JIMENA ALBA. EL ÚLTIMO MANIFIESTO. COL AFORISMOS. EDICIONES TREA
Creo que la frase que mejor define el ansia de alteridad de Julio César Galán (Cáceres, 1978) —creador, entre otros, del heterónimo Jimena Alba, con el que firma El último manifiesto— es la de «La esencial heterogeneidad del ser», titulo de una obra del poeta y metafísico Abel Martín, heterónimo de Antonio Machado y maestro de Juan de Mairena, otro heterónimo machadiano. Como podemos apreciar, detrás de esta inclinación a la alteridad se oculta un juego de identidades que intenta explicar mediante esa pluralidad sustantiva que el sujeto es un ser escindido, divido en diferentes personalidades que se solapan o enfrentan —lo supo advertir Fernando Pessoa, que dio vida a sus contradicciones íntimas a través de numeroso heterónimos—. A pesar de estos antecedentes mencionados, Antonio Machado y Fernando Pessoa, no es muy frecuente en nuestra literatura actual un ejercicio como el que realiza Julio César Galán, este diluirse en otras personalidades que, juntas, pretende abarcar la totalidad de la experiencia, un propósito que, aunque esencialmente irrealizable, no deja de ser loable. Si embargo, tal propósito lleva aparejado algunos riesgos no sé si del todo esquivados por Jimena Alba, o por Julio César Galán. Volviendo a Machado, no está de más recordar unos de sus proverbios: «Todo narcisismo / es un vicio feo, / y ya viejo vicio». Si lo traigo a colección es porque, al margen de las evidentes coincidencias en las opiniones de Jimena Alba y Óscar de la Torre heterónimos todos de Galán, la excesiva recurrencia a escudarse en ellos puede interpretarse como un ejercicio de narcisismo y es que, si no existe divergencia de pareceres entre los diferentes autores, el lector puede dudar de la presunta utilidad de tal artificio, de la necesidad de crear heterónimos —esos «otros de él mismo» que decía Pessoa— heterónimos de Galán que además, hasta dónde se me alcanza, carecen de autonomía vital, más allá de una somera biografía individual. Acaso les convenga mejor el término apócrifos, utilizado por Machado para aquella larga nómina de poetas «que pudieron haber existido», y entre los que incluye, por cierto, uno con idéntico nombre al suyo («Alguien lo ha confundido con el célebre poeta del mismo nombre..», escribe con evidente socarronería), por más que en muchos casos se empleen ambos conceptos como sinónimos. Recordemos de paso la bibliografía de Jimena Alba (Bilbao, 1986). Gracias a ella sabemos que realizó estudios de economía en la Universidad de Granada, estudios que no terminó y que cambió por los de arte dramático en la Universidad Nacional de las Artes (Buenos Aires), carrera que decidió terminar en Stella Adler Academy of Acting and Theatre. Actualmente reside en Los Ángeles y realiza su investigación doctoral sobre la obra dramática de Sarah Kane. Forma parte del consejo de redacción de la revista de poesía El juego de los putrefactos. Es autora del libro de poemas Introducción a la locura de las mariposas (2015). Como ensayista destacan sus Ensayos fronterizos. Entre el poema y la heteronimia (2017), en coautora con Óscar de la Torre y Julio César Galán. Pocos datos, pero deberían ser suficientes para dar a la autora corporeidad, una presencia física creíble.
En cualquier caso, bien está canalizar la necesidad de salir «fuera de sí misma», como le ocurría a la araña de Whitman (Alba habla de la «intrapoesía», que es una «poética del afuera»), y envolver con su urdimbre de seda la madeja de la realidad, esa necesidad —volvemos a esta palabra porque nos parece crucial para comprender el alcance del proyecto ensayístico y lírico de Julio César Galán— que integra en el poema el propio análisis de sus recursos y de su intención conceptual (nos vemos obligados a citar de nuevo a Machado, y no será la última vez, en este caso a través de su Cancionero apócrifo, a propósito de los comentarios que hace Abel Martín a los poemas) o, como escribe Jimena Alba, de insertarse en «una tradición poética en la cual la propia crítica es poesía al mismo tiempo». Quiero suponer que Alba está pensando en títulos como La mano del teñidor, de Auden, Función de la crítica, función de la poesía de Eliot o en El arco y la lira, de Octavio Paz, por no hablar de Las palabras de la tribu valentianas, del «Historial de un libro» cernudiano, etc. cuando escribe que «Si entendemos la poesía como trasposición de una crítica literaria, como análisis de otra creación artística, como acto de lectura, llegamos al poema basado en el análisis, el juicio y la evaluación. Este tipo de poetización se basa en la abstracción sensitiva o intuitiva, esto no significa caer en el oscurantismo, se pretende una línea en [la] que la investigación y la lírica se entrelacen», pero qué tipo de poema, podemos preguntarnos, se acoge a estos requerimientos. Alba lo aclara así: «Ponga en su batidora un poco de culturalismo, algo de metapoesía, unos granos de poesía didáctica, según se mire, más análisis textuales, ya sean cinematográficos, históricos, musicales, fotográficos, etcétera, y entonces nos acercaremos a nuestra tentativa». Lo cierto es que asusta un poco pensar qué puede salir de esa mezcolanza si no se prescriben, por decirlo de algún modo, las dosis adecuadas de cada sustancia y unas mínimas normas de uso, pero eso es otro cantar.
