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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: febrero 2015

SYLVIE BAUMGARTEL. ROSA

28 sábado Feb 2015

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SYLVIE BAUMGARTEL
ROSA
George W pintó un cuadro & coloreó los dedos de sus pies rosas
como la carne
& el color del pene de mi bebé.

El Triángulo, el Imperio Británico & el Financial Times.
Hijas, jardines & gilipollas.
Todas las cosas buenas son de color rosa.

Rosa como el envoltorio de la gelatina sobre el escritorio de papá Reagan.
Rosa como la guinda de la rosquilla que papá me dio
En un camión que llamó Fantasma.

Me vomité esa cosa rosa encima
& no se lo digas a nadie
Que estoy hablando del rosa desde mi boca rosada.

Versión de Carlos Alcorta

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VICENTE VALERO. CANCIÓN DEL DISTRAÍDO

25 miércoles Feb 2015

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VICENTE VALERO. CANCIÓN DEL DISTRAÍDO. VASO ROTO, 2015
El que hayan pasado casi siete años desde la publicación de su último libro de poesía, Días del bosque (Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe) dice mucho sobre la contención y el respeto con el que Vicente Valero se enfrenta a la escritura, aunque en este tiempo haya probado otros géneros, por ejemplo, el de la novela, con la publicación de Los extraños, el pasado año, con notable reconocimiento tanto crítico como lector. Esta mesura, tal alejada de la prodigalidad de nuestra época es, seguramente, una de las razones que han llevado al autor a disponer Canción del distraído, el libro objeto de estas líneas, de forma tan particular, porque es un libro nuevo que, sin embargo, está integrado por poemas incluidos en sus libros anteriores, convenientemente revisados para la ocasión, intercalados con otros poemas inéditos. El resultado se parece más a un fascinante libro inédito que a una antología de obra publicada y Valero ha conseguido dar al continente esta apariencia de novedad gracias a una muy lograda ordenación temática y a un estilo que ha sufrido muy pocas alteraciones formales —más allá de la alternancia de poemas en prosa con poema en verso, algo, por otra parte, frecuente en su obra— y expresivas a lo largo de los años (recordemos que su primer libro, Jardín de la noche, data de 1987). Pero ¿quién es ese distraído que observa lo que le rodea?, ¿está, realmente, distraído o sólo disimula para hacer ver que no se entera de nada? No es difícil conjeturar que el distraído es en realidad alguien que mira detenidamente, alguien que se fija hasta en los mínimos detalles, alguien que extrae de las vivencias cotidianas la savia sin edad de lo intemporal. De esa mirada a la naturaleza, al paisaje, al bosque («Sus ojos no reescriben en vano lo que ven:/ van así las palabras/ descubriendo las cosas de este bosque,/ su estancia verdadera») surgen estas reflexiones metafísicas en torno de la construcción del ser que toman la forma de poema, porque mirar con delectación, con pasmo es «como asomarse a lo más hondo nuestro». Hay aquí una sabia manera de identificar un elemento natural, sea un árbol, la luz, un pájaro o una isla —la condición isleña no es ajena a ciertas consideraciones sobre la identidad y el paisaje— con los estados de la conciencia. No podemos saber en qué orden suceden las cosas, si determinada inquietud espiritual incide sobre el entorno o, por el contrario, son los fenómenos naturales o el paisaje los que provocan las alteraciones de la conciencia, En cualquier caso, poco importa la posición o la casuística. Lo verdaderamente relevante es seguir el hilo argumental que vertebra los poemas para no perdernos en la maraña de vegetación simbólica con la que el bosque se protege del entrometido, porque esa indagación en la naturaleza es también una indagación sobre sí mismo, como manifiestan estos versos del poema «Cono Sur»: «Hablo de mí pensando (como siempre) en vosotros,/ muertos de este lugar, mientras descubro,/ entre maderas, hierros, cal y ropas,/ vuestra edad transparente y vuestras voces,..» o estos otros del poema «El árbol»: «[sé]Que pertenezco al árbol, lentamente. Me pierdo/ en él, muy dentro, y soy el árbol, fértil/ y fuerte, el que quería para mí», por citar sólo unos pocos, porque resulta evidente que esta comunión con la naturaleza, esta ascensión contemplativa —acaso culminada en el poema «La subida», que tantos ecos sanjuanistas posee— tiene un objetivo principal, el autoconocimiento, un autoconocimiento que se consuma por medio de metáforas, de símbolos y paradojas. El árbol será entonces la substancia que encarna la representación —de la misma forma que un dios lo encarna para los místicos—, de la divinidad, de aquel absoluto que colma la existencia.
Podría suponerse que esta poesía, tratando como trata temas tan inextricables y cercanos a la filosofía (por no salirnos de nuestra tradición, es imprescindible notar la influencia de María Zambrano y, fundamentalmente, de su libro Claros del bosque) es subsidiaria de un lenguaje elevado y complejo, pero la función reveladora de la poesía casi nunca necesita de oropeles retóricos. A la verdad, a la presunta verdad, se puede llegar por muchos caminos y la indeterminación semántica, como la desnudez expresiva, sólo es uno de ellos. Estos poemas, sin embargo, no alardean de solemnidad ni de parafernalia. Están escritos con un lenguaje sencilla —racionalista, nos atrevemos a decir—, pero cada palabra posee una posición muy estudiada, en aras de descifrar el latido oculto de la realidad, en aras de escudriñar el más recóndito viso de la existencia. El ser se completa cuando se expande en esa otredad que es el bosque, identidad múltiple pero de sentido unívoco. Frente a él, el poeta se confiesa y se comprende, se unifica con lo disperso. «Yo no tenía fe: tenía sueños», escribe Vicente Valero a modo de aviso (versos de un poema anterior abundan, pensamos, en la misma idea: «Lo dijo Cicerón: los misterios son cosa/ de la naturaleza, no de la teología), y es que si alguien quiere ver en estos poemas de gratitud vital alguna religiosidad, tendrá que plegarse a un panteísmo en el que el ser y la naturaleza, la naturaleza y la divinidad son partes indisolubles y sin jerarquía de un absoluto al que sólo el tiempo va modelando. Pocos poetas son capaces de trasmitir esa sensación de serenidad, de munificencia, pero también de entusiasmo hacia la naturaleza como lo hace Vicente Valero. Nos vienen a la memoria algunos de sus contemporáneos, como Antonio Cabrera, Vicente Gallego, Antonio Moreno o Andrés Trapiello con los cuales se puede relacionar su poética, por más que entre ellos existan apreciables diferencias de tono y de intención. Para acabar, creo que los últimos versos del libro bastan para afianzarnos en nuestra lectura de Canción del distraído: «Y ahora crezco/ sin descansar, en la quietud ardiente/ del mediodía, cuando los pájaros me buscan;/ entran en mí, reposan en su árbol». La armonía concilia los opuestos, es, al mismo tiempo, el punto de partida y el de llegada.

