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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: junio 2013

IOANA GRUIA. LA VENDEDORA DE TIEMPO

21 viernes Jun 2013

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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IOANA GRUIA. LA VENDEDORA DE TIEMPO. ESPUELA DE PLATA. ED. RENACIMIENTO, 2013.

Creo que una de las mayores satisfacciones que puede recibir un escritor radica en que alguno de los personajes a los que ha dado forma en la ficción, reverbere en la memoria del lector con insistencia, días o meses después de haber leído la novela. Cuando esto ocurre —y, lamentablemente, no es muy frecuente— lo que se pone en evidencia es que el autor —autora, en este caso— ha sabido manejar el arte narrativo magistralmente, ha doblegado el férreo armazón de las palabras para construir con minuciosidad y devoción un personaje capaz de absorbernos no sólo durante la lectura del libro, sino una vez que ésta ya ha finalizado y se han diluido sus efectos en el aire de otras páginas.  Y no es que uno, como lector, se identifique con las peripecias vitales de la protagonista, lo que devaluaría de algún modo la capacidad de persuasión, ni que asuma como propias todas las decisiones que Silvia toma a lo largo de la novela, porque entonces estaríamos hablando de una servidumbre emocional que debe ser puesta siempre en cuarentena a  la hora de juzgar una obra literaria. No, lo que atrapa de las historias que la autora desgrana a lo largo de más de doscientas páginas es el pulso narrativo que obliga al lector a no dejar de leer, a saciar ese humano deseo de saber más, de implicarse en las vidas ajenas de las que está siendo testigo, hasta el punto de imaginar un destino menos trágico —algo científicamente imposible, a tenor de las informaciones que la novelista nos ofrece— o, como mal menor, menos inmediato, porque el lector no sólo teme el final previsto por el dolor, sino porque, a medida que avanza en la lectura, es consciente de que la novela se acaba y, con ella, se le hurta la posibilidad de continuar leyendo, por lo que perderá todo contacto con esas otras vidas que han quedado en suspenso. Para mí, esta es una peculiaridad esencial de toda novela que se precie. Si deja al lector con un extraño regusto, mezcla de entusiasmo y desilusión, es que la ficción narrativa ha cumplido su objetivo, el de seducir con la historia que narra.

Este preámbulo viene a cuento de La vendedora de tiempo, la novela que ha escrito Ionana Gruia, publicada con primor en la colección Espuela de plata de la editorial Renacimiento. Para quienes habíamos tenido la suerte de leer Nigthaws, el cuento con el que la autora obtuvo el Premio García Lorca de la Universidad de Granada en la convocatoria de 2007, ha resultado del una sorpresa menor reconocer el vigor narrativo que alimenta la historia que Ioana desmenuza, sin embargo, no son idénticos los registros que la novela y el cuento demanda del autor. La concisión, la agilidad, la incertidumbre de un final en muchos casos abierto, propia del relato, en poco se parecen a la morosidad de la frase, la dilación del discurso, la magnitud de la historia que en la novela encuentran su mejor formato.

