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Archivos mensuales: marzo 2018

FRANCISCO CARO. EL OFICIO DEL HOMBRE QUE RESPIRA

28 miércoles Mar 2018

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FRANCISCO CARO I

 

FRANCISCO CARO. EL OFICIO DEL HOMBRE QUE RESPIRA. PREMIO ANTONIO GONZÁLEZ DE LAMA, 2017. EOLAS EDICIONES.

Aunque comenzó a publicar a una edad tardía —no así a escribir— Francisco Caro (Piedrabuena, 1947) ha publicado en poco tiempo, desde el año en el que apareció su primer libro, Salvo de ti (2006) un buen número de poemarios, no menos de diez, lo que, haciendo cuentas, supone aproximadamente un libro por año. No es mala cosecha, sobre todo si añadimos a esto que un porcentaje elevado de dichos libros han obtenido importantes galardones, como el Leonor, el José Hierro o el Juan Alcaide, además del González de Lama con este Oficio del hombre que respira (título extraído de un verso del poeta canario Luis Feria). Podemos preguntarnos, ¿a qué debe esta prodigalidad? Se me antoja que la respuesta no es complicada. La voz de Caro, dormida, aletargada, renuente durante muchos años, ha encontrado un cauce de expresión acorde con sus intenciones, por lo que ahora fluye sin trabas y no debe resultarle especialmente arduo ordenar sus pensamientos, sus experiencias y conferir a ambos una forma poética, una forma en la que, por otra parte, está indagando permanentemente a través de la propia escritura, acaso porque, como escribe en el poema titulado «Han de cambiar las cosas», «en el lenguaje hallé / mi única vigilia, / mi última conciencia». El lenguaje parece ser, efectivamente, la herramienta a través de la cual el poeta construye su identidad, se comprende a sí mismo y la realidad en la que habita: el lenguaje se enfrenta al paso del tiempo porque restituye fragmentos del pasado, reinventa ciudades y cuerpos, reasigna emociones vitales en el escalafón de la memoria, pero Francisco Caro no peca de inocencia, es consciente de la trampa que ocultan las palabras («Sospecho que vivir / tal vez no esté vedado, pero tengo conmigo / que escribir que se vive es un delito / si se escribe acodado / sobre la borda y siendo / solamente quietud ante el mismo horizonte»), por esa razón, a la hora de elegir entre poesía y vida (una dicotomía ciertamente perversa) siempre se inclina por la vida. Pero como cómo dejar constancia del gozo, de la pasión, del enamoramiento, de la vida sino en ella, con ella, gracias a ella. El oficio del hombre que respira está dividido en tres secciones y es en la primera de ellas, «Del sur en la escritura» en la que el afán metapoético es más evidente, pero en la segunda, «Patio en agosto», Francisco Caro rememora el comienzo del oficio, el momento en el que los primeros poemas comenzaron a tomar forma. El patio se convierte en símbolo del universo. En él ocurre todo, amistades, juegos, pugnas, temores, hasta la proximidad de los sueños se vuelve más física.

     «Lo fugaz y lo inmóvil» se titula la tercera sección. Dos palabras contrapuestas que describen la poética de Caro. Lo fugaz: el tiempo, la vida y lo inmóvil: la escritura como intento —claramente insuficiente— de retener la experiencia, una escritura fluida, con un ritmo envolvente, con un lenguaje cotidiano que facilita la comprensión de la trama, sin aparatosas metáforas, un lenguaje conscientemente objetivo que Francisco Caro justifica con estos versos: «No deseo añadir / oscuro a las palabras / que acudieron, pequeñas, / para salvarme sino / que sepan del milagro, / que en el papel escuchen / un revuelo y un canto / como el que escucho yo».

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SUSANA BENET. GRILLOS Y LUNA.

26 lunes Mar 2018

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SUSANA BENET. GRILLOS Y LUNA. EDITORIAL LA ISLA DE SILTOLÁ. COLECCIÓN HAIKU. 2018

No se me ocurre mejor nombre que el de Susana Benet (Valencia, 1950) para inaugurar la flamante colección de haikus de la editorial La Isla de Siltolá, cuyos responsables han elegido un formato menor como envoltorio, un formato que subraya si se quiere la fragilidad y la economía relacionadas con dicho género. Si me viera obligado a establecer un escalafón de los mejores haikistas de nuestro país, sin duda alguna, Susana Benet ocuparía un puesto muy alto porque su forma de mirar el mundo, de asombrarse ante lo que observa es, a la vez, profunda y explícita, esto es, Benet es capaz de indagar en los pliegues de la conciencia, de cuestionar lo aparente, lo visible con palabras sencillas que remiten a lo cotidiano, sin adentrarse en disquisiciones ontológicas. Su metafísica es la del día a día y si se goza de la capacidad de observación de la que dsifruta Benet, eso resulta más que suficiente para que un instante retenido justifique el transcurso vital: «Ojo del puente. /Al otro lado veo / correr mi infancia».

