más inhóspito que placentero. La heterogeneidad del libro refleja siempre un fondo único y existencial». Los desterrados (1947) —año este de la publicación de dos libros capitales, Los muertos de José Luis Hidalgo (Morales cedió su turno de publicación para que se imprimiera con urgencia el libro de Hidalgo, pero, a pesar de todos los esfuerzos, el malogrado poeta no lo llegó a ver impreso) y Alegría de José Hierro, ambos en la colección Adonáis, el de Hierro, ganador de la última convocatoria del premio— que supuso un cambio ético, podemos decir, puesto que supuso un cambio, en la terminología utilizada por Dámaso Alonso, de la «poesía arraigada» a la «poesía desarraigada». Se trata, pues, de su personal incursión en la «poesía social», algo que el propio autor puntualiza con estas palabras: «Quien lea Los desterrados podrá comprobar que este libro no trata de temas sociales, sino sencillamente solidarios con quienes por diversas causas no pueden tener el gozo de vivir». El último de los libros incluidos en esta primera etapa es Canción sobre el asfalto (1954), una obra que, aunque escrita entre los años 1945 y 1953, señala el inicio de la madurez poética del autor, como lo confirma en el obtuviera con él el Premio Nacional de Literatura. «Con este libro —escribe Morales— culminaba claramente intensificada una faceta importante y representativa de mi poesía, la que muestra la atención a personas, animales, vegetales y objetos que son sencillos, humildes, despreciados e incluso feos y sin tradición poética, elementos que nunca han llegado a desaparecer del todo de lo que he escrito posteriormente». Es esta atención a las cosas humildes ha sido la causante de que la crítica hay emparentado este libro con las justamente alabadas Odas elementales, de Pablo Neruda.

     La máscara y los dientes (1962) inicia la segunda fase de la poesía de Morales, un segundo periodo breve, integrado por este título y por La rueda y el viento (1971). «Yo había concebido una serie de extensos poemas polimétricos de carácter unitario con los que intentaría exponer —no narrar— como en un gran friso un panorama de la condición humana, pero terminé por abandonar tal proyecto porque me pareció demasiado ambicioso». Habrá que esperar a 1982 para leer Prado de serpientes, el libro con el que comienza la tercera etapa poética de Rafael Morales, aunque hay que tener en cuenta que las diferentes fases o etapas no son compartimentos estancos. Entre ellas existen, como resulta entendible, unas concomitancias temáticas y formales fácilmente rastreables. El título delimita muy bien el alcance de estos poemas. Desde la inocencia propia de la adolescencia —«Adolescencia» se titula el primer poema del libro, cuya estrofa final dice: “Y era de pronto la mañana / igual que una muchacha desnuda en los balcones, / y empezaba la vida a poblarme los ojos”.— se llega al escepticismo que provoca el paso del tiempo. «Yo edifiqué mi vida en otras vidas, / penetré en la memoria y en el tiempo / palabra tras palabra, / ceniza tras ceniza, / aire tan solo que al aire pertenece. / Yo edifiqué mi vida en el olvido» dice la última estrofa del último poema del libro, titulado «Palabras», que establece una conexión directa con «El poema», primero de los que integran su libro siguiente, Entre tantos adioses (1993), y que comienza con estos versos: «He aquí que voy escribiendo / huellas de un caminante / hacia el olvido, / palabras que se quedan / yertas sobre el papel». El libro, que cierra la tercera y última etapa de la creación de Morales (aunque, como veremos, hay agrupados, bajo el título de Palabras, varios poemas inéditos), posee, según el autor, «una gran parte de tono elegiaco. El poeta ha visto desaparecer cosas y seres queridos, poetas admirados y su ya lejana juventud, a la par que ha ido perdiendo día tras día todo lo incierto que llamó esperanza», quizá por eso el poeta busca la complicidad del lector, a quien se dirige casi suplicando: «Lector, / hermano mío, / necesito tus ojos / y tu voz / y tu sangre / para vivir de nuevo / tras la muerte / que habita mi poema». En 1999, como hemos dicho, la colección de poesía dirigida por Pureza Canelo, Poesía en Madrid, editó la antología Por aquí pasó un hombre, que ahora se ha reeditado con motivo del centenario de su nacimiento. Esta antología tiene la particularidad de que cada libro está precedido por unos comentarios, jugosísimos, del autor, lo que la convierte en imprescindible para cualquier estudioso de la obra del poeta. En dicho año se publicó también el libro Obra poética completa en una hermosa edición a cargo de la editorial Calambur. Precede a los poemas una declaración lo suficientemente aclaratoria como para despejar cualquier atisbo de duda: «Considero definitiva la presente edición de mi poesía. Todo lo que no figure en ella queda descartado». Esto no ha resultado cierto del todo, porque en 2003 publicó el libro Poemas de la luz y la palabra, que recoge y amplia los poemas, muchos de ellos dedicados a indagar sobre la palabra poética, recogidos en la obra completa y en la antología de 1999 bajo el epígrafe de La palabra y que debemos, en buna lógica incorporar a su corpus poético completo.

Nos hemos centrado en la obra poética del autor, lo más relevante de su producción, pero también tradujo, en compañía del poeta inglés Charles David Ley, la obra del poeta portugués Alberto de Serpa y escribió además algunas narraciones de temática taurina. Entre sus libros en prosa, destacan los dedicados a la literatura infantil y juvenil: Dardo, el caballo del bosque, Narraciones de la vieja India, Leyendas del Río de la Plata, Leyenda del Caribe, Leyenda de los Andes o Leyenda del Al-Andalus.

Del poema «Palabra del poema», perteneciente a su último libro de poemas extraemos unos versos que nos sirven para poner fin a este apresurado recorrido por la obra de Rafael Morales, un autor injustamente encasillado en una temática y en una época, que gracias a libros como Por aquí pasó un hombre o Obra poética completa, vemos con una perspectiva más amplia y, sobre todo, mas justa y equilibrada.

Por aquí pasó un hombre

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TRES LECTURAS: EVA YARNOZ, JUAN GIL BENGOA Y MARIANO CASTRO

29 lunes Jul 2019

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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EVA YARNOZ. CAUCES DEL QUE TEJE. EDITORIAL TREA.

La poesía de Eva Yarnoz (Pamplona, 1975) no busca esclarecer los mecanismos de la realidad a partir de un hecho anecdótico porque «la realidad es un espacio que se deforma» y la anécdota tiende a buscar en lo discursivo su inmovilidad, su permanencia, todo lo contrario de lo que busca nuestra poeta. El ejercicio de reflexión que se lleva a cabo en cada uno de estos poemas tiene más que ver con una experiencia emocional que busca autoanalizarse a través de la inteligencia lingüística, del amoldamiento de la palabra: «no contener ya más con los significantes lo contenido entre mimbres y permitir que sea solo mente», escribe, y es que, por otra parte, la poesía que escribe Yarnoz no puede dejar de interrogarse sobre ella misma, sobre la escritura, no sobre el yo, por más que resulte «estúpido […] decir algo con el lenguaje! definir placer y decir! definir el objeto del deseo y desear! dónde está el objeto?». No, no estamos frente a una poesía que pretenda emocionar o que busque la complicidad del lector mediante la falacia patética. Eva Yarnoz parte de lo desconocido, transita por lo desconocido y finaliza su recorrido por lo desconocido. Lo que ignora es la clave de bóveda en la que se sustenta el arco del conocimiento, y esto no es una paradoja, como vemos en los versos siguientes: «convertir ahora lo sabido en lo por saber y confiar sin fuerzas en la caída. con el agotamiento amarillo de la sien que perfila los almacenes inconsistentes». La particular construcción de los poemas —una gran mayoría son poemas en prosa—, escritos sin usar mayúsculas confiere a la lectura una mayor fluidez. Da la sensación de que los versos surgen de un torrente verbal que hunde sus raíces en lo onírico —en lo visionario, a veces—, como si fueran alucinaciones: «confía a ciegas en la voz que asegura los amarres, por última vez habrás de ver lo indisoluble que no se oye, estás en la disolución de las luces, estás en el sonido circular que diluye los confines que lo reducen», escribe Yarnoz en el poema titulado «saber». Con estos mimbres, el mundo que se construye, no puede ser más que ilusorio y, por tanto, frágil y efímero, como la vida misma.