JAVIER LOSTALÉ. EL PULSO DE LAS NUBES

23 lunes Feb 2015

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JAVIER LOSTALÉ. EL PULSO DE LAS NUBES. PRE-TEXTOS POESÍA, 2014
Pocos poetas viven más intensamente la poesía que Javier Lostalé (1942). Desde su antiguo puesto en Radio Nacional de España se encargó de difundirla en diferentes programas, buena prueba de ello fueron «El ojo crítico» o «La estación azul» (labor que fue reconocida con los Premios Ondas y el Premio Nacional de Fomento de la Lectura), durante décadas; ha colaborado asiduamente— y sigue haciéndolo con maestría, demostrando un conocimiento de la poesía contemporánea admirable— en numerosas revistas literarias, preparando antologías, como la Antología del mar y la noche. Vicente Aleixandre —autor admirado y estudiado con toda la profundidad que brinda la amistad a lo largo— o Edad presente. Poesía cordobesa para el siglo XXI y ofreciendo charlas y reflexiones en foros de índole diversa, en universidades, bibliotecas, centros educativos o talleres creativos. Allí donde se le reclama para hablar de poesía, acude entusiasmado Javier Lostalé, con su natural bonhomía. Pero Lostalé es no sólo un inestimable y pertinaz difusor de la poesía ajena, es además un excelente poeta, autor de una obra densa y lograda que tuvo su puesta en escena en 1976, año de la publicación de Jimmy Jimmy (oportunamente reeditado el año 2000). Figura en el paseo marítimo fue su segundo libro, publicado en 1981, libro con el que se abrió un largo paréntesis editorial, afortunadamente cerrado en 1995, fecha de publicación de La rosa inclinada. Desde entonces, la presencia en las librerías de Javier Lostalé ha sido regular y, a día de hoy, podemos disfrutar de una obra, como he señalado más arriba, con una intensidad, con un rigor y, a la vez, un mimo por la palabra poco habitual en estos tiempos en los que la déshabillé gramatical se ha convertido, para muchos autores, en marca de la casa; una obra recogida en la edición de su poesía completa hasta entonces, La rosa inclinada. Poesía 1976-2001 (Calambur, 2002), además de las antologías Rosa y tormenta (Cálamo, 2012) y Azul relente (Renacimiento, 2014), libro que adelanta alguno de los poemas que integran El pulso de las nubes.
Treinta y un poemas integran este último poemario en el que adquiere un protagonismo principal el tono de renuncia, de melancólico desánimo, de aceptación del destino, aunque esto no opaca la certidumbre de haber vivido ciertos momentos de intensidad, de plenitud vital que ahora sirven de lenitivo al paso del tiempo: «Allí todavía el pulso/ de lo un día amado/ traspira su honda verdad/ y envuelve el espacio/ en sombra fría», escribe en el poema «Techo». El amor también sostiene, aunque a veces lo haga de forma subterránea, el armazón poemático del libro, un amor real, por más que las palabras lo idealicen, un amor que construye la identidad del amante y que funciona como una especie de espejo. Es en la profundidad de los ojos del amado donde el amante se abisma, se deja caer ascendiendo. La mirada ajena aporta otra forma de verse distinta a como lo hace la propia, si no más verídica, si complementaria, por eso escribe que «No es tuya la luz de tus ojos/ sino el humo destilado/ de cuantos en su mirada te recibieron/ sin mapas ni fronteras». Como no podía ser de otra forma, después de lo dicho, el amor se concibe también como salvación («Vive quien un día amó/ borrado en la conciencia de otro ser»), como confirmación de una existencia colmada de momentos dichosos que logra desafiar a la muerte, muerte que está presente en el espléndido poema «Inmortal», pero de forma desdramatizada, no como un terrible acabamiento físico, aunque sí espiritual, porque la muerte verdadera se esconde en el olvido, hasta llegar al culmen que anuncian estos estremecedores versos: «Si tras la muerte/ doble sepultura encontrara en tu memoria/ hasta brillar en su cielo vacío,/ entregaría toda mi vida/ a un lento olvidarme de ti/ para más allá del deseo/ sentirte presencia inmortal» . De los versos de Lostalé podríamos deducir que al poeta le basta el recuerdo de esos momentos para curar el mal de altura, la sensación de pérdida o fracaso, pero es un error, porque la soledad no es, en su caso, una consecuencia de ningún desengaño vital, sino una opción personal que el poeta ha asumido con fecunda serenidad. Quizá como en ningún otro, esto que digo, lo podemos comprobar en el poema «Solitario» (uno de los que prefiero), en cuyos versos primeros escribe: «Tiene el solitario la luz dentro,/ por eso se convoca a noche perpetua/ sin dejar nunca de amanecer».
Las nubes a las que hace referencia el título son una alegoría de la fugacidad del deseo, como queda de manifiesto en los versos finales del poema «Nubes»: «En su luciente desvanecimiento/ las nubes nos ignoran,/ pero hay en ellas un fugitivo soplo carnal/ que nos anuda sin tiempo ni destino/ a la universal pulsación de lo aún no concebido», pero son también un espacio de cielo vencido, una mancha que tiñe el azul del gris, del negro plomizo de lo posible imposible, de la esperanza y de la caída, esa caída que en la tradición judeo-cristiana simboliza la soberbia de pretender la inmortalidad o la potestad divina, una potestad que, si en alguna medida ansía Lostalé, será para reafirmarse el carácter sagrado del deseo y la voluntad de ser en el otro. Si en libros anteriores, la presencia tutelar de Aleixandre era significativa, nos da la impresión de que en este libro se traslucen otras influencias que le aproximan más a poetas como Juan de la Cruz y Juan Ramón Jiménez, poetas, por otra parte, con un concepto de trascendentalidad arraigado en raíces colindantes, aunque a primera vista parezcan sus pretensiones casi opuestas. El curso rápido del entusiasmo, de la pasión vital se va aplacando hasta desembocar en un mar de quietud y esa quietud, esa aquiescencia es la que trasmiten con precisión no exenta de belleza estos versos.