     La trayectoria de Susana Benet ha estado, desde sus inicios, ligada al haiku. Faro del bosque, su primer libro, data de 2006. A partir de entonces, se ha intensificado su presencia editorial, tanto en libros individuales —Grillos y luna, si no he hecho mal la cuenta, es el noveno— como en antologías. En una de ellas, Viejo estanque —título tomado de Basho— (2015), recogió, junto a Frutos Soriano, otro de los haikistas más reputados, una extensa selección de poetas adscritos a este género de origen japonés.

     Grillos y luna, título entresacado de un haiku del admirado José Luis Parra, está compuesto por más de cien composiciones que recogen sacudidas emocionales provocadas por la serena contemplación del entorno, sea naturaleza en estado puro, paisaje o la combinación de ambos, como estos:

«Trinos de pájaro

se mezclan con el vuelo

de las campanas»

o

«Nadie plantó

el diente de león.

Jardín urbano».

     El haiku posee esa virtud tan poco frecuente de condesar la realidad en tres versos —como sabemos, de 5, 7 y 5 sílabas— cuya humildad descriptiva resulta engañosa. Si la poesía siempre dice más de lo que la palabra revela, en el haiku esa característica se extrema hasta el punto de que el lector desatento se perderá un alto porcentaje de sus múltiples significados. No es lo dicho lo que nos asombra, sino el lugar del pensamiento hacia donde nos conduce, un lugar oblicuo, casi en sombra y poco frecuentado por quienes nos dejamos arrastrar por el tráfago diario. La aparente nimiedad de lo descrito esconde un paisaje interior convulso, capaz de envolver con una capa de misterio el hecho más banal, como observamos en estos dos ejemplos:

«Del periquito

caen plumas al agua

que bebe el gato»

o

«Flota en el agua

una avispa ahogada

junto a un jazmín».

Susana Benet confirma con este libro que sus ojos están siempre alerta, que, a pesar de la contaminación de imágenes que padecemos, su mirada no se sacia y sigue escrutando la realidad para «desvestirla», para mostrar sus hechuras. Su poesía es una poesía del aquí y el ahora que remite a la memoria y al pasado. Leerla es deslumbrarse por la luminosidad de lo real y constatar, a la vez, su fragilidad, acaso porque, como decía el clásico, «huyó lo que era firme y solamente / lo fugitivo permanece y dura».

SARA CAVIEDES. EL PEZ Y LA GALERNA

21 miércoles Mar 2018

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CAVIEDES

SARA CAVIEDES. EL PEZ Y LA GALERNA. COLECCIÓN TORREMOZAS, 2017

No es frecuente encontrarse con un primer libro tan redondo como El pez y la galerna, de Sara Caviedes (Valladolid, 1975), publicado en la meritoria colección Torremozas —fundada en 1982 por Luzmaría Jiménez Faro y, actualmente, a cargo de Marta Porpetta—, que alcanza con este volumen el número 312, toda una proeza, sobre todo si hablamos, como es el caso, de una editorial dedicada en exclusiva a la poesía escrita por mujeres. Los compresibles titubeos habituales en todo primera libros están por completo ausentes en este caso gracias, sin duda, a que Sara Caviedes ha optado por una paciente elaboración y, deduzco, a un concepto de poesía antagónico con la improvisación y el apresuramiento en el que el ejercicio de la escritura se complementa con la maduración temporal y con la inevitable labor de selección y poda. De este planteamiento surge un libro como El pez y la galerna, que es un largo monólogo dividido en 32 fragmentos no necesariamente graduales, es una especie de conversación privada con un tú, podríamos decir mayestático que, en muchas ocasiones, se reconvierte en ese yo que se habla a sí mismo casi en susurros, como si estuviera confesándose o, incluso, hablando sin palabras, solo en la mente: «Me quedaré callada, / para que hable el viento / y dibuje en mi espalada / círculos de perfección matemática, / cordones verdes de zapato / que conecten las voces con el mundo / con mi silencio», escribe Caviedes. Este proceso de ensimismamiento no implica, sin embargo, que el tú real no aparezca en algunos poemas, de forma alterna, en los que el amor maternal emerge con intensidad, como en el poema número 13, uno de los mejores del libro. Por otra parte, el silencio adquiere protagonismo a medida que avanza el libro, el silencio es negro, el silencio es un dique que comprime las mareas y acaso por eso Sara Caviedes levanta su voz y se niega a ser cómplice de ese silencio: «Tú me quieres callada, / discreta, / cómplice, / obediente sicaria de esas piedras / que racionan el aire a los ahogados», escribe en el poema 24, unos versos que parecen parodiar al nerudiano «me gustas cuando callas porque estas como ausente».