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JUAN GIL BENGOA. EN JARDINES DE ARENA. COL. EL LEVITADOR. EDITORIAL POLIBEA.

No son frecuentes las incursiones de Juan Gil Bengoa (Bilbao, 1958) en el género poético. Su faceta como narrador —es autor de varias novelas: La piel del camaleón (1992), Inviernos (1995) y Los placeres tristes (2002) y de numerosos guiones televisivos y cinematográficos— ha eclipsado en alguna medida su dedicación a la poesía, hasta el punto de que En jardines de arena es su cuarto libro —antes había publicado Los desiertos verdes (2006) y La noche cerca (2012) y Rwenzori (2015)— y como se comprueba por la fechas de publicación, todos ellos han visto la luz en lo que llevamos de siglo. Estamos pues ante lo que parece ser un autor tardío, al menos en lo que respecta a la publicación, porque ignoramos si existen libros de poemas inéditos guardados en es moderno cajón que es un archivo del ordenador.

Aitor Francos, que se ha ocupado en diversas ocasiones de la poesía de Gil Bengoa, es autor de las «Palabras preliminares» que abren este volumen y ellas resalta la vinculación al viaje, al peregrinaje que tiene su poesía, el viaje como «vía de autoconocimiento y de inspiración». En el caso que nos ocupa, el país por el que viajan los versos de Gil Bengoa es Argelia, una especie de escenario en el que actúa el protagonista Arthur —cuyo rastro persigue Philippe Joubert— y una «dulce actriz de reparto», Hèléne. El libro se organiza en torno de la «fuga hacia el sur» de Arthur en busca del amor: «Aquel día de finales de verano / tendidos en la playa / Hèléne le dice: / no hagas que me sienta culpable…». A pesar de los consejos, que le conminan a actuar de otra forma Arthur persiste en el empeño: Vamos, Arthur, no añadas más drama al asunto, de acuerdo., Hèléne está ciega, tú también estás ciego, ciego y borracho por querer a alguien que no sabe quererte…» Pero En jardines de arena hay un viaje dentro de otro viaje, una doble búsqueda, un viaje interior por los unamunianos paisajes del alma y otro viaje, mucho más descriptivo, por la geografía política de Argelia: «El paisaje es un lento y traqueteante / zigzagueo a través de sinuosos / meandros cincelados por el viento». Francos afirma que en este libro «toman forma las dudas vitales y el devenir de los desencuentros, donde todo puede quedarse estancado en un tiempo remoto, semienterrado en el inconsciente». Me parece una excelente forma de sintetizarlo.

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MARIANO CASTRO. EL OJO Y LA CENIZA. PRÓLOGO DE MANUEL MARTÍNEZ-FOREGA. EDITORIAL OLIFANTE.

«Ofrece una señal / entre las ruinas, / di, tú, una palabra, / no abandones los restos / de la hoguera, / reaviva su lumbre / y permite / que venga a calentarse / todo aquel que haya ardido / y pueda soportar / la gélida visión / de las cenizas». Podemos interpretar estos versos como el núcleo a partir del cual se expanden el resto de poemas que integran El ojo y la ceniza, el nuevo libro de Mariano Castro (Zaragoza, 1954), autor de una copiosa obra entre la que destacan títulos como Paraíso de fuego (1996) Premio Universidad de Zaragoza, En el rostro del aire (1998) Premio «Santa Isabel, reina de Portugal», El pájaro y la piedra (2008) o Lugar (2018).

El volumen está dividido en tres secciones y, si hay algún hilo conductor entre ellas, este parece ser la dicotomía entre luz y oscuridad, asociada en el poema a la palabra y al silencio, al fuego y la ceniza, respectivamente, como podemos observar en estos tres ejemplos, que pertenecen a las distintas parte en las que se divide el libro: «En el aire te pierdes, / por las oscuras trochas / de una noche infinita, / para buscar la luz, / cifrado anhelo / en no sé qué lenguaje»; «Precaria luz da vida / a las motas de polvo, / y relumbra una ingrávida danza / en la cifra del aire. // Después, / el misterio se sume / en las primeras sombras / del crepúsculo, / y todo se reintegra / al ser de lo invisible»; «Un instante dorado, / agotada la tarde, / tendida luz concede / a la penumbra del silencio».

En el prólogo, Manuel Martínez Forega escribe que «El ojo y la ceniza es un tránsito necesariamente conducido a la interpretación de lo inexplicable y de lo innombrado a través de la experiencia y del conocimiento», pero el mero hecho de escribir a partir de la tensión entre imágenes y pensamientos nos induce a pensar que, en definitiva, todo lleva en su ser su propia explicación, Otra cosa es dar con las palabras precisas que quiten los velos que enmascaran el significado y no otro es, a nuestro parecer, el intento de Mariano Castro. A través de un verso antirretórico, desnudo, depurado —siguiendo el ejemplo de algunos de sus maestros confesos, Valente, Paul Celan y, con toda probabilidad, Octavio Paz— busca interpretar la realidad, no describirla, como ocurre en la poesía estrictamente realista, porque, al fin y al cabo, desde esa realidad se va construyendo la conciencia del poeta, que es la que queda a la intemperie cuando el lector consigue traspasar los muros del poema.

JESÚS CÁRDENAS. LOS FALSOS DÍAS*

22 lunes Jul 2019

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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JESÚS CÁRDENAS. LOS FALSOS DÍAS. COL. PALABRAS MAYORES. EDITORIAL ALHULIA

Desde 2012, cuando publicó La luz entre los cipreses, Jesús Cárdenas (Sevilla, 1973) no ha faltado a la cita con lectores regularmente hasta el año 2017. Libro por año, lo que denota una gran fecundidad creativa, lo que, en principio, nos obliga a estar a la expectativa, porque la cantidad suele estar reñida con la calidad. Los falsos días, ha aparecido ya en 2019, lo que significa que en el casillero ha quedado vacío el año 2018, pero esto no nos produce extrañeza, dada la considerable extensión de este su último libro.

     Jesús Cárdenas tiene una peculiar forma de poetizar la realidad y las emociones que el contacto con ella le provoca, una forma que consiste en trascendentalizar lo anecdótico, empeño loable, aunque no siempre lo hace de forma natural. El uso de un vocabulario pretendidamente conceptual cuyo único logro es desubicar la realidad, no acaba de resultar convincente; da la impresión de que el propio poeta carece de ideas claras sobre lo que intenta decir y busca que el poema le ayude a clarificarse, lo que, en sí mismo, no supone ninguna mácula (somos muchos los que comprendemos mejor la realidad a través de la escritura), pero, en este caso, creo que la fórmula elegida contribuye a oscurecer —por otra parte, nada tenemos en contra del discurso elíptico o hermético cuando ambos son coherentes— aún más la posible solución al enigma existencial que se plantea: «En ningún momento supe explicar / el infortunio de verme de este modo, / y nada hacía pensar en el silencio de limo / que hallarme comprendido en esto / que apenas soy». Enturbiar el agua para que parezca más profunda no deja de ser una impostura.

