
CARLOS JAVIER MORALES. TIEMPO MÍO, TIEMPO NUESTRO. LA CREACIÓN DE UNO MISMO EN EL TIEMPO. EDITORIAL RIALP.
Más conocido como poeta, al menos para quien esto escribe, que como narrador, Carlos Javier Morales (Santa Cruz de Tenerife, 1967), se adentra con este libro, “Tiempo mío, tiempo nuestro”, en la reflexión ontológica, aunque bien es cierto que no es esta su primera incursión en un ámbito tan resbaladizo como este, puesto que podemos considerar este volumen una continuación de La vida como obra de arte. Lo primero que cabe preguntarse es desde qué perspectiva se observa la realidad y el mundo circundante, y pronto descubrimos que en Morales ―como hemos dicho, un reconocido poeta, autor de varios títulos compendiados en la antología “Una luz en el tiempo (Antología poética, 1992-2017)”― la mirada del poeta se filtra en todas y cada una de sus palabras. El tipo de conocimiento que se desarrolla en estos capítulos acerca de la razón y de la fe proviene no de la lógica, sino de la intuición, no de lo categórico, sino de la analogía y, por ende, de lo simbólico, por eso no se deben extraer de esta lectura verdades contundentes, inapelables, sino aproximaciones a una verdad, la del autor, con la que podemos mostrar nuestra complicidad, pero también discrepar sin reparo y, de hecho, lo hacemos en muchos momentos, sobre todo cuando nos resulta difícil compartir algunos juicios excesivamente taxativos que proceden de una concepción de la existencia católica-moral
El volumen está dividido en doce capítulos que recorren la influencia del tiempo, del tiempo vivo, en la creación de la propia identidad, pero, como decíamos, sin afán dogmático, pues ya desde el prefacio, Carlos Javier Morales no oculta sus dudas: «El tiempo da forma a nuestra inteligencia y a nuestros deseos. ¿O es la inteligencia de cada hombre la que va creando una concepción personal del tiempo y la trasmite a los demás a través de la cultura?», aunque trata de solventarlas con, en ocasiones, afirmaciones muy cuestionables, como esta: «cuando una persona se deja poseer enteramente por la angustia del tiempo, por la duración incesante de lo insoportable, no encontrará otra solución que el suicidio». Afortunadamente, la filosofía ―más aún la oriental― y la creación artística en general está plagada de ejemplos que han encontrado otras alternativas menos dramáticas desmienten esta opción. Morales no habla abiertamente de la predestinación, pero lo insinúa de forma repetida. Al hombre «alguien le ha dado el ser personal, singularísimo, libérrimo» y ese alguien es, qué duda cabe, Dios, pero esta suposición deja fuera a los no creyentes, algo que no parece afectar al autor, pues no en vano, afirma a continuación que «ni yo ni ningún poeta digno de tal nombre podemos escribir un solo verso por un acto de voluntad propia (hablo de un verso como parte de un poema verdadero, no del verso fácil que relumbra y se apaga enseguida)», pese a que «el reino de la poesía y el reino del arte es [sic] el reino de la libertad absoluta». Uno no alcanza a comprender la sutileza que se esconde detrás de estas proposiciones un tanto contradictorias, pero, como el propio Morales afirma, «Dentro de la naturaleza solo el ser humano puede contrariarse y contradecirse a sí mismo», además, los argumentos que esgrime parecen proceder de experiencias personales.
Este tono ambiguo, acentuado por virtuosos malabarismos verbales, es el que prevalece en todo el libro, con avances y retrocesos que buscan, mediante la paráfrasis, sistematizar conceptos como el amor que jamás se dejan aprehender, solo conceden diferentes niveles de aproximación, sometidos a la intensidad de la pasión que provoca. Así, se afirma «que no hay mayor desgracia que la del amor perdido, sobre todo cuando uno es traicionado por el otro», lo que no se compadece del todo con el propósito de «la creación de esa obra suprema que soy yo», por mucho que, en una reflexión posterior, escriba: «la obra acabada que será mi yo, mi ser personal, no es un mundo independiente de la realidad que me rodea. Crear mi yo es ayudarte a crearte a ti, y viceversa». Otros asuntos como la soledad creadora (sonora la adjetivó Juan de la Cruz), la infidelidad, el perdón («¿Y acaso no es injusto el perdón? No, no es injusto: es un acto de amor que me libera de toda conciencia de víctima y me exime de cualquier deber de dañar al culpable ya perdonado». El libro finaliza con, al menos de forma subrepticia, algunas alusiones que deben al Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, o al Cantar de los cantares, tanto da, la resulta, como podemos ver en estas frases: «La singularidad radical de mi ser me viene de ser persona. Pero solo puedo ser persona y ser yo mismo si soy tuyo, si soy tu amante y tu amado» o «El otro, el amado, es fruto del amor en cuanto que libremente va haciendo suya toda la originalidad de mi ser, del mismo modo que yo voy haciendo mía toda la originalidad suya». Tal vez no hayamos captado el sentido último de este ensayo, tal vez el necesario distanciamiento, también material, la necesaria predisposición interior para establecer una nueva relación con el mundo, para desdramatizar los accidentes cotidianos haya pasado desapercibido a este lector, más atento a indagar en lo indecible de la experiencia ―y en el no decir―, provenga esta de la fe, una fe que hace luz de la tiniebla, o de su ausencia, sujeta a otro tipo de iluminación, no menos seductora. En cualquier caso, Carlos Javier Morales es un excelente poeta y en sus propios poemas, más que en estos circunloquios, se encuentra la esencia de su pensamiento.
- Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, 27/08/2021