ALBERTO SANTAMARÍA. YO, CHATARRA, ETCÉTERA. COLECCIÓN CUARTO MENOR. EL GAVIERO EDICIONES, 2015
En los últimos tiempos Alberto Santamaría ha centrado su actividad literaria fundamentalmente en el ensayo de naturaleza estética y político-social. Varios títulos han salido de la imprenta en el curso de los últimos meses (entre otros, La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo y Si fuese posible montar en una bruja, ambos publicados por El desvelo ediciones), sin embargo, esta febril dedicación no ha provocado que desatendiera su veta poética —un filón que cuenta con títulos tan significativos como El hombre que salió de la tarta (2004), Notas de verano sobre ficciones de invierno (20059 o Interior metafísico con galletas (2012)—, aunque ésta conlleve, como es lógico, un ritmo muy distinto al que obligan disciplinas como la investigación o el exordio. El poema surge de una necesidad interior que se gobierna por la intuición, por unas reglas en ningún caso subordinadas a la lógica del trabajo metódico, lo que, por supuesto, no quiere decir que la improvisación o el desorden estructural sean el ámbito en el que mejor se mueva, algo que puede llegar a pensar un lector desinformado al enfrentarse a cierta poesía actual, construida en torno de ocurrencias salpicadas a lo largo del poema pero sin cohesión interna ni significado coherente, por mas que constatemos la fragilidad de este último. Como fácilmente podemos constatar, no es, ni mucho menos, el caso de Santamaría.
La poesía de Alberto Santamaría ha estado siempre impregnada de un sentido del humor inteligente, que no rehúye poner en evidencia la parte más grotesca del ser humano, ser humano en el que conviven el himno y la elegía, la zafiedad y la delicadeza, lo violento y lo pacífico, la usura y la solidaridad, como ese yo del que nos hablan sus poemas, un yo «que no cumple en esta fiesta las normas,/ [que] se asombra/ del tamaño de un castor encerrado en su acuario». Este tipo de asociaciones (un castor en un acuario), irreverentes, inverosímiles son frecuentes en la poesía de Santamaría, es su particular forma de desmontar la realidad, una realidad vista en muchas ocasiones a través de la lente de la poesía de Wallace Stevens (aunque no podemos olvidar a Pedro Salinas, del que extraigo esta afirmación: «La poesía siempre opera sobre la realidad. El poeta se coloca ante la realidad lo mismo que un cuerpo humano ante la luz, para crear otra cosa: una sombra»), aunque sean también detectables influencias de algunos poetas que se sitúan en los aledaños de la tradición canónica, desde Luis Felipe Vivanco al romántico Mesonero Romanos, autor en el que conviven el espíritu romántico con el carácter descriptivo del realismo más escrupuloso. «En la cocina/ una olla/ tiembla/ inútilmente/ sobre el fuego», escribe Alberto Santamaría en el poema titulado «Anécdota de la bicicleta». Hay mucha anécdota en este libro (la influencia de Larkin creo que es, en este sentido, incuestionable), aunque, como señala, cubriéndose las espaldas, el autor, «Todo sucede en el lenguaje,/ sin destino». ¿Qué quiere decir esto? A nuestro entender, Santamaría está reclamando un espacio autónomo en el que lo narrado, por extraordinario que parezca, posee un sentido propio, ajeno a las convecciones de futuro lector. «La rutina es un jardín inmenso», escribe, pero a continuación lo matiza: «Quise decir que es lo contrario de lo que yo realmente/ pensaba, quise decir, pero al fin las palabras fueron otras./ Salieron como barcos que después de una larga travesía/ se detiene frente a la playa de una pequeña ciudad/ del norte a la espera de entrar en el puerto, un extraño/ puerto del norte orientado hacia el sur».
Yo, chatarra, etcétera está divido en dos partes muy diferenciadas. «Piña de Campos», un topónimo de esa parte de Castilla que el autor atraviesa semanalmente, actúa como eje vertebrador de unos poemas que utilizan la descripción del paisaje como excusa para enlazar una serie de reflexiones, generalmente, de gran calado ontológico y metafísico. El magnífico poema «Vieja carretera de Burgos», un recorrido muy familiar para quienes vivimos en el norte de la península, es un buen ejemplo. La concatenación de relatos, propia del lenguaje cinematográfico, desemboca en una conclusión cargada de ironía —un recurso que Alberto Santamaría, como hemos dicho, maneja con maestría— en la que todos los sucesos están interrelacionados: «Hallé una relación, es cierto,/ pero como las declinaciones en latín/ o la voz de mi padre/ pronto la olvidé». La segunda parte, integrada en su totalidad por poemas en prosa, deliberadamente manifiesta, desde el título, una deuda con José Hierro y su Libro de las alucinaciones. «Leyendas para el sordo (Algunas alucinaciones castellanas)». Quizá sea esta hechura, la del poema en prosa, la que mejor se ajusta a la dicción de Santamaría, un poeta que concede prioridad a la idea de que la escritura es una forma de apropiarse de la realidad, principalmente a través del pensamiento, que sitúa la descripción anecdótica y su trasfondo muy por encima de su posible musicalidad. El espectador que es el poeta está más pendiente de definir la realidad que la ventanilla del coche o del autobús le va mostrando que de escuchar la música de la naturaleza. La mecánica celeste se contempla desde un compartimento estanco, insonorizado, por eso lo que más preocupa es acertar con la palabra precisa, aquella que logre recrear el instante, amoldarlo a su propia manera de ver y de sentí, quizá porque «la metáfora perfecta necesita del agua para crecer».
Construirse una identidad que vaya desde la epidermis hasta las vísceras es un trabajo lento y laborioso que está plagado de altibajos, de hallazgos y de aproximaciones truncadas, de éxitos y fracasos. La escritura, en esa tesitura, por más que «Recordar no se aun acto del que puedas sentirte orgulloso», debe desarrollar ese relato verosímil en el cual el poeta encuentre cobijo.