     Otra impresión que trasmiten estos versos es la de que están escritos sin esa deseable continuidad estructural que permite al lector percibir una coherencia interna y, por tanto, un esclarecimiento de las intenciones del poeta. Hay ciertas injerencias poéticas que trasmiten una sensación equívoca, como si estuvieran defectuosamente asimiladas, una mezcla que combina de forma antinatural un lenguaje comunicativo con una pretensión metafísica que roza la vacuidad. Cárdenas utiliza como epígrafe a una de las secciones del libro una cita de Auden: «No hay poeta que pueda proporcionarnos verdad alguna sin haber introducido en su poesía lo problemático, lo doloroso, lo caótico, lo feo». No puedo estar más de acuerdo, aunque «el dolor, incluso cuando es auténtico, puede ser las más tramposa de las emociones, y la menos compleja», algo que bien sabía, entre otros, autores, la novelista P. D. James, por esa razón el poeta ha de referirse a dicho dolor sin ambigüedades, con verdad interior, no como si fuera un ventrílocuo, y esa verdad interior es la que agarra al lector hasta hacerlo cómplice de las experiencias que vive el poeta, sean estas reales o imaginarias. Machado hablaba de «una honda palpitación del espíritu», y esto es lo que echo en falta en gran parte de estos poemas. Creo no errar demasiado si afirmo que muchos de los poemas que componen el libro Los falsos días están escritos a trompicones, acumulando versos que no necesariamente responden a un mismo impulso indagador. La estética del fragmento, tan de moda en los últimos años, no consiste en unir artificialmente estrofas que parecen no tener nada que ver unas con otras en el mismo poema y que incurren, en algunas ocasiones, en imágenes surrealistas de dudoso gusto: «La vida sin badajos de la noche / sería como pastos escarchados», versos que, además, se repiten en dos poemas, por lo que se me alcanza que el autor está especialmente satisfecho de ellos. El fragmentarismo no es un antónimo de lo discursivo, como tampoco el “collage” verbal lo es de lo comprensible.

Afortunadamente, hay en Los falsos días poemas que esquivan estos reparos, como «Puro nihilismo», un poema estructurado con lógica discursiva, el que la idea se distingue del estado anímico con el que se transcribe sin esos abismos semánticos en los que se ha despeñado con tanta frecuencia anteriormente. Auden, antes citado, decía que: «Atacar los libros malos no solo es una pérdida de tiempo, sino también un peligro para el carácter». Quizá esté en lo cierto, pero criticar un libro supone enumerar sus defectos tanto como subrayar los méritos, méritos que, en general, están por encima de las objeciones aducidas. En el caso de Jesús Cárdenas, creo que su poesía necesita despojarse de esas anteojeras retóricas que le impiden ver la realidad con mayor naturalidad, lo que abundará en la decisión de abandonar ciertos conceptos erráticos que usa con profusión y que aportan muy poco al poema, es más, lo empobrecen. No creo que estos reproches sean excesivos y aunque la función de un crítico no sea dar consejos, me atrevería a decirle a Jesús Cárdenas que debe destilar en la alquitara del lenguaje sus más vívidas experiencias con paciencia y rigor, sin sentirse acuciado por las prisas ni por la búsqueda inútil de la originalidad. Cárdenas puede escribir poemas mucho mejores que los que integran, salvando alguna excepción ya mencionada, este libro, solo tiene que mirarse a sí mismo y arañare por dentro hasta dejarse arrastrar por una necesidad de conocimiento que dé sentido verdadero a la escritura.

*Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés el 19/07/2019

ALEJANDRO GARMÓN IZQUIERDO. LICENCIA DE APERTURA*

19 viernes Jul 2019

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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ALEJANDRO GARMÓN IZQUIERDO. LICENCIA DE APERTURA. BAJAMAR EDITORES

Por la fecha de publicación de su primer libro, podemos considerar a Alejandro Garmón Izquierdo (Bilbao, 1981) un poeta tardío, aunque su inquietud literaria se remonta a algunos años atrás, como lo confirman sendos premios de relatos obtenidos en el pasado. Poéticamente, sin embargo, ha ganado notoriedad al recibir el Premio Internacional de Poesía Jovellanos, subtitulado «El mejor poema del mundo» de 2018. Estos sobrios antecedentes, es obvio, nada añaden ni restan a las virtudes de un libro como “Licencia de apertura”, libro dividido en cinco secciones, ciertamente desiguales en la formulación de la experiencia del poeta, una desigualdad fruto, seguramente, de las distintas épocas en las que los poemas, intuyo, están escritos. Predomina en muchos ellos una visión de la poesía casi, podríamos decir, arcádica y cauterizadora, incluso a pesar de los reparos hacia el lenguaje que deja entrever desde el segundo poema: «Es la palabra /una suerte de engaño, / marcado territorio / felino, el sendero que surca / su mirada una y otra vez. / Un exiguo horizonte / abarca nuestra sombras / y, mientras ella busca / el alimento, la palabra / transforma individuo en especie, / la muerte en extinción». «El territorio del lince», título de esta primera sección, abunda en esta idea y nos remite al espacio del poema, un lugar agreste en el que la lucha por la supervivencia es una constante en el animal, como lo son las tensiones entre idea y significado que sufre el lenguaje en la página, el lugar donde el poema toma forma.

     En la segunda sección, «Mundos de mimbre», la dicción abandona el inicial simbolismo y se apega más a la expresión directa la cotidianidad. La memoria enlaza el pasado con el presente y tiñe de nostalgia los paisajes y los acontecimientos fugitivos, irrecuperables, esos mundos construidos con mimbre que, como la memoria, se escapan por los intersticios de la materia con la que están construidos. Mientras que en esta sección, los paisajes conservan un aureola mítica, producto quizá de una mirada condescendiente sobre la infancia, en la tercera sección, «Suelo industrial», el poeta se enfrenta a la realidad, representada con toda crudeza por un paisaje degradado: «Lo que antes era bosque, / un campo de cereales / y después una zanja, / ahora, por fin, es / suelo industrial urbanizado». El cambio es rotundo. En ese escenario de corruptelas políticas y capitalismo sin escrúpulos, sin embargo, también hay lugar para pensar la vida, para encontrar la belleza, aunque esta reduzca sus límites al laberinto del cuerpo anhelado, como ocurre en el poema «Tatuaje», y un espacio para revisitar la memoria familiar y buscar en ella —sin menospreciar el amor— un asidero para el presente («La palabra del padre y el hogar en los brazos, / la plegaria y el beso de una madre. / Los hermanos que ensueñan….»), como queda de manifiesto en el poema «(In memoriam)», dedicado a su abuela. La poesía de Alejandro Garmón Izquierdo está construida, a pesar de esos reiterados déjà vu melancólicos, con materiales heterogéneos, algunos de los cuales podríamos tachar de poco poéticos, al estar más relacionados con la física o la mecánica («Partos de versos bastardos, / olvidados a su suerte, deambulan / entre grises corrientes de sinapsis / eléctricas, sin final ni destino») que con lo lírico y, sin embargo, las analogías consiguen su propósito: objetivar la incertidumbre sin que el autor caiga preso de la retórica.

