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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: octubre 2013

HENRI COLE. ALFOMBRAS DE GUERRA

31 jueves Oct 2013

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HENRI COLE

 ALFOMBRAS DE GUERRA

El caballo y el ciervo son suplantados por tanques,
y la muchacha con la guitarra está indescriptiblemente triste.
A la velocidad de un rayo atravesando el cielo, un misil ha confundido
un vehículo con un helicóptero, explotando en una blanca

bola de fuego. Patas arriba los pájaros —manchas rojas
de lana alrededor— resplandecen encima de los árboles de al lado.

Escondido entre las plantas, un niño descalzo espera—
al igual que un juez divino—apuntando su rifle hacia algo,
disfrutando de las zalamerías de un perrito agrisado, o tal vez
tiene una bala ya en la cabeza.

Versión de Carlos Alcorta

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JULIA HARTWING. DUALIDAD

29 martes Oct 2013

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JULIA HARTWING. DUALIDAD. Antología poética. Edición bilingüe a cargo de Antonio Benítez Burraco y Anna Sobieska. Vaso Roto Poesía, 2013.

Nacida en 1921, en Lublin (Polonia), Julia Hartwing continúa siendo, a pesar de su avanzada edad, una poeta en activo, como lo demuestra su último libro —Amargas lamentaciones— publicado el año 2011, del que se recoge una pequeña muestra en Dualidad, la antología de su obra que presenta en castellano, en edición bilingüe a cargo de Antonio Benítez Burraco y Anna Sobieska, la editorial Vaso Roto. Quien esto escribe no ha tenido hasta ahora la posibilidad de adentrarse en la obra de Hartwing sino de forma muy desordenada, porque el acceso a su poesía, para quienes no conocemos el idioma original, está restringido a lo que sus generosos traductores —Bárbara Gill, Abel Murcia, Xavier Farré o el propio Antonio Benítez, entre otros— nos van facilitando en algunas páginas de la red o en sus blog personales. Gracias a ellos, a su tesón, y a iniciativas editoriales como las que enumero más abajo, la poesía polaca goza actualmente de cierta repercusión en el panorama poético de nuestro país. Ha contribuido de manera notable a esa difusión la reciente antología Poesía a contragolpe. Antología de poesía polaca contemporánea (autores nacidos entre 1960 y 1980), editado por Prensas Universitarias de Zaragoza en la colección «La gruta de las palabras», dirigida por Fernando Sanmartín, presenta al lector español una nómina de sesenta y un poetas seleccionados y traducidos por Abel Murcia, Gerardo Beltrán y Xavier Farré, autor además de un imprescindible prólogo. Tan amplia selección permite hacerse una idea cabal de los caminos por los que transita la poesía polaca en los primeros años del siglo XXI. Podemos completar ese panorama con la Antología de la poesía polaca desde sus orígenes hasta la Primera Guerra Mundial, publicada por la editorial Gredos en 1996, y cuyo responsable de la introducción, selección, traducción y notas es Fernando Presa González. Como su propio título revela, la antología abarca un período extensísimo, desde el siglo XIII hasta comienzos del siglo XX, en apenas 250 páginas, por lo que la meritoria labor de Presa González se ve reducida a que el volumen posea un carácter fundamentalmente didáctico, informativo, más que hermenéutico. Como podemos comprobar, el contenido de ambas antologías deja sin estudiar el período que más nos concierne, el siglo XX casi al completo. Otra antología, la preparada por Krystyna Rodowska para la Universidad Nacional Autónoma de México se ocupa parcialmente de esta época, y digo parcialmente porque sólo selecciona siete autores, y entre los excluidos hay poetas de la importancia de Czeslaw Milosz, Julia Hartwing o Adam Zagajewski. Uniendo las antologías citadas, podemos disfrutar de un panorama de la poesía polaca si no completo, sí lo suficientemente variado como para como para hacernos una idea general de los periodos que conforman su desarrollo y para seleccionar aquellos autores cuya poética estéticamente más nos seduce.

Sirva este preámbulo bibliográfico para contextualizar la figura y la obra, espaciada durante más de 50 años (en 1936 publicó en el periódico escolar su primer poema), de Julia Hartwing, autora que, como informan los responsables de la edición, no gozó del «reconocimiento definitivo por parte de la crítica, así como el aplauso del gran público […] hasta el comienzo de la década de los noventa del pasado siglo, con la edición de su libro Czulość [Ternura] (1992)». A partir de esa fecha su obra, una obra que abarca el teatro, el ensayo, el libro infantil o la traducción de poetas de lengua francesa o inglesa (la antología Elogio del hombre moderno. Antología de poesía norteamericana de 1992 seguramente algo ha tenido que ver con la influencia de estos autores en la poesía polaca más reciente), ha recibido numerosos e importantes galardones. Dualidades, título también de uno de sus libros publicados de forma exenta en 1971, recoge poemas de los libros más significativos a juicio de los traductores, desde Despedidas (1956), el paradójico título de su primer libro, pasando por los más recientes, como Iluminaciones (2002), Sin decir adiós (2004), Claro poco claro (2009) o Amargas lamentaciones (2011). Este amplio recorrido nos permite hacernos una idea genérico de los mecanismos ocultos que mueven los hilos de su obra. Sus poemas, según los responsables de la edición, se mueven «sin cesar de lo irónico a lo solemne, de lo terrenal a lo onírico, de la desesperación a la epifanía», pero todas estas cabriolas estás ejecutadas con un cierto desapego que a veces trasmite la equivocada idea de que el poeta se desentiende de lo que le rodea, inmerso como se halla en la evolución de su obra. El mundo, parece pensar Hartwing, siguiendo a Jorge Guillén,  a pesar de todo, está bien hecho, y esa confianza en la reordenación automática del caos inicial se refleja, también como en Guillén, en la estructura cerrada de la forma que utiliza para revelarse contra el desconcierto. «La forma poética en Hartwing es siempre contenida, cuidada, precisa, ajena a cualquier tipo de experimentación o de confrontación con estilos precedentes», escriben Benítez Burraco y Sobieska en el estudio inicial, lo que no impide que utilice con frecuencia la falta de puntuación en los versos o variadas estrofas rítmicas. Tal vez ese rigor formal tenga que ver con una autodefensa vital ante los desastres de la historia, ante los acontecimientos trágicos por los que, sin duda, durante una existencia tan prolongada la autora ha tenido que atravesar: «Pero dime hasta cuándo pervivirán los antiguos nombres/ cuánto tiempo perdurará aunque sea su rumor/ Cuándo serán objeto de burla cuándo habrán muerto para siempre/ por antojársenos ya el arte y la historia/ un peso insoportable», escribe en el poema «Dime hasta cuándo pervivirán los antiguos nombres» del libro Ternura. La autora considera a la poesía como el mejor acceso para llegar a la salvación personal. «Escribir representa mi salvación», escribe Julia Hartwin. Si esta premisa es cierta, estaríamos frente a un concepto de poema que rompe la barrera temporal para insertarse en un tiempo sin tiempo, el tiempo de la creación como exaltación vital. La escritura será entonces una barrera de contención del vacío amenazante, un escudo contra el sinsentido de la existencia, porque quien busca en ella la salvación desconfía de que pueda hallarla en esa realidad que existe fuera del poema. La palabra actúa con total autonomía, incluso sin descuidar el compromiso cívico y moral de alguien que ha sido víctima de la historia, porque Hartwin no intenta trascender el pasado para absolverse con el lenguaje, «Nuestro pasado es un relato que no nadie leerá/ Sujeto sin embargo al juicio de nuestra conciencia/ cuya sentencia es siempre la misma: culpable/ por ser un juez demasiado imparcial», escribe en el poema «Más tarde más temprano»; vive en el presente y sólo puede recrear ese pasado mediante el filtro que el ahora impone: «…evoca en nosotros la dulzura de una niñez que sólo vive en el presente/ alivia la culpa de quienes no osamos alzar nuestra voz». Una conciencia despierta, en lucha permanente, no se aplaca con el bálsamo del paso del tiempo, la memoria ejerce sobre algunos instantes su don curativo, pero la realidad se impone mortificando al ser reflexivo. Es en esos momentos cuando la palabra, el lenguaje funciona como tabla de salvación y sutura las heridas entre la realidad y la experiencia que se tiene de ella. Leer la poesía de Harttwin supone constatar las humillaciones que el sur humano ha de soportar para encontrar un lugar en la Historia o, como señalaba Unamuno, en la intrahistoria y, a pesar de esas humillacioens, dar «las gracias por el espinoso regalo de la soledad».

