YUSEF KOMUNYAKAA. DIEN CAI DAU. TRADUCCIÓN, PRÓLOGO Y NOTAS DE JUAN JOSÉ VÉLEZ. VALPARAÍSO EDICIONES, 2014
El creciente interés de los lectores de poesía por otras tradiciones distintas a la nuestra, por otras formas de comprensión de la realidad, por otros atalayas desde las que observar el mundo ha propiciado un cambio en el panorama editorial español. Felizmente, asistimos en los últimos años a un imparable aluvión de traducciones poéticas gestionadas en la mayoría de las ocasiones por traductores de gran solvencia, especialmente en lo que concierne a la poesía norteamericana, una tradición que, personalmente, intento seguir más de cerca. Pese a ese rastreo contumaz que realizo de forma permanente, he de confesar que apenas conocía la obra —importantísima, fecunda, intensa, desasosegante— de Yusef Komunyakka. La primera vez que leí poemas suyos no me llamaron la atención especialmente, quizá por lo parco de la muestra, sólo dos poemas —uno de ellos, pertenece al libro del que hablaremos posteriormente— incluidos en el, por otra parte, imprescindible libro Líneas conectadas. Nueva poesía de los Estados Unidos, publicado en 2006 por Sarabande Books en una edición que corrió a cargo de April Lindner. Y quiero mencionar este hecho porque la impresión que me ha causado la lectura de Dien Cai Dau ha supuesto un giro de 180º en la estimación de un poeta al que, desde este mismo instante, trataré de no perder la pista.
Yusef Komunyakka (Luisiana, 1947) goza en su país de un enorme reconocimiento y, deseamos, que a partir de ahora lo tenga también en el nuestro. Su lugar de nacimiento —origen del movimiento en pro de los derechos civiles—, así como su reclutamiento para combatir en la guerra de Vietnan durante dos años, 1969 y 1970, han sido determinantes en su poesía, una poesía que vio la luz por primera vez en forma de libro en 1977 (Dedications & Other Darkhorses), aunque comenzara a escribir en 1973. A partir de la publicación de este primer libro se han sucedido las publicaciones y los reconocimientos. Sin ánimo de ser exhaustivo, citaremos algunos de ellas, como I Apologize for the Eyes in My Head (1986), libro que obtuvo el San Francisco Poetry Center Award; Thieves of Paradise (1998), con el que fue finalista del National Book Critics Circle Award; Neon Vernacular: New & Selected Poems 1977-1989 (1994), por el que recibió el Pulitzer Prize y the Kingsley Tufts Poetry Award. Komunyakaa ha ganado también el Wallace Stevens Award en 2011. Tiene en su haber otros galardones como el Ruth Lilly Poetry Prize, el William Faulkner Prize de la Université de Rennes, el Thomas Forcade Award, el Hanes Poetry Prize y becas del Fine Arts Work Center in Provincetown, del Louisiana Arts Council y del National Endowment for the Arts. Con Dien Cai Dau obtuvo el Dark Room Poetry Prize y ha sido reconocido con uno de los mejores libros sobre la guerra de Vietnan por voces tan autorizadas como la del poeta Robert Hass. Como conclusión a tan deslumbrante trayectoria no podemos sino reconocer que nos hallamos ante uno de los poetas más importante de los Estados Unidos en las últimas décadas, por esa razón, adquiere, si cabe, mayor relevancia la traducción de un libro completo a nuestro idioma por vez primera, traducción que ha llevado a cabo el profesor y poeta Juan José Vélez (recientemente ha publicado en la misma editorial una antología de su propia obra, de la que pronto nos ocuparemos en este blog), autor también del prólogo y de las notas, imprescindibles en la mayoría de las ocasiones, que completan el volumen.
