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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: marzo 2014

OCTAVIO PAZ. CENTENARIO

30 domingo Mar 2014

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OCTAVIO PAZ. CENTENARIO

SE CUMPLEN CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DEL PREMIO NOBEL

Hoy, 31 de marzo, el poeta y ensayista Octavio Paz (1914-1998) habría cumplido cien años. Paz nació en el barrio de Mixcoac, por entonces un suburbio en la periferia de la ciudad de México, durante la Revolución Mexicana. En esa época, su padre, abogado de profesión, actuaba como correo para los zapatistas, enviando mensajes al Ejército del Sur, razón por la cual a finales de 1916, fue nombrado representante de Zapata en Estados Unidos, donde permanecerían durante cuatro años y comenzaría su educación. Sería éste el primero de los innumerables viajes que realizó Paz a lo largo de su agitada vida. Su abuelo Ireneo Paz también estuvo vinculado a la actividad política. Fue senador y diputado durante los gobiernos liberales de Porfirio Díaz, por lo que no nos puede extrañar que Octavio Paz sintiera desde muy joven una atracción especial por todo lo concerniente a esa tarea y por las diferentes ideologías que la cimentaba. Es muy posible que esa temprana toma de conciencia fue lo que le llevó a viajar a España para apoyar la causa del gobierno republicano durante la Guerra Civil española, una experiencia determinante —quizá, junto a la matanza de la plaza de Tlatelolco en 1968, la más trágica— que condicionaría su pensamiento combativo el resto de su vida.

Es de todos sabido que los años inmediatamente posteriores a la muerte de un escritor son una especie de túnel de silencio que necesariamente debe atravesar para volver a gozar de la luz, esto es, de presencia y ascendiente en las siguientes generaciones de intelectuales. Sin embargo, el caso de Paz es diferente, ha desbaratado esa norma no escrita. Han transcurrido poco más de quince años desde que falleció y tanto su controvertida personalidad como su vasta obra continúan siendo objeto de estudio, centro  de apasionadas polémicas, lo que no hace sino reforzar la vigencia de su pensamiento —fue uno de los intelectuales más importantes de la lengua española en el siglo XX— y de su poesía, quizá lo que más le importaba, no en vano dejó escrito  esta aclaración: «Aunque he publicado muchos libros de prosa, mi pasión más antigua y constante ha sido la poesía». Fue a través de su obra poética, de aquel libro en tela con sobrecubierta publicado por Seix Barral bajo el título de Poemas (1935-1975) en 1979, como tomé contacto con Octavio Paz (eso ocurrió en el año 1981 y aún sigo leyéndole con idéntica fidelidad y provecho), aunque no tarde en acercarme a los ensayos que sucesivamente iban cayendo en mis manos, hasta el punto de que, como sucede con los creadores verdaderamente originales, comenzaba a resultarme difícil discernir donde acababa la prosa ensayística y empezaba la poesía en verso en prosa. No era, no es, sencillo trazar una frontera inflexible entre ambos géneros, entre otras cosas porque las reflexiones sobre el propio acto creativo —la poesía enseña a mirar el mundo con mayor penetración— o sobre la naturaleza del amor se intercalen con similar intensidad y clarividencia tanto en uno como en otro.

El interés por la literatura, por la cultura en general, se despertó muy pronto en Paz. A los 17 años fundó con sus compañeros de estudios la revista Barandal, siendo éste el primero de los innumerables proyectos editoriales que puso en marcha Paz a lo largo de su vida, o en los que tuvo responsabilidades, como las revistas El Hijo Pródigo, Taller, Plural o Vuelta, pero cuando regresa a México después de participar en el II Encuentro de Escritores e Intelectuales Antifascistas en la Valencia del año 1937 también participa en la fundación de la cabecera El Popular, que se convirtió en el periódico de la izquierda mexicana. Pronto, en 1937, publicó su primer libro de poemas, Raíz del hombre (su primer ensayo crítico, Poesía de soledad y poesía de comunicación data de 1942) del que el propio poeta escribió posteriormente que era «un libro torpe, lleno de repeticiones, ingenuidades, faltas de gusto, un libro que me avergüenza haber escrito», en el que la influencia de Neruda está muy presente, algo que cambiaría poco tiempo después, cuando recibió la influencia directa del surrealismo, en su primer viaje a París y, sobre todo, a partir de 1946, en el momento en que su estancia en esta ciudad se hace más permanente (los cambios continuos de destino laboral propiciarían otras influencias, como la oriental, después de su visita a Japón y estancia en India, como es notorio en los poemariosLadera este, en Blanco y en Renga). Pero como decíamos, su curiosidad intelectual era insaciable, por lo que comenzó a interesarse por cuestiones antropológicas, por la esencia del ser mexicano —su libro Laberinto de la soledad (1950) se ha convertido en lectura ineludible para cualquier interesado en los orígenes misceláneos de la identidad del mexicano— o su voluntad religiosa — Sor Juana Inés o Las trampas de la fe, dedicado a la poesía de sor Juana Inés de la Cruz, se interna por estos caminos al analizar los precedentes prehispánicos de su obra, pero también en el poemario Piedra de sol se afronta la simbiosis entre la cultura precolombina y la cultura hispánica—; por cuestiones de índole política y social, lo que podemos corroborar en títulos como Las peras del olmo (1957) o El mono gramático.No faltan tampoco los ensayos sobre determinados aspectos del arte moderno (Marcel Duchamp o el castillo de la pureza, 1968), sobre la traducción o sobre la creación poética, algo determinante en un libro como Libertad bajo palabra (1960), en el cual Paz indaga en su evolución poética, que parte de un respeto a la tradición decimonónica hasta llegar al surrealismo y luego abandonarlo, pero sobre todo en El arco y la lira (1956), un profundo estudio sobre la poesía como práctica en sí misma revolucionaria, porque alimenta la mirada inédita, desacostumbrada sobre las cosas, nos proporciona una idea propia sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea, pero también trasmite al lector la reverencia que el poeta siente por la palabra, incluso por el propio oficio de poeta, que es de quien se vale el lenguaje para revelar lo inefable. No es posible hacer un recuento pormenorizado de la obra del Premio Cervantes (1981) y Premio Nobel de Literatura (1990) porque es casi inconmensurable la variedad de registros e intereses de Paz, aunque, como hemos dicho más arriba, el se sentía en realidad poeta, y libros como La estación violenta, Pasado en claro o Piedra de sol están ahí para confirmarlo. En cualquiera de los aspectos culturales en los que se internó nos sorprende la vastedad de sus conocimientos, la honestidad y seriedad de su trabajo y la forma de enfrentarse al asunto objeto del estudio, no dando nada por sabido hasta que su propia investigación lo constataba. De ese rigor tan ajeno a la autocomplacencia nace, sin duda, su carácter polémico. Mantuvo siempre una envidiable independencia de pensamiento y puso la libertad como norma ética de comportamiento, por más que esa libertad le enfrentara con tirios y troyanos. El devenir histórico ha puesto en evidencia muchos de sus temores. El auge del fanatismo, en cualquiera de sus manifestaciones políticas o religiosas, la pérdida de identidad, la sumisión del individuo al poder económico, etc. son lacras que padecemos a diario. Sus denuncias de los extremismos ideológicos poseen hoy una lamentable vigencia, confiemos  que temporalmente. Su poesía, sin embargo, posee un vigor que traspasa las fronteras espacio temporales. La pasión que trasmite la percibirán en el futuro lectores de cualquier continente, de cualquier época. No es frecuente encontrar un poeta, un escritor, un pensador de este calibre, por eso hay que evitar que el fasto de las conmemoraciones se quede sólo en la superficie y el público se quede sólo con Octavio Paz como personaje histórico y desdeñando lo verdaderamente importante, su fecunda obra.