Ioana Gruia, haciendo uso de su memoria y de la imaginación creadora, va trazando el perfil de unos personajes secundarios que complementan al personaje principal, que nace desde las primeras páginas abocado a la muerte, por lo que se ve obligada, y eso es algo muy complicado de realizar, a levantar acta del expolio físico y mental que conduce a la protagonista hacia el momento irrevocable. Aunque no escaseen las informaciones cotidianas —todo lo contrario, hay un meticulosa laboriosidad  descriptiva—  sólo en algunos detalles que nos proporcionan los datos más imprescindibles para el relato vital  se transparenta un sutil disgusto por el destino fatal de Silvia. A veces a este lector le asalta la sensación de que la autora quisiera que las palabras sanaran ese cuerpo debilitado por la enfermedad mortal, pero quizá esa sensación provenga más de un deseo inconsciente que de pruebas irrefutables entresacadas del texto. El relato, el cruel testimonio del inexorable declive parece alargarse, como dando tiempo a que suceda el milagro de la curación, pero, a pesar de su omnipotencia, la narradora no debe cambiar el destino. Julien Gracq escribía con respecto de esta idea que «el comienzo de una obra de ficción no tiene tal vez otro objetivo que crear lo irremediable, un punto de anclaje fijo, una idea resistente que el espíritu no pueda en adelante alterar», porque la mentira verdadera de la narración no puede ser adulterada sin que pierda credibilidad toda la historia y eso parece saberlo muy bien Ioana, que se mantiene firme en sus propósitos y mantiene a raya a sus personajes, porque, como escribe Luis García Montero en el prólogo,  “La escritura de Ioana Gruia sostiene las estrategias negociadoras de su protagonista con la muerte. Como una lluvia fina y minuciosa consigue empapar la realidad, penetrar en el interior de Silvia”. He escrito antes que el testimonio de esa decadencia es cruel, pero he de decir también que en la novela coexisten los efímeros, a la par que intensos, momentos de felicidad con otros, más duraderos, de melancolía no exentos de belleza. Si no fuera por el sufrimiento que lleva implícita la pérdida, me atrevería a decir que la reconciliación consigo misma y con sus seres queridos que efectúa Silvia en esas últimas semanas de su vida bastaría para justificar el  tránsito de la existencia hacia el no ser. La vendedora de tiempo no puede concederse a sí misma ni un minuto más, pero dispensa a sus lectores unas horas de impagable lectura, unas sólidas razones para aferrarse a la vida. Como escribe Virgilio, «Curae non ipsa in morte relinquunt». La poeta que también es Ioana Gruia —en el año 2011 publicó el justamente celebrado El sol en la fruta, Premio de Andalucía Joven, también editado por Renacimiento— no está ausente en esta narración. Las naranjas que menudean en algunos párrafos son algunas de las frutas a las que el sol ilumina en el poemario, la Alfonsina Storni que encabeza el poema titulado «Bucarest», es la misma que un día ya lejano se arrojó al mar desde una roca, en un acantilado cercano a la playa por la que Silvia pasea. Todo está relacionado, todo es simbólico y la literatura de cada autor, al margen del género que emplee para exponer sus indagaciones vitales, posee unos acerados hilos que unen lo visible con lo invisible. Queda en manos del lector imaginarse qué sucederá en las vidas de los supervivientes.

Carlos Alcorta

Publicado en el blog La Ronda de los Libros, el 21 de junio de 2013

 

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CNFOTO. SEDE DEL AULA POÉTICA JOSÉ LUIS HIDALGO

17 lunes Jun 2013

CNFOTO

SEDE DEL AULA DE POESÍA JOSÉ LUIS HIDALGO

Publicado por carlosalcorta | Filed under Miscelánea

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JOSÉ LUIS HIDALGO. AULA POÉTICA

17 lunes Jun 2013

Posted by carlosalcorta in Artículos

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AULA POÉTICA JOSÉ LUIS HIDALGO.

PRESENTACIÓN DE ACTIVIDADES

 

 

Si en el pasado reciente, el patrimonio cultural, siempre desatendido, necesitaba para su consolidación del auxilio de las instituciones públicas, hoy más que nunca, necesita, no para prosperar sino para sobrevivir, de ese apoyo institucional  y del aliento de la sociedad a la que esta cultura va destinada. El Aula Poética José Luis Hidalgo se constituyó los días 8 y 9 de mayo de 2008 en este mismo edifico donde nos encontramos, la casona en la que estableció su sede el CNFoto de Torrelavega. El acto inaugural corrió a cargo del catedrático de la Universidad de Alicante, Ángel Luis Prieto de Paula, uno de los más reconocidos expertos en la poesía española del pasado siglo. Desde ese momento, estas dependencias albergan un conjunto de libros, manuscritos, textos mecanografiados, parte de su correspondencia y una selección de los 73 dibujos que la Corporación adquirió con excelente criterio hace unos años. Todo este contenido se encuentra perfectamente detallado en el políptico que sirve de guía a cuantas personas se muestren interesadas en profundizar en la figura y la obra de nuestro poeta.