La literatura y el cine sobre la guerra de Vietnan se han convertido en un género en sí mismo. Son cientos, miles las novelas, los ensayos, las películas e incluso las canciones que se han dedicado a dicho conflicto. Sin embargo, Hemos de tener en cuenta que durante la década de los sesenta, cuando la contienda estaba en su apogeo no eran muchos los poetas que, bien individualmente o agrupados en corrientes estéticas, se implicaron en la misma, Los movimientos por la paz no tuvieron repercusión apenas en la poesía, como lo demuestran por ejemplo, los poetas que integraron la llamada Escuela de Nueva York (opuestos a la guerra, pero remisos a trasladar esa oposición a sus poemas). Hubo, sí, notables excepciones, como los poetas beatniks y algunos poetas como Robert Lowell, que llegó a rechazar una invitación del presidente Lyndon Johnson para asistir a la Casa Blanca y encabezó a finales de los sesenta una serie de marchas en contra de la guerra o Robert Hass, que en su libro Fiel guide (1973) trata de establecer paralelismos entre la invasión injustificada de Cuba en la guerra hispano-estadounidense de 1898 y la invasión de Vietnan. Ambas fueron estrategias para ampliar la supremacía económica y militar –en 1898, aún en pañales— y la hegemonía geoestratégica de los Estados Unidos. El también norteamericano e. e. Cummings escribió una dura crítica de la demagogias de los políticos con respecto de la guerra en el poema que comienza así: «después de por supuesto dios américa yo». Pero volvamos a nuestro asunto. Como hemos dicho, se han filmado miles de películas sobre la contienda, generalmente, y a pesar de que los norteamericanos sufrieron su primera derrota, la mayoría de ellas, presentan al ejército invasor compuesto por hombres dispuestos a morir de forma heroica por restituir y salvaguardar las libertades y los derechos de un pueblo oprimido. Existe, sin embargo, otro tipo de cine que se ha caracterizado por ofrecer una visión menos idílica y más crítica con las razones que llevaron al ejército estadounidense en una guerra imposible de ganar. Películas como El cazador de Michael Cimino (1978), Apocalypse Now de Francis Ford Coppola (1979) —que yo vi en su estreno en España, justamente el día antes de marchar al Servicio Militar Obligatorio—, La chaqueta metálica, de Stanley Kubric (1987) y un largo etc. No faltan tampoco las que ofrecen una visión humorística de los hechos, como la serie televisiva M*A*S*H* (aunque su referente era la guerra de Corea, la mordaz crítica que realizaba tenía que ver con la del Vietnan), acaso con el objetivo de minimizar las secuelas que la derrota produjo en el ánimo de los perdedores y de levantar la moral a los excombatientes, dejados de la mano de Dios por la sociedad y muchos de ellos con graves problemas sicológicos.
No ha sido Komunyakaa el primer poeta que sustenta una parte importante de su poética en un conflicto bélico. Por no remontarnos demasiado atrás —lo que supone, en nuestra literatura, soslayar los nombres de Manrique, Garcilaso o el mismo Cervantes, entre otros—, acaso sean la I Guerra Mundial y la Guerra Civil Española los acontecimientos históricos que han generado mayor dedicación poética. Un nutrido grupo de jóvenes poetas de habla inglesa alimentó sus versos con su propia experiencia en la lucha armada durante la sanguinaria I Guerra. Muchos murieron, otros quedaron mutilados, ninguno quedó inmune. Algunos han quedado en nuestra memoria, como Owen, S. Sassoon o Robert Graves. Otros, con menos talento y fortuna, han quedado apenas como una nota a pie de página en la historia de la Literatura: E. Ewards, Th. Kettle, F. Ledwidge o F. Madox, por ejemplo. Incluso el gran Yeats dedicó sus versos al conflicto en su poema «The Second Coming», en 1919, al final de la Primera Guerra Mundial.
Nuestra guerra civil también contó con un buen número de poetas soldados que lucharon en la primera línea del frente, como el tristemente malogrado Miguel Hernández, y en labores de propaganda. Recordemos los nombres, por citar sólo a u reducido número de poetas, de Antonio Machado, de Alberti, de Neruda, de Auden o de Octavio Paz, por esa razón acaso, el lector español puede estar más sensibilizado para apreciar la intensidad de este libro.