SYLVIE BAUMGARTEL. EL PONTE VECCHIO

21 sábado Feb 2015

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SYLVIE BAUMGARTEL
EL PONTE VECCHIO

El Ponte Vecchio fue construido
Para carnicerías.
El río hilvanado con puentes
Arrastraba sangre.
Solamente Hitler lo evitó,
Cuando miro desde las ventanas las erradicó
inmediatamente porque le gustaba la vista.
El puente de candados de amor
A la sombra del viejo puente,
Las estatuas resplandeciendo en la oscuridad.
Desde nuestra habitación vigilamos
la brida de Plutón sujetando
Fuertemente a Proserpina
Eludiendo el muslo, su cadera carnosa.
Será mía pero yo no seré suyo de la misma forma.

Cosme I de Medici no quería oler
la sangre cuando iba al trabajo.
Así que los orfebres reemplazaron a los carniceros.

Versión de Carlos Alcorta

AURORA LUQUE. FABRICACIÓN DE LAS ISLAS (POESÍA Y METAPOESÍA

18 miércoles Feb 2015

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AURORA LUQUE. FABRICACIÓN DE LAS ISLAS (POESÍA Y METAPOESÍA). SELECCIÓN Y ESTUDIO PRELIMINAR DE JOSEFA ÁLVAREZ VALADÉS.COLECCIÓN LA CRUZ DEL SUR. EDITORIAL PRE-TEXTOS, 2014
A la hora de buscar relaciones y correspondencias poéticas con las que interpretar la poesía de Aurora Luque (Almería, 1962) siempre se llega a un lugar común, se recurre, en primer lugar —otros aspectos a tener en cuenta son el erotismo, la búsqueda de la belleza, su interés por la literatura escrita por mujeres así como su experiencia como traductora— a su formación asentada en la cultura clásica grecolatina, y no es una mera formalidad, ya que es de todos conocido que compagina sus actividad literaria con el ejercicio de la enseñanza de Latín y Griego, porque esta vinculación profesional dista mucho de ser algo accidental, todo lo contrario, en Aurora Luque ambas, poesía y actividad laboral se funden de tal forma que el lector no podrá discernir cuándo empieza la una y acaba la otra: «El poeta se ausenta del poema y entretanto,/ toma café o el sol con los amigos,/ baja en taxi hasta el mar y la metáfora/ se desnuda delgada entre las olas», escribe en el poema «Terraza». La tradición clásica de la que hablamos, especialmente la griega, está integrada magistralmente en sus poemas no sólo en cuanto se refiere a analogías temáticas cuyas fuentes provienen a menudo de aquellos patrones, sino a la impugnación del concepto secular de poesía y a la relación del poema consigo mismo y con la realidad, un asunto éste que ha frecuentado la creación poética con mayor o menor intensidad desde esa antigüedad de la que hablamos hasta la tan traída y llevada posmodernidad de nuestros días y al que Aurora Luque, durante toda su trayectoria poética ha consagrado multitud de poemas, recogidos en su mayor parte en esta antología metapoética, entresacada de libros publicados, pero que también cuenta con algunos poemas inéditos. No está de más recordar que en un libro de 2008, Una extraña industria (nótese la semejanza semántica entre industria y fabricación, palabras que forman parte respectivamente de ambos títulos), Aurora Luque, a través de poéticas, de comentarios sobre libros ajenos, de presentaciones y prólogos dejaba constancia de la permanente reflexión sobre los misterios de la creación poética. Podemos, por tanto, resaltar la pertinencia de un libro como éste, que pone en las manos del lector una selección de poemas que es, al mismo tiempo, un riguroso ensayo y, por qué no, el mapa de una fascinación, mapa en el que el buen lector encontrará las coordenadas que identifican la poesía de nuestra autora.
Josefa Álvarez Valadés, extraordinaria conocedora de la obra de Aurora Luque, a la que ha dedicado artículos y libros, hace alusión al concepto de fabricación y al material tan maleable del que dispone el poeta para fabricar el poema: la palabra. Después de un hacer un somero recorrido por algunos de los antecedentes en dicha exploración metapoética, la experta va trazando un entramado de conexiones entre el poema y la constatación de las limitaciones del lenguaje para trasladar con fidelidad las experiencias más íntimas (la referencia a Platón es obligada), pese a ser consciente de esa traición, la poeta confía en el poder revelador —y acaso salvador, aunque guarde respecto de ello cierto escepticismo: «Casi gasté la vida en aplicarla/ a la literatura, a sus fetiches/ ilusorios e inútiles,/ al extraño amuleto/ que con denuedo arropan las palabras»— de la palabra, porque «Sólo la palabra —escribe Álvarez Valadés— puede, aunque tenga limitaciones, desvelar el auténtico significado de la existencia y traducir la belleza». Esa confianza, un tanto menoscabada, es lo que lleva a Aurora Luque a escribir veros como estos: «No acudo a las palabras limpiamente./ Sólo acaricio aquellas que me queman/ y que saben a labios o a odisea». Evidente la reflexión metapoética dentro del poema está imbricada con versos que reflexionan sobre el deseo, sobre el amor o su ausencia, sobre las picaduras del tiempo, sobre la vida y la muerte, protagonista esta última del magnífico poema con el que se inicia el libro, «Los cantos de Eurídice», cantos, por otra parte, que reivindican la voz oscura, lo misterioso, el componente irracional del comportamiento humano. Posiblemente sean versos de esta intensidad, pertenecientes al poema «Heteronimia», en este caso, los que resuman esa simultaneidad temática de la que hablamos: «De metapoesía y metamuerte/ estallan los poemas y la fe», intensidad muy lograda también en la parte final del libro, integrada por cerca de una veintena de aforismos, género que se adapta como un guante al pensamiento inquisitivo y cáustico y que mantiene con el verso propiamente dicho, una relación estrecha, aunque conflictiva, según defienden algunos de sus practicantes.
En una antología temática como esta, el interesado —y yo me confieso un fiel entusiasta de la práctica metapoética— está tentado de apropiarse de innumerables versos, de la hermosa combinación de clasicismo y cotidianidad —también están llenos de ironía, de celebración, de añoranza— con la que están construidas dichas reflexiones, pero debe conformarse con dejarse empapar por la convicción que las sostiene, por la belleza que las envuelve y por la música que las trasmite. Es un excelente botín que no conviene malgastar en inútiles desmentidos estéticos, en responder a frívolas y arbitrarias reprobaciones sociales. La poesía va en serio, y quien lea esta antología metapoética de Aurora Luque quedará convencido de ello, sin dejar lugar alguno a la más malévola duda.