No creemos, sin embargo, que esta labor documental resulte suficiente para dar a conocer la vida y la obra de uno de los activos culturales más importantes que posee esta ciudad. La figura de José Luis Hidalgo afortunadamente goza de un reconocimiento unánime en el ámbito de la poesía española y el aprecio por su obra crece imparablemente, por eso, para contribuir siquiera modestamente desde su tierra natal, a que ese conocimiento sea aún mayor hemos programado un conjunto de actividades patrocinadas por la Concejalía de Cultura del  Ayuntamiento de Torrelavega, porque el mayor homenaje que se le puede tributar a un poeta, la mejor forma de honrar su memoria es mantener viva su obra fomentado su difusión, propiciando que los expertos, gracias a su labor de investigación y a la profesionalidad  con la que realizan su trabajo, abran nuevas vías para facilitar su mejor comprensión; promocionando la cultura en general y la poesía en particular con actividades relacionadas con la figura del poeta, acercando, en definitiva, su corpus poético al público interesado. Esa es la intención con la que hoy, 14 de junio de 2013, iniciamos este proyecto  de dinamización del Aula que hoy celebra su primera actividad, pero no deseamos que se limite sólo a eso. Ambicionamos además mirar al pasado desde el futuro y, para ello, pretendemos apoyar la creación poética de autores actuales, tan necesitados, por otra parte de cualquier estímulo, por mínimo que sea, que les anime a continuar con su trabajo, mediante diferentes actividades, como lecturas, encuentros o conferencias especializadas.

“Una de las mistificaciones más hermosas que pueden darse con un poeta es la de hacer valer toda su vida, y como consecuencia toda su obra, a la luz exclusiva de la muerte” escribe Prieto de Paula en la introducción de la antología de Hidalgo que preparó, titulada Raíz (1944-1947), como uno de los libros autónomos de Hidalgo, y que fue publicada por Huerga y Fierro en el años 2003. La literatura en general es un artificio y la poesía en particular participa de esa condición. El poeta también se esconde detrás de ese personaje que  se crea en el poema, por eso, aunque es evidente que somos el resultado de una construcción histórica, no podemos dejarnos seducir por las artimañas del relativismo histórico. El ser histórico forma parte del presente, aunque esté condicionado como sujeto que es, que fue, en este caso, por una comprensión fehaciente del momento histórico que le toco vivir, por esta razón, la mejor forma de mantener viva la memoria de Hidalgo es comprender, a través de sus obras la forma de pensar, los sentimientos, las aspiraciones y anhelos, las incertidumbres que intimidaban su mente y ubicarlas en un pasado que nos constituye también a nosotros, sus lectores, y destacar su importancia en la lírica española del siglo XX. Esa es nuestra humilde intención y, para que no se quede sólo en eso, en un propósito fallido, demandamos la complicidad de todos ustedes, lectores y espectadores que nos honran con su presencia.

 

 

JUAN VICENTE PIQUERAS. ATENAS

15 sábado Jun 2013

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ADIÓS A TODO ESTO

JUAN VICENTE PIQUERAS

ATENAS. XXV Premio Fundación Loewe. Colección Visor de poesía, 2013.

 

Atenas para mí, antes de visitar la ciudad por primera vez hace unos treinta años, era un lugar idealizado que se materializaba en una cafetería provinciana de igual nombre, ambientada con columnas dóricas y estatuas de diosas mutiladas “esculpidas” en el mármol pentélico de la época, la escayola.  En este espacio predilecto, un grupo de amigos adolescentes manteníamos iluminadoras conversaciones sobre la importancia del canon de belleza aplicado por el arte griego, sobre si gozaba o no de vigencia tanto en el arte como en la sociedad, en el momento en que hablábamos, dicho concepto, porque en aquellos lejanos años empezábamos a descubrir las vanguardias artísticas y la consistencia de las formas que iban adquiriendo pausadamente las muchachas en flor que frecuentábamos. Hoy “Atenas ya no existe. En su  lugar/ hay otra ciudad que lleva el mismo nombre/ pero ya no es la misma”, escribe Juan Vicente Piqueras, aunque aquel viejo hechizo persiste en mi memoria. Hoy Atenas es un polvorín, un campo de batalla en el que sus maltratados habitantes luchan con fuerzas desiguales contra esos fantasmales e inmisericordes ejércitos encabezados por los ministros de economía de la Unión Europea.

