VERÓNICA ARANDA. ÉPICA DE RAÍLES. PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA MIGUEL HERNÁNDEZ-COMUNIDAD VALENCIANA. DEVENIR POESÍA, 2016
Ignoro si los raíles, las vías del tren, poseen la misma aureola romántica que poseyeron para nuestros antepasados, incluso para nuestros padres o abuelos. Es muy probable que la mayoría de usuarios en la actualidad valore más la rapidez y la comodidad de este medio de transporte que cualquier otro atributo ya en franco retroceso, como el de disfrutar del paisaje o de la conversación con otro viajero, por esa razón considero el título de este libro, Épica de raíles, de lo más oportuno, porque expresa una hilazón evidente entre ese mundo de ayer, en el que la aventura era aún posible, y el mundo de hoy, en el que dicha aventura se articula en gran medida no de puertas hacia fuera, sino en el interior de la mente del viajero, y es que, como escribe Gadamer «Ya no vivimos en un mundo en que una leyenda común, un mito, las historia sagrada o una tradición surgida de la memoria colectiva rodee nuestro horizonte con imágenes que podamos reconocer con las palabras».
Verónica Aranda (Madrid, 1982) empezó a publicar siendo muy joven —todavía lo es—. Sus primeros libros, Poeta en la India y Tatuaje, datan de 2005. Posteriormente ha publicado Alfama (2009), Postal de olvido (2010), Cortes de luz (2010), Senda de sauces (2011), Café Hafa (2012) y el libro de haikus Lluvias continuas (2014). Muchos de ellos han sido galardonados con importantes premios, como lo ha sido también el libro que nos ocupa, lo que supone un reconocimiento explícito del arte poético que practica Verónica Aranda, una poética que ella misma define: «Escribir un poema/ nos conduce a una luz de granjas/ donde arrojamos mondas de manzana/ a las vacas escuálidas/ y es un acto sagrado». Un acto sagrado que reproduce el estribillo del alma.
Podemos suponer que esa épica a la que se refiere el título ya solo se encuentra en lugares remotos, y algunos de los títulos de poemas así parecen confirmarlo («Shatabdi Express», «Orissa Express» o «Tren del Fin del Mundo, Ushuaia (Argentina)», aunque el exotismo ya se haya convertido también en un lugar excesivamente transitado. Solo una mirada capaz, pese al bombardeo de imágenes, de asombrarse ante lo que tiene delante de sus ojos, ante lo que ve realmente, no a través del filtro de una pantalla de plasma o de unas fotografías, podrá trasmitir con palabras esa experiencia única, y Verónica Aranda lo hace con un lenguaje depurado y alusivo (aunque haya también en el libro poemas de corte más narrativo, como el titulado «Zenobia Camprubí toma un tren una tarde de primavera»).
El volumen está dividido en cuatro secciones de configuración distinta: «Selva», integrada por poemas intitulados que recrean la experiencia amorosa desde una perspectiva tanto física como emocional. La selva es «intensa ebriedad de madrugada», es «explosión de luz,/ ardillas grises en los merenderos», pero es, a la vez, una frontera, un espacio inextricable, una especie de paréntesis que contiene en su interior lo incierto, lo inaprensible: «Selva: inexactitud o el tiempo exacto/ en que un vencejo cruza/ la cortina de agua».
La segunda sección lleva el mismo título que el libro completo y es la que posee, a pesar de su brevedad, el mayor peso específico del libro. Da la sensación de que las otras secciones se articulan en torno de esta. La idea del viaje como forma de abrirse al mundo y a los otros, como estímulo para el conocimiento de sí misma se refleja en un lenguaje que huye de los referentes concretos, aunque no por eso niegue la posibilidad de dar testimonio de una realidad conflictiva. Algunas de las imágenes sustraídas de esa realidad son especialmente sugerentes, como esta: «Vislumbrar desde el tren un ciervo blanco/ que se aproxima a un desfiladero».
«Canícula», la siguiente sección, está también poblada de lugares como La Habana, Guayaquil o Tortuguero que adquieren en los versos de Aranda categoría de símbolos, símbolos de la fragilidad y de la transitoriedad resumidos en unas imágenes fragmentarias que forman parte de ese puzle que llamamos vida: «Enfoco la mirada en la mujer/ que se trenza el cabello, lo recoge y deshace/ casi al final de los acantilados», escribe en el poema «Cuanta más claridad». El libro finaliza con la sección «Azul glaciar», en la que abundan, además de lo anteriormente puntualizado, una visión del poeta como un ser con capacidad visionaria y reflexiones de orden metapoético como estas: «Ningún indicio de palabra exacta./ El centro del poema es como un pez/ aleteando en ele estanque angosto» o esta otra con la que finaliza el libro: «Todo poema encierra/ una labor de duelo». Épica de raíles es un libro misceláneo, aunque recorre sus versos un impulso común que intenta desasirse de la capa que envuelve la cotidianeidad y establecer un diálogo entre lo autobiográfico, lo familiar con lo vislumbrado por la experiencia, sea esta real o imaginaria.