La penúltima sección, «Mimbres de otro mundo», puede inducir a engaño. El otro mundo no proviene de un metaforizado campo onírico sino de unos territorios lejanos que suscitan disfunciones en una conciencia crítica, enfocada con cierta ironía, sobre el estado de las cosas. El poema que da título a la sección nos ofrece algunas claves de lectura, sobre todo en los versos finales: «… ausente / espero haber aprendido / a prender letras en lienzos de silencio, / hogares del rescoldo de otros hombres, / gélidas cenizas de otros nombres». Esa incertidumbre de la que hablamos procede, sin duda, de la desubicación que padece el sujeto contemporáneo, desubicación que tiene que ver con la pérdida de referentes ideológicos y morales, a lo que debemos añadir la persistente sensación de ser un desconocido, no solo para los otros, sino para sí mismo: «Eres dueño del absurdo y de nada sirven tus armas en pruebas si sufres por el sino reunido de los egos, pero con un gran aumento en las gafas, y las herramientas precisas, pules un diamante que arrojaras al fuego».

El libro finaliza con la sección que da título al libro, «Licencia de apertura», y no es, como podría pensarse, un colofón o un resumen argumental del resto del libro, porque la componen una serie de poemas que no parecen tener mucho en común entre ellos, aunque es posible que el autor los haya reunido bajo un común propósito que no hemos detectado. Poemas cargados de lirismo, como el titulado «(Figuras en el viento)», conviven con otros que dan la impresión de ser poco más que un juego lingüístico, como el titulado «Zeta» y con unos terceros que remiten a esa analogía de la que hablábamos anteriormente, la de la ciencia con el sentimentalismo. No es un recurso baladí, aunque ni siquiera la ciencia puede aportar certezas inmutables. Cada nuevo descubrimiento plantea inquietantes interrogantes que no hacen más que confirmar la insignificancia del individuo en un mundo regido por poderes invisibles. De ahí que el poeta escriba: «Hay una parte, en el fondo / de mí, que desea soledad, / será porque en la superficie / hay un hombre, que sabe / de esa otra parte de mí, / que ene l fondo no sabe / lo que desea». Alejandro Garmón Izquierdo ha buscado imprimir a sus poemas un ritmo sustentando en la métrica tradicional, en heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos preferentemente, pero su particular fuerza expresiva le ha impulsado a tomarse algunas licencias en detrimento de la sintaxis. Lo ideal es que musicalidad y significado compartan a partes iguales la responsabilidad del verso, pero, en última instancia, cada poeta puede dar prioridad a cualquiera de los dos factores. Dicha legitimidad debe, sin embargo, convencernos para “elevar la conciencia en la mirada” y plasmar las impresiones de lo visto en la página, y eso es lo que ha hecho nuestro poeta.

‘Licencia de apertura’, de Alejandro Garmón Izquierdo

RAMÓN BUENAVENTURA. TAL VEZ VIVIR. ANTOLOGÍA POÉTICA*

17 miércoles Jul 2019

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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RAMÓN BUENAVENTURA. TAL VEZ VIVIR. ANTOLOGÍA POÉTICA. EDICIÓN DE ISABEL GIMÉNEZ CARO. UNIVERSIDAD DE ALMERÍA

Como un acto de absoluta justicia poética podemos calificar la edición de esta antología de la obra poética de Ramón Buenaventura (Tánger, 1940), una obra integrada por más de diez títulos —Cantata Soleá (1978), Los papeles del tiempo (1984) o Teoría de la sorpresa (1992) prácticamente ilocalizables actualmente ya que en el momento de sus respectivas publicaciones quedaron un tanto desubicados, al no adscribirse a ninguna de las tendencias poéticas dominantes de la época y ver la luz con varios años de retraso respecto de su escritura. Ya se sabe, el que va por libre debe, en general, pagar el precio de la independencia, lo cual supone padecer críticas negativas guiadas por un profundo desconocimiento de lo que se critica (el desconocimiento de lo extraño provoca también temor), sufrir el ninguneo de colegas y lectores, condenarte al olvido, por eso, reitero, esta antología posee en sí misma un valor añadido, el de poner a disposición de los lectores actuales, a los que ya no limita su mirada las anteojeras del pasado, una obra distinta, rica en significados y sugerencias tanto personales como literarias, una obra formalmente emparentada con las primeras vanguardias —su libro “Eres” obtuvo el Premio Miguel Labordeta—, de las que ha heredado, entre otras cosas, un componente lúdico poco frecuentado en nuestra lirica, más atenta a la elegía y la circunspección.

     Por otra parte, Ramón Buenaventura puede ser considerado con un precursor de la actual reivindicación de la poesía femenina. En 1985 publicó un libro que se ha convertido en esencial y premonitorio, Las Diosas Blancas. Antología de la poesía española escrita por mujeres. Él mismo ha sido incluido en numerosas antologías de poesía en España y en el extranjero. Ha publicado además numerosos estudios literarios y varias novelas como El año que viene en Tánger (1998), Premio Villa de Madrid o El último negro (2005), Premio Fernando Quiñones. Si a esto añadimos su extensísima labor como traductor de diferentes lenguas —francés (en 2002 recibió el Premio Stendhal), inglés, árabe o alemán—, por la cual se le concedió el Premio Nacional de Traducción en 2016, podemos asegurar que nos encontramos ante un verdadero hombre de letras, una especie en grave peligro de extinción, razón de más para justificar la necesidad de esta antología, Tal vez vivir, que recoge poemas de todos sus libros, de los editados en papel, pero también de los que, bajo el título Poemas casi todos ya. 1956-2014, publicó en formato PDF, que incluye algunos inéditos —escritos en un periodo que abarca desde 2005 a 2011—incorporados a esta edición. Isabel Giménez Caro escribe un esclarecedor prólogo en el que explica el origen del título, tomado de la primera novela, aún inédita, de Ramón Buenaventura, escrita ya en el «destierro» madrileño, en 1958. La autora de la edición nos informa con detalle de las particularidades creativas de Buenaventura, particularidades que le han apartado de las diferentes estéticas con las que ha coincidido en su extensa trayectoria literaria. Generacionalmente «pertenecería, por edad, a la de los poetas del 70 —así se recoge en diversas antologías como la de Mari Pepa Palomero— […]; también se le ha situado en el grupo de escritores tangerinos que escriben en español, como vemos, por ejemplo, en el estudio de Rocío Rojas Marcos “Tánger, segunda patria”». Ya hemos dicho que es un poeta sin escuela, por lo tanto, situarlo en un lado o en otro no tiene otro objeto que el didáctico y lo que importa realmente es su poesía, dueñas de una personalísima poética que tiene al lenguaje como protagonista primordial (el otro tema fundamental es, sin duda, la ciudad de Tánger). «Fusiona la tradición y la vanguardia a través de un lenguaje que ningún escritor de su generación posee, de ahí su singularidad», escribe certeramente Giménez Caro.

     Numerosas y variados son los autores que han ejercido su influencia en la obra de Buenaventura, como no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta su amplitud de lecturas. Los registros de su escritura dan cuenta de una nutrida intertextualidad —característica esencial a la hora de estudiar su poesía— no siempre al alcance del lector común. Ramón Buenaventura no renuncia a valerse de un acervo cultural tan poco común —como ocurría, por ejemplo, con Pound—como el suyo para multiplicar las posibilidades de trascendencia del poema. Desde Rimbuad, Byron o Lautrémont a Salvador Espriu, pasando por Nicanor Parra o Quevedo y filósofos como Platón, Gabriel Albiac o Eugenio Trías, por citar solo algunos nombres. Buenaventura incorpora al poema —algo que practican en la actualidad poetas como Julio César Galán— las citas a pie de página, glosas prosificadas sobre la construcción del poema o tipografía diferente para resaltar determinado contenido. Acabamos este comentario con un ejemplo de esa intertextualidad fácilmente rastreable, el poema «Ceguera»: «Vendrán tu ojos y / verán mi muerte / mi máximo impudor / mi cadáver / mi cuerpo sin mí / durmiendo una noche sin dormirla / estando una presencia que no está / Vendrán tus ojos y / no los veré mirarme».