Juan Vicente Piqueras (Requena, 1960) es un poeta que, tanto por edad como por estética, pertenece a la llamada poesía de la experiencia, sin embargo, no es fácil encontrar su nombre en alguno de los muchos recuentos poéticos de esa época que ha tenido a su alcance el lector interesado. Hemos de atribuir esa anomalía, más que a los avatares de la coyuntura poética, al hecho de que sus obligaciones laborales le hayan alejado de España en los últimos años. No es el único caso en el que la distancia geográfica de lo que podríamos denominar como consejos de arbitraje, la ausencia física que impide tener al día amistades y lecturas, ni aun dentro de nuestras fronteras, trae como consecuencia dicha exclusión, afortunadamente minimizada, en el caso que nos ocupa, por la presencia constante de sus obras en las librerías, gracias a las ediciones que conllevan los sucesivos galardones poéticos de los que ha sido merecedor Piqueras regularmente. Premios como el José Hierro, pero sobre todo el Antonio Machado o el Ciudad de Valencia, ambos editados por la acreditada editorial Hiperión, nos han permitido seguir atentamente la trayectoria de uno de los poetas más singulares y coherentes de la generación que se dio a conocer en los años 80 del pasado siglo.

Un nuevo premio, el de la Fundación Loewe de 2012, nos sirve de excusa para leer los poemas más recientes del autor, los poemas que dan cuerpo a una Atenas recreada con los ojos melancólicos y condenatorios de quien siente la ciudad actual como algo ajeno a su vida.  Tal vez la razón por la que Piqueras nos aclara, en la Nota de autor previa a los poemas, que Atenas no es el tema de este libro, tenga que ver con aquella prevención con la que Eliot definía la poesía: “Poesía no es una liberación de la emoción, sino una huida de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino una huida de la personalidad…La emoción del arte es impersonal”, lo que viene a significar que, para lograr convertir una experiencia personal en una experiencia universal, nos vemos obligados a trascenderla mediante el arte, en cualquiera de sus formas. Pero para llevar a buen puerto esta despersonalización es preciso haber enriquecido previamente esa experiencia con un bagaje de aprendizajes individuales y colectivos interiorizados, los cuales, una vez despojados de su ropaje anecdótico, de lo temporal, de lo contingente, se transforman en experiencia común, y esta operación es la que ha llevado a cabo Piqueras, con resultados excelentes, porque incluso los fragmentos de carácter más autobiográfico que percibimos tras la lectura de alguno de los poemas huyen de lo confesional, poseen una capacidad de sugerencia tal que nos permiten acceder a otro peldaño más alto, el de la escritura imbricada en la Historia. El proceso de desadaptación del lugar en el que se indaga  a lo largo del libro se ve consumado en  los poemas finales del libro. Poemas como los titulados «Metáforas», «Adiós Atenas» o «Gracias» ensayan una despedida, han sido escritos para reconocer una deuda vital impagable, para decir adiós de una forma lo menos traumática posible.