     En El pez y la galera encontramos además versos que trasmiten una relación conflictiva con el propio cuerpo y, también, con ese que se está gestando, ese cuerpo «sin voz / retrotraído / en cavidades de animal marino / [que] se hace escama sangrante cuando escucha / el revés afilado de las copas». La voz de Sara Caviedes es intensamente lírica y musical. La combinación de metros imparisílabos de muy distinta extensión confiere al poema un ritmo variable —unas veces vertiginoso, otras más pausado y reflexivo— que se adapta muy bien al significado intrínseco de las palabras. Las pausas versales contribuyen por sí mismas a morigerar la cadencia expresiva y a poner el énfasis en aquello que la autora desea realzar. No cabe duda de que Sara Caviedes ha escrito desde lo más íntimo de su ser, y lo ha hecho con un lenguaje esmerado, pulido por la maduración del tiempo. Sin desgarradura emocional, sin conflicto la poesía, si es que puede existir sin estas condiciones, se convierte en mero adorno, todo lo que contrario de lo ocurre en este libro, escrito desde la necesidad de decir, desde la necesidad de compartir su experiencia, por más que la propia poeta diga en el último verso que «Solo me pertenece lo que callo».

 

JOSÉ MANUEL BENÍTEZ ARIZA. ARABESCO*

19 lunes Mar 2018

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JOSÉ MANUEL BENÍTEZ ARIZA. ARABESCO. EDITORIAL PRE-TEXTOS, 2018

La obra de José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) ha alcanzado una madurez realmente envidiable y Arabesco, su último libro, es una excelente prueba de ello. Comenzó Benítez Ariza a publicar en pleno apogeo de la poesía de la experiencia (de 1988 es su primer libro, Expreso y otros poemas) y, sin embargo, su poesía —dueña de unos registros personales que combinan la cotidianidad, lo anecdótico con una profunda reflexión sobre un yo que extiende su mirada hacia la realidad buscando en lo oculto, en lo inadvertido el sentido último de las cosas («Privado de la luz, la luz oculta de las cosas será mi más íntimo tesoro»)— siempre ha mantenido una prudente distancia con los presupuestos más doctrinarios de dicha estética. Esta distancia se ha acentuado con el paso del tiempo hasta el punto de que apenas queda algún resquicio del sentido de provisionalidad existencial y del beatus ille, tan característicos. La maquinaria es otra, de carácter metafísico, ahistórico, intemporal. Hablamos de una poesía del ensimismamiento que busca la conexión entre los seres vivos, entre estos y los objetos, una poesía que busca el autoconocimiento a través de una mirada interior, que intenta rescatar de aquellos instantes («Mis sentidos me dicen cuanto sé de ese instante») aparentemente nimios que, sin embargo, conforman un estilo de vida y ratifican la maravilla que supone estar vivo y gozar de todo lo que la vida regala, dialoga con las cosas y transcribe las reacciones, las emociones que ese diálogo provoca. El poema que lleva el mismo título que el libro, «Arabesco», es un buen ejemplo de esa búsqueda que Benítez Ariza realiza con perseverancia. Estamos ante una labor de aprendizaje permanente que cifra en lo indeterminado (la noche, el bosque, las aguas del pantano), lo inconcreto remite a la verdadera esencia del ser, por eso el autor nunca parte de certezas, sino del asombro que su mirada indagadora descubre en el objeto de observación, como hace el pintor —él mismo es, además, un consumado acuarelista— de su poema, ese que «Para pintar el mar ha tenido primero que aprender a mirar el mar», para que el mar le revele su verdad más trascendental.

     Un sentimiento de gratitud se desprende de estos cantos a las cosas sencillas, de esa fe elemental. Un espárrago, el viento sur, una cesta de higos, unos tomates, «este impremeditado instante en que somos felices», unas encinas «traspasadas de sol / y casi volatizadas / en la calima luminosa». Benítez Ariza intenta decirse a través de la naturaleza en sus formas más elementales, una naturaleza, que es un espejo, un paisaje que muere con nosotros si lo dejamos de ver pero que renace en el recuerdo. No se refieren sus poemas a esa naturaleza exuberante de los bosques o a esa fauna salvaje que la mayoría de nosotros conocemos a través de documentales televisivos, sino a esa naturaleza humilde del campo maltrecho, a la que convive con nosotros sin fricciones. Solo la vastedad del mar se impone a una reflexión que, en cualquier caso, busca la complicidad para analizarse a sí mismo.