 

CARL PHILLIPS. CIVILIZACIÓN

27 domingo Oct 2013

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CIVILIZACIÓN

  Hay un arte
   para cada cosa. Cómo
la lluvia comienza
   en abril y sigue su curso como
   esa canción hasta que por fin

termina. Una centenaria
   colección de campanillas de plata
que una vez un monaguillo balanceó
   en la procesión …Tú eres el mismo
incapaz que siempre

has sido, arañado por zarzas ,
   por helechos
que te invaden.
   Así que dijo:
   esto es un sueño. Pero

el resto —todo el resto—

  despertaba: no siempre,
hasta la siguiente
   extravagancia. Dos estatuas
   de negratas cada una espejo

de la otra, cada una levantando

    para siempre su carga

de plumas de pavo real pintadas a mano ,

   talladas a mano. Tú
   no lo sabes, tú no sabes

que yo te amo, dijo. Estaba
   temblando. Dijo:
Te amo. Hay un arte
   para cada cosa. Lo que yo he
   hecho con esta vida,

no lo que yo hubiera querido hacer,
 o hubiera querido decir, quizá, si lo hubiera
comprendido, aunque no tengo
 excusa. No el tronzado, pero
 aún floreciente cerezo. No

 

la delicada acacia, tampoco. Ni siquiera
   el nogal fantasma
con sus no-ramas de quien
   cada sombra está en la memoria,
   memoria… Como me dijo

una vez. Todo esto es basura
   bajando por el río, ahora. Dando vueltas,
pero totalmente perdido
   —porque estaba extraviado—:
   renunciando a todo otra vez.

Solo lo miró,
   —Sólo tiene que buscar
cómo salir. Hay un arte
   para cada cosa. Incluso
   dándose la vuelta. Cómo

con el tiempo, incluso el hambre
   puede convertirse en un espacio
para vivir. Cómo convirtieron
   la picaresca en algo
   hermoso, durante el tiempo que pudieron.

 

Versión de Carlos Alcorta

JOSÉ HIERRO. CUADERNO DE NUEVA YORK

25 viernes Oct 2013

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LA IMPORTANCIA DE LA EXACTITUD

José Hierro. Cuaderno de Nueva York. Madrid, 1998. Poesía Hiperión.

El primer sorprendido con el éxito del que ha disfrutado Cuaderno de Nueva York desde su publicación en 1998 — cuando el poeta había cumplido los 76, lo que parece desmentir el tópico de que la mejor poesía se escribe a edades muy tempranas— por Ediciones Hiperión, fue el propio autor, que tachaba de incomprensible la sucesión de ediciones — ocho, y unos veinticinco mil ejemplares vendidos— que se iban distribuyendo. No son fáciles de explicar los motivos por los que un determinado título adquiere el beneplácito de los lectores y se convierte en un best-seller. Si este efecto se produce con cuentagotas en el género de la narrativa, mucho más infrecuente, por no decir inaudito, es que ocurra con un libro de poemas. Es cierto que José Hierro, que se mantuvo en un silencio editorial durante casi 25 años— aunque permaneció vivo poéticamente hablando, porque su obra fue seleccionada en la mayoría de recuentos y antologías que se editaron durante ese largo periodo—, los que van desde Libro de las alucinaciones, publicado en 1964, hasta Agenda, en 1991, ha visto reconocida su trayectoria durante estos últimos años con los galardones de mayor prestigio en las letras españolas, como son el Premio Príncipe de Asturias, que le fue concedido en el año 1981, cuando llevaba más de tres lustros sin publicar un poemario inédito, el Premio Nacional de las Letras, en 1990, el Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana, en 1995, y el Premio Cervantes, en 1998, el año de publicación de Cuaderno de Nueva York, libro galardonado además con el Premio de la Crítica y el Premio Nacional, al año siguiente. Sin duda esta circunstancia benefició la proyección pública del poeta y estimuló las ventas del libro. José Hierro se había convertido en un personaje público, objeto de homenajes y premios recibidos desde cualquier lugar de la geografía española, tuvieran algo que ver o no con su agitada biografía y, dada su connatural bonhomía y su vitalidad incansable, incluso cuando, por culpa de su enfermedad, se vio obligado a cargar con una bombona de oxígeno y un respirador, artilugio que le permitió cierta movilidad y gracias al cual pudo continuar su ajetreado peregrinaje. Nos gustaría pensar que el aumento del interés por la lectura de poesía ha sido la causa del éxito de Cuaderno de Nueva York, pero nos cuesta creerlo, porque sabemos que en dicho éxito han intervenido factores exógenos al contenido del propio libro y a la apreciación, tan minoritario y restringida, por la poesía. Hubiéramos podido entenderlo en otra época de triste memoria, si Hierro hubiera insinuado entre líneas algo parecido a un llamamiento colectivo en pro, por ejemplo, de una libertad pisoteada; si Hierro se hubiera convertido en el adalid de la rebeldía y la liberación, en alguien que da voz a los oprimidos contra un gobierno dictatorial, represivo, pero, afortunadamente, esos tiempos, en nuestro país, ya son sólo materia de los libros de historia. A tenor de las circunstancias que concurren en gran parte del aplauso general —en el que, sin duda, mucho ha tenido que ver que los protagonistas de los poemas son gente anónima, no héroes o superhombres, con sus propios problemas, como cualquiera de nosotros—, debemos lamentar que éste se deba, en otro elevado tanto por ciento, a la celebridad, a la repercusión mediática del personaje, celebridad adquirida no gracias a los indiscutibles méritos de su trabajo creativo, sino a causas mucho más triviales e anecdóticas para valorar con rigor su obra que, sin embargo, los medios de comunicación se encargan de divulgar a los cuatro vientos.