Escribir es un intento de crear una realidad diferente a la que vivimos, aunque eso no significa, claro está, que le demos la espalda a la experiencia del mundo que la vida nos brinda, que neguemos su peso a los acontecimientos que condicionan nuestra manera de vivir o reivindiquemos una vuelta al adanismo, porque, siguiendo a Auden, “El hombre es una criatura hacedora de historia, que no puede ni repetir su pasado ni dejarlo atrás; a cada momento está entregando algo, y por lo tanto, modificando aquello que le ha sucedido”. En no pocas ocasiones, para resaltar determinado concepto o su representación negamos su entidad, manipulamos acciones, hablamos con medias palabras. No es ilícito este proceder, sin embargo, quien lo pone en práctica debe ser consciente de que no siempre la omisión es clarificadora, en ocasiones ese contradictorio propósito logra unos fines no deseados, la claridad superficial que, a causa del deslumbramiento, impide observar las zonas profundas del ser humano. Y no se trata de regocijarse en la descripción detallada de los lances existenciales ni de ejercer como un nuevo Heródoto, tratando de salvar la memoria de la humanidad por medio de la escritura, pero tampoco de volver la espalda a la realidad, obviando sus interferencias. La areté que contagia la obra de Piqueras le sitúa, nos sitúa, muy lejos de ambos maleficios, porque ha sabido incorporar la experiencia social y cultural acumulada durante los años de residencia en Grecia, madre espiritual de Occidente, con sus propios desgarros vitales. La mezcla de intimidad e historia, aquí aderezada con las especias que proporciona la mitología, no ha sido excesivamente fecunda en la poesía de los últimos años a pesar de que, como escribe Octavio Paz, “el poeta no escapa a la historia, incluso cuando la niega o la ignora. Sus experiencias más secretas o personales se transforman en palabras sociales, históricas. Al mismo tiempo, y con esas mismas palabras, el poeta dice otra cosa: revela al hombre”.lo que nos facilita una razón más para leer con detenimiento Atenas, un poemario sin fracturas ni secciones que se lee como si uno fuera arrastrado por la corriente de un río, desde las altas cumbres donde nace hasta la remansada planicie de la desembocadura.

«Víspera», el primer poema del libro, nos adelanta ya una despedida sin nostalgia: “Si has decidido irte,/ no mires hacia atrás,/ no mires más lo que ya has visto tanto/ y tal vez nunca has visto” que, como comprobaremos una vez avancemos en la lectura, estará condenada al fracaso. Más que la constatación de un hecho irreversible, nos encontramos, en estos versos que nos inducen a no mirar atrás, con una implícita declaración de intenciones. Parece como si deseara romper con el pasado, o más bien, conservar indemne ese pasado que en el momento presente no es otra cosa que un desdibujado retrato de lo que fue, un pasado que viene “(en cajas, todo en cajas, siempre cajas,/ la vida entera en cajas)”. Pero el autor ¿nos está hablando de su yo más íntimo o de las circunstancias históricas que alimentan ese yo desposeído? Creo que ambas posibilidades son compatibles, porque la mutilación, la tergiversación del pasado no es algo abstracto que sólo dependa de la mirada individual, también los acontecimientos históricos, la  representación del mito están sujetos a una interpretación ocasional, como sucede en el poema “Delfos”, lugar mágico que el poeta simbólicamente visita para escuchar la voz de los augures y conocer los peligros que amenazan el inminente viaje. “A los pies del Parnaso,/ del ombligo del mundo, hoy acudimos.”, aunque el verdadero peligro no reside en la travesía emprendida, sino que “el peligro peor está en nosotros”, en nuestra manera de asimilar el cambio, la mudanza. No somos, parece decirnos el poeta, héroes míticos, como el nombrado Cadmo, sino héroes cotidianos que hacen frente a los obstáculos que entorpecen el curso de la existencia, que luchan contra la disolución de la identidad en un maremagnun de semejanzas. “soy alguien/ que no saldrá jamás en los libros de Historia”, reconoce Piqueras, no sin ciertas dosis de humor malicioso, en otro de los poemas que integran el libro, el titulado «Batalla».  Me atrevo a clasificar los distintos poemas en dos bloques, por supuesto no estancos, aquellos en los que parece imperar un ritmo trepidante, como de huida desesperada, que te lleva en volandas de verso en verso hacia una especie de negación de lo rutinario, a una refutación de lo conocido. Hablo de poemas como los titulados «Viento de noviembre», «La lluvia y la avidez», «Testimonio del gaviero» —en el cual Piqueras reinventa la figura de Ulises, al que desmitifica y repudia a favor de los marineros que lo acompañaban en la travesía— o «Café Dióscuri», cuyos versos iniciales nos recuerdan al Gimferrer del Arde el mar. En un segundo bloque encuadraríamos a poemas como «Calles de Atenas», « Museo de la Acrópolis», «Tebas» o «Caronte», en los cuales la impaciencia se transforma en serenidad, prevalece entonces el tono meditativo, con un decir más pausado. Piqueras está inmerso en un proyecto futuro, con razonables expectativas de dejar atrás una ciudad y unas incongruencias de orden social imposibles de digerir, pero el drenaje de la conciencia le obliga a reflexionar sobre lo vivido y a sacar conclusiones, para recorrer el camino que conduce desde la nostalgia a la esperanza, ignorando los prejuicios que el pasado inmediato ha enraizado en su memoria. Un consistente hilo de carácter simbólico conecta a alguno de los mejores poemas del libro, como son «Laberinto», «Asterión agoniza», «Súplica» o «Perdices» entre sí. El Minotauro, Teseo, Cabo Sunion ejemplifican alguna de las características más inexorables del destino, su carácter trágico y ahistórico, porque los mitos fundacionales de la cultura helena son utilizados no como desahogo milenarista o como ejercicio moralizante, sino como correlato de la trama que tutela la escritura de los poemas, una trama urdida con las desavenencias del yo que fue con las de yo que está por venir. La poesía de Piqueras  resuelve magistralmente la complicada relación entre lo que se quiere decir y la estructura formal que da cuerpo a la tentativa con unos medios expresivos limitados deliberadamente, con abundantes reiteraciones semánticas que contribuyen sutilmente a que los poemas arraiguen en la mente del lector y  a que éste sea su eco.