     El último poema del libro, simbólicamente titulado «El cuervo» (la referencia a Poe, un autor estudiado a fondo por Benítez Ariza, es inequívoca), se encuentra entre los mejores escritos por nuestro autor. Se trata de un poema eminentemente narrativo —Benítez Ariza es, además, novelista y diarista—, un registro este que el autor maneja con soltura y propiedad, quizá gracias a la influencia de la poesía en lengua inglesa, pero con ciertas dosis visionarias y es, también un ejercicio metapoético que describe la imposibilidad de decir de forma fidedigna lo que en la mente se formula con tanta claridad. Caben en la página solo aproximaciones que llevan en su seno la conciencia del fracaso. El poeta —por lo demás, un hombre común, sujeto a los vaivenes cotidianos («sólo por estirar las piernas / me levanté a orinar / y a refrescarme las muñecas», escribe)— trabaja con su única herramienta, el lenguaje, para acortar la distancia entre lo dicho y lo pensado, presa de una insatisfacción que le obliga a rehacer lo escrito, a destruirlo: «Había muchos charcos en la mesa: / lagunas de papel, copias impresas / de borradores desechados, / llenos de tachaduras y de enmiendas a lápiz» (aunque Benítez Ariza no lo exprese claramente, queda implícita la imperiosa necesidad de corregir, de prescindir de mucho de lo escrito, toda una lección para los jóvenes poetas). «La labor de la poesía —escribe Charles Simic— consiste en hallar senderos a través del lenguaje que indiquen aquello que no se puede expresar con palabras». No es una paradoja, en esta especie de trama secreta toda causa tiene su efecto y el efecto en la poesía de Benítez Ariza es evidente, ha encontrado en la naturaleza («Cuaderno de campo» se titula la parte central del libro, integrada por treinta poemas en prosa) y en la contemplación el espacio imaginativo adecuado para iluminar las sombras de su entendimiento.

* Reseña publicada en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés, 16/03/2018

CONCISOS. AFORISTAS ESPAÑOLES CONTEMPORÁNEOS

14 miércoles Mar 2018

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CONCISOS_AFORISTAS

CONCISOS. AFORISTAS ESPAÑOLES CONTEMPORÁNEOS. CUADERNOS DEL LABERINTO, 2017

Mario Pérez Antolín se ha encargado de realizar esta selección de lo más granado dentro del género aforístico, tan de moda en los últimos tiempos. La selección es amplia — veinte autores— y, sin embargo, uno echa en falta nombres como los de Lorenzo Oliván, pionero en este resurgimiento con su libro Cuatro trazos publicado en1988, Aitor Francos o Carlos Marzal, por citar a algunos. Evidentemente, las predilecciones del antólogo y los criterios de edición que defiende prevalecen ante cualquier otra sugerencia, pero la ausencia de un prólogo que lo justifique nos impide conocer unas y otros. En todo caso, los autores seleccionados, muy dispares entre sí, bien merecen engrosar la lista de los seleccionados. La mayoría de ellos expresan mediante un aforismo, en un bucle metaliterario, su idea de lo que debe ser un aforismo aunque, atendiendo a una de las características más señaladas en el prólogo, la brevedad, la concisión (a la que alude el propio título), resulta un tanto extraño encontrarnos con textos de mayor empaque, como los de Rafael Argullol, Antonio Colinas —cuyos fragmentos tienden, además, a cierta vaguedad transcendentalista— o el mismo antólogo, Mario Pérez Antolín, que bien hubieran podido encuadrarse bajo otro epígrafe menos determinante (como, por otra parte, ha hecho Eder con su propia obra). «Un aforismo —escribe Miguel Ángel Arcas— debe ser exacto, como una declaración a Hacienda». Carmen Canet («El aforismo es un pasillo estrecho que nuestra mente ensancha») y José Luis Morante («Los aforismos son tablas de ejercicios para mantener activo el pensamiento») abundan en la misma idea, acaso por esa razón, como escribe el ya citado Ramón Eder, «Los aforismos sin punta son como escotes puritanos». Dejando al margen estas objeciones de carácter taxonómico y centrándonos en los propios textos, estos abarcan desde la reflexión puramente metapoética, presente en muchos de los antologados, desde Rafael Argullol, pasando por Carmen Canet, Jordi Doce, Dionisia García, Morante, Manuel Neila, Andrés Neuman o León Molina, hasta la existencial: «Cuando era joven —escribe Miguel Catalán—, había épocas en que me enfadaba con todo el mundo. Ahora atravieso épocas en que todo el mundo se enfada conmigo». Otro rasgo muy común en los aforistas es el de combinar el sentido del humor y la ironía —cuyo primer destino suele ser el propio autor— con un perspicaz análisis de la realidad, quizá porque, como escribe Eliana Dukelsky, «Codiciamos el tiempo de la ficción en la vida real». No es infrecuente que el aforismo sea una especie de soliloquio en el que el autor se interrogue a sí mismo y se aplique ciertas normas que proceden, en el mejor de los casos, de un contacto con la realidad un tanto anómalo. Así, Javier Sánchez Menéndez se muestra categórico cuando afirma que «La sinceridad forma parte de la propia mentira», otro tanto le ocurre a Sergio García Clemente: «Cuando un imbécil te da la espalda te ofrece su mejor cara» y a Vicente Verdú no lo es menos al escribir que, «Cuando alguien siente que no tiene preocupaciones es posible que esté pensando como un muerto».