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JAMES WRIGHT. NO SE QUEBRARÁ LA RAMA

26 miércoles Mar 2014

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JAMES WRIGHT. NO SE QUEBRARÁ LA RAMA. TRADUCCIÓN DE ANTONIO RIVERO TARAVILLO. VASO ROTO POESÍA, 2014

Paradójicamente, llegué antes a la poesía de Franz Wright (Viena, 1953) —algo que no deja de ser más que una anécdota— que a la de su padre, James Wright. La circunstancia que  propició este desorden cronológico fue un viaje, y las casualidades que derivan de esa alteración de la rutina que suponen los preparativos. El caso es que nos encontrábamos de vacaciones en Boston y decidimos visitar Martha’s Vineyard, en el condado de Dukes, relativamente cercano, unos días más tarde. En ese intervalo, rebuscando en la sección de poesía de una librería en el distrito universitario de Harvard cayó en mis manos el libro Walking to Martha’s Vineyard (Alfred A. Knopf, 2003), que leí como si fuera una especie de guía turística emocional, antes de emprender dicho viaje, y también durante los días que pasamos en la isla, aunque el título —algo que ya sabía: estaba leyendo un libro de poemas—, resultaba engañoso, porque los poemas sólo tangencialmente se enredaban en una descripción geográfica y, cuando lo hacían, era a través de las reflexiones que suscitadas por un lugar indeterminado, imposible de localizar, como en el poema «One heart», en cuyos primeros versos el poeta escribe: « It is late afternoon and I have just returned from/ the longer versión of my walk nobody knows/ about».

Gracias a la información suplementaria que pude recabar sobre el autor posteriormente, me enteré de que era hijo del también poeta James Wright y me llamó la atención que ambos, padre e hijo hubieran sido agraciados con el Premio Pulitzer de Poesía, algo que jamás había sucedido hasta la fecha, James por su libro Colección de Poemas (1972) y Franz por el libro arriba mencionando, en 2003. No es este el lugar para rastrear las posibles influencias paterno-filiales que se pueden encontrarse en las respectivas obras, pero sí podemos intuir que el temprano fallecimiento de James Wright nos ha privado de que esa posibilidad se consolidara; aún así, cuando uno lee versos como estos: «The only animal that commits suicide/ went for a walk in the park» pertenecientes al último poema del libro de Frank, no puede dejar de relacionarlos con algunos como estos que escribió James: «un hombre, solo,/ da traspiés sobre los cerrojos externos de una tumba…» o «los huesos tristes de mis manos descienden a un valle/ de extrañas rocas» en No se quebrará la rama.

James Wright nació en Ohio en 1927 y falleció en Nueva York en 1n 1980. No se quebrará la rama fue su tercer libro, publicado en 1963 y supone en su trayectoria un punto de inflexión con respecto de su obra anterior (compuesta por los libros The Green Wall en 1957 y Saint Judas, en 1959) e incluso de los libros que escribiría a partir de entonces, es decir, rompe ese sentido de continuidad —para algunos poetas esterilizante, por eso buscan la ruptura— que sustenta una obra a lo largo del tiempo. Parece que en el quinquenio que va desde 1958 hasta 1963, su participación en el movimiento que se dio en llamar  la «Imaginación emotiva», experimenta un cambio, eso sí, efímero, que se refleja en los poemas del libro que comentamos. Este movimiento pretendía, según documenta Ivonne Guillon Barrett, «restituir emoción a su poesía utilizando variadas técnicas líricas centradas en la imagen. Con ello proponían la transformación de simples temas líricos en profundas emociones instantáneas». Curiosamente, para alcanzar este propósito los componentes de este «movimiento» —junto a Wright, lo formaron Robert Bly, William Duffy y los neoyorquinos Robert Kelly y Jerome Rothenberg— no indagaron en su propia tradición, todo lo contrario, se propusieron buscar las fuentes fuera de los límites de su lengua materna y, para ello, se embarcaron en la investigación y la traducción de poesía extranjera, «especialmente la hispánica del siglo XX, por ser la que mayormente exploraba nuevas formas de asociación en el contenido emotivo de las imágenes del inconsciente». Wright tradujo a Vallejo, Neruda o Juan Ramón Jiménez, de éste en concreto poemas de Eternidades y Diario de un poeta recién casado y la influencia que la intensa lectura del texto original exige la traducción, se deja sentir, según la investigadora, en la elaboración de los poemas de No se quebrará la rama, libro en el que abandona la métrica tradicional y el formalismo académico para decantarse por el verso libre —siguiendo así las directrices  de Charles Olson y su Projective verse— en el que la asociación aleatoria de imágenes organiza las relaciones entre pensamiento y emoción, algo en lo que tuvieron que ver también las traducciones del poeta expresionista austriaco George Tralk (algunas de ellas en colaboración con Robert Bly). Una de las primeras cosas que percibimos al leer a Wright es la importancia que concede a la naturaleza, una naturaleza salvaje en la que abundan aves —halcones, lechuzas, murciélagos— y mamíferos como los antílopes, los castores o los búfalos, pero también domesticada, hecha paisaje, la que alberga palomas, conejos o  caballos. La vegetación también ocupa un lugar importante en la puesta en escena del poema. Árboles como el saúco, el arce, «algarrobos y álamos» que «se convierten en mujeres solteras,/ que separan la pizarra de la antracita/ entre las travesías de la vía» menudean en los versos. En cualquier caso, el escenario que describe en los poemas a través de potentes imágenes, como por ejemplo: «A mi derecha,/ en un prado con sol entre dos pinos,/ los excrementos de los caballos del año pasado/ brillan hasta hacerse piedras doradas» o «Los bloques de piedra arenisca de una fuente/ enfrían un musgo verde oscuro» no es paradisíaco. Wright no posee una idea bucólica de la naturaleza, a pesar de sentirse identificado de manera consciente con ella y de experimentar algo parecido a un renacimiento al redescubrirla (en la infancia seguramente la percibió como una extensión de su propio yo y quizá por esa razón no reparó en esa fusión de esplendor y fragilidad que la constituye), porque sabe que la crueldad, una crueldad instintiva, engendrada en la lucha por la supervivencia es lo que alienta su evolución. «Los corazones de los hombres son crueles», escribe en el segundo de los poemas dedicados al presidente Harding, de quien afirma que «Hasta su pretenciosa sepultura/ lo deja con el culo al aire del ridículo». Wright no elude el compromiso político —un claro ejemplo son los poemas titulados «Einsehower visita a Franco, 1959» o «En recuerdo de un poeta español», dedicado a Miguel Hernández— o las exigencias de orden moral. Ataca las desigualdades de una sociedad como la americana y expone a los lectores la situación de los obreros metalúrgicos o de los mineros polacos, de niños desheredados que se ahogan «en las aguas negras/ de barrios periféricos», de ancianos  y mendigos que recuentan «su colección de chapas/ en una choza de cartón alquitranado bajo los árboles fríos/ de mi tumba».