Gracias esa suma de circunstancias, posee aún más relevancia el que una serie de poetas consultados por la revista Quimera hayan elegido Cuaderno de Nueva York como una de las obras más influyentes poéticamente en el periodo que abarca desde el año 1977 hasta nuestros días. Por una extraña conjunción, parece que el consenso del público lector coincide con la valoración de críticos y de poetas. Estos datos confirman que Hierro ha sido uno de los poetas más apreciados, pero también de los más leídos en los últimos años, y esto, sin duda, merece una reflexión sobre ese carácter minoritario implícito en el género poético. En el artículo titulado «Poesía en voz baja», Hierro dejó escrito: “No entremos a debatir quién es, en este alejamiento de público y poeta, el que tiene la mayor parte de culpa: si el público, por relegar a segundo término el arte en beneficio del deporte, de la diversión superficial, o el poeta, acorazado en su mundo singular, hermético, incomunicable. Pero aceptada la situación de divorcio, es al poeta a quien corresponde dar el primer paso. El poeta es hijo de su tiempo. Sus raíces son las mismas que alimentan a sus contemporáneos”. Nadie posee el secreto de la fórmula mágica mediante la cual un determinado libro, una canción o un cuadro se convierten en objeto de culto. Si así fuera, las grandes editoriales, las multinacionales discográficas o los galeristas de arte invertirían todo su esfuerzo económico y logístico en descubrir y promocionar a los autores bendecidos por el público, pero, afortunadamente, continúan siendo un misterio las causas que motivan el éxito. Existen, no cabe duda, ciertas fórmulas que los publicitarios explotan exageradamente, pero ninguna de ellas garantiza los buenos resultados con total seguridad.

Pero, ¿qué ha empujado a Hierro a dedicar un libro a Nueva York —ciudad que cuenta en español al menos —conocemos algunos otros, como el caso de Ciudad del hombre: Nueva York, de Fonollosa— con dos homenajes precedentes que están en la mente de todos, Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón, y Poeta en Nueva York de Lorca— y a asumir el riesgo de la comparación o del indeseado mimetismo? Él mismo lo explica en una entrevista: “Conozco esta ciudad desde los años sesenta. Fui porque quería ver dos cosas: el retrato de Felipe IV, de Velázquez y el Cardenal Núñez de Guevara, de El Greco. Recuerdo que era Semana Santa y no parábamos de hablar de nuestras procesiones, hasta que un día nos encontramos con una procesión en la calle 117. De todas formas, este no es un libro descriptivo. Sólo aparece un anticuario de la avenida Madison y la habitación de un hotel, en el que me inspiré para un poema de amor…A Nueva York lo pintaría en tonos grises y negros, el negro de los cristales de sus rascacielos. La retrataría desde el East River tal como se ve: una enorme vidriera siempre encendida, porque es una ciudad sin persianas”. Como se deja entrever, más que el tema troncal del libro, la ciudad, tan reconocible incluso por quienes no la han visitado nunca, se presenta como una coartada geográfica que pueda otorgar veracidad a una realidad íntima. No parece ser otra cosa que un escenario circunstancial, aunque tras la lectura del libro, al lector le queda meridianamente claro que Nueva York, y no cualquier otra ciudad, debía ser ese escenario, porque es aquí donde la emoción subterránea que alimenta los poemas que tiene su origen y su destino.

