JOSÉ ANTONIO CONDE. AGNUS HOMINIS. LIBROS DEL INNOMBRABLE, 2015; TÉMPORA. PAPELES DEL TRASMOZ, 2016
La dilatada trayectoria poética (diez libros en trece años) del aragonés José Antonio Conde (Sierra de Luna, Zaragoza, 1961) se amplía con estos dos libros recientemente publicados, no sólo cuantitativa sino cualitativamente, porque la voz del poeta se va depurando y el verso lima toda la ganga, todo lo superfluo, para indagar en la esencia del origen: «La inercia del origen/ convoca unidad y frontera,/ recelo a largo plazo», escribe en el primer poema de Agnus Hominis, libro que sigue la división aristotélica en tres partes de semejante extensión: «Pax Augusta», «Ministerium», «Altarium», con diecisiete poemas cada una de ellas. Es esta una poesía que carece de referentes en el ámbito cotidiano, por más que algunas crónicas de carácter histórico o religioso sean reconocibles para un lector culto (el propio título ya nos pone sobre la pista), por tanto, toda su inteligibilidad se deposita en la seducción del lenguaje, un lenguaje no descriptivo, sino elusivo, aproximativo, en el que lo dicho es sólo una ínfima parte de lo sentido: «Un adelanto de láminas/ intuye los atavíos,/ acepta el movimiento de la concha/ en el meandro, / y el que viene tras de mí/ se complace en las caldas,/ propone la humedad,/ el examen posterior al sacramento». La emoción queda así circunscrita a un espacio de la memoria que depende del arbitrio del poeta y la complicidad del lector determinará el grado de comprensión que éste alcanza. Como en toda poesía del conocimiento, lo simbólico admite múltiples interpretaciones, y ese es quizá el aspecto más seductor de estos poemas, su inagotable capacidad de sugerencia.
En Témpora, el segundo de los libros que comentamos, el asunto central es otro, pero el lenguaje interviene en él con igual contundencia, con similar empeño diseccionador. Dividido en cuatro partes, en cuatro estaciones, cuenta con una especie de prólogo versificado que, presumimos, confirma lo dicho hasta ahora: «Desnudez y forma,/ contemplación al fin.// Páramos del lenguaje.// Lugar áfilo,/ esta vez con lasitud». El tiempo del que habla este poemario es un tiempo atmosférico, no filosófico. La sucesión de las estaciones se analiza con respecto de las características meteorológicas que lo definen, por eso en la primera sección se cuestiona de esta hermosa forma la ausencia de lluvias: «Me preocupa la tardanza de abril/ en el poema». En el verano las tormentas son moneda corriente y traen consigo «la turbación del horizonte». Llegamos al otoño y «palidece la acacia,/ el léxico de su ramaje,/ un decir oportuno de amarillos/ que intuyen la brevedad y el designio». En la estación final el círculo se cierra y «Atraviesa el invierno,/ la metáfora escogida,/ el almanaque rotundo de vestigios». Mirar al cielo es una forma distinta de dar cuenta del paso del tiempo, distinta, pero no menos efectiva, porque aquí las hojas volanderas son cielos despejados o nubes de tormenta, el fruto maduro la consumación de una esperanza.
La poesía de José Antonio Conde ofrece pocas concesiones al lector desatento. Necesita éste poner todo de su parte para desentrañar la emoción que se esconde en las palabras. Sólo así estará a la par con el esfuerzo de contención, de fidelidad así mismo que al poeta le supone transcribirlas.