YUSEF KOMUNYAKAA. DIEN CAI DAU

16 lunes Feb 2015

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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YUSEF KOMUNYAKAA. DIEN CAI DAU. TRADUCCIÓN, PRÓLOGO Y NOTAS DE JUAN JOSÉ VÉLEZ. VALPARAÍSO EDICIONES, 2014
El creciente interés de los lectores de poesía por otras tradiciones distintas a la nuestra, por otras formas de comprensión de la realidad, por otros atalayas desde las que observar el mundo ha propiciado un cambio en el panorama editorial español. Felizmente, asistimos en los últimos años a un imparable aluvión de traducciones poéticas gestionadas en la mayoría de las ocasiones por traductores de gran solvencia, especialmente en lo que concierne a la poesía norteamericana, una tradición que, personalmente, intento seguir más de cerca. Pese a ese rastreo contumaz que realizo de forma permanente, he de confesar que apenas conocía la obra —importantísima, fecunda, intensa, desasosegante— de Yusef Komunyakka. La primera vez que leí poemas suyos no me llamaron la atención especialmente, quizá por lo parco de la muestra, sólo dos poemas —uno de ellos, pertenece al libro del que hablaremos posteriormente— incluidos en el, por otra parte, imprescindible libro Líneas conectadas. Nueva poesía de los Estados Unidos, publicado en 2006 por Sarabande Books en una edición que corrió a cargo de April Lindner. Y quiero mencionar este hecho porque la impresión que me ha causado la lectura de Dien Cai Dau ha supuesto un giro de 180º en la estimación de un poeta al que, desde este mismo instante, trataré de no perder la pista.
Yusef Komunyakka (Luisiana, 1947) goza en su país de un enorme reconocimiento y, deseamos, que a partir de ahora lo tenga también en el nuestro. Su lugar de nacimiento —origen del movimiento en pro de los derechos civiles—, así como su reclutamiento para combatir en la guerra de Vietnan durante dos años, 1969 y 1970, han sido determinantes en su poesía, una poesía que vio la luz por primera vez en forma de libro en 1977 (Dedications & Other Darkhorses), aunque comenzara a escribir en 1973. A partir de la publicación de este primer libro se han sucedido las publicaciones y los reconocimientos. Sin ánimo de ser exhaustivo, citaremos algunos de ellas, como I Apologize for the Eyes in My Head (1986), libro que obtuvo el San Francisco Poetry Center Award; Thieves of Paradise (1998), con el que fue finalista del National Book Critics Circle Award; Neon Vernacular: New & Selected Poems 1977-1989 (1994), por el que recibió el Pulitzer Prize y the Kingsley Tufts Poetry Award. Komunyakaa ha ganado también el Wallace Stevens Award en 2011. Tiene en su haber otros galardones como el Ruth Lilly Poetry Prize, el William Faulkner Prize de la Université de Rennes, el Thomas Forcade Award, el Hanes Poetry Prize y becas del Fine Arts Work Center in Provincetown, del Louisiana Arts Council y del National Endowment for the Arts. Con Dien Cai Dau obtuvo el Dark Room Poetry Prize y ha sido reconocido con uno de los mejores libros sobre la guerra de Vietnan por voces tan autorizadas como la del poeta Robert Hass. Como conclusión a tan deslumbrante trayectoria no podemos sino reconocer que nos hallamos ante uno de los poetas más importante de los Estados Unidos en las últimas décadas, por esa razón, adquiere, si cabe, mayor relevancia la traducción de un libro completo a nuestro idioma por vez primera, traducción que ha llevado a cabo el profesor y poeta Juan José Vélez (recientemente ha publicado en la misma editorial una antología de su propia obra, de la que pronto nos ocuparemos en este blog), autor también del prólogo y de las notas, imprescindibles en la mayoría de las ocasiones, que completan el volumen.
La literatura y el cine sobre la guerra de Vietnan se han convertido en un género en sí mismo. Son cientos, miles las novelas, los ensayos, las películas e incluso las canciones que se han dedicado a dicho conflicto. Sin embargo, Hemos de tener en cuenta que durante la década de los sesenta, cuando la contienda estaba en su apogeo no eran muchos los poetas que, bien individualmente o agrupados en corrientes estéticas, se implicaron en la misma, Los movimientos por la paz no tuvieron repercusión apenas en la poesía, como lo demuestran por ejemplo, los poetas que integraron la llamada Escuela de Nueva York (opuestos a la guerra, pero remisos a trasladar esa oposición a sus poemas). Hubo, sí, notables excepciones, como los poetas beatniks y algunos poetas como Robert Lowell, que llegó a rechazar una invitación del presidente Lyndon Johnson para asistir a la Casa Blanca y encabezó a finales de los sesenta una serie de marchas en contra de la guerra o Robert Hass, que en su libro Fiel guide (1973) trata de establecer paralelismos entre la invasión injustificada de Cuba en la guerra hispano-estadounidense de 1898 y la invasión de Vietnan. Ambas fueron estrategias para ampliar la supremacía económica y militar –en 1898, aún en pañales— y la hegemonía geoestratégica de los Estados Unidos. El también norteamericano e. e. Cummings escribió una dura crítica de la demagogias de los políticos con respecto de la guerra en el poema que comienza así: «después de por supuesto dios américa yo». Pero volvamos a nuestro asunto. Como hemos dicho, se han filmado miles de películas sobre la contienda, generalmente, y a pesar de que los norteamericanos sufrieron su primera derrota, la mayoría de ellas, presentan al ejército invasor compuesto por hombres dispuestos a morir de forma heroica por restituir y salvaguardar las libertades y los derechos de un pueblo oprimido. Existe, sin embargo, otro tipo de cine que se ha caracterizado por ofrecer una visión menos idílica y más crítica con las razones que llevaron al ejército estadounidense en una guerra imposible de ganar. Películas como El cazador de Michael Cimino (1978), Apocalypse Now de Francis Ford Coppola (1979) —que yo vi en su estreno en España, justamente el día antes de marchar al Servicio Militar Obligatorio—, La chaqueta metálica, de Stanley Kubric (1987) y un largo etc. No faltan tampoco las que ofrecen una visión humorística de los hechos, como la serie televisiva M*A*S*H* (aunque su referente era la guerra de Corea, la mordaz crítica que realizaba tenía que ver con la del Vietnan), acaso con el objetivo de minimizar las secuelas que la derrota produjo en el ánimo de los perdedores y de levantar la moral a los excombatientes, dejados de la mano de Dios por la sociedad y muchos de ellos con graves problemas sicológicos.