* Reseña publicada en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés, el 12/07/2019

JUAN ANTONIO GONZÁLEZ FUENTES. LOS DÍAS DESIERTOS*

16 martes Jul 2019

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JUAN ANTONIO GONZÁLEZ FUENTES. LOS DÍAS DESIERTOS. PRÓLOGO DE ÁLVARO POMBO. EDITORIAL RENACIMIEMTO

Las incursiones de Juan Antonio González Fuentes (Santander, 1964) en el poema en prosa no son, como decía Seamus Heaney, «incursiones furtivas», sino fruto de un deseo de indagar en la experiencia sin las restricciones rítmicas y estructurales que asociamos habitualmente al verso. De hecho, este técnica es la más frecuente en la trayectoria poética de nuestro autor, como podemos comprobar leyendo “Memoria. (Antología poética, 1985-2015)” y con su inclusión en “Campo abierto”, la antología sobre el poema en prosa que realizaron Marta Agudo y Carlos Jiménez Arribas y publicó la extinta editorial DVD. Da la sensación de que la prosa trasmite de un modo más directo y natural el pensamiento del autor, quien se ciñe con más exactitud a la esencia del decir al no estar pendiente de las exigencias formales del verso. El poema en prosa se ha convertido para González Fuentes en una forma estable de penetrar en los intersticios de la realidad, una forma que le permite aproximarse a la extrañeza del entorno o de cualquier manifestación vital con un acento filosófico subyacente que determina su pensamiento poético, pensamiento que nace de un fluir de la conciencia, esencializado en “Los días desiertos”, libro que recoge los poemas escritos entre 2019, año de la publicación de “La lengua ciega” y 2019; una cosecha no muy grande de poco más de veinte poemas, aunque en estos años ha publicado, en el ámbito de la creación, varios libros de haikús y ha coordinado ediciones de poetas y escritores como Gonzalo Rojas, Roberto Bolaño o Álvaro Pombo, sin olvidar los estudios sobre Felipe Boso o José Luis Castillejo, por ejemplo.

     La poesía intenta traducir a las palabras aquello que nos ha conmovido o nos ha emocionado, por eso nace «del vientre del litigio», pero es también un camino para reencontrarse con el propio yo, con esa identidad resbaladiza y cambiante que provoca, en muchos casos, una sucesión de contradicciones, «la callada reminiscencia de quién lentamente va haciéndose otro y se acerca a lo que se aleja». Coexisten en “Los días desiertos” dos maneras de describir, de narrar, podríamos decir, de escudriñar en la memoria. Una de ellas desgrana la realidad con una precisión casi quirúrgica: «Entre los guijarros se adormila la calidez del sol, el anhelo por hallar un lugar que sosiegue la vida y la dura sed de los que fueron, la de quienes señalan hacia la noche para celebrar lo que perdura sobre la lenta cifra de un acantilado», escribe en el poema «Lección de otoño»; la otra se suspende sobre la realidad, alza el vuelo hasta alcanzar esas regiones misteriosas de una conciencia alucinada:«En este lugar, con tan solo ayer y piadosos labios homicidas, el revés del tiempo se orienta hacia la noche estéril de la carne, hacia la rama leve del sueño que solo sabrá de mí, por lo que enseña el trazo alto de la herida», escribe en el poema «Senectude». Como se puede apreciar, aquí el valor connotativo de las palabra determina los niveles de comprensión, sujetos siempre al grado de complicidad que se logre establecer con el lector. Ambas fórmulas, la de carácter más realista y la de prosodia infrarrealista conviven sin fricciones, es más, me atrevo a decir que se complementan deliberadamente porque José Antonio González Fuentes así lo ha previsto, acaso porque ha entendido que es la mejor fórmula para encarnar las nuevas inquietudes vitales que le acechan, la conciencia del paso irremediable del tiempo, la necesidad de un soporte existencial —un Dios aún esquivo, implacable («Hablo cuando en su lenta blancura Dios convoca al dolor más aciago y fiero»)— ante la inminencia de la muerte («Del otro lado. Sí, y aes más del otro lado el tiempo que se alza ante nosotros, en regreso, con las manos abiertas»), la coartada de la memoria simbolizada en un árbol propio, singular, reconocible entre el bosque de la memoria colectiva que navega «… hacia todo lo que somos reflejado aquí, en los surcos ciegos de la Historia».

     Un recurso frecuente en la poesía de González Fuentes en el hipérbaton, la alteración del orden natural de las palabras cuestiona la discursividad tradicional e impone un nuevo campo semántico plagado de posibilidades interpretativas, como vemos en estos versos: «Un aire abierto al cristal dorado de mi sangre, a la llama donde la alegría es lugar secreto y quedo, lugar más allá de la tardes en la que dulce será de mí la ausencia, esa última cosecha y su después entre sombras de otra espera, eco de olvido y sosiego». La técnica literaria debe estar al servicio de la inspiración, y no a la inversa, de esta forma se evitará caer en esos agujeros negros que absorben la coherencia argumental y distorsionan la capacidad imaginativa. González Fuentes siempre lo ha sabido, pero sin duda es en “Los días desiertos” donde ha conseguido sus mejores resultados.

* Reseña publicada en El Diario Montañés el día 11/07/2019

ANTONIO RIVERO TARAVILLO. SVARABHAKTI*

10 miércoles Jul 2019

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ANTONIO RIVERO TARAVILLO. . . EDITORIAL MACLEIN Y PARKER. COLECCIÓN MIRTO.