 

 

 

HENRI COLE. PONTÍFICE

12 miércoles Jun 2013

Posted by carlosalcorta in Versiones

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HENRI COLE

PONTÍFICE

Mentiroso, pensé, arrodillándome con los demás,

¿cómo puede Él amarme y odiar lo que soy?

La cúpula de San Pedro resplandecía dorada

como yema de huevo. Dios mío, recé

de todos modos, como si estuviera hecho a su imagen

y semejanza. Cerca, un guapo

sacerdote me miró con dureza; miré hacia atrás,

rehusando ir hacia allí solo.

El colegio cardenalicio vestía de púrpura.

El pontífice me saludó desde su trono blanco.

Está en un lugar inapropiado, no tanto

para mí, que estoy encaramado, como una bestia sobre un pesebre.

En algún lugar un terrorista liaba un cigarrillo.

La razón, no la fe, lo convertiría.

 

Versión de Carlos Alcorta

JOSÉ RAMÓN RIPOLL. PIEDRA ROTA

10 lunes Jun 2013

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JOSÉ RAMÓN RIPOLL. SÍMBOLO Y TIEMPO

PIEDRA ROTA. NUEVOS TEXTOS SAGRADOS. TUSQUETS EDITORES. BARCELONA, 2013

La piedra, un objeto inanimado y sin historia, no carece sin embargo de simbolismo poético, como  demuestran innumerables poemas o libros a este material primigenio dedicados. Si pretensión de hacer balance alguno, nos viene a la memoria el conocido poema de León Felipe, titulado «Como tú…» en el que se canta una piedra humilde,  una piedra “que en días de tormenta” se embarra con el cieno de la tierra, una piedra que sirve de base al firme de la carretera, un guijarro, no una piedra de sillería o tallada con el cincel y portadora de símbolos ecuménicos o de secretas hermandades, una “piedra aventurera” que guarda, a mi modo de ver, muchas similitudes con la que José Ramón Ripoll glosa en el poema titulado «Preludio» el cual, a modo de pórtico, precede las tres partes que componen Piedra rota, el libro que da pie a estas palabras,; o el soneto de Félix Grande titulado «Las piedras», del que copio la primera estrofa: Hermana, eras lo mismo que un árbol muy pequeño,/ un árbol al que el viento depositó en la arena;/ llegó una ola de agua, llegó una ola de pena/ y me quedé mirando tu mirada y tu sueño;”.