     La función principal de un aforismo es la de crear un eco, la de reverberar en la conciencia. Como un buen vino, que debe dejar en el paladar sus mejores esencias, el aforismo, cuando evita el mero ingenio, debe invitar a la reflexión y ésta solo puede tener lugar después de que lo leído haya madurado en la mente, por eso es necesario leer un libro como Concisos. Aforistas españoles contemporáneos a pequeños sorbos, para saborear cada trago, cada fragmento por sí mismo, sin intrusiones foránea. Lean si no este aforismo de Erika Martínez: «Lo invisible sabe por qué». Coincidirán conmigo en que no se pude sugerir más con menos palabras.

   Carlos Aganzo escribe en el prólogo que «Eso sí, de todo hay en estos relámpagos verbales, como en las grandes fiestas del lenguaje. Hay emociones y hay reflexiones. Hay carne de tuit y relecturas de los clásicos. Hay diarismo, experimentación y fragmentación. Hay mucha filosofía. Y sobre todo mucha poesía, porque de todas las razones del hombre es la razón poética la que con más holgura nos conforma». Efectivamente, en esta nómina la poesía es mayoritaria. Todos son poetas a excepción, al menos eso reflejan sus currículums, de Gema Pellicer, más conocida como autora de microrrelatos y cuentos, y Eliana Dukelsky Cinello, cuya obra se concentra hasta ahora en el aforismo, pero la poesía, en el aforismo, debe supeditarse en su formulación, para no perderse en derroteros impresionistas, a la concreción, a lo preciso, eso sí, dejando el campo abierto a lo indeterminado. Hay radica su capacidad de seducción, tan notoria en los autores que integran esta antología.

ROBERT LOWELL. POESÍA COMPLETA 1 (1946/1967); POESÍA 2(1967-1977)*

12 lunes Mar 2018

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ROBERT LOWELL. POESÍA COMPLETA 1 (1946/1967); POESÍA 2(1967-1977). TRADUCCIÓN DE ANDRÉS CATALÁN Y JOSÉ MARÍA ROMERO BAREA. EDITORIAL VASO ROTO*

Desde la publicación de Estudios del natural (1959), su autor, Robert Lowell (1917-1977), se convirtió en la figura más representativa de lo que se convino en llamar «poesía confesional», una corriente en la que podemos encuadrar a autores como Anne Sexton, Silvia Plath, Johm Berryman, Philip Levine pero también a poetas en activo tan diversos como Caroline Forché, Sharon Olds, Donald Hall o Robert Hass (la nómina, por supuesto, es mucho más amplia) si nos atenemos al criterio de que la cotidianidad y la vida íntima más reservada tengan un protagonismo esencial en la construcción del poema. En nuestro país podríamos incluir en este epígrafe a muchos de los autores encuadrados en lo que se ha llamado «poesía de la experiencia» y otros que, sin pertenecer estrictamente a dicha tendencia, se han prodigado en utilizar su biografía como fuente de inspiración y lo han hecho con un lenguaje coloquial y directo, (Manuel Vilas podría ser un buen ejemplo) y es que los poemas de este libro, como afirma Andrés Catalán en el prólogo a Poesía completa, «modificaron los límites del terreno poético cuando público, crítica y colegas lo aclamaron como pionero de un nuevo estilo». Pero claro, la obra de Lowell no se puede reducir a un solo libro. La edición monumental de la Poesía completa —más de mil quinientas páginas repartidas en dos espléndidos volúmenes— que ahora comentamos lo justifica plenamente. Con El castillo de Lord Weary—para todos los efectos, su primer libro— Lowell había ganado el prestigioso Premio Pulitzer de Poesía (en 1947), galardón que le catapultó a la fama aunque no sirvió para mitigar sus trastornos mentales, trastornos que se repitieron durante toda su vida —estuvo ingresado en numerosas ocasiones— y que se fueron agravando con el tiempo. En los primeros libros la poesía de Lowell no se nutre de su intimidad, todo lo contrario, la metáfora y la alusión le permiten distanciarse de sí mismo y de su realidad y adentrase en lo conceptual e imaginario «Todo ello aderezado —escribe Catalán— y complicado con otras estructuras como el flujo de conciencia o los monólogos dramáticos u oníricos y un densísimo tejido intertextual» en el que no resultan extrañas las ambigüedades éticas —de su propia clase social, de su abolengo familiar— y los conflictos religiosos —protestante, católico, agnóstico— que determinaran su identidad futura. Los molinos de Kavanaugh fue su segundo libro, pero Lowell no alcanzó con él la evolución creativa que esperaba, lo que le llevó a replantearse su camino. De este replanteamiento —y de la creciente necesidad de encontrar sentido a sus constantes cambios de carácter— surge “Estudios del natural”, un libro rompedor no solo en el contenido, sino también en la forma, puesto que adopta una prosodia que reproduce la espontaneidad natural de su mente, reducida al ámbito cotidiano y con casi total ausencia de digresiones abstractas. Lowell había encontrado al fin lo que todo poeta ansía, «encontrar la voz ansiada para lo que se quiere decir».

