ANTONIO JIMÉNEZ MILLÁN. BIOLOGÍA, HISTORIA. COLECCIÓN PALABRA DE HONOR. VISOR POESÍA.
Un titulo como este, Biología, Historia, con dos palabra separadas por una coma que inducen a pensar en una identificación entre ambos términos, más que a una oposición, como ocurre cuando utilizamos la conjunción «o» en su valor disyuntivo, puede resultar engañoso, a tenor de lo que leemos en los versos finales del libro: «Tú nos dijiste que la decadencia, / el desgaste, la muerte, / eran cuestión de pura biología. / Importaba la historia, sobre todo». El poema, de igual título que el libro, está dedicado a la figura del catedrático de la Universidad de Granada Juan Carlos Rodríguez, maestro de poetas y de profesores (de hecho, fue el director de su tesis: Teoría y práctica del compromiso en la poesía española (1927-1939), centrada en Alberti) del durante varias generaciones, fallecido hace ahora poco más de dos años. De una manera no siempre explícita, dicho fallecimiento —no en exclusiva, claro; hay suficientes indicios en los poemas para pensar que la propia enfermedad intensifica una reflexión que conduce desde la anécdota a lo trascendente— sirve a Antonio Jiménez Millán (1954) para realizar un recuento de su propia experiencia vital. Este recuento tiene varias fases y diferentes maneras de abordarlo que van desde la rememoración de hechos que podríamos considerar remotos en su transcurso existencial, los que se remontan a la infancia, como: «Estoy mirando una fotografía / del mes de agosto del cincuenta y siete…» y la adolescencia, en la que la nostalgia interviene de forma decisiva, sobre todo en las primeras secciones del libro, «Partituras» y «La memoria y los días». El adolescente que va descubriendo calles y lugares de su ciudad natal, el adolescente que la recorre con la secreta ambición de «ponerle nombre a la aventura, / grabarla en la memoria / igual que se recuerda una canción»., el adolescente que ve muy lejana la enfermedad y piensa que «la muerte es siempre cosa de los otros», el adolescente, en fin, «que empieza a no creer / en verdades impuestas» es visto desde la más extrema madurez, esa que te enseña que «Los años sólo aportan /sentimientos de pérdida, / falsa severidad, calma aparente». Esa calma aparente es precisa para no dejarse llevar por la indignación, por la frustración que provocan las tragedias cotidianas. Para seguir viviendo es necesario cierto distanciamiento porque, como se sabe, el exceso de realidad puede matarnos: «La misma voz de siempre me susurra al oído:/ lo que acabas de ver está muy lejos, / no te roza la piel ni se instala en tu cuarto».
Otra secuencia narrativa está sustentada en hechos más recientes como los poetizados en «Hard Rock Café (NYC)» o «Instrucciones para un victimario (Recordando a Ángel González)», este último poema integrado en «Disolución», la tercera parte del volumen. Unos versos del poema «Banderas» son lo suficientemente explícitos para confirmar el temor que embarga al poeta de que la historia, la triste historia de España, vuelva a repetirse: «Crecí sobre el recuerdo de una guerra: hoy he de confesar que tengo miedo».
El fugit irreparabile tempus virgiliano está muy presente en este libro, me atrevo a decir que es la columna vertebral de la que parten las diferentes vértebras o ramificaciones argumentales, algunas de las cuales dejan un regusto amargo, como si cupiera en la mente del poeta una especie de sublevación contra la fuerza de los acontecimientos, contra los estragos del tiempo y se creyera capaz de «encontrar la fuerza y el deseo / de aquel verano de mi juventud». La sección cuarta, «Homenajes», no es sino una manera indirecta de revelarse contra el olvido y de saldar cuentas con el pasado, un pasado en el que acaso la función salvífica de la poesía y del arte se mitificó en exceso. Las servidumbres que exige tal sacerdocio se ven ahora fuera de lugar, hasta el punto de que el poeta se pregunta : «para qué la poesía, la erudición, los libros, / si tus hijos te odian». Sin embargo, vida y poesía son, en su caso, indisolubles, de ahí que se rindan homenajes a poetas como Gil de Biedma, Machado , Miguel Hernández o, de forma solapada, a otros como Neruda.