Lo primero que nos llama la atención de este libro es su enigmático título, Svarabhakti. Indagamos sobre él y comprobamos que se trata de una palabra de origen sánscrito que literalmente significa “separación vocal”. En este caso ha dado lugar a un poema del mismo título que establece una interesante analogía entre la función lingüística y fónica de la epéntesis y la del amor: «Como vocal de apoyo / entre dos consonantes, / el amor nos sostiene / y da su soplo». Solventada esta cuestión, Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963), autor de una copiosa obra literaria que abarca el ensayo, la biografía, la novela y la traducción, además de la poesía, género en el que ha publicado libros tan relevantes como Farewell to Poesy (20029) —un título ciertamente irónico—, El árbol de la vida (2004), Lejos (2011), La lluvia (2013) y El bosque sin regreso (2016), nos ofrece un extenso y unitario volumen que expone en el primer poema, «Vida y poesía», sus propósitos y sus incertidumbres: «Sé cómo hacer un poema / sobre lo que me pasa, / lo que no sé es cambiar lo que me pasa / para que el poema sea distinto. / Las palabras están / donde deben estar, pero la vida, / siempre dislocada, retuerce / los versos, los sincopa, / aunque sean una balsa de aceite, / siempre a punto de arder por su cerilla». A pesar de los cientos de versos que se han escrito acerca de la imposibilidad de trasladar con fidelidad absoluta a la pagina la emoción, la experiencia vivida, Rivero Taravillo consigue enfocar esta contrariedad de un modo original, sin recurrir, por cierto, a conceptos y abstracciones semánticamente ambiguos. Pronto, además, el yo que se erige en protagonista de este primer poema, el yo que se niega, se bifurca en un nosotros, como queda de manifiesto en el segundo poema, el titulado «Poeta»: «Un poeta jamás es un poeta. / o no tan solo uno únicamente. / Es la voz de los otros en la suya […] En uno hablan todos los poetas, / el coro de una voz múltiple y sola / que calla con las otras al decirlas / y al callarlas, las dice como nadie». No son estos los únicos poemas en los que la reflexión metapoética está presente: por ejemplo, en «Intransferible» defiende Rivero Taravillo su propia inspiración, su propia creación, porque, aun con sus defectos, está construida con su experiencia, y esta es intransferible: «Otros puedes hacer mejor / quizá un artículo, / una novela, pero el poema es // mi patria intransferible. / lo que en él asoma siempre tiene mi rostro / por más ajena que sea su mirada». La dedicación a la poesía está directamente imbricada con la vida, sin llega a sustituirla, claro, pero el hecho de escribir se concibe como un momento dichoso, aunque esto se oponga de forma tajante a lo que piensa, por ejemplo, un poeta como Mark Strand, cuya prosodia nos recuerda a la de Taravillo, cuando escribe: «La verdad es que escribir no reporta ningún goce, al menos a mí, puesto que cuando pienso en mis momentos más felices, ninguno tuvo lugar mientras escribía». Es otra forma de verlo, porque para otros, el mero hecho de experimentar la satisfacción de escribir un poema logrado tiene mucho que ver con la felicidad, aunque esta sea posterior al acto de escribirlo.

En Svarabhakti hay muchos poemas que tratan de rescatar acontecimientos y vivencias ordinarias del olvido para convertirlas en emblemas de la existencia, desde una historia troyana o un problema de álgebra hasta la tumba de Emilio Prados, el último poema del libro, que nos recuerda la futilidad de nuestras ambiciones: «Al cabo de los años, el poeta / se funde en la incontable cofradía / de los anónimos». / El que fuera impresor no tiene tipos / que compongan su nombre» o Excálibur, la espada que solo el rey Arturo pudo extraer de la piedra y que en el poema de nuestro poeta se utiliza como una analogía de un encuentro erótico. La poesía de Antonio Rivero Taravillo oculta tras su aparente sencillez, siempre una carga simbólica con, al menos, dos referentes, y digo al menos, porque lo más frecuente es que el poema admita varias lecturas simultáneas que, además, no colisionan, sino que la enriquecen con esos significados múltiples. Podemos verlo, por ejemplo, en el poema «Apócrifo del deseo»: «Me he estado engañando todo el tiempo. / No me has mentido tú: / lo he hecho yo, / que he modificado tus palabras / como un mal traductor que las confunde / creando otro sentido porque quiere / entender solo aquello que desea». Uno solo escucha lo que quiere escuchar, puede ser el resumen de estos versos, pero no es menos cierto que el poeta intenta traducir la realidad no solo desde su óptica, sino desde los acuerdos que dicha realidad establece con el lenguaje, es decir, con la ficción que este construye, lo que supone admitir, en buena lógica, interpretaciones cuando menos dispares porque nada de lo que plantea es irrefutable, y es que la imagen poética resultante, como escribió Charles Simic, otro poeta de tono familiar, «renueva nuestro asombro ante la existencia misma de las cosas». Asombro y sana constatación de que gracias al orden pactado de las palabras «hay cosas que muriendo sobreviven / huyendo de la edad y sobre el polvo.», quizá porque, homenajeando a Quevedo «Tan solo lo que escapa se conserva».

Antonio Rivero Taravillo: ‘Svarabhakti’

PABLO GARCÍA BAENA. CLAROSCURO (ÚLTIMOS POEMAS)

08 lunes Jul 2019

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PABLO GARCÍA BAENA. CLAROSCURO (ÚLTIMOS POEMAS). EDITORIAL PRETEXTOS Y FUNDACIÓN GERARDO DIEGO.

Pablo García Baena (Córdoba, 1921-2018), fundador, junto con Ricardo Molina y Juan Bernier de la revista, y el grupo que se aglutinó en torno de ella, “Cántico”, grupo al que se unieron posteriormente otras importantes voces, como las Julio Aumente, Vicente Núñez o Mario López, ha sido uno de los poetas más valorados y reconocidos por las sucesivas generaciones de poetas que han ido surgiendo en los últimos años. Comenzó a publicar en la primera posguerra (de 1946 es su primer libro, “Rumor oculto”), defendiendo una poética de lujo verbal y de gran exigencia formal cuyos temas vitalistas, incluso hedonistas, diferían en mucho de los que eran habituales en la época, de carácter reivindicativo, existencial o religioso. Vinieron después libros de tanta relevancia como “Junio”, “Antes que el tiempo acabe” o “Campos Elíseos”, el último publicado en vida.

     En las notas preliminares a “Claroscuro”, su autor, el poeta José Infante —autor de la edición junto a Rafael Inglada—, nos participa algunas consideraciones imprescindibles para contextualizar la edición de este libro. «Ante todo —escribe Infante— debe quedar claro que estamos solo ante el esbozo de un libro». Un esbozo integrado por doce poemas que han optado por ordenar cronológicamente después de solventar las dudas sobre al conveniencia o no de su publicación en los que «aparecen algunos de los temas de la poesía paulina: la naturaleza, la amistad, la historia, el paso del tiempo, en esta ocasión con un lenguaje contenido que no desdeña en ningún momento la suntuosidad y la riqueza de su léxico».

     El exilio visto como renuncia, como una despedida, si no de la vida, sí de los motivos que la hacen irrepetible: el amor, la belleza, el deseo, el éxtasis es el eje central del primer poema, acaso escrito tras una visión de Medina Azahara. Cuando el destino coloca al sujeto en esta disyuntiva, quedan dos opciones, la muerte o la aceptación más o menos sosegada, que es por la sabiamente opta el poeta cuando escribe: «Vida es también la soledad y el agua / bajo los arcos, limpia». Esta sumisa aceptación no merma, sin embargo, el poder evocador de algunas imágenes que rescata la memoria del pasado, como los patinadores que rasgaban la superficie alisada del paseo de Recoletos y que sirve a Pablo García Baena para recordar con ternura y emoción a Julio Aumente («Tú, el cisne de Cántico») y para reflexionar sobre la fugacidad de toda experiencia humana porque «Dioses siegan los cuerpos como hierbas en agosto». Quizá sea la escritura —mejor, el arte en general— una forma de restablecer lo perdido, de dejar constancia de aquello que no envejece, que conserva la edad que se tenía cuando la mirada inmortalizó un instante en concreto.

     Otros poemas poseen un carácter simbólico menos sujeto a lo anecdótico, con un vuelo y una tensión mas metafísica, como el titulado «Araucaria», ese «alto palacio vegetal / alzado a los plumajes suntuosos, / al flamear de alada pedrería cegadora» que aparece en «La Anunciación» de Leonardo, cuadro pintado entre 1472 y 1475, es decir, antes del descubrimiento de América, lo que ha dado lugar a numerosas especulaciones acerca de cómo pudo reflejar Leonardo con tanta exactitud un árbol cuya imagen se desconocía en Europa por entonces; el titulado «Las rosas», en el que García Baena apuesta, en la falaz dicotomía entre vida y arte, por la vida. No son las rosas escritas lo que le seduce sino la rosa «carnal y libre y breve, / rosa varia y extinta, / la oferta de las noches» o «Cinamomo», el árbol del paraíso, el de «fragrante, sí, mas grosera, / corteza» que cantara don Luis de Góngora, otro árbol de sombra, como el ombú, también motivo de otro poema, y santificado por ciertas culturas orientales.