Por los muertos de la Unión data de 1964 y en él va tomando cuerpo la identificación entre individuo e historia, algo particularmente cercano a los planteamientos más coherentes de la poesía actual. La figura del poeta no se puede desligar de la sociedad en la que vive, no pude renunciar a su herencia cultural y social porque, como decía el hoy ya viejo axioma, lo personal es también político. El primer volumen se cierra con el libro Junto al océano (1967), que incluye el famoso poema «Al despertar temprano el domingo por la mañana», que ejemplifica, acaso como ningún otro, cómo entiende Lowell la poesía vinculada al compromiso cívico y que sirvió de manifiesto a quienes se oponían a la guerra de Vietnam.

El segundo volumen, de más de mil páginas, recoge la obra de Lowell escribió en sus diez últimos años de vida, Cuaderno 1967-1969, integrado por un largo poema dividido en estrofas de catorce versos. El propio Lowell explica que «los poemas de este libro han sido escritos como un solo poema, de organización intuitiva, pero no una pila o secuencia de materiales relacionados». En 1973 publica El delfín, un libro con alto contenido autobiográfico que relata una de las experiencias más trascendentales de su agitada vida, la ruptura con su esposa, una nueva boda y el nacimiento de su hijo Robert, con el que gana de nuevo el Premio Pulitzer. Su último libro publicado en vida fue Día tras día (1977), de «de tono realista, discursivo, conversacional, directo, sencillo, suelto, carente de todo efecto engrandecedor, y constituye una elegía descarnada que repasa toda la vida y la obra del poeta», escribe Catalán, que ha realizado un trabajo magnífico, no solo por la envergadura del proyecto, sino por las dificultad que supone enfrentarse a un poeta como Robert Lowell, partidario de reescribir sus textos continuamente, de añadir y/o eliminar versos, de incorporar versos ajenos. Leer la obra completa como Lowell exige un esfuerzo enorme, pero las gratificaciones que el lector recibe que lo compensan con creces.

*Reseña publicada en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés, 9/03/2018

 

LUIS GARCÍA MONTERO. A PUERTA CERRADA

07 miércoles Mar 2018

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LUIS GARCÍA MONTERO. A PUERTA CERRADA. COLECCIÓN PALABRA DE HONOR. VISOR POESÍA, 2017

Regresa Luis García Montero a la poesía, digamos, de corte tradicional, después de que el pasado año publicara Balada por la muerte de la poesía, un libro de poemas en prosa de tono ensayístico en el que no escasean, sin embargo, las ensoñaciones líricas, eso sí, con una clara intención didáctica. A puerta cerrada, un título de reminiscencias sartreanas, está integrado por poemas escritos entre 2011 y 2017. Es un libro extenso y unitario en el que el autor analiza la relación con el otro, con el extraño, desde un punto de vista fraterno, pensando que ese infierno no reside en la otredad, como pensaba Sartre, sino en uno mismo. El infierno no son los otros, lo llevamos en nuestro interior, de ahí esa necesidad nunca del todo saciada de realizar exámenes de conciencia en la página que adquieren la categoría de ejercicios exculpatorios o, al menos, demuestran un enorme grado de confianza en la escritura, en la poesía como modo de interiorizar los conflictos tanto identitarios —«Todo lo que te une a la palabra yo / es ahora un peligro»— como de orden colectivo; como forma de evidenciar la injusticia y la degradación social, económica y cultural que sufrimos: «Dependo de un mal paso / para no faltar hoy, ni mañana, ni nunca, / allí donde discuten las miradas anónimas, / allí donde es urgente la poesía».