No ha sido Komunyakaa el primer poeta que sustenta una parte importante de su poética en un conflicto bélico. Por no remontarnos demasiado atrás —lo que supone, en nuestra literatura, soslayar los nombres de Manrique, Garcilaso o el mismo Cervantes, entre otros—, acaso sean la I Guerra Mundial y la Guerra Civil Española los acontecimientos históricos que han generado mayor dedicación poética. Un nutrido grupo de jóvenes poetas de habla inglesa alimentó sus versos con su propia experiencia en la lucha armada durante la sanguinaria I Guerra. Muchos murieron, otros quedaron mutilados, ninguno quedó inmune. Algunos han quedado en nuestra memoria, como Owen, S. Sassoon o Robert Graves. Otros, con menos talento y fortuna, han quedado apenas como una nota a pie de página en la historia de la Literatura: E. Ewards, Th. Kettle, F. Ledwidge o F. Madox, por ejemplo. Incluso el gran Yeats dedicó sus versos al conflicto en su poema «The Second Coming», en 1919, al final de la Primera Guerra Mundial.
Nuestra guerra civil también contó con un buen número de poetas soldados que lucharon en la primera línea del frente, como el tristemente malogrado Miguel Hernández, y en labores de propaganda. Recordemos los nombres, por citar sólo a u reducido número de poetas, de Antonio Machado, de Alberti, de Neruda, de Auden o de Octavio Paz, por esa razón acaso, el lector español puede estar más sensibilizado para apreciar la intensidad de este libro.
Más que un manifiesto contra la guerra de Vietnan y en pro de los derechos civiles, lo que el Komunyakaa hace en Dien Cai Dau (literalmente «loco en la cabeza», o quizá, en una versión más libre, «loco de remate») es exponer crudamente las violentas circunstancias en las que se desarrolló la guerra y el racismo subyacente que estigmatizaba a los negros, a pesar de participar en la guerra con el orgullo, en muchísimos casos, de sentirse ciudadanos norteamericanos. Hubo algunas negativas a participar en ella, como el famoso caso del boxeador y campeón mundial, Muhammad Ali, que se convirtió, al oponerse a su reclutamiento y poner sus convicciones por encima de sus privilegios) en una especie de modelo a seguir, en un orgullo para la raza negra. Juan José Vélez escribe en el prólogo que «por su significado contra el racismo y por su sutil denuncia de la injusticia a la que un sector importante había sido, y estaba siendo sometido, cuando en 1988 se edita Dien Cai Dau, el poemario acapara la atención de críticos, lectores, historiadores y sociólogos, incluso trece años después de que la guerra hubiese terminado». Martin Luther King había sido asesinado en 1968 y muchos otros activistas pro derechos civiles fueron golpeados y vejados con total impunidad. Fueron tristemente famosos los disturbios raciales en Watts, barrio negro de Los Ángeles, en 1968. Lyndon B. Johnson, a la sazón presidente norteamericano hacía oídos sordos a las voces que clamaban por la finalización de la guerra. Hizo caso omiso, incluso, al mensaje que en 1966 le envío el entonces Papa Pablo VI, reclamando el fin de la guerra.
Este ambiente de malestar popular, de descontento con la política de su gobierno, de horror antes las noticias que llegaban del frente, de indignación ante la sangría innecesaria que diariamente entraba por la televisión y los periódicos no sólo en los acomodados hogares estadounidenses, sino en los barrios marginados, en los suburbios más pobres. La locura de la guerra y las repercusiones sociales y económicas que padecieron los orgullosos habitantes de la declinante potencia son los temas que articulan Dien Cai Dau. Libro en el que combina magistralmente la sofisticación argumental con la naturalidad coloquial, el sentido metafísico de la existencia con la expresión cotidiana, porque, y este libro es un ejemplo sobresaliente de ello, la transcendentalidad espiritual con un lenguaje sencillo, apegado a la realidad. Hay poemas magníficos en este grandísimo libro, como «Recreando la escena», «Tu do street» o «Los últimos días del calendario» que, a mi juicio, sobresalen por encima de una gran altura poética general, de por sí casi inalcanzable. No falta en este extenso catálogo del dolor y la desolación, elementos que contribuyen a desdramatizar el tono admonitorio general. La autocrítica y la ironía también están muy presentes en estos poemas, especialmente en poemas como «Paga de combate para Jody», en el que escribe versos tan explícitos como estos: «Tenía que olvidar el mar/ que nos separaba. Sus otros amantes». El libro acaba con un poema, «Afrontándolo», que es una concatenación de propósitos en torno a la asimilación de las consecuencias de la guerra, aunque Yusef Komunyakaa no pueda evitar caer en la melancolía, como cuando visita el llamado Muro Negro de Washington, el Memorial de Vietnan, un largo muro de mármol, en el cual están escritos los nombres de más de 58000 soldados fallecidos durante la guerra. El poeta Mark Jarmon escribió un verso estremecedor que nos traslada a aquellas terribles fechas: «Volvió a casa en una bolsa/ Donde pudo haberse mezclado con otros pedazos de su pelotón» y a la pertinencia del monumental recordatorio que aún sigue creando polémica. Como lector, no puedo más que recomendar vehementemente de este libro. Un libro así no se merece pasar desapercibido. Ojalá estas palabras contribuyan a evitarlo.