Los poemas están construidos con poderosos saltos imaginativos, con un minucioso trenzado de imágenes que rehúyen la abstracción, aunque no puedan evitar que nos sintamos arrastrados a reelaborarlas en nuestra memoria, en nuestro pensamiento. Al fin y al cabo, el mundo real es un compendio de experiencias vividas y peripecias evocadas a través de la imaginación o el sueño. No son poemas de ideas, sino de intuiciones, para lo que utiliza un lenguaje sin ornamentos, acaso el más adecuado para abordar  la experiencia cotidiana. Afirma Steiner en La poesía del pensamiento, que «Tenemos la tentación de decir que donde la poesía es más ella misma…es donde su inclinación hacia lo hermético es más poderosa», pero libros como No se quebrará la rama, demuestran que se puede alcanzar la esencia de la poesía más alta desde unos presupuestos expresivos más universales, desde una dicción sin vacuas pretensiones trascendentales, desde una sintaxis sin malabarismos estructurales, desde esa cadencia pausada que toda conversación con uno mismo lleva aparejada. Sin embargo, conviene no caer el error de asociar la sencillez de los poemas con la ausencia de misterio. Eso implicaría quedarse en la superficie de estos poemas. Bajo la sobriedad formal y la aparente calma —en la que no es fácil apreciar en primera instancia dilema moral alguno—  o la descripción más o menos objetivista de la anécdota , debemos percibir un cardinal análisis de la condición humana, una honda preocupación metafísica. El poeta, como hombre que es,  mantiene una intensa lucha por conciliar su estado emocional, sus propias circunstancias vitales con el decurso lógico de los acontecimientos. La razón y el corazón, al menos en poesía, raras veces caminan juntos y de esta controversia, de esta particular manera de asediar la realidad que ejerce el poeta, nace el poema.

 

 

HENRI COLE. GALLINAS

23 domingo Mar 2014

Posted by carlosalcorta in Versiones

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HENRI COLE

GALLINAS

Es bueno para el amor propio, cuando las llamo y vienen
corriendo, alborotando y cacareando, porque ya es la hora de comer,
y una vez más no me resisto a proteger a la pequeña Lazarus,
una polla de color naranja y blanco, que adoro. «Sí, sí, todo irá
bien», le digo a su risueña cara mestiza. Llega septiembre,
ella comenzará a poner huevos verdiazules que degusto escalfados.
Dios condenó a la serpiente a morder el polvo
y a la gallina a 4.000 ovulaciones o más. Pobre Lazarus,
la primavera pasada un intruso mató a su hermana y la dejó
atemorizada en el gallinero. Hay un modo en el que una herida
ilumina un oscuro espacio rectangular. El sufrimiento se convierte
en el tema universal. Demasiado blando, y te avasallarán;
demasiado duro, y te harán pedazos. Incluso una gallina sabe esto,
plantada sobre un montón de estiércol, su cuerpo un filón de oro.

 

Versión de Carlos Alcorta

SEAMUS HEANEY. LA REPARACIÓN DE LA POESÍA

20 jueves Mar 2014

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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SEAMUS HEANEY. LA REPARACIÓN DE LA POESÍA. CONFERENCIAS DE OXFORD. TRAD. JAIME  BLANCO. COL. FISURAS. VASO ROTO EDICIONES. 2014

El recientemente fallecido (2013) Premio Nobel irlandés, nacido en el condado de Derry en 1939 fue, además de un excelente poeta, un lector y crítico magnífico, como lo demuestran De la emoción a las palabras (Anagrama, 1996), Al buen entendedor (FCE, 2006) o el libro que ahora tenemos en nuestras manos, La reparación de la poesía, en el que recoge diez conferencias (algunas, en su primera versión, publicadas en los dos libros inicialmente mencionados) de las quince que impartió —se mantiene la obligación de impartir tres conferencias al año— mientras ocupó la Cátedra de Poesía de la Universidad de Oxford (sí, han leído bien, Cátedra de Poesía, algo impensable en un país como el nuestro). La selección la realizó el propio poeta, de hecho, la que alude expresamente al título del libro, dedicada al poema de Robert Frost «Directive», por decisión propia está excluida porque formó parte de un número especial de la revista Salgamundi. «Soy consciente —escribe Saemus Heaney— de que el tema general de los trabajos reunidos en este libro surgió de la poesía que había escrito durante los años anteriores al verano de 1989, cuando empecé a desempeñar mi nuevo cargo en Oxford», de lo que podemos deducir fácilmente que el ensayo resulta ser una continuación de la creación poética, otra forma distinta de creación en la que se analiza, a través de la obra ajena, el germen de la creación propia, los resortes que permiten articular el tránsito entre el pensamiento y un sistema codificado de signos que hacen inteligible las reflexiones suscitadas, pero también la defensa de la poesía como ese lugar fronterizo entre la imaginación y la realidad donde se concilian las contradicciones vitales, ese lugar que Heaney llama frontera de la escritura, o lo que es lo mismo, «la línea que separa las condiciones reales de nuestra vida cotidiana de la representación imaginativa de esas condiciones en la literatura, y que separa también el mundo del discurso social del mundo del lenguaje poético».

Acaso sean la primera y la última de las conferencias —«La reparación de la poesía» y «Fronteras de la escritura»—, ubicadas en ese orden en el libro, las que más directamente aluden al poder reparador de la poesía, a esa función salvadora de la conciencia individual que se trasmuta en conciencia colectiva, aunque Heaney descrea —y uno no puede más que estar de acuerdo— del poema que se escribe únicamente como arenga, como medio propagandístico, como forma de denuncia, porque «al desempeñar esta función los poetas corren el riesgo de despreciar otro imperativo, a saber, el de reparar la poesía en cuanto poesía, el de concebirla como una categoría en sí misma, una eminencia reconocida y una expresión que se ejerce con medios específicamente lingüísticos». La función principal del poeta, como se ha repetido tanto desde Rilke en adelante, es escribir bien. Partiendo de esta premisa, cualquier asunto puede resultar idóneo para ser poetizado, cualquier intención es susceptible de sustentar la emoción que da pie al poema, pero el respeto que la poesía exige obliga a que nunca se pueda anteponer el mensaje al rigor creativo. «Mi intención —escribe Heaney— es profesar tanto la seriedad como su carácter sorprendente; quiero ensalzar su materialidad natura e imprevisible, el modo en que entra en nuestro campo de visión y anima nuestro ser físico e intelectual de manera muy parecida a esa formas de pájaros que se estarcen en las superficies transparentes de ventanas y paredes de cristal, y que alteran la trayectoria del vuelo de los pájaros reales cuando entran en su campo de visión». Sin desligarse del análisis metapoético, determinante en todas las conferencias, otro asunto vertebra especialmente «Fronteras de la escritura», y no es otro que la fidelidad a una cultura ancestral y la necesaria conciliación entre las diferentes identidades que habitan en un individuo en función de su lugar de nacimiento y de las influencias recibidas. Este ensayo debería incluirse como lectura obligatoria para todos aquellos que padecen la contagiosa enfermedad del nacionalismo exacerbado (no lo califico de excluyente porque este adjetivo es consustancial a su propia naturaleza) y utilizan con insultante demagogia el victimismo como excusa para alcanzar las cotas de poder personal que ansían. Leamos con que sabiduría se enfrenta Heaney a este dilema muchas veces tergiversado: «Yo me crié en el seno de una minoría en Irlanda del Norte y me formé en la cultura británica dominante, y, aunque para mi identidad irlandesa esta circunstancia era en cierta medida exasperante, no se puede decir que fuera perjudicial. Esa erosión no erosionó mi identidad sino que la reforzó. La dimensión británica…es una realidad de nuestra historia e incluso de nuestra geografía, uno de los lugares donde vivimos, nos guste o no». Resulta ejemplar este diagnóstico tan alejado de las iracundas declaraciones de la mayor parte de nuestros gobernantes (a quienes, es cierto, no les podemos exigir este grado de sutileza, pero a quienes sí debemos interpelar para que actúen con honestidad) y de aquellos denominados creadores de opinión, generalmente al servicio de intereses más espurios.