     Luis García Montero, como ya hicieran Rubén Darío y Joan Margarit, se vale de un animal salvaje, de un lobo —que cierta mitología asocia a la ferocidad, a la violencia sin motivo, a las tinieblas, al infierno—, para mostrar su indignación, su desacuerdo con el estado actual de las cosas, aunque, conviene dejarlo claro, sus poemas nunca descienden al tono panfletario, antes al contrario, imágenes de gran lirismo nos asaltan con frecuencia en sus versos, como en el poema «Diatriba nocturna», que finaliza con estos versos: «Nadie pude saber / quién llega y quién se va en un cuerpo dormido». Estos poemas más testimoniales actúan quizá como contrapeso a los de mayor implicación emocional, porque García Montero, parece pensar, al igual que Charles Simic que «Un poeta que se empecine en ignorar los males y las injusticias que son parte integrante de su propia época vive en el paraíso de los necios». García Montero transforma a ese poeta atento en un lobo: «Oigo que estás aquí. / Oigo que bebes agua / en la lluvia que soy». El lobo representa, a la vez, desazón interior y furia externa, conciencia del paso del tiempo («Ver cómo pasa el tiempo, / envejecer, sentirse tachadura / sobre papeles amarillos, / víctima responsable / de un amargo suspenso general») y desconfianza en el futuro. El lobo recorre todo el libro con poemas situados estratégicamente. Ese lobo pesimista ante la deriva de los acontecimientos, ese lobo que se pregunta si la poesía es todavía capaz de hablar de esperanza, si la poesía ejerce en el individuo algún efecto balsámico y reparador, ese lobo duda y «quiere saber también qué significa el tiempo y el compromiso del poema» es también un lobo —menos feroz, sin duda— melancólico que rememora la infancia, un lobo que deposita en la memoria la certidumbre de que lo que ha vivido, con sus sinsabores y fracasos, pero también con sus alegrías e ilusiones, ha merecido la pena. El poema «El lobo melancólico», quizá uno de los mejores del libro, finaliza con estos versos: «Si sueño es porque el lobo vigila mi memoria. / No entran las heridas, ni el tiempo equivocado. / Ni el ladrón de recuerdos». Entendemos así la memoria como una especie de armadura que protege de las inclemencias de la época.

     La poesía de Luis García Montero posee una misteriosa y atrayente combinación de irracionalismo y confesionalidad que muy pocos poetas saben combinar con destreza. Este irracionalismo no está sustentado en imágenes oníricas de carácter visionario ni en un lenguaje plagado de símbolos, todo lo contrario, si nos seduce es, precisamente, porque el lenguaje no resulta estridente y las imágenes que las palabras recrean pertenecen al acerbo de la cotidianidad. Cuando García Montero acierta, y son innumerables las veces que lo hace, el lector no puede más que asombrarse y disfrutar de esa especie de pincel invisible que compone un bodegón existencial. Hay, además, y como en otros libros del poeta, versos que más parecen aforismos, aunque el carácter sentencioso y/o paradójico quede casi anulado por la humildad de su formulación como, por ejemplo, en estos versos: «Yo me convierto en un desconocido / para que puedas confiar en mí». No soy partidario de establecer ni entre autores ni entre los libros de un mismo autor, aunque uno, claro, tiene sus preferencias, pero tengo para mí que en A puerta cerrada están algunos de los mejores poemas de Luis García Montero. Es cierto. Lo he escrito con respecto de otros de sus libros, pero uno está en su derecho de contradecirse, y, además, estas son las ventajas y las desventajas de ser estrictamente coetáneo del autor y de entender la poesía como el lugar donde uno se enfrenta con sus fantasmas. La poesía, ha escrito García Montero, «es el lugar en el que no puedo mentirme, un espacio de la verdad, del respeto a uno mismo, el esfuerzo por hacer que mi mundo interior se armonice con el exterior a través de las palabras». Son estas palabras una excelente guía de lectura para adentrase en este magnífico libro

 

FELIPE BOSO. MI JAULA ES UNA CELDA. (CORRESPONDENCIA, 1969-1983).*

05 lunes Mar 2018

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BOSOfelipe boso

 

FELIPE BOSO. MI JAULA ES UNA CELDA. (CORRESPONDENCIA, 1969-1983). EDICIÓN, SELECCIÓN Y PRÓLOGO DE JUAN ANTONIO GONZÁLEZ FUENTES. EDICIONES LA BAHÍA, 2017*