Como en Agenda, Cuaderno de Nueva York, comienza con un poema prólogo, el titulado «Preludio» y concluye, después de franqueadas las tres partes que dan sustancia al poemario, con un poema epílogo (lo que también se repite en Libro de las alucinaciones), titulado «Vida», un soneto que ha adquirido si cabe, mayor notoriedad que el resto del libro, y que es citado, no siempre fielmente, por todo tipo de personas en sus conversaciones privadas, o profesionalmente, casi como se tratara de un refrán o un dicho popular, lo que seguramente ha beneficiado la difusión del libro completo. La primera de ellas, la titulada «Engaño es grande», que lleva como epígrafe unos versos de Lope de Vega, autor por el que profesa devoción José Hierro —hasta el punto de escribir ese compasivo y emocionado homenaje que es el poema de Agenda titulado “Lope. La noche. Marta”—, comienza con el largo poema “Rapsodia en blue”. La rapsodia es una pieza musical compuesta por diferentes partes temáticas unidas arbitrariamente, y esta forma es la que adopta el poema, porque la primera estrofa ya comienza con una dislocación temporal que provoca que Mozart sea lector de Unamuno o que Calisto ascienda por las escaleras de un edifico de Nueva York. Los instrumentos musicales están muy presentes: oboe, clarinete, éste personificado: “Allí murió muertes ajenas y vivió desamparos”, marimba, vibráfono, así como los compositores, al citado Mozart le acompañan Palestrina o Tomás de Vitoria. El poema es producto de una intensa alucinación —resulta pertinente recordar lo que es una alucinación para José Hierro: “Una confusión de tiempos y espacios, un no saber si las cosas están realmente ocurriendo o soy yo quien está anticipando algo que va a ocurrir, una realidad visionaria. Poco a poco se va acentuando la ambigüedad en mi obra. Es una poesía cada vez más caótica, nunca irracionalista: es una indagación de las razones lógicas que hay en el subconsciente cuando has dicho algo que no tiene sentido aparente y te produce una extraña sensación”— en la que distintas escenas robadas a la realidad y al sueño se entremezclan y nos hipnotizan con un ritmo pegadizo y torrencial, como salmódico o visionario. Da la sensación de que el poeta escribe estimulado por un calambre cerebral,  conducido por un rapto que le incita a internarse por los caminos más secretos de su memoria, una memoria en la conviven acontecimientos de índole personal, pero también históricos y artísticos, lo que provoca esa simultaneidad de tiempos, esa mezcolanza de acontecimientos que parecen suceder todos a la misma hora y confluyen en el instante en que se da fe de ellos, en el espacio de la escritura. La música, con referencias de diversa índole, sigue presente en muchos de los poemas de esta primera parte. “El laúd”, “Beethoven ante el televisor” o “Alma Mahler hotel”—en el que la alucinación es acaso más evidente en versos como estos: “Este hotel fue derruido/ en 1870, en 1920, en 1991.  / O acaso nunca haya existido”— son algunos de ellos, algo que ya ocurría en poemas de Libro de las alucinaciones, como “Retrato en un concierto (Homenaje a J.S.Bach)” o “La fuente de Carmen Amaya” y en poemas de Agenda como “Brahms, Clara, Schuman” o “Verdi 1974”. “La música —dice Hierro— interviene en mis poemas por varias razones: porque me gusta, porque pienso que gran parte de lo que ocurre en la poesía, en lo que puede trascender y contagiarse, es a través del ritmo, es decir, por un procedimiento musical, de aquí que considere la poesía como música con palabras; también tengo una gran afición a la música en sí, porque en ella te sientes prolongado y la vida se intensifica”. Los protagonistas de estos poemas, y podemos pensar también en el tríptico dedicado a Ezra Pound, emprenden una viaje a través del tiempo que carece de dimensiones. La solidaridad con el personaje Pound sirve al poeta para disimular que habla en nombre propio. Recrea imaginariamente una situación para denunciar unas circunstancias reales. La presunta linealidad del tiempo queda aquí puesta en evidencia por la imaginación del poeta. Los protagonistas, afirma el propio Hierro, “como emigrantes forzosos que llegan al siglo XXI”, y no deja de ser llamativa esta  alusión a la los emigrantes, porque en el poema “Alucinación en América”, de Libro de las alucinaciones, cuando aún el poeta no había viajado a los Estados Unidos, el personaje principal es un ser anónimo, un exiliado, es decir, un emigrante por razones políticas, del que se vale Hierro para reflexionar, igual que lo hace con los que poseen nombre y apellidos, sobre los vaivenes del destino, pero también sobre la emoción oprimida por el peso de los recuerdos.

La segunda parte del libro, titulada «Pecios de sombra», está encabezada por una cita de Antonio Machado, otro de los poetas, además de Juan Ramón, tutelares de Hierro, y es la más conmovedora del conjunto. Compuesta, en su mayor parte, por breves poemas de arte menor, intitulados, reiterativos y algo acartonados, como si los hubiera escrito un adolescente enamoradizo, al que mantienen en un estado de sonambulismo, de irrealidad decenas de muchachas hermosas. Hay poemas, como “Apunte del paisaje” que rompen esa unidad temática y disuenan del conjunto, o “Espejo”, otra alucinación sobre la identidad, pero creo que se trata de un ruptura intencionada, con el propósito de rebajar la intensidad emocional que el estado de enamoramiento estimula. Acaso sea ésta también la razón que ha llevado al poeta a diluir en varias mujeres el amor por una única mujer.

La tercera  y última parte, excluyendo el soneto que hace de “Epílogo”, se titula «Por no acordarme», y lo encabeza de nuevo una cita de Lope de Vega. Vuelven los poemas de largo aliento y la presencia de la música como hilo conductor, quizá porque “El amor lleva dentro mucha música”, y Hierro canta en este libro, como hemos visto, al amor. “Lear King en los claustros” es un hermoso poema de amor no plenamente correspondido, un amor imposible en el que los gestos y los detalles adquieren una importancia capital para mantenerlo con vida, por eso el poeta escribe: “Di que me amas. Di ‘te amo’/ Dímelo por primera y última vez.”, y el titulado “En son de despedida” [titulado inicialmente “Me despido definitivamente de Felipe IV (Frik Collection)”, cuadro que aparece mencionado en el poema “Rapsodia en blue”, cuyo título refiere un trasunto simbólico menos dado a la especulación intuitiva, algo similar al cambio de título que realizó su amigo José Luis Hidalgo con el libro Los muertos, previamente titulado La llanura de los muertos] es una despedida trágica del amor y de la vida. No se trata de un desdoblamiento patológico de la personalidad del poeta, pero sí que existe una relación conflictiva entre la percepción real del sujeto amado y la impresión que trasmite la memoria. El poeta siente cercano su final. Ha hecho un largo viaje para despedirse de un amor que se ha mantenido a flote pese a la distancia y ya no le queda más que la resignación como modo de supervivencia, por eso escribir ya carece de sentido. “Tengo unos borradores, poca cosa. Son poemas que deberían haber estado en Cuaderno de Nueva York y que no concluí a tiempo. Pero nada terminado. Es como si estuviera pintando un cuadro histórico: tengo una lanza allá arriba, un caballo aquí abajo… Nada. Y me gustaría, pero… entre el oxígeno y…” asegura Hierro en una de sus últimas entrevistas. La escritura —una escritura rica en imágenes que ponen al descubierto cómo, mediante asociaciones ilógicas, se construye el poema, una escritura densa pero no hermética, lingüísticamente efectiva y plena de significados, de carácter confesional, pero alejada del sentimentalismo— ha cumplido su misión, ha cauterizado las heridas que provocan las devastaciones vitales, tanto es así que no tiene ya sentido alguno escribir ni volver la vista atrás. Lo que queda es sólo un mundo en el que todo parecer ser sueño, un futuro con fecha de caducidad, un adiós aproximándose.

Artículo (completo) publicado en la Revista Quimera, nº 359. Octubre 2013. Treinta y cinco años de poesía española.

RON PRETTY. COMETA

23 miércoles Oct 2013

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RON PRETTY

COMETA

Sombras vespertinas. Afuera en la pradera
un niño solitario con su cometa, una estrella en el cielo a la luz del día:
la arqueada cuerda de los sueños presiona contra
Will, que no la deja en libertad. Esta es su ciudad,

su  kelpie negro baila a su alrededor, sus compañeros
esperan en la parada del autobús, con botes de spray
listos para marcar su territorio. Will no tiene ninguna prisa,
los virajes del cometa y los descensos en picado en el aire

como un halcón que retorna a su brazo al anochecer.
No quiere volver a casa; sabe que su madre está fuera,
haciendo realidad su última fantasía. Cuando sale la luna,
el cometa de Will cabecea, y sólo

sombras de su sueño le guían, confinado, como
un halcón enjaulado, en calles acordonadas y sin salida.