Como señalé al comienzo, para analizar la poesía como un procedimiento inigualable para alcanzar la salvación ( y no hablo, claro está, en términos religiosos), Heaney, en las diferentes conferencias, desmenuza, a partir de un título o de un poema concreto, la obra de poetas como Christopher Marlowe, Wilde, Yeats, Dylan Thomas («¿Dylan el perdurable?», de imprescindible lectura también para los incondicionales del recientemente fallecido Leopoldo María Panero), Philip Larkin o Elizabeth Bishop, aunque por estas páginas aparezcan muchos poetas más, como Auden, Wallace Stevens, Yorgos Seferis, Patrick Kavanagh, etc. El amplio conocimiento de la tradición anglosajona que demuestra Heaney y la manera tan didáctica de acercarnos a ella convierten la lectura de este libro en una experiencia asombrosa que habrá de repetirse tantas veces como lo requiera nuestra curiosidad o el deseo de aplacar las incertidumbres de la propia conciencia. Una conciencia obligada, en esta época tan convulsa, a estar alerta, a impugnar los modelos de sumisión establecidos en nombre de un bien común que beneficia sólo a los tahúres y a los prestamistas.

RAMÓN COTE BARAIBAR. COMO QUIEN DICE ADIÓS A LO PERDIDO

18 martes Mar 2014

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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RAMÓN COTE  BARAIBAR. COMO QUIEN DICE ADIÓS A LO PERDIDO. VALPARAÍSO EDICIONES, 2014.

La poesía de Ramón Cote —también ha escrito cuentos y libros infantiles—goza de una merecida difusión en nuestro país, gracias sobre todo a la publicidad que llevan implícita galardones de la importancia del Premio Casa de América y del Premio Unicaja de Poesía, ambos publicados en la colección Visor, por esta razón, el lector que se acerque a Como quien dice adiós a lo perdido (endecasílabo que toma prestado del poeta cubano Eliseo Diego), publicado por la emprendedora editorial Valparaíso, ya sabe de antemano que va a encontrar una poesía reflexiva, de un intrínseco carácter narrativo que se demora en los aspectos cotidianos y, sólo aparentemente, irrelevantes, de su existencia hasta convertirlos en alegorías de del ser humano, que da cuenta del deterioro que inflige el paso del tiempo o que se pregunta por esas extrañas transiciones que el lenguaje necesita para convertir en palabras los pensamientos. Creo que en el caso de Ramón Cote no se puede desligar, sin sufrir un menoscabo significativo, la biografía de la obra poética, porque existe entre ambas un flujo de relaciones que permite acomodar la escritura a los acontecimientos vitales, igual que una pieza de orfebrería se supedita a la firmeza de las manos que engarzan los metales que la componen. Basta para certificar esta opinión leer el poema titulado «Para empezar el año», del que extraigo unos versos: «Llevas dieciséis años escribiendo/ al lado de la misma ventana […]Dos hijas, varios libros publicados, un matrimonio/ y una biblioteca, cientos de noches/ y miles de cigarrillos».

De las cuatro partes que componen el libro, la que, a mi parecer, posee mayor relevancia es la primera, titulada «La memoria y su tinta solitaria», no sólo por ser la más extensa, sino porque en ella se configura el leitmotiv, y toma cuerpo en los respectivos poemas, del libro, la memoria. La memoria no sólo como recuperación de instantes arrinconados en algún lugar innominado de la mente y que gracias a un fogonazo inesperado son rememorados —estoy pensando en la lluvia del poema «Bíblica»: «La lluvia que entonces veía desde una ventana solitaria volvió a caer/ cuarenta años más tarde, esta vez sobre mí»—, sino como intento de conservación del presente en un futuro que, por definición, resulta imprevisible. «Por la ventana resbalan uno a uno/ los rostros que me esperan, la cara que tendré el próximo año/ tal vez un treinta de octubre» escribe en el primer poema del libro. Una memoria que ejerce también como un espejo que refleja los cambios que sufre la identidad en proceso: «Yo sólo veo/ en mí lo que no es de mí». Este desencuentro, esta percepción en disputa con la percepción ajena ha sido un motivo recurrente en mucha de la última poesía en español, en la que no se escatiman los autorretratos, pero también dio lugar a muchos de los mejores poemas de autores como Jaime Gil de Biedma o Ángel González, por circunscribirnos a autores de una generación que influye notablemente en la poesía de Ramón Cote. No podemos olvidar, sin embargo, el origen de esta dicotomía, el famoso aserto rimbaudiano «Je est un autre», bajo el que laten todas las contradicciones que acosan al hombre moderno, contradicciones aún vigentes hoy en día hasta el punto de que están incluso exacerbadas por los nuevos conflictos íntimos que construyen la conciencia del presente.

El poeta es un observador de la realidad, de esa observación minuciosa y de las consecuencias que dicha observación promueve en la mente se nutre la poesía. Ramón Cote contempla su entorno desde un observatorio privilegiado. Abre las ventanas de su memoria y su mirada se adentra en un lugar del pasado como la azotea del Circulo de Bellas Artes —un lugar propicio al deslumbramiento escénico y al compañerismo—, disfruta siendo el espectador de un partido de fútbol entre amigos en la playa o recuerda con la nostalgia de lo irremediable un rostro entrevisto a través de unas rejas conventuales.  La memoria «se abre al recuerdo», pero éste sólo es capaz de materializarse en el lenguaje, en el lenguaje escrito, de ahí que el poeta confíe en las palabras para convertir la evanescente sensación de rescate en un hecho consumado. ¿Hasta dónde alcanza ese poder redentor de la palabra? Como el poeta sabe muy bien, las palabras son sólo un simulacro de la realidad, una maniobra de distracción que nos induce a creer, aunque sólo sea por un instante, que somos capaces de reconquistar el pasado. La quimera del éxito dura muy poco y todo vuelve a ser presente continuo: «Si lo que fuimos es lo que somos/ y si lo que nos sucede hoy será lo que seremos,/ entonces le pido a las palabras que sean/ sólo presente constante…» escribe Cote.