Más que un manifiesto contra la guerra de Vietnan y en pro de los derechos civiles, lo que el Komunyakaa hace en Dien Cai Dau (literalmente «loco en la cabeza», o quizá, en una versión más libre, «loco de remate») es exponer crudamente las violentas circunstancias en las que se desarrolló la guerra y el racismo subyacente que estigmatizaba a los negros, a pesar de participar en la guerra con el orgullo, en muchísimos casos, de sentirse ciudadanos norteamericanos. Hubo algunas negativas a participar en ella, como el famoso caso del boxeador y campeón mundial, Muhammad Ali, que se convirtió, al oponerse a su reclutamiento y poner sus convicciones por encima de sus privilegios) en una especie de modelo a seguir, en un orgullo para la raza negra. Juan José Vélez escribe en el prólogo que «por su significado contra el racismo y por su sutil denuncia de la injusticia a la que un sector importante había sido, y estaba siendo sometido, cuando en 1988 se edita Dien Cai Dau, el poemario acapara la atención de críticos, lectores, historiadores y sociólogos, incluso trece años después de que la guerra hubiese terminado». Martin Luther King había sido asesinado en 1968 y muchos otros activistas pro derechos civiles fueron golpeados y vejados con total impunidad. Fueron tristemente famosos los disturbios raciales en Watts, barrio negro de Los Ángeles, en 1968. Lyndon B. Johnson, a la sazón presidente norteamericano hacía oídos sordos a las voces que clamaban por la finalización de la guerra. Hizo caso omiso, incluso, al mensaje que en 1966 le envío el entonces Papa Pablo VI, reclamando el fin de la guerra.
Este ambiente de malestar popular, de descontento con la política de su gobierno, de horror antes las noticias que llegaban del frente, de indignación ante la sangría innecesaria que diariamente entraba por la televisión y los periódicos no sólo en los acomodados hogares estadounidenses, sino en los barrios marginados, en los suburbios más pobres. La locura de la guerra y las repercusiones sociales y económicas que padecieron los orgullosos habitantes de la declinante potencia son los temas que articulan Dien Cai Dau. Libro en el que combina magistralmente la sofisticación argumental con la naturalidad coloquial, el sentido metafísico de la existencia con la expresión cotidiana, porque, y este libro es un ejemplo sobresaliente de ello, la transcendentalidad espiritual con un lenguaje sencillo, apegado a la realidad. Hay poemas magníficos en este grandísimo libro, como «Recreando la escena», «Tu do street» o «Los últimos días del calendario» que, a mi juicio, sobresalen por encima de una gran altura poética general, de por sí casi inalcanzable. No falta en este extenso catálogo del dolor y la desolación, elementos que contribuyen a desdramatizar el tono admonitorio general. La autocrítica y la ironía también están muy presentes en estos poemas, especialmente en poemas como «Paga de combate para Jody», en el que escribe versos tan explícitos como estos: «Tenía que olvidar el mar/ que nos separaba. Sus otros amantes». El libro acaba con un poema, «Afrontándolo», que es una concatenación de propósitos en torno a la asimilación de las consecuencias de la guerra, aunque Yusef Komunyakaa no pueda evitar caer en la melancolía, como cuando visita el llamado Muro Negro de Washington, el Memorial de Vietnan, un largo muro de mármol, en el cual están escritos los nombres de más de 58000 soldados fallecidos durante la guerra. El poeta Mark Jarmon escribió un verso estremecedor que nos traslada a aquellas terribles fechas: «Volvió a casa en una bolsa/ Donde pudo haberse mezclado con otros pedazos de su pelotón» y a la pertinencia del monumental recordatorio que aún sigue creando polémica. Como lector, no puedo más que recomendar vehementemente de este libro. Un libro así no se merece pasar desapercibido. Ojalá estas palabras contribuyan a evitarlo.