“El  símbolo de la piedra —escribe Gregorio Vásquez —, representa no sólo una homogénea realidad, realidad que apenas conocemos, sino que son distintas las etapas del desarrollo del hombre, en donde la piedra se encuentra identificada de distintas maneras, mostrando con ello, quizás el carácter múltiple que poseía para cada una de las culturas antiguas, esto también se manifestaba bajo principios únicos que lo relacionaban con el mundo”.

Octavio  Paz, poeta cuya sombra tutelar uno percibe en el armadura de este libro —unos versos suyos encabezan «Abandonado», la tercera sección de libro—, ha tenido presente el carácter simbólico de la piedra, ensalzando unas veces la imagen de perdurabilidad y de consistencia frente al devenir temporal del ser humano, como si fuera algo divino a lo que aferrarse (“el tiempo, sol de piedra” es cribe en Piedras sueltas y Piedra de sol se titula una de sus obras más reconocidas), y otras censurando esa inmutabilidad, esa aparente insensibilidad, al relacionarla con sustancias incomparablemente más frágiles, como la flor, el granizo o el mismo ser humano, como, por ejemplo, en La piedra y la flor, libro, sin embargo, inscrito en esa poética del compromiso que Paz ejercitó en la década de los años treinta del pasado siglo, en sus primeros libros.

Pero qué significa, si ensalzamos lo imperecedero,  la piedra rota que da título a este libro. No es difícil conjeturar que esa piedra rota simboliza todo lo contrario, es decir, la fugacidad, lo contingente. Una piedra rota se divide en fragmentos, lo que significa que se vuelve más vulnerable, algo semejante a lo que le ocurre al ser humano, el cual, una vez pasada su etapa culminante, comienza un proceso de degradación en el que el paulatino declive agravado por la enfermedad se convierte en inevitable: “Todo es desolación entre la bruma/ que difumina al peregrino en el paisaje/ del ser y del no ser,/ pero ya se oyó su origen en tu centro/ y ha mentado tu nombre, piedra rota” escribe José Ramón Ripoll. Y, sin embargo, la piedra que sirve de referente al poeta más que rota, parece estar erosionada, lamida por el incesante batir de la olas o por el curso de las aguas, como deja traslucir en los versos del poema «(Incisón)»: “Piedra que has traspasado la memoria/ de los océanos y ríos,/ has llegado hasta aquí para anunciarme,/ no tu largo viaje,/ sino mi rostro/ grabado entre tu forma y argumento” o en «(Fui piedra)» , cuyos versos finales transcribo: “nos recuerdas que también fuimos piedras/ abandonadas en la orilla,/ pretendiendo escribir la melodía/ que difumina el horizonte”.

