IOANA GRUIA. LA VENDEDORA DE TIEMPO. ESPUELA DE PLATA. ED. RENACIMIENTO, 2013.
Creo que una de las mayores satisfacciones que puede recibir un escritor radica en que alguno de los personajes a los que ha dado forma en la ficción, reverbere en la memoria del lector con insistencia, días o meses después de haber leído la novela. Cuando esto ocurre —y, lamentablemente, no es muy frecuente— lo que se pone en evidencia es que el autor —autora, en este caso— ha sabido manejar el arte narrativo magistralmente, ha doblegado el férreo armazón de las palabras para construir con minuciosidad y devoción un personaje capaz de absorbernos no sólo durante la lectura del libro, sino una vez que ésta ya ha finalizado y se han diluido sus efectos en el aire de otras páginas. Y no es que uno, como lector, se identifique con las peripecias vitales de la protagonista, lo que devaluaría de algún modo la capacidad de persuasión, ni que asuma como propias todas las decisiones que Silvia toma a lo largo de la novela, porque entonces estaríamos hablando de una servidumbre emocional que debe ser puesta siempre en cuarentena a la hora de juzgar una obra literaria. No, lo que atrapa de las historias que la autora desgrana a lo largo de más de doscientas páginas es el pulso narrativo que obliga al lector a no dejar de leer, a saciar ese humano deseo de saber más, de implicarse en las vidas ajenas de las que está siendo testigo, hasta el punto de imaginar un destino menos trágico —algo científicamente imposible, a tenor de las informaciones que la novelista nos ofrece— o, como mal menor, menos inmediato, porque el lector no sólo teme el final previsto por el dolor, sino porque, a medida que avanza en la lectura, es consciente de que la novela se acaba y, con ella, se le hurta la posibilidad de continuar leyendo, por lo que perderá todo contacto con esas otras vidas que han quedado en suspenso. Para mí, esta es una peculiaridad esencial de toda novela que se precie. Si deja al lector con un extraño regusto, mezcla de entusiasmo y desilusión, es que la ficción narrativa ha cumplido su objetivo, el de seducir con la historia que narra.
Este preámbulo viene a cuento de La vendedora de tiempo, la novela que ha escrito Ionana Gruia, publicada con primor en la colección Espuela de plata de la editorial Renacimiento. Para quienes habíamos tenido la suerte de leer Nigthaws, el cuento con el que la autora obtuvo el Premio García Lorca de la Universidad de Granada en la convocatoria de 2007, ha resultado del una sorpresa menor reconocer el vigor narrativo que alimenta la historia que Ioana desmenuza, sin embargo, no son idénticos los registros que la novela y el cuento demanda del autor. La concisión, la agilidad, la incertidumbre de un final en muchos casos abierto, propia del relato, en poco se parecen a la morosidad de la frase, la dilación del discurso, la magnitud de la historia que en la novela encuentran su mejor formato.
Ioana Gruia, haciendo uso de su memoria y de la imaginación creadora, va trazando el perfil de unos personajes secundarios que complementan al personaje principal, que nace desde las primeras páginas abocado a la muerte, por lo que se ve obligada, y eso es algo muy complicado de realizar, a levantar acta del expolio físico y mental que conduce a la protagonista hacia el momento irrevocable. Aunque no escaseen las informaciones cotidianas —todo lo contrario, hay un meticulosa laboriosidad descriptiva— sólo en algunos detalles que nos proporcionan los datos más imprescindibles para el relato vital se transparenta un sutil disgusto por el destino fatal de Silvia. A veces a este lector le asalta la sensación de que la autora quisiera que las palabras sanaran ese cuerpo debilitado por la enfermedad mortal, pero quizá esa sensación provenga más de un deseo inconsciente que de pruebas irrefutables entresacadas del texto. El relato, el cruel testimonio del inexorable declive parece alargarse, como dando tiempo a que suceda el milagro de la curación, pero, a pesar de su omnipotencia, la narradora no debe cambiar el destino. Julien Gracq escribía con respecto de esta idea que «el comienzo de una obra de ficción no tiene tal vez otro objetivo que crear lo irremediable, un punto de anclaje fijo, una idea resistente que el espíritu no pueda en adelante alterar», porque la mentira verdadera de la narración no puede ser adulterada sin que pierda credibilidad toda la historia y eso parece saberlo muy bien Ioana, que se mantiene firme en sus propósitos y mantiene a raya a sus personajes, porque, como escribe Luis García Montero en el prólogo, “La escritura de Ioana Gruia sostiene las estrategias negociadoras de su protagonista con la muerte. Como una lluvia fina y minuciosa consigue empapar la realidad, penetrar en el interior de Silvia”. He escrito antes que el testimonio de esa decadencia es cruel, pero he de decir también que en la novela coexisten los efímeros, a la par que intensos, momentos de felicidad con otros, más duraderos, de melancolía no exentos de belleza. Si no fuera por el sufrimiento que lleva implícita la pérdida, me atrevería a decir que la reconciliación consigo misma y con sus seres queridos que efectúa Silvia en esas últimas semanas de su vida bastaría para justificar el tránsito de la existencia hacia el no ser. La vendedora de tiempo no puede concederse a sí misma ni un minuto más, pero dispensa a sus lectores unas horas de impagable lectura, unas sólidas razones para aferrarse a la vida. Como escribe Virgilio, «Curae non ipsa in morte relinquunt». La poeta que también es Ioana Gruia —en el año 2011 publicó el justamente celebrado El sol en la fruta, Premio de Andalucía Joven, también editado por Renacimiento— no está ausente en esta narración. Las naranjas que menudean en algunos párrafos son algunas de las frutas a las que el sol ilumina en el poemario, la Alfonsina Storni que encabeza el poema titulado «Bucarest», es la misma que un día ya lejano se arrojó al mar desde una roca, en un acantilado cercano a la playa por la que Silvia pasea. Todo está relacionado, todo es simbólico y la literatura de cada autor, al margen del género que emplee para exponer sus indagaciones vitales, posee unos acerados hilos que unen lo visible con lo invisible. Queda en manos del lector imaginarse qué sucederá en las vidas de los supervivientes.
Carlos Alcorta
Publicado en el blog La Ronda de los Libros, el 21 de junio de 2013