JOSÉ LUIS GONZÁLEZ VERA. LOS NAIPES SOBRE EL AGUA. CENTRO CULTURAL DE LA GENERACIÓN DEL 27.
José Luis González Vera (Antequera, 1964) ha reunido en Los naipes sobre el agua su obra poética desde 2001 hasta 2017, lo que significa, en la práctica que estamos ante su obra poética completa (González Vera es además novelista y autor de relatos). El título que recoge los tres libros publicados más algún poema inédito remite al conocido epitafio escrito en la tumba de Keats: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua» y el agua, como se sabe, carece, entre otras cosas, de forma pero es capaz de disolver la tinta con la que están escritas las palabras. González Vega parece sugerirnos con este título que es plenamente consciente de la temporalidad de todo ímpetu humano, más aún de la escritura, pero esto nos puede llevar a equívoco: no por eso debemos pensar que la considera una actividad menor o circunstancial, muy al contrario. Solo quien siente un especie de un apego reverencial por la escritura, quien respeta sus reglas rigurosamente puede soportar ese estado de espera —sin forzar con artimañas su aparición— el tiempo que haga falta. De ahí que el fruto sea —en cantidad, no en calidad— tan magro: tres libros de poesía —no hacemos acopio de las entregas narrativas— en más de 15 años: Los barrios lentos, Montaje de autor y A oscuras, tres libros en los que el modus operandi apenas ha sufrido variaciones.
La poesía de González Vera es eminentemente narrativa, pero la narración no es del todo lineal porque abundan las elipsis y los saltos narrativos que obedecen, con toda probabilidad, a un deseo de abrir la experiencia escrita a variables periodos temporales, sucesos quizá de índole similar, perfectamente conjugables, pero acontecidos en lugares distantes. Es cierto que tanto el barrio, lugar mitificado y eje vertebrador de su primer libro, como la infancia y la adolescencia, periodos referenciales que transitan por todos sus poemas, adquieren categorías simbólicas, pero si consiguen este propósito es, precisamente, porque el poeta ha conseguido enriquecer con su propia manera de revivirlas una experiencia, por lo demás, común: «Mi memoria —escribe González Vera en el poema titulado “Resaca”— es un mapa preso / del capricho burlón de un contramaestre / que dictó en el cuaderno un falso rumbo; / no coindicen las fotos con los diarios, / y los lugares tiene otros nombres. // Se enredan los recuerdos / entre un viento confuso de preguntas». Como podemos comprobar por estos versos, aunque sobren ejemplos a lo largo de su producción poética, el poeta se mira a sí mismo con desenfado, con una ironía sutil que trata de desacralizar la presunta trascendencia de la existencia: «Es el pasado musgo sobre roca / que el estío diluye, / pero tras la tormenta, exige el agua / su verde primigenio, / reclama su color el sol entre nubes / y la vida, aquel eco abstracto /invoca su artificio de farándula / para que se desplieguen traducidas / por el tiempo, escenas / que alzaron un paraguas de lluvia ante el olvido». Es del todo probable que González Vera vaya superponiendo en sus versos fragmentos de vida colindantes para proteger determinado recuerdo de los perros del olvido, para no dejarlo a la intemperie, para impedir que la lluvia de los acontecimientos, de los fracasos posteriores, de las renuncias cotidianas lo embarre todo, porque el paso de los años ha modulado la forma de mirar el mundo y lo que antes era frenesí existencial se ha convertido ahora en una existencia pausada que lleva implícito el deseo de concordancia entre carácter y destino: «Obtengo la paz simple de las cosas sencillas / y rompo la sentencia que me conduce a ver mi casa oscura, / su alrededor vacío / y la memoria, albergue del desánimo».
Felipe Benítez Reyes, autor del prólogo, establece con precisión las características de los respectivos títulos. Así, de Los barrios altos escribe que González Vera «recrea escenarios suburbiales, la infancia dura de quienes van descubriendo la realidad […] Es la mirada del que ingresa en la vida sabiendo que la vida consiste en marcar un territorio, en defenderlo una vez conquistado, porque la cosa va de la ley de la selva». A esa ley de la selva nos referíamos cunado hablábamos de frenesí existencial, que tal vez esta estrofa ejemplifique mejor que ninguna otra: «…heridos / por los trazos seguros de tu lengua, / volvíamos con ron y Coca-cola, / con frecuencia, con prosa y, claro está, / con dinero, / que cortabas tú a hostias / el mal rollo del chulo que quisiera / follar de balde». Sobre Montaje de autor, Felipe Benítez escribe: «Se produce un viraje al hermetismo referencial, a la exposición de claves privadas, a la formulación, en fin, de la extrañeza». Extrañeza que se acentúa en el último libro, A oscuras, que, como el precedente, no oculta la influencia cinematográfica. Pero la vida no es una película, aunque algunas secuencias estén basadas en hechos reales. La poesía de González Vera está anclada a la realidad, sí, y, como tal, no puede cerrar los ojos ante sus aspectos más dolorosos y prosaicos, pero gracias a una fecunda complicidad con un lenguaje que se erige sobre su propia superficialidad, convierte en simbólico lo que antes de poetizarlo no pasaba de ser anecdótico. De ahí que el dolor devenga en ternura y en gozo. Esa es la magia que encierra la buena poesía.
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