Versión de Carlos Alcorta

LUIS QUINTANILLA. ARTE Y COMPROMISO

20 domingo Oct 2013

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LUIS QUINTANILLA. ARTE Y COMPROMISO

En la sala de exposiciones Mauro Muriedas del Ayuntamiento de Torrelavega se expone una colección de dibujos y aguafuertes de Luis Quintanilla, integrada por tres series: La cárcel por dentro, Estampas de los años treinta y El diablo gótico. Dibujos y aguafuertes forman parte de la obra que Paul Quintanilla, hijo del pintor, cedió en depósito a la Fundación Bruno Alonso en el año 2004, obra que actualmente, gracias a un convenio de dicha Fundación con la Universidad de Cantabria, está al cuidado de esta institución.

La selección que comentamos ha sido materializada por Luis Alberto Salcines, comisario de la exposición y presidente de la Fundación Bruno Alonso y a él debemos agradecer el que podamos contemplar la obra de un pintor tan desconocido para el gran público como significativo en la memoria artística y social del pasado siglo —son imprescindibles para profundizar en su obra y en su vida los estudios de la profesora Esther López Sobrado, el catálogo Los frescos de Luis Quintanilla y el libro de memorias que escribió el propio Quintanilla, Pasatiempo. La vida de un pintor, publicado  por la Biblioteca del exilio en 2004, memorias, sin embargo, incompletas, pues alcanzan sólo hasta 1939, año en el que recala en Nueva York. Estas fuentes han sido imprescindibles para redactar estas líneas—, y de ello dan buena cuenta algunos de los dibujos expuestos, sobre todo los de la serie La cárcel por dentro.

Luis Quintanilla nació en Santander en 1893 y, además de pintor  fue «marinero, boxeador, dibujante, fresquista, repujador, grabador, escritor, espía, memoralista, retratista, escenógrafo, cineasta, autor teatral, ensayista e ilustrador», según afirma Esther López Sobrado en el estudio preliminar a Vidas comparadas de artistas, obra que Quintanilla dejó inacabada y que guarda estrecha relación, en cuanto al propósito comparativo, con las Vidas paralelas de Plutarco. A tenor de esta información, podemos afirmar que Quintanilla fue un espíritu inquieto, lo que le condujo —no sin antes dar mil vueltas, como él mismo atestigua: «pasé los dos cursos de ocho meses en la Universidad de Deusto, me examiné del preparatorio de arquitectura e ingresé en su escuela de Madrid, dándome el ataque de pintor»— a la capital de la modernidad de la época, París, en 1912, en donde conoce a Juan Gris y una extensa nómina de aquellos artistas que, pasado el tiempo, engrosarían la nómina de las vanguardias, como Modigliani o Chagall; poco después se traslada a Alemania y entra en contacto con los impresionistas, que le deslumbraron. «Entré en Francia con suerte —escribe en sus memorias—. Quien a mi edad y en mis condiciones  estuvo en París en aquellos años antes de la primera gran guerra, conoció un alegre paraíso».  El estallido de la Primera Guerra Mundial provoca que regrese a España y no es hasta el año 1920 cuando regresa a París. Conoce en este segundo viaje a Hemingway, a quien le uniría una gran amistad, sólo interrumpida por la muerte del escritor en 1961. Viaja a Berlín y regresa a España en posesión de un bagaje cultural extraordinario. Poco después, una beca de la Junta de Ampliación de Estudios le permite viajar a Italia para aprender la técnica del fresco de los maestros del Quattrocento. Se establece en Florencia entre los años 1924y 1926. Cuando regresa a España realiza innumerables murales de los que sólo se conserva el que realizó para el hall del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, museo en el que realizará una exposición de grabados en 1934.

Pero el artista no sólo se alimenta de arte, no vive enrocado en una torre de marfil, necesita del contacto con los otros, de la conversación, del intercambio de ideas, de la amistad, del amor para completar su formación. Su estancia en Italia le hizo conocer de primera mano el auge del fascismo. Su renuencia hacia los ideales de la violencia y el dogmatismo defendidos por los secuaces de Mussolini le llevó a afiliarse al PSOE en los últimos años de la década. Su compromiso político y social le condujo en 1934 a la cárcel por participar en la organización de la huelga general convocada para octubre de ese año. Fue detenido junto con otros cinco revolucionarios armados en su propio estudio y conducido a la Cárcel Modelo de Madrid (de esta estancia carcelaria datan los dibujos de la serie La cárcel por dentro). La presión política internacional que algunos valiosos amigos como Hemingway ejercieron impulsó su excarcelación en 1935. La proclamación de la Segunda República aumentó su compromiso cívico y tuvo, durante los años de la guerra civil, cargos de importancia relativa —ejerció hasta de espía—, lo que significó padecer el exilio terminada la contienda, exilio que, en su caso, se extendió hasta la muerte del dictador.

La mayor parte del tiempo del exilio lo pasó en Estados Unidos, a donde llegó el 11 de enero de 1939.  Nueva York le acoge como un héroe que luchaba por la libertad de su pueblo, fama que le precedía gracias a lo que sus amigos norteamericanos habían divulgado. Quintanilla se casa en la ciudad —«por veintidós dólares estaba casado con una hermosa muchacha de 26 años, un metro setenta y cinco de estatura, de origen escocés, muy cariñosa e, igual que yo, dispuesta a enfrentarse a la vida», escribe Quintanilla—, pinta unos frescos para World Faire y los murales para el pabellón español que el presidente del gobierno republicano, Juan Negrín le encarga para la Exposición Universal celebrada en la ciudad: «El proyecto de acudir a la Feria Universal de Nueva York lo aprobó el Gobierno. Los americanos nos cedían un pabellón gratuitamente y sólo debíamos decorarlo, siendo ellos los proponentes de que realizase yo ese trabajo artístico», confiesa Quintanilla.  Conviene hacer aquí un pequeño inciso para recrear la rocambolesca historia que ha permitido que hoy podamos contemplar esos frescos pintados para la Feria Universal en el Paraninfo de la Universidad de Cantabria. La derrota de las fuerzas republicanas trajo consigo que se suspendieran las iniciativas preparadas para dicho acontecimiento, por lo que los frescos que Luis Quintanilla había pintado —titulados «Hambre», «Dolor», «Destrucción» «Fuga» y «Soldados» y presentados bajo el epígrafe colectivo de Ama la paz y odia la guerra— quedaron sin destino, por esa razón fueron depositados en un almacén hasta que el autor los cede a la Asociación Antifascista Casa del Mundo Libre. Las vicisitudes por las que atraviesa la Asociación provocan que el local que sirve como sede, sito en el número 144 de Bleecker Street en Nueva York, se transforme en 1946 en el restaurante Montparnasse. Nuevos propietarios transforman en 1962 el restaurante en una sala de cine de arte y ensayo que derivó, pasados los años, en un cine especializado en el porno gay. Los murales permanecen en el local durante todo este tiempo, aunque nadie parece conocer la importancia que poseen hasta que unos reporteros de The New York Times los descubren olvidados en las escaleras de emergencia de la sala de cine, actualmente transformado en una farmacia. Enterados los responsables de la Universidad de Cantabria, comienzan una larga negociación para adquirirlos que durará 17 años y en la que suceden innumerables peripecias muchas de ellas de carácter novelesco. Por fin se logra un acuerdo y llegan a España en 2006. Después de un laborioso proceso de restauración, desde 2007 decoran las paredes del vestíbulo del Paraninfo.