      El breve libro finaliza con el poema titulado «Vísperas» por decisión —creemos que acertada— de los editores, con objeto de dotar de una armonía estructural similar a los últimos libro de Pablo García Baena, ya que todos ello finalizan con un poema de asunto religioso. Versos de la oración del avemaría encabezan cada una de las estrofas que recrean el escenario natural en el que se pide la bondadosa intervención de la madre de dios cuando la noche —la muerte— se enseñoree de todo: «Rogad / ahora que os alaba cada flor, cada ser, / cada estrella que nace ahora y en la hora / de nuestra muerte. Amén».

Dejando al margen las numerosas antologías de su obra que se han publicado en los últimos años, Claroscuro es, además de un libro póstumo, una especie de testamento literario. La última entrega poética de uno de los poetas más rigurosos y exquisitos de nuestra tradición reciente. El esmerado trabajo semántico y rítmico que García Baena emplea en cada verso hace de cada poema una delicada joya intocable porque cualquier alteración, por mínima que fuera, rompería esa perfecta armonía que, de forma casi desapercibida, nos hechiza y nos conmueve simultáneamente.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés el 5/07/2019

PEDRO LUIS MENÉNDEZ. LA VIDA MENGUANTE*

05 viernes Jul 2019

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PEDRO LUIS MENÉNDEZ. LA VIDA MENGUANTE. EDITORIAL TREA

Treinta años de silencio editorial son muchos para lograr que el interés de los lectores se renueve y, sin embargo, ese es el caso de Pedro Luis Menéndez (Gijón, 1958), que regresa a la poesía después de haber publicado un libro con apenas veinte años, Horas sobre el río (1978) y otros dos títulos poco después, en la década de los ochenta: Escritura del sacrificio (¡982) y Canto de los sacerdotes de Noega (1985). La vida menguante, un título lo suficientemente descriptivo como para informarnos de lo que vamos a encontrar en su interior, no es, como suele suceder cuando el intervalo temporal es tan grande, una mera reunión de poemas escritos a lo largo de estos años de silencio editorial. Aunque el autor no especifica la fecha de escritura de los poemas, por su tono melancólico, resignado y otoñal, no es difícil datarlos en estos últimos años de la vida del poeta, cuando la edad va imponiendo cierta limitaciones físicas y el escepticismo ligado a la experiencia aconseja no hacerse demasiadas esperanzas sobre el futuro. No es una visión, contra lo que pudiera parecer, pesimista, pero uno debe acomodarse a su propia condición y, si pretende disfrutar de la vida, no debe crearse faltas expectativas porque si lo hace, si no acomoda las expectativas a la realidad, solo logrará desestabilizar su ánimo. Las reglas han cambiado y el ser humano, igual que el poeta que habita en él, está obligado a adaptarse a ellas , por más que la escritura le ayude a mostrar cierta capacidad de rebeldía, la imprescindible para mantener sosegada la conciencia.

Los poemas de La vida menguante, como decíamos, parecen escritos no hace demasiado tiempo porque, como Menéndez escribe en un verso «el tambor de la muerte / retumba como un bosque de lápices gastados» y ese sonido, esa sensación es más propia de la edad madura que no de la edad mediana, cuando los demonios del mediodía todavía se manifiestan con toda su crudeza. Quizá la constatación de que la muerte asoma en el horizonte que el poeta vislumbra sea el leitmotiv que ha desencadenado la escritura de estos versos, versos escritos por necesidad, ajenos a las fluctuaciones generacionales y a banderías estéticas: «Lo más difícil, pueden creerme / que no hablo de oídas, / es permanecer / en la misma línea, no moverse un milímetro, / no dejarse seducir por ningún bando, / ser uno mismo» escribe el poeta. De este libro ha dicho César Iglesias en la presentación pública que es «un volumen en el que el mejor Pedro Luis Menéndez muestra que la creación en el silencio, alejada de la exposición publica y del exhibicionismo, genera una fortaleza moral que dignifica el acto mismo de la escritura». No podemos estar más que de acuerdo, porque estos poemas meditativos plagados de hallazgos sobre la fugacidad del tiempo, sobre el amor — muchos de los versos que los componen son, en realidad, aforismos— no pueden surgir más que de un estricto examen de conciencia.

     Tres son las secciones que lo integran, «El camino», la más extensa, presenta formalmente dos tipos de poemas (lo veremos también en el resto del libro), los netamente narrativos que presentan un discurso coherente temporalmente y aquellos otros, los más numerosos, que se acercan al hecho verbalizado de forma elíptica, sumando fragmentos discontinuos, frases cortas y tajantes encadenadas que añaden perspectivas oblicuas al asunto central del poema, como podemos comprobar, por ejemplo, en este poema: «Contemplo la muralla. Un domingo y otoño. // Los días son los días y pasan. / Las noche son las noches y tiemblan. // Eres la luz. Qué esquina te deshizo. / Con qué ángulo necio tropezase. // Dónde está tu victoria. // Aunque queden los nombres. / Piedra muerta», estructuralmente diferente a este otro ejemplo paradigmático del poema discursivo, del que reproducimos solo la primera estrofa: «Cuando la noche quiere ser más noche / —son las doce, las agujas se aman—, / le pregunto a mi ángel de la guarda / que ha sido de la vida que me dieron / mientras yo sonreía sin mirarme al espejo». Son, como vemos, dos retóricas distintas, seguramente dictadas por el argumento del poema, pero que mantienen muchos puntos de contacto, el primero de ellos acaso sea el convencimiento de que las palabras no pueden hacerse cargo por completo de los pactos que la intimidad establece con lo real («Las palabras son aire»), sobre todo cuando la vecindad con la muerte, precedida de esa sensación agobiante de insignificancia vital que conduce al poeta a escribir: «Sin palabras, así, / aislado de los sueños que una vez sostuvieron / lo que era mi vida, me escondo en el vacío / de esta casa sin dueño, de estas paredes ciegas / que ocultan lo que enseña cuando ya nada / aguardan los ojos de quien llora / muy lejos de este abismo», se extiende como una mancha de petróleo incluso por la mente de quien lee, contaminado las posibilidades semánticas, reduciéndolas a una, la desesperanza. El segundo, la preponderancia que parece otorgar el poeta a la vida escrita por encima de la vivida entra en colisión directa con esa desconfianza mostrada anteriormente hacia la palabra y, también, con la falta de esperanza antes mencionada. Pedro Luis Menéndez parece disentir de sí mismo —la contradicción es propia de personas que no acomodan a los dictados de lo real—cuando escribe: «Y si pasan lo años nada importa, / mientras lleno papeles nada importa / si la vida me deja aún otra noche / para escribir poemas en que afirme, / rotundamente claro, / que nada es importante si te tengo…», aunque no tarda en realizar otra vuelta de tuerca, como la que constatan estos versos: «Las historias son solo palabras y mentiras. / También cada poema. Este mismo. / El de ayer. Tal vez el de mañana / si aún existo». En todo caso, el poema que comienza con este verso, «Hace meses que no me acerco al mar» resume como ninguno esa aparente contradicción entre vida y poesía y, al menos hasta ese momento, la apuesta por la vida parece imponerse.