Otro de los temas recurrentes de El último manifiesto es el de la función del lector en la finalidad del poema. Mucho se ha escrito acerca de ello y creo que es norma común aceptar la función del lector como depositario final del poema y que, con el ejercicio de la lectura, lo construye, pero, a mi modo de ver, debe quedar claro que cada lector posee su propia interpretación y, por tanto, cada una de esas lecturas, no tiene porqué ser más relevante que la que haga el propio poeta, lector, por otra parte, privilegiado de sí mismo. El poema, es evidente, no es autótelico y es a través del acto de la lectura cuando adquiere visibilidad —creo que en este aspecto, todos estamos de acuerdo— pero al hacerlo visible, al leerlo, el lector lo convierte en otro, con semejanzas y analogías, pero otro, al fin y al cabo. Sospecho que, abundando en esta idea, Alba escribe: «El poema tiene que ser, siempre desde nuestro punto de vista, una conversación con el lector que uno lleva, sueña, soporta y maldice; en realidad, desde esta postura, nuestro proyecto poético se convierte en un modo de compartir lecturas y críticas», aunque, en un fragmento posterior —no he dicho aún que este es un libro fragmentario, circular, asistemático— escribe: «Fría e impersonal, así te quiero, poesía», lo cual no parece encajar con lo dicho con anterioridad, más todavía cuando posteriormente se habla de una poesía que contenga emociones —en algún momento menciona también lo biográfico, unido a lo sublime, a lo fantástico—, y es que no logro ver cómo esas emociones pueden ser ajenas a quien escribe, a menos que lo haga un robot, porque el poeta, y con él la poesía, nunca es objetivo. Hay muchas ideas que rozan la contradicción en este libro, pero eso, en principio, no resulta ser un inconveniente. Gran parte de los ensayos de metapoética, y de eso trata este volumen, lo son. La ambigüedad es enriquecedora, pero el apoyo epistemológico debe guardar cierta coherencia y, por encima de todo, debe estar plenamente incorporado al razonamiento propio, no se puede convertir en una especie de listín telefónico arbitrario. En esa batidora a la que hacía alusión Jimena Alba caben nombres como Cortázar, Edgar Lee Masters, Luis Alberto de Cuenca, Barthes, Carnero, Borges o Galdos, con intereses dispares, cuando no opuestos (llama la atención, por cierto, la ausencia de autores vinculados directamente con el pensamiento poético-filosófico como Gadamer, Steiner, Santayana, Ortega o Zambrano, por citar solo algunos de los imprescindibles, aunque cada cual tiene derecho, por supuesto, a crear su propia tradición, elaborar sus propias fuentes).
En realidad, Jimena Alba, unas veces desde el yo, otras veces desde el nosotros e, incluso desde un ella (debemos mencionar a Machado nuevamente: «Mas busca en tu espejo al otro, / al otro que va contigo. // No es el yo fundamental / eso que busca el poeta, / sino el tú esencial») trata en El último manifiesto de dar cobertura a dos ideas principales, la primera, que el poema debe incluir la crítica de sí mismo y del hecho poético como parte de su esencia y, en segundo lugar, el análisis de las diferentes posibilidades que el poema encierra en función de la transversalidad entre autor y lector. Si el hombre, como escribía Paz «es una metáfora de sí mismo», ningún lugar mejor que la escritura para indagar en las analogías con las que se construyen los otros seres que lo habitan, aunque algunos de ellos carezcan de originalidad y estén condenados a ser epígonos de sí mismos.
Cité más arriba otro cantar, y es ahora cuando me propongo hacer un breve comentario sobre los poemas que acompañan a las reflexiones. «Todos los poemas de esta poética del afuera [lo que se ha llamado en este estudio intropoesía] pertenecen a libro Introducción a la locura de las mariposas (2015)», excepto tres de ellos, que pertenecen a un libro en marcha, escribe Jimena Alba. Personalmente, hubiera preferido justificar esta poética con otros mimbres, pero no cabe duda de que estos poemas, que se adaptan a la perfección a la intención del ensayo, resultan más concluyentes, como evidencian estos versos del poema «Introducción a la Tabaquería de Fernando Pessoa»: «Estaremos presentes en nuestra autocrítica / —Álvaro Campos, el único que te conoció— / y haremos que el poema salga de sí (no tomen en serio la heteronimia, / la poesía es una expresión verdadera, individual e intransferible; / no tomen en serio a los mitos, a Dionisos lo mató el Marketing, / no tomen en serio a los genios porque nadie puede decir nada nuevo».
Reseña publicada en El Cuaderno.