Terrazas, balcones, azoteas, ventanas son los lugares desde los que el poeta contempla esa realidad otra que va construyendo con palabras (la cita de Nuno Judice, «El poema me dice lo que nunca sabré», que encabeza la cuarta y última parte del  libro, «Apropiaciones indebidas», corrobora esta percepción), pero más que esa mirada hacia afuera, lo que se impone en estos últimos poemas es una mirada interior en la que la consciencia del paso del tiempo y de las innumerables pérdidas que ese transcurso acarrea poseen nombres y apellidos. Parece que el poeta necesita dejar constancia de que el dolor también forma parte de su itinerario vital y para ello extrema los recursos expresivos de la palabra para extraer su esencia metafísica. Los versos trascienden la mera descripción y ahondan en sugerencias, en aproximaciones a través de indicios, no de certidumbres, a un significado más profundo: «Muy pronto fui tocado por el filo de la muerte,/ y desde entonces le sumo a lo mío/ su morada».   La muerte se enseñorea y muestra sus triunfos en ese pabellón de la memoria que antes, en los poemas precedentes, fue el escenario de la reconciliación con el propio pasado. La muerte es la única verdad, y las trampas de la memoria son ineficaces para arrinconarla. Para llegar a escribir estos últimos poemas, Ramón Cote ha exprimido su propia experiencia —desde el primer poema titulado «Mis muertes» hasta «Palmera Bismarkia», cuyas hojas dan sombra a las cenizas de un ser querido— hasta alcanzar el despojamiento absoluto que conduce a ese vacío que es la nada, la ausencia definitiva, por eso, si todo libro es consecuencia de los libros anteriores, produce cierta aprensión especular sobre los cimientos que sustentarán el libro futuro —que acaso esté escribiendo ya— de Ramón Cote. Acaso no implicarse demasiado en las tragedias cotidianas o renunciar a establecer concordancias precisas entre la escritura y la propia vida sean condiciones necesarias para que el poema cauterice las heridas y funcione como antídoto ante el veneno del olvido. En su defecto, el «personaje verbal» (en palabras de Luis García Montero) subsidiario que habita en los poemas estará obligado a encarnar una identidad autónoma con la que afrontar el drama cotidiano de la existencia. Ese personaje será el escudo que permitirá al yo real salir indemne del desafío, aunque en ese desafío, por muy protegido que se esté, si se escribe una poesía con conflicto, como es este caso, el poeta siempre dejará una parte de sí en los permanentes altercados con las palabras con las que define su incertidumbre.

FABIO MORÁBITO. DELANTE DE UN PRADO UNA VACA.

17 lunes Mar 2014

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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FABIO MORÁBITO. DELANTE DE UN PRADO UNA VACA. COLECCIÓN PALABRA DE HONOR. VISOR POESÍA, 2013

Aunque a primera vista pueda parecerlo, puedo asegurar que no es el título lo más sorprendente de este libro, un título, por otra parte, entresacado del primer verso del último poema del poemario. Lo que de verdad llama la atención es la frescura, la falta de prejuicios estéticos, la innovadora forma de  introspección que se materializa en el poema mezclando, en porcentajes que derivan de una extraña alquimia, sutiles dosis de ironía con hábiles porciones de eficacia metafísica. Lo que asombra es la aparente facilidad con la que está hilada la trama existencial con el lenguaje, un lenguaje diáfano pero no directo, narrativo pero no coloquial, porque en su discurrir a través del significado atraviesa innumerables meandros que provocan en el lector un deslumbramiento esperanzado. El suceso más banal o anecdótico engendra en su interior lo imprevisto, lo desacostumbrado y de esa visión divergente nacen, en una suerte de gradaciones exuberantes, racimos de una fruta llamativa y exquisita. Da la impresión de que los sucesivos versos que componen el poema son fragmentos de una conversación interminable —sin diálogos—, un soliloquio que emprende alguien acostumbrado a hablar durante más tiempo consigo mismo que con sus semejantes, lo que permite al autor no hacer concesiones a la inteligibilidad o a la retórica al uso y mantener cierto suspense, lo que le emparenta, a mi parecer, con un novelista de la talla de Onetti (aunque Morábito es también novelista, no he tenido la oportunidad de leer ninguna de sus novelas, pero las semejanzas que percibo van más allá de los géneros) y, cinematográficamente hablando, con las películas de suspense.

Aunque de ascendencia italiana, Fabio Morábito nació en Alejandría (Egipto) en 1955. Vivió en Milán hasta los quince años, edad en la se trasladó a México.  Su obra abarca tanto la poesía, como la novela, el ensayo o la literatura infantil. Yo tuve la fortuna de descubrir su poesía con el libro La ola que regresa (Poesía reunida) publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2006. Allí estaban agrupados los tres libros que el autor había publicado hasta la fecha: Lotes baldíos (1985), De lunes todo el año (1992) y Alguien de lava (2002). En el año 2010, la editorial Pre-textos publicó una versión corregida del libro, Caja de Herramientas, impreso en su primera edición en 1989, de género inclasificable, aunque podríamos considerarlo como un catálogo razonado de sustancias y de objetos de uso cotidiano. Lo que sí pude observar tras la lectura de ambos libros es que los alentaba una idéntica forma de mirar absolutamente original capaz de encontrar similitudes entre objetos o situaciones en apariencia heterogéneas. Esa habilidad para relacionar lo imposible con lo verosímil, para hacer real la irrealidad o sus contrarios que entonces me llamó la atención se aprecia en toda su magnitud en Delante de un prado una vaca (2013), publicado por Ediciones Era en 2011 y del que se incluían unos poemas en la antología a cargo de Juan Carlos Abril, Ventanas encendidas, editada por Visor en 2012.

El libro está divido en cinco secciones y quizá, para comprender su ambición, sea apropiado comenzar este comentario por su parte final, la de carácter más metapoético y, a la vez, de alto contenido crítico con una sociedad que desprecia la poesía y, sin embargo, la tolera (y por ende a los poetas), porque sirve al poder para adornarse con ese prestigio que sólo la cultura otorga: «La poesía siempre es inédita, dijo el poeta en un poema,/ pero ellos lo ignoran porque no leen poesía,/ sólo piden poemas inéditos.» En cualquier caso, son las reflexiones sobre el origen y el alcance del poema los que nos permiten releer el libro con mayores argumentos, cobijarnos de esa intemperie que supone siempre una primera lectura: «La poesía, ¿es una falla del lenguaje/ de la que sale un magma ardiente?/ ¿Qué están tratando de decir las placas?» El último poema del libro, al que ya hemos hecho mención, plantea una analogía inédita, hasta lo que yo conozco, entre una vaca y una ballena con el poeta. Inicialmente puede parecer ruda o forzada, pero pronto nos rendimos a la evidencia: los dos estómagos de la vaca o el sifón de los cetáceos sirven para seleccionar el alimento y para evacuar lo inservible respectivamente , pero el poeta carece de esos atributos, no tiene «doble estómago, y con uno/ hay que escoger, no todo sirve,/ sólo la poesía no desecha,/ ve el mundo antes de comer.», esa es la última y definitiva razón de la escritura, «…recobrar/ del fondo todo lo adherido,/ porque es en el único rodeo en el que creo,/ porque escribir abre un segundo estómago/ en la especie.» Pero este carácter metapoético no está ausente en el resto de las secciones, de una forma más o venos evidente, según los casos, actúa como un hilo imperceptible que  hilvana todo el libro, atreviéndose, incluso, a poner en cuestión el orden superior del significando sobre el significante, del nombre sobre lo nombrado en unos versos tan eficaces como estos: «me adelanté a conocer el orden de sus letras/ antes de conocer el orden de sus ramas».

A lo largo del libro nos dejamos arrastrar fascinados por una corriente subterránea que nos interna, sin saber muy bien cómo, en insospechados sinuosidades en las que las palabras, en lugar de definir, contribuyen a desorientar. Siembran el cauce de pistas falsas, encubren más que revelan lo verdaderamente importante, igual que «las cicatrices que no brillan/ porque su resplandor es de otra índole».  Desde luego, si algo caracteriza esta poesía es la ausencia de convencionalismos retóricos. El titubeo, la indecisión con respecto a la identidad propia y la del otro —«Van demacrados, sudorosos, solos, como yo» escribe en «Pista de atletismo», uno de los pocos poemas que llevan título—,una filiación moral de carácter laico: «…pero prefiero este zumbido neutro [el de un purificador de aire],/ que es fe en estado puro,/ a las palabras de los rezos,/ que circunscriben una fe/ y estrechan el espíritu», prefiere lo que Seamus Heaney, comentando el poema Hero y Leandro de Marlowel, al hablar de una dinamo, definió como «un sonido que entusiasma y eleva al mismo tiempo, como si las palabras se liberaran y, al mismo tiempo, se vieran forzadas a seguir una trayectoria de vuelo muy elevada.»