La figura de Felipe Boso está envuelta en un halo de misterio. Son escasos los datos biográficos que poseemos acerca de quien, por derecho propio, se ha convertido en un poeta de culto. Es del todo probable que la carencia de datos sea algo premeditado, como si el autor, fiel a los postulados de las corrientes teóricas estructuralistas o a las del New Criticism, dejara todo el protagonismo a la obra, para que ésta no sufriera la contaminación de una autoría que pudiera pervertir su esencia. Sabemos, eso sí, que nació Villarramiel de Campos, un pueblo de la comarca palentina conocida como Tierra de Campos, en 1924. Su inmenso afán de conocimientos diversos le condujo primero a la Universidad de Santiago de Compostela y, posteriormente, a la Central de Madrid, desde la que partiría como becario a la Universidad de Bonn en 1952. Este hecho fue determinante en su vida dado que, desde entonces, establecería su residencia en Alemania, país en el que permanecería hasta su temprana muerte, acaecida en 1983. En dicho país consolida una gran reputación como traductor, actividad laboral a la que se dedicaría en cuerpo y alma toda su vida. Tal intensidad —unida a la febril pasión por la poesía— le llevaría, después de dos infartos, a la muerte cuando contaba cincuenta y ocho años. Juan Antonio González Fuentes, el editor de este monumental epistolario, lo explica con precisión: «Felipe escribía apoyándose en una notable capacidad de concentración lingüística. A través de su personal uso del lenguaje, elaboró reflexiones sobre el sentido del ser […], desarrolló también agrupamientos, constelaciones de palabras o de letras que no se mantenían unidas por la lógica de la sintaxis, sino por la situación geográfica en la página y por las relaciones que de dicha relación resultan».

     Pese al rigor compositivo y la innovación de su obra poética —o quizá a causa de eso, precisamente— Boso no vio publicado en vida nada más que un libro, T de Trama, en la colección La Isla de los Ratones, en 1970 (otro de sus libros, La palabra islas, sufrió unos avatares que impidieron su publicación). No era fácil, teniendo en cuenta las estéticas predominantes en aquellos años (los estertores de la poesía social, la eclosión de los novísimos), dar salida a una poesía de carácter experimental que funda en el exigente tratamiento del lenguaje toda su poética, de lo que da sobradas muestras este copioso epistolario que tiene como corresponsales a los mejores poetas experimentales de nuestra geografía (Fernando Millán, Francisco Pino, Ignacio Gómez de Liaño, José Luis Castillejo, Carlos Edmundo de Ory, Joan Brossa, Guillem Viladot, Antonio L. Bouza, Cózar, Maderuelo , Colomer y otros) —con los que irá conformando el mapa esencial de este género— aunque no solo con ellos, porque poeta discursivos de formato tradicional también participan de diálogo epistolar (Canetti, Aleixandre, Valente, Sánchez Robayna, Jaime Siles, Guillermo Carneo, Manuel Arce o Clara Janés).

     La labor en pro de una mayor difusión de la poesía experimental, como queda de manifiesto en este epistolario de más de mil cartas, no siempre encontró eco en los poetas experimentales de la península. Disputas y desavenencias grupales de orden geográfico y estético dificultaron en grado sumo su intención de cartografiar el territorio de una poesía que crecía casi en las catacumbas. Seguimos de nuevo a González Fuentes cuando dice que «Felipe Boso y sus corresponsales dibujan a través de sus cartas la cartografía de la poesía experimental de nuestro país, convirtiéndose este conjunto epistolar en una fuente documental de primer orden que refleja muy fidedignamente el ambiente creativo, político, social y cultural y económico de aquella época…».

     No cabe duda de que el trabajo realizado por Juan Antonio González Fuentes ha sido exhaustivo y pormenorizado (como se puede comprobar al analizar los comentarios aclaratorios que acompañan estas cartas), un trabajo de carácter documental que viene acompañado de otro de carácter filológico, del todo necesario para actualizar los criterios de edición. La profusión de comentarios resulta imprescindible para contextualizar una correspondencia que, como es habitual, obvia aquellos referentes que el interlocutor da por sabidos. El lector, gracias a esas aportaciones investigadoras, se encontrará casi en las mismas condiciones que los corresponsales. Por otra pare, y refiriéndonos ahora al “envoltorio”, hemos de señalas la ajustada sobriedad del diseño y la esmerada factura del volumen, algo habitual en los libros de Ediciones La Bahía que dirige José María Lafuente. No es exagerado albergar la presunción de que este libro, desde el momento de su publicación, se ha convertido en un documento imprescindible para todo aquel que desee profundizar en el estudio de la poesía experimental española, un género poético que, gracias a las aportaciones de el Archivo Lafuente (de dicho archivo proceden las fotografías que cierran el volumen), está adquiriendo en los últimos años el protagonismo que nunca debió habérsele negado.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, el 2/03/2018

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