En el  prólogo a El humo de los barcos, uno de los libros emblemáticos de Ripoll, Caballero Bonald escribe que “lo que no se organiza a partir de la incertidumbre,  se convierte en oratoria”, y no podemos más que estar de acuerdo con estas palabras, porque sólo desde la perplejidad que suscita la contemplación de las cosas la palabra, el lenguaje se aleja de lo consabido y se interna en lo anómalo, en un proceso de discernimiento, de perforación, de indagación en el lado oscuro de la realidad. Aquel que se muestra incapaz de descubrir nada detrás de la apariencias no necesita desnaturalizar al lenguaje de sus hábitos utilitarios, le basta con aceptar el significado preconcebido con el que una palabra determinada nombra aquello que ya sabe. José Ramón Ripoll huye de estos estereotipos y, por esta razón, sus poemas carecen de retórica y tienden a la desnudez de lo esencial. La mirada del hombre que pasea por la orilla de la playa elige, de entre muchas, una piedra: “Apareces de pronto en el camino/ de esta ilusoria costa,/ para mostrarme la figura enterrada/ en las arenas blanquecinas/ que ningún día vivió para encontrarte” («(Aquel sueño)». Esta piedra funciona para Ripoll a modo de espejo en el que observarse e interrogarse por ese devenir vital que le ha llevado a ser quien es. Para que nazca el poema es necesario que el poeta, mediante un proceso de abstracción metafísica, otorgue a un objeto corriente a un acontecimiento cotidiano una trascendencia que antes no poseía y este proceso es el que realiza Ripoll al otorgar a la piedra encontrada una suerte de identidad común pero sustitutoria: “Hacia ti me sucedo/ y en tu lugar expando la fortuna/ de caminar por esta playa”; una especie de interlocutor o, más bien, de confidente, puesto que se ha personificado su materia inerte dotándole de alas, de la posibilidad del canto, es una piedra que “late y respira” o “gime/ como un cuerpo desnudo”, una piedra  que es testigo de lo que el poeta no puede saber, sólo puede vislumbrar, por eso le pide, igual que un ciego a su guía: “Cuéntame lo que ves”. La piedra es el otro yo con el que el poeta entra en comunión, parece ser “madre, matriz, materia” (Valente), pero también algo inasible que únicamente el pensamiento abstracto es capaz de aprehender “porque la piedra es, en resumen, “latido y vibración/ de mi propio mirar”, escribe el poeta. La fuerza telúrica encarnada en la piedra parece trasmitirse al poeta que habla con ella gracias a una extraña simbiosis, se va filtrando en la sangre hasta llegar a conferir al cuerpo humano alguna de esas singularidades pétreas que registrábamos al comienzo de esta nota, aunque se trate de una piedra desnuda, cubierta ocasionalmente por algas o en la que se adhieren algunos moluscos, es una piedra tan viva como aquella que tiene su superficie profanada por signos o letras, tan relevante como la que soporta el peso de una consigna universal: “Et in Arcadia ego”. José Ramón Ripoll percibe en el silencio de la inmovilidad la oscura respiración de un semejante, por eso se dirige a la piedra y le dice “Te hablo sin código ni cifra,/ sin la lengua que encauza el afluente/ de la emoción o el pensamiento”. Cada piedra es una piedra angular, es un motivo para la escritura, una escritura cuyo conocimiento del yo y del instante sólo se produce por aproximaciones, por merodeos, por avances y retrocesos; es una escritura que se borra a medida que se escribe porque la página de la mente semeja una porción de arena húmeda que el vaivén de la marea anega y salvaguarda intermitentemente. Piedra rota representa un salto cualitativo en el proceso de intervención del poeta en las dobleces de la conciencia, allí donde surge el germen creativo, donde confluyen el lenguaje y el pensamiento anterior a él que origina el poema, acaso por esta razón, los poemas que componen el libro se articulan al margen de cualquier atisbo de personalismo. El poeta ignora el lugar al que el poema le conduce. Sólo en la escritura, en la “cortedad del decir” de la que hablaba Valente, puede vislumbrar aquello que su propia experiencia le niega y no hay otra forma mejor de acabar este comentario con los perturbadores versos del magnífico poema final: “Nada aparece:/ ninguna forma ni apariencia,/ ningún borrón de tinta,/ ninguna mancha,/nada,/ ninguna grieta en el dolor,/ ningún espasmo que recuerde tu vuelo,/ tu hendidura en la noche/ como la huella del desgarro,/ nada en la noche,/ ninguna mano escribe/ mi extravío”.

Carlos Alcorta

HENRI COLE. UN ANIMAL

02 domingo Jun 2013

Posted by carlosalcorta in Versiones

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HENRI COLE

UN ANIMAL

No muestres lo celoso que eres. No

muestres lo mucho que te importa. No pienses que el ramo

de flores en su mano se enlaza con la tuya.
No cierres tus ojos y beses los lascivos

labios. No violentes tu torso, tocándote
como un mono. No pongas tu boca
en el sucio lugar que lo cambia todo.
No pronuncies dos veces el monosílabo
que es la firma del amante de los  perros. No lo hagas, más tarde
parece sarnoso con aliento a viejo, escrutando
cada agujero. Y no pienso —alisándose el pelo,
lamiendo, chupándose y masturbándose en algún
momento, nunca más solo— que

tú seas dos animales perfectos en uno.

 

Versión de Carlos Alcorta

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