En la segunda sección, «Ariadna», el hilo conductor pasa a ser el amor. El poema sigue siendo el marco apropiado de reflexión sobre el poema mismo («Esto es solo un poema, pero apenas si miente») a la vez que desempeña la función de escenario donde se reconstruye el recuerdo. El contacto físico, el deseo («Te recorro despacio, erizándonos juntos / los poros que nos muerden, / y me detengo luego / para beber tus mares / a sorbos mientras sueñas») y la ausencia («Dos semanas. Tu cama guardará mi recuerdo»; «Porque ya no te tengo / el silencio me llena con todos los vacíos») con todas las consecuencias que conlleva, unidas a la temporalidad en la que se circunscriben los hechos otorga a los poemas una configuración casi diarística.

     ¿Qué hay al otro lado de la desolación? Si nos atenemos a lo que nos trasmiten los poemas de esta última sección de La vida menguante. Lo que hay es más desolación, agravada por las noches de insomnio: «No temas, haznos tuyas. Siempre te fuimos fieles. / Volvemos sin reproches a tu cama vacía, / a tu sueño partido, / a tus desolaciones». Muchos son los versos que reinciden en esta idea, a la idea del insomnio como una especie de infierno. La vida se convierte en un camino sin rumbo plagado de adversidades y la depresión se alza en el horizonte existencial: «Cuando la vida sigue sin dirección alguna / en brazos de la química sabiamente prescrita, / cada día se pierde un poquito de uno, diluido en jirones, marchito, tan cansado / que el cansancio gobierna / con su mano aturdida / las ideas / y regresos, los silencios, las noches / que empiezan a olvidarte, como se olvida / todo lo que no permanece, lo inútil, / lo insalvables, lo estéril, lo imposible». No deben tomarse estos versos, pese a la crudeza de estos versos o precisamente por dicha crudeza, como confesiones que hablan de una verdad íntima, sino como testimonios de una verdad literaria (no podemos negar la infiltración de lo imaginario en lo cotidiano), que es la que realmente nos interesa, porque es muy posible que a través de la escritura el dolor se atenúe o porque, como esgrime Menéndez, «las canciones mienten. /Y los poemas sobran».

     Para terminar, hablamos antes de versos que eran, en sí mismos, aforismos: Los ejemplos son innumerables, pero basta transcribir algunos para que el lector de este comentario se haga una idea: «La soledad se paga con monedas de tiempo», «Aunque dure un instante la eternidad es cierta», «La permanencia es solo un fingimiento», «La distancia reduce tu piel a la memoria» o «¡Qué refugio son siempre los sueños de los otros!». Sugieren otra forma de leer este magnífico, aunque desencantado, libro de Pedro Luis Menéndez, a quien nos gustaría ver más a menudo en páginas impresas.

‘La vida menguante’, de Pedro Luis Menéndez

JOAN PAYERAS. LA NOCHE QUE ESPERA*

04 jueves Jul 2019

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JOAN PAYERAS. LA NOCHE QUE ESPERA. COLECCIÓN TIERRA. LA ISLA DE SILTOLÁ.

Tuve el primer contacto con la poesía de Joan Payeras a través del libro “Eva en América” (2011), que obtuvo el Premio de Poesía José Luis Hidalgo el año anterior. Supuso entonces un grato descubrimiento que se fortaleció con la lectura de su siguiente libro, “El vuelo de la ceniza” (2016), publicado en edición bilingüe, castellano-catalán. Regresa ahora, tres años después, con “La noche que espera”, un libro en el que apreciamos algunos cambios importantes con respecto de su poética anterior, el más relevante acaso sea la variación de tono que se ha vuelto más reflexivo y emotivo, abandonando casi por completo el matiz lúdico que impregnaba sus anteriores poemas.

El libro está dividido en dos secciones, la primera, «El don y la condena», nos retrotrae a un concepto de la poesía de origen romántico, la poesía es un don y el poeta un elegido. La inspiración, ese regalo divino, bendice a quien toca, por eso Javier Payeras incide, en los versos finales del primer poema, en que el poeta debe ceder ante esa pujante llamada: «Ve a su encuentro y merécete / ese instante en la tierra», la indagación metapoética, presente en sucesivos poemas de esta sección, incide en la dicotomía vida/poesía («entiendo que es así que la vida se cuela en los versos», escribe Payeras, que más tarde dirá que «El mejor verso está escrito. Lo que queda es la vida»). La poesía no es solo la traslación de las experiencias vitales a la página, sino que actúa como una especie de vaticinio, se anticipa a la experiencia, la verbaliza antes de que ocurra: «Recuerdo un verso que ya he escrito y que me sitúa aquí, que anticipa este momento exacto en que voy a decir las tres letras en voz alta, y ellas saldrán a tu encuentro para volver después a mi garganta, done se agolpa entera toda la tarde de enero de este mundo» y es capaz de alterar tiempo y espacio para viajar desde «mi noche infinita a la pequeña noche de alguien…». De alguna forma, esa dicotomía entre vida y poesía se encarna en otra que goza de similares antecedentes retóricos, la del día y la noche, la luz y la oscuridad. El verbo, la palabra es claridad y la luz se convierte en canto; la mudez, el silencio, por el contrario, encarna la noche, la oscuridad, pero como el poeta habita en la contradicción, a veces la noche es también el momento idóneo para que brote la palabra, el verso —propio o ajeno— que dé sentido a los acontecer del día: «Aliado, el silencio de la noche te regala la música de unos lejanos versos que amas».

En la segunda parte, de igual título que el libro completo, «La noche que me espera», la confianza en el poder restaurador de la palabra poética, en su capacidad para prevenir el dolor o el miedo, para sortear los abismos de la memoria roza la idolatría, a la par que suscita una enorme admiración: «Una palabra que cumpla la promesa, que no deje vacío , que lo posea todo. La palabra que contenga el misterio. Una única palabra en la que se resuma el último sentido de esta vida, la última razón e nuestra muerte».

Como resulta obvio, la noche es la protagonista de estos poemas, una noche que fluctúa entre ser el tiempo de la meditación y el de la disolución, el borrado de la experiencia, el tiempo de la imposibilidad del decir, y no se trata, como afirmaba Simic de que los poetas pasen «mucho de su tiempo rascándose en la oscuridad», sino de la espera infructuosa, de la palabra que no acude: «La extensión de la noche / hace inútil la máscara. / Todo lo que es / se precipita al fondo / del lugar donde nada tiene nombre». Pero la noche es en estos, sobre todo, la representación del silencio absoluto, de la muerte, de ahí el título, “La noche que espera”, porque despilfarrar toda la paciencia que desee. Sabe que al final, todos llamaremos a su puerta. No hay, sin embargo, en estos versos desolación, porque, ante la inevitabilidad del destino, lo aconsejable es disfrutar mientras vivimos. El último poema es suficientemente explícito y define a la perfección el propósito final de este libro, un libro casi por completo elegiaco que en algunos instantes nos recuerda que el hombre está preso del reino de la noche y anhela la luz, como poetizó Novalis, pero que finaliza con un canto esperanzado: «Detener el día: sujetarlo, impedir que avance y después retroceder el vuelo de los gorriones, las escobas que han barrido el polvo de la tierra, las palabras que se han dicho y se han perdido. Devolver a los montes el agua que se escapa río abajo, y a los amores todo lo que el amor se lleva. Que todo regrese a la mañana: el viento, la luz y los relojes. Que cualquier milagro vuelva hoy a ser posible».

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, el 28/07/2019

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