EDWARD HIRSCH. CONTRAATAQUE

13 viernes Feb 2015

Posted by carlosalcorta in Versiones

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EDWARD HIRSCH

CONTRAATAQUE

En memoria de Dennis Turner, 1946-1984

Un tiro de gancho acaricia el aro y
se queda colgado, impotente, pero no desciende,

y por una vez nuestro desgarbado base
actúa como tal y salta a tiempo

perfectamente, abrazando el cuero naranja
desde el aire como a una preciada posesión

y, rotando para lanzar a canasta
desde fuera del área, ejecuta

un pase por debajo hacia el otro escolta
haciendo una tijera a un defensor de pies planos

que parece aturdido y clavado en el suelo
en la dirección equivocada, intentando interceptar la trayectoria

por arriba, siendo driblado y permitiendo
que el juego se despliegue delante de él

a cámara lenta, casi exactamente
como el croquis de un entrenador en la pizarra,

ambos hacia delante corriendo por la cancha
siguiendo la jugada prevista, desplegándose

y abriendo las líneas uno detrás de otro, moviéndose
juntos como hermanos pasándose el balón

entre ellos sin una finta, sin
un solo bote aporreando la madera

hasta que el escolta finalmente lanza fuera
y comete una falta personal

mientras que el pívot estalla a su lado
hecho una furia, cogiendo la pelota en el aire

ahora y encestándola suavemente
con un tiro contra el tablero

pero perdiendo el equilibrio en el transcurso,
cayéndose inexplicablemente, golpeando contra el suelo

con un movimiento de cabeza salvaje
para el juego que él quería tanto como al país

y dándose la vuelta para ver una mancha naranja
cayendo perfectamente a través de la red.

Versión de Carlos Alcorta

JOSE ANTONIO CONDE. UN JUEGO DE LLAVES

11 miércoles Feb 2015

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JOSE ANTONIO CONDE. UN JUEGO DE LLAVES. LIBROS DEL INNOMBRABLE, 2014

José Antonio Conde (Zaragoza, 1961) es, además de un reconocido artista plástico que ha expuesto en ciudades como Zaragoza. Huesca, Teruel o Barcelona, un poeta de larga trayectoria, de lo que dan fe la relación de libros publicados, entre los que citaremos La Vigilia del mármol (2003), La diferencia que cubre la trampa (2008) —Premio Cálamo de poesái erótica—, El ángulo y la llaga (2009), Botánica del sueño (2011) o el más reciente, Un juego de llaves, publicado como el anterior por Libros del innombrable, en 2014, libro que suscita este comentario.
Lo primero que nos llama la atención, y de forma poderosa, es la sabia combinación de discursividad y contención lingüística, algo no siempre fácil de conciliar. Los poemas de José Antonio Conde describen emociones filtradas por el tamiz del pensamiento, de la reflexión, de ahí que muchos de estos versos trasciendan la anécdota elevándola a categoría universal, como estos que transcribo: «Tus lágrimas definen los reptiles. El pesar es exterior». Otra de las notables características de su poesía es el extremo cuidado en la elección del lenguaje, un lenguaje que busca decir mucho con pocas palabras, por eso en sus poemas esas palabras, aunque sean de uso común y estén desvirtuadas por significados planos, reasumen su verdadera esencia, la polisemia («lo plural sin nombre»), lo que contribuye en buena medida a que leamos estos poemas saboreando la sorpresa semántica que se avecina. Y es que el fruto de ese encomiable respeto por la materia principal con la que se construye el poema, por el lenguaje («Y un lenguaje paralelo/ de secuencias/ encadena otro aprendizaje), premisa que debería grabarse en la frente de todo aquel que se enfrenta a la página en blanco, no es otro que una indagación cuasi metafísica en las relaciones humanas, en el poder –más allá de lo que las convecciones sociales determinan— revelador del deseo («Todo me conduce/ hasta ti/ sin sensatez», reconoce Conde), en las ficciones que alimenta la memoria. En una «Poética» escrita con antelación, José Antonio Conde nos ofrece su personal visión de la creación poética: «Poesía como alquimia, la percepción, la imaginación van impregnándose de elementos reales para elevarlos a categoría poética en un mundo que sólo existe en el lenguaje», acaso porque, como pensaba Octavio Paz, que de forma excelsa ha estudiado las relaciones entre las cosas y las palabras que las nombra, «La historia del hombre podría reducirse a la de las relaciones entre las palabras y el pensamiento». Ese esmero del que hablamos —quizá aún más quintaesenciado en el deslumbrante, Botánica del sueño, libro que parece seguir la máxima de Linneo según la cual, «si ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas» — encubre multitud de analogías secretas que describen un mundo muy diferente al cotidiano, una existencia llena de misterio, aunque las referencias que dan pie al poema estén sustentadas en la realidad más inmediata. El poeta, novelista y editor Fernando Sanmartín escribe el «Prólogo» a los poemas de Conde, con su sabiduría habitual, que «El poema se convierte en confesión. Y en un monólogo. Y en enigma que el propio poema desvela», y nada es más cierto, porque los versos sugieren más que afirman sin necesidad de recurrir a una retórica torrencial o a imágenes deslumbrantes, al más puro artificio. La realidad, el mundo interior del poeta se metamorfosean en la palabra y en la conciencia de los límites que ésta padece para definirlo en su totalidad, y sólo desde la humildad de esa toma de conciencia se puede encontrar sentido a la vida y a las fuerzas casi insondables que gobiernan sus ciclos, Creo que esto lo ha entendido José Antonio Conde desde el principio, desde sus primeros libros, porque ha sabido huir de abstracciones y de teorías. Sus poemas cuentas historias, en ellos se habla de emociones y se describen vivencias, por eso sus poemas cada vez nos suenan mejor, nos trastornan a la vez que nos asombran («Qué sucede con la poesía cuando carece de sorpresa?», se pregunta el poeta norteamericano Ron Silliman), cómplices como somos los lectores del sentir primordial, ese que recrea la naturaleza humana, t transfigurada, corporizada en el lenguaje.