Al finalizar la guerra civil con la victoria de las fuerzas fascistas, siente que ha perdido su patria. En una carta enviada a Hemingway escribe: «…Poco a poco fui echando fuera los amargos recuerdos de España. A través de los pinceles fui sintiéndome persona de nuevo». Las condiciones en las que vive, sin apenas ingresos, sin vender cuadro alguno a pesar de las buenas críticas cosechadas en las exposiciones en las que participa, comienzan a ser dramáticas —«No vendo nada. Nadie viene a llamar a mi puerta. Vivimos de milagro. Soy un desastre con mucha publicidad» escribe de nuevo a Hemingway—, tan dramáticas como las que soportan otros exiliados con idéntica mala fortuna. Debe garantizar el sustento para su familia, lo que le obliga a desplazarse a Hollywood animado por su amigo Elliot Paul —después de intentar vivir de la escritura, principalmente escribiendo obras de teatro—, en donde se integra en el círculo cinematográfico realizando decorados para películas e incluso retratos de actores —el de Gary Cooper, por ejemplo— y actrices famosos, lo que le proporcionará unos generosos ingresos, aunque acabaría abandonando este trabajo para cumplir el encargo de crear en la Universidad de Kansas una escuela de pintura al fresco. El tiempo corre en su contra, «La forma de pintar de Quintanilla no estará de moda», asegura López Sobrado. Los cambios estéticos que se están produciendo en el arte norteamericano, propiciados en gran medida por la avalancha de autores que abandonaron Europa tras la Segunda Guerra, no corren parejos con su obra. Se impone el expresionismo abstracto, con nombres como Pollock —«Creo que nuevas necesidades requieren de una técnica novedosa, y el artista moderno ha encontrado nuevos caminos e instrumentos originales pare manifestar su testimonio» asegura en 1950—,  o de Kooning (posteriormente llegaría el pop-art). Nueva York se convierte en el centro mundial del arte. Los pintores rehúyen la dictadura de la forma, se dejan llevar por su intuición, el lienzo ya no es el único soporte para la pintura, otros discursos espaciales se imponen. La escritura se convierte entonces en su refugio, en su esperanza de ganar dinero para sobrevivir. «En estos momentos —escribe López Sobrado— compagina su trabajo como escritor con la realización de cerámica; es capaz de hacer cualquier cosa con tal de conseguir dinero», pero sólo conseguirá liberarse de esa tiranía cuando su mujer comience a trabajar —algo que siente como una humillación— y él pueda regresar a la pintura, a una pintura surgida de sus conflictos internos, de los paisajes que imprimen huella en su forma de sentir —Cape Cod, Vermont, etc…—, no fruto de encargos bien intencionados.

No será hasta 1958 cuando regresa a París huyendo de un matrimonio roto. Las amistades que conserva en la capital francesa le ayudan a sobrevivir. Retoma su vocación literaria (en 1960 finaliza sus memorias, pero todas las gestiones emprendidas para su publicación resultan infructuosas), publica algunos libros y decenas de artículos, aunque el éxito sigue mostrándose esquivo.  Realiza, con intención de publicarlos, los dibujos de la serie El diablo gótico alguno de los cuales podemos ver hoy colgados en las paredes de la sala. Sobrevive en París gracias a la venta regular de cuadros a diversos coleccionistas, españoles que le visitan en su estudio y algún coleccionista norteamericano, pero su salud cada día que pasa es más delicada. Por fin muere Franco y se puede plantear regresar a España, cosa que lleva a cabo en 1976 gracias a las gestiones de su sobrino Joaquín Fernández Quintanilla. Dos años después, en 1978, fallece en Madrid. «Durante los dos escasos años que transcurrieron hasta su muerte se dedicó Quintanilla a recorrer los lugares de su juventud, a hablar con los pocos amigos que le quedaban y a tomar algún apunte, para luego en la calma de su estudio  trabajarlo cada vez con más dificultad» escribe López Sobrado.

Las tres series que se presentan en la Sala Mauro Muriedas poseen notables diferencias. Si en los dibujos de La cárcel por dentro no se puede obviar el trasfondo social y político que acreditan los rostros, los gestos y las posturas de los personajes, hombres curtidos, melancólicos pero no vencidos, dibujados con una línea geométrica, voluminosa y carnal, con influencias cubistas, en los aguafuertes de Estampas de los años 30 prevalecen las escenas costumbristas, algunas de fuerte contenido erótico, como los titulados «American girl» o «Curiosity», escena esta que nos recuerda al episodio del libro de Daniel tantas veces representado, me estoy refiriendo a Susana y los viejos. Aquí, unos curiosos observan a través de un reducido ventanal el cuerpo desnudo de la modelo que permanece inmóvil en la postura que el pintor parece haberle sugerido. Los cuerpos de estas escenas poseen más movimiento —lógicamente, el reducido espacio carcelario propicia la inmovilidad—, más brío, siguen siendo musculosos, pero el trazo se redondea y la figura se estiliza. Los rostros pensativos, como ausentes, trasmiten una impresión de retraimiento y de nostalgia que no podemos ignorar, pareciera que no pueden soportar el peso de la realidad, la deriva de los acontecimientos. El diablo gótico, a mi juicio la menos interesante de las series, se realizó en París en 1960. Son dibujos a pluma que representa al diablo en diferentes actitudes. Tienen algo de goyescas esas figuras deformes, brutalmente desfiguradas por su propia maldad, consumidas por el odio o la envidia. El artista ha captado a la perfección dibujando la superficie, el interior de la perversidad. No se nos escapa la crítica al catolicismo más rancio que subyace en las escenas, crítica que se puede extender, a sí mismo, a otros personajes diabólicos que abundan en nuestra sociedad. Luis Quintanilla fue un hombre y un artista comprometido con su tiempo y su obra da buena cuenta de ello. Lamentablemente los tiempos no han cambiado demasiado. Hoy en día el hombre sobrevive encerrado en otra cárcel, acaso con barrotes más difíciles de seccionar. Convertido en una simple mercancía, en un peón a merced de los grandes trusts financieros y económicos, ninguneado y engañado por sus representantes políticos, el ser humano lucha por mantenerse a flote, por llevar una vida digna. Si viviera Luis Quintanilla, y esto no es hacer ciencia ficción, denunciaría, dibujando o pintando a estas personas vilipendiadas por el destino, las injusticias y las desigualdades que el neoliberalismo más intransigente y devastador están creando.