Como en las fábulas clásicas, la variedad de animales que habitan en los poemas de Fabio Morábito no opera como una simple justificación de su comportamiento, sino que funcionan como paradigma de las incertidumbres humanas: perros «que no dudan de la redondez de la tierra», moscas que no vuelan, sino «que se impulsan por un aire/ que aún no se repone de otros vuelos», hormigas, avispas son diseccionadas meticulosamente desde una perspectiva absolutamente inédita, como lo son también —lo que constata aquellas palabras de Octavio Paz en las que decía que «La realidad es mucho más rica y cambiante que los sistemas conceptuales que pretenden contenerla»— partes de el propio cuerpo del poeta, como en el poema «Mis dientes» o, el más general, «Orejas». Esta reivindicación del absurdo cotidiano tiene mucho más que ver con Vallejo que con Neruda,  aunque el vitalismo contemplativo de éste último haya dejado sus huellas en los poemas de Morábito. Delante de un prado una vaca es un libro que, a pesar de estar escrito en un lenguaje sin pretensiones grandilocuentes, rehúye lo consabido y se interna por los múltiples caminos del sentido seduciendo al lector, insinuándole una nueva forma de mirar, desleyendo la mirada, como cuando nos enfrentamos a un problema matemático de aparente fácil solución (en la propia facilidad está el origen del problema) o a esas formas engañosas que requieren de toda nuestra concentración para visualizar las diferentes figuras que esconden. Lo que el lector adivina, una vez corrido el velo invisible que dificultaba la visión, va mucho más allá de lo que esperaba, y esa es una de las funciones básicas de toda buena poesía, como lo fue encontrarse con estos versos del poema «La vaca» de José Luis Hidalgo para los lectores de 1945: «Por sus ojos eternos, donde se mira el mundo,/ pasa el tiempo temblando entre los viejos árboles / que le dicen adiós en cada otoño/ besándole la frente milenaria/ el levísimo olvido de una hoja…»

HENRI COLE. MADRE MUERTA

15 sábado Mar 2014

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HENRI COLE

MADRE MUERTA

Siempre estuvo allí—amor, muerte, memoria—
mientras tenía los ojos concentrados en la manga arrugada
por la parte superior, y cinco o seis lágrimas —profunda,
inquebrantable, humana— corrieron fuera de su cráneo,
increíblemente valiente, y delicada (masajeando
los brazos, humedeciendo los labios) se transformó en un perro
aullando bajo la cama, el cuerpo magullado que
traía, dilatándose ahora, no de forma abstracta,
pero sí simbólica, como la botella de agua caliente,
los rosarios de plástico, los zapatos en la silla de ruedas
(“estoy lista para estirarme”), como hematomas y erupciones
de la carne —esas espantosas flores— por un tumor maligno
y un dolor irracional se transformaron en mármol santificado,
un cristal limpio, una urna llena.

Versión de Carlos Alcorta

AUGUST KREINZAHLER. NOIR

13 jueves Mar 2014

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AUGUST KREINZAHLER

NOIR

La mirada fija en los diodos emisores de luz,
ojos de cangrejo incandescentes.
sirenas de niebla llaman intermitentemente en la noche
como en los casos de naufragio, buscando uno a uno,
a veces en clave de A,
sonando afuera por los acantilados,
a veces en clave G o C,
dependiendo de cómo progresa la niebla,
pero siempre en su forma más potente antes del amanecer.  

Cae una lluvia fina.
Los actores se largan a sus caravanas
después de horas de interpretación,
escenas anuladas, toma tras toma,
temblando allí, bajo las lámparas de helio.
otra estupidez, sobrepasar el presupuesto del homenaje
a Hammett y a John Alton,
el maestro magiar del claroscuro:
niebla, vapor y humo,
malas noticias detrás de las persianas alistonadas,
media cara iluminada
y sonido de pistolas.
  
Agotada, sintiéndose un poco irresponsable
después de escaquearse demasiado, persiste esquivando el bulto, disfruta [Mabel,
su suerte ha empeorado,
el astuto chino llamado Wu,
tres de ellos juegan a las cartas,
los otros dos, después de esnifar unas pocas rayas, se evaden.

un frente está soplando desde el sur.
Se puede percibir en el aire,
olerlo.
Las banderas en los edificios baratos comienzan a quebrarse.

Empieza ahí, en el Pacífico,
a miles de kilómetros de la costa de China,
y viene a través de los vientos del oeste.
Es lo que hace en esta época del año.
Lo he visto muchas veces.
Cada año.

Versión de Carlos Alcorta

ALBERTO MUÑOZ. PASTOR A LA INTEMPERIE y ENRIQUE CABEZÓN, DESDECIR

10 lunes Mar 2014

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ALBERTO MUÑOZ.  PASTOR A LA INTEMPERIE. CANTÁRIDA POESÍA, 2013.

ENRIQUE CABEZÓN, DESDECIR. AMARGORD EDICIONES. COL. ONCE. 2103

Si la memoria no me falla, creo que fue en alguno de los años finales de la década de los ochenta cuando tuve la oportunidad, gracias a una exposición que se celebraba a la sazón el Museo Nacional Reina Sofía, de juguetear con un programa informático capaz de escribir poemas, además de estar capacitado, supongo, para elaborar otras ocurrencias más productivas. Bastaba con teclear un nombre —común o propio— y dicho programa se encargaba de construir un poema —conservo la copia, pero no recuerdo en qué lugar de mi caótico estudio, aunque me atrevo a afirmar que se trataba de algún tipo de estrofa clásica— gramaticalmente perfecto, aunque semánticamente careciera de lógica, algo que, por otra parte, no está tan alejado de determinadas corrientes poéticas más proclives a la intuición refulgente que a la lógica de la razón. Algo de esa arbitraria forma de encadenar palabras se esconde en la escritura automática, práctica muy habitual en los surrealistas más recalcitrantes, de los que aún quedan combativos miembros, eso sí, atomizados en camarillas de escasa relevancia estética. Me tomo la libertad de recordar, siquiera parcialmente, este experiencia porque he hallado ciertos resquicios de esta técnica, de esta ocurrente forma de construir un poema casi ajena al propio poeta, que deja en manos del azar tanto forma como significado en dos libros publicados recientemente. Se trata de Pastor a la intemperie, de Alberto Muñoz y Desdecir, de Enrique Cabezón, aunque en este último, más que el azar —creo que es justamente lo contrario— esté implícita una deliberada y muy exigente actitud de repensar el significado de las palabras, al mismo tiempo que realiza, en una ardua y sugerente labor de tachadura, una crítica mordaz a la palabrería, al decir por decir, a la tergiversación semántica, a la pérdida del sentido original, no sólo de la palabra poética, sino  de la palabra como flujo y reflujo expresivo. En ambos, sin embargo, encuentro eso que Antonio Saura llamó «el rumor fértil del mestizaje de las formas», no en vano Muñoz ejerce también como pintor y Cabezón es además músico, ilustrador y diseñador gráfico.