CHARLES WRIGHT. CICATRIZ

09 lunes Feb 2015

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CHARLES WRIGHT. CICATRIZ. TRADUCCIÓN DE CARLOS JIMÉNEZ ARRIBAS. VASO ROTO POESÍA, 2014
No resulta fácil escribir sobre aquellos libros que, por una u otra causa, nos deslumbran, aunque aparentemente parezca lo contrario, porque ese deslumbramiento corre parejo a una sensación de incertidumbre que, en muchas ocasiones, bloquea, paraliza la propia escritura. Es necesario dejar ese libro del que hablamos en la estantería, dejar reposar la impresión que nos produjo su primera lectura en los pliegues de la mente y retomarlo pasados unos días o unas semanas, según el caso. Algo de esto me ha ocurrido con Cicatriz, el último libro traducido al español de Charles Wright (Pickwick Dam, Tenesse, 1935), autor a quien se le viene prestando un meritorio interés en nuestra lengua. Recordemos que la editorial El Tucán de Virginia publicó Apalaquia en 2003, traducido por Valerie Mejer y E.M. Test; que la editorial Pre-Textos hizo lo propio en 2002 con Zodiaco negro, en traducción de Jeannette L. Clariond, quien también se ocupó de traducir para la extinta editorial DVD Una breve historia de la sombra (2009), así como Potrillo, publicado en 2011 por Vaso Roto, la misma editorial, aunque esta vez la magnífica traducción corre a cargo de Carlos Jiménez Arribas, que se ocupa de Cicatriz, libro que vio la luz en su versión original (Scar Tissue) en 2006 y fue galardonado con el International Griffin Poetry Prize en 2007. Desde esa fecha, Charles Wright, que trabajó como profesor en la University of Virginia en Charlottesville y actualmente es Poeta Laureado de los Estados Unidos, ha publicado, y nos referimos sólo al ámbito de la poesía, libros como Littlefoot (2009), Sestets (2009), Bye-and-Bye. Selected Late Poems (2011) y el más reciente, Caribou (2014), por alguno de los cuales ha obtenido premios tan importantes como el Bollingez Price, en 2013. Creo que esta extensa enumeración, que puede resultar algo tediosa, es del todo imprescindible para calibrar la relevancia del poeta, una de las voces más sobresalientes de la riquísima poesía norteamericana actual, voces entre las que se encuentras poetas bien conocidos por los lectores españoles, como Asbhery, Charles Simic, Merwin, Anne Carson o el recientemente fallecido Mark Strand, por citar sólo algunos de los más significativos.
El libro está divido en tres partes de diferente entidad. La primera y la tercera están conectadas por la segunda sección, integrada ésta por un largo poema fragmentado que presta título al libro completo, «Cicatriz», poema dividido en dos tramos, que funciona como una especie de bisagra que acopla los recuerdos de la infancia convertidos en poemas, «Despedida de Appalachia» («¿Y a dónde nos dirigíamos?/ A la tierra del Relato, ese oscuro territorio/ que cuenta frase a frase nuestra historia, que le da un principio y un final…»y «El perro de Appalachia» («Parece que lo estoy viendo todavía…»), respectivamente que encabezan la primera y la última de las secciones. Hay un aliento, un hilo conductor fácilmente reconocible que enhebra las palabras, los versos, los diferentes poemas, la mitificación de los recuerdos de la infancia (aunque no percibamos en ello melancolía o nostalgia), hasta el punto de que el poeta escribe, implorando a una divinidad vinculada a la Naturaleza, a los efectos que de ella emanan, «Ayúdanos a no perder jamás de vista dónde nos criamos, ayúdanos/ a aferrarnos a lo que ya había…», tal vez porque Wright posee el convencimiento casi absoluto de la impenetrabilidad del más allá y esa convicción es la que le conduce a conceder una importancia extrema al mínimo suceso, a la pincelada más delicada que pueda dar forma al recuerdo. Para conseguir su objetivo, el autor no duda en hacer una descripción pormenorizada («No es tanto la descripción como lo que describes», puntualiza el poeta) del escenario donde el poema se desarrolla. Disponemos de muchos ejemplos, y bastará sólo con mencionar alguno de ellos, como éste: «Todavía es 1942,/ todavía tenemos el humo de la fogata en los dos ojos, mi hermano y yo/ miramos hacia el agua en la distancia, incandescente con el sol/ esperando a que mi padre aparezca…». El paisaje, la vegetación, los accidentes naturales, la lluvia o el viento, la luz que todo lo ilumina no son actores secundarios en la película de su vida, esa vida, o parte de ella, que refleja el poema «Breve historia de mi vida»: «yo nací una mañana de domingo,/ intocado por los cielos/ con poco pelo, sin dientes, con las sombras del crepúsculo en su corazón,/ y a mucho camino del camino», en el que narra, con diferentes precisiones de orden geográfico (algunos lugares de Italia, país donde según el autor, volvió a nacer: Verona —ciudad en la estuvo destinado tras su incorporación al ejército de los EEUU entre 1957 