CARL PHILLIPS. PORCELANA

18 viernes Oct 2013

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CARL PHILLIPS

PORCELANA

Como cuando un insistente olvido se esclarece de repente, y lo
que habíamos olvidado— cuando lo tenemos de frente, rechazamos
volver a mirarlo— es nuestra propia
                                             inconsecuencia, sí, fue
sobre todo eso, el sexo como un acto de desfiguración y
—como si ambos fueran la misma cosa— una ofrenda votiva,
En la medida en que las hojas
                                      también fueron una cariñosa ofrenda, o podría
al menos decirse así, cuando siguieron cayendo como las hojas:
sin voluntad, de diferentes alturas, y en la misma dirección.

Versión de Carlos Alcorta

HENRI COLE. GIRASOL

15 martes Oct 2013

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GIRASOL

Cuando Madre y yo, el primogénito, no pudimos reanudar
la conversación, levantó la cabeza,
como un girasol marchito, y dijo:
«Los que están muriéndose siempre quieren vivir.»
Meses después, sobre la mesa de la cocina,
el gladiolo rojo Marte interpretó el Himno a la Alegría,
y nosotros escuchamos. Moscas caseras se abalanzaban y giraban
a nuestro alrededor, como el Espíritu Santo. “La naturaleza
siempre revela algo humano,”
Madre hablaba, arqueando su boca,
como yo cuando me arranco los pelillos de alrededor.
“Sí, no, por favor.” La ternura no se había convertido aún en polvo.
Madre debilitada, frotándose los ojos soñolientos, su respiración
como entrecortada, el hombre saludable la playa.

 

Versión de Carlos Alcorta

 

 

ANTONIO RIVERO TARAVILLO. LA LLUVIA.

13 domingo Oct 2013

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ANTONIO RIVERO TARAVILLO. LA LLUVIA. CALLE DEL AIRE, 119. RENACIMIENTO. SEVILLA, 2013

A ningún lector de poesía puede pasarle desapercibida la actividad que está realizando la editorial Renacimiento en favor de la poesía actual —desbordaría el objeto de estas páginas hacer recuento del variado espectro de las publicaciones, muchas de ellas intentan recuperar la obra de autores relegados por la arbitrariedad de la historia— en sus diferentes colecciones poéticas, no sólo por la importancia de algunos de los poetas que han publicado últimamente bajo su sello —para certificarlo basta con mencionar, por ejemplo, a Rafael Fombellida, Juan Pablo Zapater, Arturo Tendero, Karmelo Iribarren o Miguel D’Ors— sino por la esmerada presentación de las ediciones que dan cuerpo a los poemarios. Un diseño tipográfico clásico, austero si lo comparamos con algunas propuestas actuales, que sigue pareciéndonos atractivo a pesar de llevar más de 30 años sin modificaciones sustanciales. Uno, que ya está entrado en años, guarda entre las joyas más preciadas de su biblioteca muchos de los libros publicados por Renacimiento en la década de los 80, así como las distintas revistas que sus responsables editoriales pusieron en circulación, estoy hablando de Renacimiento. Revista de Literatura o de Calle del Aire, revista esta última de muy corta vida en sus dos etapas, pero a la que le cabe el honor de ser la primera publicación de la editorial.

Con el libro que hoy comentamos, La lluvia, Antonio Rivero Taravillo se integra por pleno derecho en la nómina de poetas que mencionábamos más arriba, autores con una trayectoria extensa y exigente, avalada por lectores y críticos experimentados, lo que no hace sino ratificarnos en el elogio inicial, porque el criterio que mueve las directrices de la editorial no se alimenta en exclusiva de un voluntarioso afán por descubrir nuevos valores, algo loable y arriesgado; buena parte de su catálogo lo componen poetas con una larga trayectoria tras de sí, poetas leídos y admirados en la mayoría de los casos, pero también insuficientemente difundidos, algo que una editorial como Renacimiento resuelve con solvencia.