Pastor a la intemperie, el libro de Alberto Muñoz (Torrelavega, 1954), contiene 52 poemas, doblemente impresos. En las páginas impares están reproducidas palabras recortadas de diferentes medios escritos y pegadas sobre la página componiendo poemas de ritmo irregular, con versos que rozan a menudo los linderos del endecasílabo.  Esta particular creación del poema, utilizada ya por los primeros dadaístas del pasado siglo, entre ellos por Tristan Tzara, uno de sus ideólogos, que recomendaba en uno de los manifiestos, seguir estos pasos para escribir un poema:
Coja un periódico.
Coja unas tijeras.
Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta darle a su poema.
Recorte el artículo.
Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa.
Agítela suavemente.
Ahora saque cada recorte uno tras otro.
Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa.
El poema se parecerá a usted.
Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida del vulgo.

pasos que, según parece,  ha seguido a raja tabla Alberto Muñoz. Él mismo lo explica en la «Poética» que precede a los poemas: «Vivisecciono frases del diario, cortando con cuchillo palabras escogidas. Las extraigo como vísceras, las separo en columnas: nombres, verbos, adjetivos y pruebo diferentes puntos de sutura entre ellas que van componiendo un primer verso. Clavo las palabras sin tener pensada todavía la continuación. Me obligo a un ejercicio de improvisación con el martillo». ¿Cuál es la forma original de poema?, ¿qué fue en el principio? No es que esté de más hacernos estas preguntas, pero lo que realmente debe interesarnos es el resultado: «Al principio, una prodigiosa aparición/ impulsa el instante al ritmo…», escribe Muñoz en un poema, dándonos así una pequeña clave de la secuencia creativa que ordena el poema (la velada mención a Lautréamont tampoco es baladí). Esta ordenación queda expuesta de manera más explícita en estos otros versos: « Un alma entreabierta al azar/ acude con la pureza de un cisne negro,/ mezcla letras en el agua,/ disuelve verdades, diluye mentiras.»  Pero ¿qué arbitrario azar pone en relación unas palabras con otras?, ¿cómo se establece su vínculo?, ¿proceden estas uniones de un impulso inicial, como si se tratara de la escritura automática? En todo caso, como decía más arriba,  conocer el taller del artista, ser testigos de su particular modo de ensamblar palabras y pensamiento, lo que debe interesarnos, sino el resultado, que en este caso parece fruto, más que de una consciente transformación simbólica, de un sonambulismo de la conciencia. He de reconocer que esta alquimia funciona de un modo casi perverso, porque hace que parezcan mucho más sugerentes los poemas escritos con palabras recortadas que su traslación mecanografiada, es decir, que prevalece la imagen sobre el significado. Ambas opciones dicen lo mismo, pero la forma de decirlo es diferente. El hombre, el pastor observa no desde un refugio, sino desde la intemperie —«De su cabaña sale sólo/ al alma desnuda del modelo»—, con el cielo estrellado por techumbre, el espacio vacío que pone en relación su propia intimidad con el entorno. Utiliza para ello Muñoz un discurso narrativo con profusión de imágenes (algo normal si tenemos en cuenta que estamos a la intemperie) y sentidos múltiples en el que el caos juega un papel fundamental, enumerativo, caótico en ocasiones, aunque esos fragmentos aparentemente inconexos poseen un sentido, por perturbador que nos parezca (y digo perturbador que porque a uno le recuerdan los mensajes anónimos que dejan el secuestrador o el chantajista en ciertos thrillers decimonónicos. Este aparente dominio del azar, estos objetos/palabras encontradas, a la manera de Duchamp, está sólidamente regulado por la sintaxis, por mucho que algunas asociaciones de sentidos nos parezcan desconcertantes. Al igual que sucede con un poema habitual, el proceso de escritura conduce al poeta por unos caminos desconocidos, improvisados, fluctuantes que sólo cuando el poema se da por concluido, muestra tanto al poeta como al lector, un determinado significado, uno de entre los muchos que pueden tantearse.

Desdecir, es el último libro del incansable Enrique Cabezón (Logroño, 1976) —autor de Territorio de ceniza (2003), El lenguaje de la serpiente, escrito junto al poeta José Luis Pérez Pastor (2005), Dios cabalga los lomos de las muchachas (2005), No busques lágrimas en los ojos del muerto (2006) y Existir en los días (2009)— que, además de poeta, ha sido vocalista del grupo de rock enBlanco y es uno de los generosos integrantes del proyecto Ediciones del 4 de Agosto, proyecto paradigmático de lecturas públicas y de publicaciones de poesía realizados con muchísimo más entusiasmo que medios económicos, algo que es de justicia señalar, sobre todo ahora que las reducciones presupuestarias en la gestión cultural están produciendo la asfixia de un sinfín de actividades similares.

El libro está divido en dos partes desiguales —y no sólo en cuanto a extensión—: «Nuevas reglas del capitalismo» y «Un écrit dans le salpêtre (Les cahiers de Sète)», aunque lo que capta inmediatamente  la atención del lector es la peculiar estructura de la página. La mayor parte de ella está ocupada por un texto del que sólo podemos leer palabras o frases sueltas. El resto del texto está tachado, por lo que entendemos que los grandes silencios que surgen de esa negación, unas tachaduras perfectamente pensadas, significan tanto o más que las palabras deslindadas de referencias espaciales, alzadas como un estandarte en la página ahora deshabitada, creando otra realidad distinta a la que leemos en la parte inferior, en donde, como ocurre con algunas ediciones bilingües, se encuentra lo que podríamos llamar, el texto original, el poema completo. Túa Blesa, prologuista del libro, lo define así: «la disposición del texto sobre la página está marcada por la separación de la unidad de la página, una separación que escinde el discurso en dos y ofrece esa duplicidad en el instante del golpe de vista.» ¿Qué es lo que lleva a Enrique Cabezón a tachar la mayor parte del texto y a salvar sólo unas pocas palabras? Me atrevo a pensar que, dejando al margen lo que sólo puede ser fruto del azar o de la intuición, lo que guía la mano del poeta es un deseo plenamente razonado de dar una mayor significación a una parte de lo dicho, como sí se salvara lo verdaderamente importante, en un ejercicio que guarda similitudes con la labor de subrayado en un manual formativo, como sí, en definitiva, se confiara la trasmisión del mensaje a unas palabras clave, enigmáticas y provocativas. Ahora bien, el formato, el soporte elegido no debe desviar nuestra atención del contenido porque en Desdecir, que en la primera parte está integrado por poemas de una doliente intensidad, podríamos decir civil, incluso, sin temor a las connotaciones que poseen ciertas palabras excesivamente manoseadas, los poemas, ya desde el título que los agrupa, se enmarcan dentro de una poética del compromiso: «Debemos aprender cómo/ no ponernos de rodillas». Es decir, debemos aprender a rebelarnos contra la injusticia, a no quedarnos callados «Y por fin luchar», escribe declarando su insumisión. Afortunadamente, la frontera entre la poesía y el panfleto está perfectamente delimitada y la denuncia implícita en estos versos en ningún caso cae en el mesianismo ni en la demagogia, más propia de quienes añoran “tiempos mejores”. Cuando cierta crítica denuncia la falta de implicación social en la poesía española actual, debería volver la vista a poetas como Enrique Cabezón (hay otros muchos ejemplos, desde Enrique Falcón a Víktor Gómez, pasando por Juan Carlos Mestre o Rafael Saravia). Pero el hecho de escribir una poesía comprometida y solidaria, como he apuntado, no lleva aparejada dejadez alguna en la construcción del poema. Todo lo contrario. Enrique Cabezón manifiesta una confianza ciega en el poder de la palabra como vehículo expresivo y como modo de conocimiento de la realidad, de hacer perceptible lo invisible, algo que demuestran versos como estos: «…//nos dijeron que vaciáramos de contenido la palabra “escritura”/ como el molde de escayola de la cara de un muerto/ un vaciado de formas quietas// nos dijeron que no hurgáramos en ese extraño lugar/ donde se muerden el cuello veracidad y verosimilitud/ ese espacio fértil entre artificio y mentira// nos dijeron pensar sólo en la funcionalidad/ y nunca mezcléis  arte política vida sociedad». Eso dijeron, pero el poeta utiliza ese discurso admonitorio como parte de la denuncia, como justificación de su desobediencia, eso sí, sin caer en los abismos de la fatalidad o la desesperanza, porque el poeta que es Enrique Cabezón demuestra ser consecuente con el tiempo histórico en el que produce su obra, con la sociedad en la que vive. Sólo así puede ser capaz de fusionar vida y arte.