El libro va avanzando sin otra dificultad que la que suscitan las reflexiones existenciales, cargadas de una melancolía agridulce, porque el verso de Antonio Jiménez Millán —autor de una obra extensa y rigurosa que uno ha seguido desde sus inicios, integrada por libros capitales como Ventanas sobre el bosque (1987), la antología La mirada infiel (1975-1998), con un excelente prólogo de Francisco Díaz de Castro, Inventario del desorden (2003) o Clandestinidad (2011)— es flexible y dúctil, discursivo y lleno de guiños cómplices hacia el lector. La cuarta sección, «Carnets», acentúa estas características, a pesar de que los poemas están escritos en prosa, los que los vincula directamente con el apunte diarístico. Lo anecdótico adquiere, si cabe, más preeminencia, aunque los poemas estén coronados por reflexiones metafísicas de similar calado a las que culmina los poemas escritos en verso. Sin embargo, el foco temático centrado en la identidad, así como el carácter más discursivo asociado a la prosa los convierte en distintos. El poema «Sobre el resentimiento», por ejemplo, finaliza con estos versos tan elocuentes: «Es el reverso de la culpa, pero igual de estéril», un duro autoanálisis que supone casi una claudicación, una renuncia al poder sanador del desagravio. Los carnets vienen a ser, en todo caso, los diferentes yoes que se van sucediendo a lo largo de la vida, porque «La identidad es un perfil borroso, es una construcción lenta y cambiante que fija la mirada de los otros. La única certeza es lo inestable: el simulacro de la libertad que el poder nos concede, aquel carnet que ya no tiene fecha».
La sexta sección, «Pantallas», nos remite, en principio, al poder evocativo del cine, y así es, porque se mencionan películas como La casa de las palomas o Sin novedad en el frente, pero también nos encontramos recuerdos hilvanados alrededor de los viajes: París, Aix-En- Provence o Venecia, ciudad amada por el poeta Antonio Parra, a quien va dedicado el poema, una ciudad en la que lo bello y lo terrible, la vida y la muerte conviven como acaso en ningún otro lugar. El libro finaliza con dos secciones que, a la postre, como señalábamos más arriba, privatizan el sentido del título. Por una parte está la enfermedad, que señorea la sección titulada «Rehabilitación»: «Por un instante soy el inquilino, / provisional y torpe, / de un cuadro de Picabia». Este forzoso inquilinato provoca hondas reflexiones sobre el tipo de vida que se ha vivido, sobre hábitos y disfunciones. Algunos vicios como el tabaco y alcohol son, en los últimos años, erradicados y el síndrome de abstinencia se convierte en un enemigo invencible que trata de salvar del desastre, a pesar, tal vez, de si mismo, «un cuerpo destruido lentamente». La enfermedad, el deterioro y las limitaciones que origina obligan a ver las cosas desde otro punto de vista («Y todos, al final, / hemos pagado caro los excesos», escribe en la última sección del libro, «Biología, historia»). Acciones que antes se ejecutaban de forma mecánica, ahora precisan de un esfuerzo añadido que no siempre se está en condiciones de realizar. Es entonces cuando se percibe con toda su crudeza la fragilidad del ser humano, desvalido y a merced de la misericordia ajena. Quizá por esa razón. Antonio Jiménez Millán ha encontrado en el acto de escribir, en la escritura, una compensación, una reivindicación de su afán de permanencia. La escritura le ayuda a olvidar «los achaques de la edad» y a celebrar un breve instante de dicha como el que se regala «un sol de primavera en pleno invierno»: «hoy solo quiero celebrar la vida», escribe.
De la octava sección, la dedicada a la memoria de Juan Carlos Rodríguez, ya hablamos al principio. Una emocionada sucesión de recuerdos que se enlazan con la precaria situación que atraviesa el poeta, internado en ese momento en la habitación de un hospital. Prevalece, sin embargo, no el lamento elegiaco, sino al ternura, contenida y hasta condescendiente con el pasado y consigo mismo:, como delatan los últimos versos del libro: «Es tu herencia / y no renuncio a esa lucidez, / aunque tú ya no estés entre nosotros / y a mí me cueste tanto hablar de ti en pasado». En Biología, historia la mirada infiel se desnuda y muestra las cicatrices del pasado, pero no para suscitar lástima, sino para dar cuenta de que el poeta ha ejercido la libertad de elegir su destino hasta las últimas consecuencias. Pocos pueden afirma lo mismo.