Antonio Rivero Taravillo es un autor fecundo, aunque paradójicamente no en lo que se refiere a la poesía, concienzudo y riguroso. Ángel González afirmaba que «la escritura es una especie de enfermedad contagiosa que los libros trasmiten a quienes los frecuentan en exceso». Aquejado sin duda de esta enfermedad, Rivero Taravillo publica su primer libro de poemas, Farewell to Poesy —no deja de esconder una mayúscula ironía publicar un primer libro de poemas cercano a ya a la cuarentena (existe un cuaderno titulado Bajo otra luz, publicado en 1989) y hacerlo  despidiéndose de la poesía— en 2002, posteriormente publica El árbol de la vida (2004) y Lejos (2011). La lluvia es, por tanto, su cuarto libro de poemas, aunque como decíamos, Taravillo es un autor fértil, un investigador perseverante y reflexivo, capaz de escribir la mejor biografía posible sobre Luis Cernuda, dividida en dos tomos —la primera, Luis Cernuda. Años españoles (1902-1938), recibió el Premio Comillas en 2008, la segunda, Luis Cernuda. Años de exilio (1938-1963) se ocupa de los años del Cernuda que salió de España en plena guerra hasta su fallecimiento en México— o de hacer un recuento de sus experiencias viajeras en Viaje sentimental por Inglaterra (2007). Compagina además estas ocupaciones con su labor como columnista y traductor, tanto de poesía como de prosa —novela, relatos, artículos—. Ha vertido a nuestro idioma a autores de la talla de Pound, Keats, Shakespeare o Yeats, por lo que se refiere a la poesía, y de Jonathan Swift o Flann O’Brien, entre otros, en prosa. Con estas referencias podemos asegurar que el mundo que rodea a Antonio Rivero Taravillo está poblado de páginas impresas, el aire que respira huele a tinta y, sin embargo, su poesía no posee un carácter libresco —en el sentido peyorativo de la palabra, es decir, algo alejado de la realidad—, todo lo contrario, son acontecimientos cotidianos, emociones provocadas por sucesos intrascendentes —el mismo hecho de llover los es para quien está acostumbrado—, descripciones de lugares o de objetos que, inicialmente, sólo para quien escribe poseen una relevancia sustantiva los que hilan los versos de La lluvia, compuesto por cuatro secciones, la primera de ellas titulada significativamente «Acuarelas», acaso porque las imágenes visualizadas son sutiles, evanescentes, borrosas, destiladas al atravesar el filtro de la lluvia —la luz de la lluvia debilita los colores, algunos objetos dilapidan sus formas tras el velo del agua— y no poseen la consistencia ni la nitidez de un paisaje diurno pintado al óleo, imágenes que parecen provenir del ensueño más que de una percepción fragmentaria de la realidad, imágenes que se describen en el poema con versos como estos: «Cangilones, paraguas/ vueltos del revés,/ arrojando disparos/ a cubos llenos/ en el revólver o tiovivo/ de cachas gris  y caballos/ de crines húmedas/ y relinchos de truenos» del poema «Temporal» o «Agarro el puño del paraguas/ igual que el picaporte de las nubes» del poema titulado «Otra clepsidra», que no esconden influencias del ultraísmo de un José de Ciria y Escalante o del Gerardo Diego creacionista, el de Imagen o Manual de espumas. Generalmente, el reputado concepto que poseemos de la «Lluvia de Oriente» —título de la segunda sección del libro— proviene de una idealización, de una no objetivación de los fenómenos atmosféricos que hemos aprendido a través de la literatura y el arte orientales. Llueve como si no quisiera hacerlo, cae desde el cielo sobre la tierra como la mano que acaricia el cuerpo desprevenido, con cautela, silenciosa, tímida,  lenta como esa caravana de nubes en la que viaja adormilada, «Llora impersonalmente, / como quien está en una nube,/ o es esa nube/ y ha llegado la hora/ de deshacerse».

Nada más alejado de la volatilidad de la acuarela que el vigor de un aguafuerte, una forma artística ésta que consiste en grabar con un buril sobre una plancha metálica recubierta con una capa de barniz, dicha plancha, sumergida en una solución de agua y ácido nítrico que corroe el metal descarnado por el buril, se utiliza como soporte de la estampación. El procedimiento formal —sobre todo en el uso del haiku— guarda relación con las dos secciones precedentes sólo en parte, porque estos «Aguafuertes» provienen de sucesos que la memoria ha conservado como si estuvieran grabados a fuego en la piel. Se mezclan acontecimientos de un pasado remoto (véase el poema «Peleas de 1975») con contingencias que han podido ocurrir ayer mismo («Muchacha en la copistería», «Desocupados» o «Aubade» son  claros ejemplos). Por otra parte, se otorga a ciertos objetos presentes en la vida cotidiana una especial importancia —hasta el punto de personalizarlos, como ocurre con el frigorífico en el magnífico poema del mismo título, emparentado por su efusiva emoción  con Las odas elementales nerudianas—. El espejo, el reloj, las gafas — a medida que pasa el tiempo, más necesarias; sin ellas, como en el poema de Muñoz Rojas, los ojos «no nos sirven»— son objeto de sendos poemas, alguno de los cuales podemos considerar como aforísticos: «¿Por qué el escaparate de una funeraria/ es siempre un espejo?» se pregunta el autor en el poema «Espejo», o estos otros versos con los que comienza el poema «Estatuas en la niebla»: «Se parecen tanto a sus sombras, ellas que nos las tienen».

Los poemas que componen la cuarta y última sección del libro, titulada «Sed», dejan un regusto melancólico en el lector. Amenazado por la belleza del instante siempre a punto de descomponerse, el poeta convierte lo que antes fue celebración, gozo, eso sí, no exento de ironía, en una reflexión elegíaca sobre las heridas vitales que van haciendo de la memoria un campo de batalla en el que los cadáveres se amontonan sin descanso. La visión del mundo sobre la que antes había especulado se oscurece. Esa vida que vemos desde fuera contiene muchas vidas distintas, incluso contradictorias, por eso el paso del tiempo no sacia la sed, al contrario, deja señales de su paso y acrecienta el ansia, convierte al hombre en un ser más desvalido aún, presa de un azar que distribuye sus dones ¿arbitrariamente? Toda transacción, todo cambio de moneda conlleva una pérdida, porque el yo que somos se devalúa en la permuta. La vida gasta, eso es inexorable, pero la forma en que la vivamos tendrá mucho que ver en si cotizará al alta o se depreciará sin remisión. Antonio Rivero Taravillo no se engaña ni pretende engañar a sus lectores. La indagación sobre las zonas oscuras de su experiencia conduce a la nostalgia con la que finaliza el poemario,  pero dicha nostalgia está llena de sabiduría, no de resignación, como no podía ser de otra forma en alguien que exprime los más significativos momentos de la existencia hasta convertirlos en poema y es consciente de que la identidad del poeta se construye —a pesar de la disolución del yo en el personaje capaz de recrear la emoción después de que desaparezca—  durante la escritura.

LUKE KENNARD. UN AMIGO

09 miércoles Oct 2013

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LUKE KENNARD
MI AMIGO

Mi amigo, su irresponsabilidad y su infelicidad me divierten. Sus problemas financieros y el aumento de su cintura son una fuente constante de alivio. Me alegro que bebas más que yo y que no parezca que lo disfrutas tanto. Cuando percibo que eres arrogante y porfiado, mi corazón brinca. Tu nihilismo se está convirtiendo en la fuente más rica de significados de mi vida y es un placer verte hablando cruelmente de los demás. Cuando chismorreas acerca de nuestros amigos comunes reviento de satisfacción. Tu impaciencia pueril me maravilla. El día en que te enrabietaste en medio del supermercado fue el día más feliz de mi vida. A veces dices algo que confirma que eres bastante estúpido — y te quiero entonces, pero no tanto como cuando eres cruelmente manipulador. Tu promiscuidad es como la de un perro faldero. Cuando  hablas sobre tus pequeños deslices intentas hacer que suenen grandiosos e importantes— aprecio tu torpeza y tu insensatez. A veces parece que no tienes sentido del humor: bendigo el día que te conocí. Intimidas a la gente más joven y más débil que tú —y cuando otros me hablan sobre esto, me satisface. A veces pienso que eres incapaz de amar — y estoy rebosante de alegría al despertar una mañana de sábado para darme cuenta de que no tengo que ir a trabajar. A menudo sospecho que no disfrutas como yo y mi risa se desborda como el agua de una cisterna llena.

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