La segunda parte, mucho más extensa, obedece a otros registros más íntimos. Se pueden compatibilizar sin ningún asomo de duda lo colectivo y lo privado, lo personal y lo foráneo sin que el poema sufra dislocaciones abruptas. Al fin y al cabo no son compartimentos estancos y tanto el aspecto social como el individual conforman al ser humano. A la mayor carga autobiográfica, con notables referencias a la infancia, podemos sumar ahora una reflexión metapoética de mayor calado, porque, como escribe Cabezón «Escribir/ es la manera de decirme lo que estoy pensando», es decir, que sólo cuando el poema se construye, quien lo escribe logra acceder a la verdad, no sólo de lo que en el poema se transparenta, sino a aquello que queda sumergido en lo no dicho, que es también motor, germen de lo escrito. Leer estos poemas, pienso yo, es la manera de compartir un mimo anhelo de justicia con todos aquellos que aún creemos en que la honestidad es posible. Importa poco si uno da cuenta de su propia peripecia moral o sondea en sus relaciones amorosas, lo que el lector debe encontrar al leer el poema es el engranaje que permita  compatibilizar los sentimientos nobles y la conciencia de la realidad con una escrupulosa voluntad estética. Sin temor a equivocarme, puedo afirmar que en Desdecir esta simbiosis está perfectamente conseguida.

SUSANA BENET. LA DURMIENTE

06 jueves Mar 2014

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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SUSANA BENET. LA DURMIENTE. PRE-TEXTOS, POESÍA, 2013

Desde 2006, año en el que publicó su primer libro, Faro del bosque, Susana Benet ha dado a la imprenta otros tres libros, Lluvia menuda (2007), Jardín (2010) —libro en el que combina, a la manera de un haiga, el haiku con la acuarela— y Huellas de escarabajo (2011). Todos ellos poseen una particularidad: están compuestos exclusivamente por haikus, la conocida estrofa japonesa tradicional magistralmente ejecutada por Susana Benet, que se ha convertido en estos años en una de sus mejores intérpretes, lo que posee, sin duda, una enorme relevancia, dada la proliferación de poetas que practican con regularidad  dicha plantilla métrica. La durmiente es, por tanto, el primer libro de la autora en el que desestima el admirado «corsé» que había utilizado hasta ahora, aunque esta afirmación resultará ser cierta sólo a medias, porque muchos de los breves poemas que componen el libro poseen la misma sutileza, un ritmo análogo y similar concisión semántica que los haikus que brotan de su imaginación. Sirvan como ejemplo para constatarlo los tres últimos versos del poema «Corte de pelo»: «De pronto, el gato/ se tiende en tu cabello y se revuelca/ feliz, estremecido», o los  tres primeros versos del poema «Quietud»: «Con qué fijeza el gato/ mira el árbol inmóvil/ tras la ventana». Si el poema terminara así, podríamos considerarlo un haiku, a pesar de traicionar su estricto esquema silábico, porque posee ese grado de asombro ante un hecho cotidiano, la austeridad expresiva y la sencillez que le son propias, sin embargo, el poema continúa con estos versos: «¿Qué remota quietud comparten ambos?/ Se adormece en el gato la madera./ Abre el árbol los ojos extasiados». La contemplación inicial, la mera descripción deja paso a las circunvalaciones del pensamiento. La autora no se conforma con observar, intenta comprender las emociones que suscita su mirada —«Qué difícil acostumbrar los ojos/ a la sólida forma de las cosas»—, indaga en ellas a través de las palabras, del lenguaje, aunque ignore de dónde procede esa fuerza, ese imán que la arrastra a la escritura: «¿Por qué tira de mí/ como el vuelo de un ala la palabra?» y saca conclusiones de su exploración. Los espacios íntimos (no podemos obviar en este aspecto la influencia de Emily Dickinson) y las experiencias que en  ellos acontecen, son descritos con una sugerente capacidad simbólica, inquietante en muchas ocasiones, porque la representación física que la escritura nos brinda se extrema hasta esbozar una imagen abstracta, misteriosa, casi fantasmal de la deriva del pensamiento: «Hay figuras que avanzan y se pierden/en la niebla. Hay muertos que caminan», pero no se pierde Susana Benet en digresiones conceptuales, ni siquiera en aquellos poemas que gozan de más largo aliento, como el titulado «La casa» —una rememoración impregnada de nostalgia en la que la inocencia inherente a la infancia no consigue disipar, sin embargo, el destino trágico del tránsito vital—, en el que describe con precisión, con palabras esenciales, la intuición que mantenía alerta sus sentidos: « Detrás de aquella calma/ germinaba el espino lentamente,/ bullía el quehacer de las orugas,/ podía oírse, entre los árboles, el doliente crujido de los troncos/ que, muy pronto, serían derribados», versos que entroncan directamente con los primeros del poema «Lo invisible»: «No está el aire vacío, en él habitan/ invisibles presencias». La luz de lo invisible parece iluminar todas las estancias de la memoria, estancias en las que la autora, al retirar las sábanas que cubren objetos y emociones, descubre lo que «la noche y su silencio» encerraban sólo para sí. Ahora «Todo flota en la bruma estancada del ocaso», flotan recuerdos, imágenes, deseos, esperanzas y desengaños, y quien quiera conocerse mejor debe internarse en ella sin temor, con los ojos de la imaginación abiertos de par en par y los sentidos desprovistos de las rémoras del pasado, como si escuchara una lejana música, los Nocturnos de Chopin, por ejemplo.

Poemas de despedida —una costumbre arraigada en la cultura japonesa— nos parecen los que cierran el libro, los titulados «El ciprés», un emotivo homenaje al poeta José Luis Parra, fallecido recientemente, en el que percibimos ecos de la visión panteísta juanramoniana, «Te has ido con los pájaros/ y vibras en su canto, oculto en el ramaje/ de ese viejo ciprés/ que solitario crece, buscando libre el cielo»; «En trance» y, sobre todo, «El último gesto», en el que Susana demanda, más que un acto determinado, una forma de ser, una «una gracia natural» para irse sin llamar la atención, con «la plácida indolencia» y la serena quietud de quien firma la paz consigo mismo. Leyendo este conjunto de poemas de Susana Benet, uno parece asistir al desvelamiento de un mundo tan parecido al nuestro que, a veces, lo confundimos con un espejo.

Publicado en la Revista Clarín, nº 109. Febrero 2014

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