y 1961—, Garda, los Dolomitas o Roma —entre 1963 y 1965, gracias a una Beca Fulbright—), ciertos acontecimientos que han definido su vida y que han provocado en el autor un sentimiento de gratitud que atraviesa de punta a cabo el libro: «Sólo el mundo con su gracia oscura./ Y yo he tratado de retratarlo». El escenario, el entorno y los objetos que lo ocupan, como decía, son parte importantísima en el discurso poemático porque son el punto de partida desde el cual se suceden las reflexiones de orden moral que acucian a Wright, un poeta más comprometido con los asuntos que conciernen a su propia identidad y con los conflictos del yo —narcissus poeticus, lo denomina— de lo que una lectura superficial podía darnos a entender. Su conocimiento de la poesía italiana, especialmente de Dante y su concepción circular del universo, pero también de Montale o Dino Campana ha influido de forma permanente en su manera de ver el mundo y las emociones que esa mirada suscita.
Otro argumento, no menor, que actúa como columna vertebral en muchos de los poemas, lo que delata la importancia que tiene para el poeta, es el de la construcción del poema y su relación con la memoria, es decir, hasta qué punto es el lenguaje capaz de transcribir la abismal grieta que separa lo vivido de lo recordado, asunto éste que trae de cabeza a infinidad de poetas contemporáneos. «El tema siempre fue el idioma —escribe Wright— y la idea de Dios/ fue el fantasma que sobre mi pequeño mundo/ se cernía, mi portavoz para el significado,/ mi garra y mi pico brillante…», porque, como escribe en un poema anterior, «El emblema de la memoria es el abismo, y eso no es ninguna metáfora».
La necesidad de contemplar lo cotidiano, lo habitual, lo más cercano, con una mirada escrutadora, no amansada por la repetición, es algo que también defiende Charles Wright reiteradamente en los poemas de Cicatriz. «Sólo lo obvio, con su raro cuello, nos mantiene atentos», escribe. Sólo a través de esa mirada desprejuiciada el poeta, y por consiguiente, el lector, será capaz de percibir los sutiles matices con los que está coloreada la realidad, sólo gracias a un cuestionamiento interno de las leyes que rigen el tiempo, de su presunta linealidad y de su relación con las cosas y con los seres que lo habitan, puede el poeta dar crédito a la configuración evanescente de la realidad que obra la memoria. Los poemas de Wright poseen un ritmo eminentemente narrativo, sin embargo, dicha narratividad se malogra con mucha frecuencia y el discurso o, mejor sería decir, la descripción se entrecorta, se fragmenta con momentos reflexivos de carácter moral y trascendente —generalmente realzados en versos sentenciosos y contundentes— y con largos interrogantes que contribuyen a crear un clima de incertidumbre vital en feroz correspondencia con la indagación metafísica del universo que realiza a través de la naturaleza, algo en lo que es fácil detectar la influencia de Walalce Stevens. La naturaleza se contempla con admiración, pero también con desasosiego: «La naturaleza no tiene negativo./ Nada se pierde en ella», escribe en el poema «Vestigios de la China». La vastedad natural se contrapone al vacío espiritual que experimenta el poeta ante la dificultad de aprehender lo real, de conocerlo en su totalidad, aunque para ello se valga de hechos autobiográficos —el mismo viaje a China, por ejemplo—, de notas o de imágenes de su mundo privado, de lecturas o de su acervo cultural (Wright es un enamorado del cine italiano, especialmente de autores como Fellini o Antonioni y reconoce que ha aprendido en ellos el sentido de la inmediatez, el corte rápido de la escena, la presentación directa de los hechos o el paso repentino de una imagen a otra, características todas ellas que encontramos en su poesía), a pesar de la manifiesta intención del poeta por desasirse se esa impresión negativa y ver lo que le rodea como una revelación, como «una puerta hacia la luz», como el escalón imprescindible para alcanzar la gracia, porque «No hay naturaleza en la eternidad, ni se muda el viento, ni la mala hierba». Aquí, sin embargo, en la reino de la temporalidad, la contemplación de la naturaleza, de un paisaje concreto propicia, como hemos dicho, rigurosos autoanálisis y reflexiones sobre conceptos abstractos como la divinidad, la eternidad o la inmensidad que son, al fin y al cabo, los que articulan los emocionantes versos de este extraordinario poemario.

FRANZ WRIGHT. SOBRE LA TIERRA

08 domingo Feb 2015

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FRANZ WRIGHT
SOBRE LA TIERRA

Resurrección del pequeño manzano fuera
de mi ventana, fulgor
de la hoja de finales
de abril
que encandiló sus ojos, olvida
olvida
pero cómo
¿Cómo aprende uno
a morir?
¿Quién sobre la tierra
me enseñará?
El mundo
está lleno de gente
que nunca ha muerto

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