
RAFAEL-JOSÉ DÍAZ. LA LUZ QUE SE ESCAPA
EDITORIAL RIL EDITORES
En la contracubierta se informa al lector de que este libro es «autobiografía, poesía y narrativa» y, como dichos géneros no son incompatibles, podemos asegurar que en sus páginas encontramos, efectivamente, algo de todo eso. Narrativa, puesto que asistimos a un largo monólogo en prosa ―la narración también tiene cabida en el poema, por supuesto― que, sin interrupciones, va desgranando fragmentos autobiográficos, no siempre cronológicamente lineales, puesto que los recuerdos afloran sin cesar, rompiendo la fluidez del torrente narrativo al uso. Pero también es poesía porque muchas de las reflexiones e, incluso, las descripciones, están cargadas de lirismo. Rafael-José Díaz (Tenerife, 1971) es un reconocido poeta ―en su haber cuenta con títulos como “La crepitación” (2012), en el que recogió sus seis primeros libros, “Un sudario” (2015) y “Bajo los párpados de quien se aleja” (2020)― narrador, con obras como “Algunas de mis tumbas”, “El letargo” o “Duérmete, cuerpo mordido”, además de ensayista y traductor.
En “Luz que se escapa”, el autor hace una cata en su pasado más remoto, en los años de la infancia, de la juventud y en su primera madurez. Como una especie de relámpago, de repente surge en su mente la necesidad de recordar ―y reordenar― esos instantes de una vida que dan forma a quien uno es, a quien uno será gracias a un objeto, un edredón en este caso. Estamos, por tanto, ante una novela de aprendizaje, lo que el filólogo Johann Carl Simon Morgenstern llamó en 1819 Bildugnsroman, narrada en tercera persona: «Todo empezó ―pero todo es aquí lo mismo que nada, es decir, una verdad suspendida, una realidad incierta, un mundo extraño, sumergido― un sábado en que despertó más o menos temprano». Como la magdalena proustiana, el edredón es la espita que abre la fuente de los recuerdos, recuerdos precedidos por la sensación de extrañeza que el autor siente ante un mundo que considera hostil, ante unos seres, sus semejantes que comparten en muy poca proporción su forma de ser, sus inquietudes: «Se sentía excluido siempre que estaba en medio de un grupo, aunque fuera de amigos o de compañeros con los que compartía alguna actividad común». Desde esta marginalidad están descritos algunos de los acontecimientos que se han quedado fijados en su memoria. Con una prosa envolvente, con estudiadas reiteraciones y circunloquios que provocan un avance de la acción ciertamente moroso, Rafael-José Díaz se interna en lo más profundo de sí mismo para dejar fluir a su conciencia. En las primeras páginas asistimos a la búsqueda del equilibrio entre su individualidad y la necesidad de compartir con los otros afanes y propósitos. Esta tensión, por otra parte, la percibimos a lo largo de la narración, hasta llegar al final, cuando el narrador opta por elegir una de las alternativas. En esas catas de las que hablábamos antes hay recuerdos dolorosos, que uno desea enterrar definitivamente, aunque el dolor haya contribuido, de forma no inocua, a construir la personalidad: «Porque hay lugares interiores que deberían quedar siempre cubiertos por una espesa capa de olvido».
Salir del entorno habitual, conocer otros lugares, otras ciudades contribuye no solo a aumentar la experiencia sino a percibir las primeras sensaciones de autonomía y de libertad: «Por primera vez, se vio a sí mismo como un ser extraño en un lugar extraño, se contempló desde fuera del espejo que todo le ofrecía para su imagen transformada». Además, comienzan a hacerse realidad sus sueños. El mundo es mucho más amplio y sorprendente de lo que los estrechos límites de su ciudad de origen le hacían sospechar. El autor está finalizando el bachillerato y «tenía claro que había que afrontar en todo momento la crudeza, los sinsabores, las fisuras del mundo tal y como se le iba mostrando, pero los pactos que de vez en cuando aceptaba y que se manifestaban como periodos de calma en su vida le permitían quizá tomar aliento para enfrentarse a las nuevas embestidas que le esperaban». Como se ve, aún hace concesiones en pro del equilibrio mencionado, pero no tardará en decantarse hacia lo que le dicta un espíritu no acomodaticio, por eso, como un deshollinador, trata de borrar de su pasado «lo sucio, lo incompleto, lo abandonado, lo enfermo, lo desgastado, lo podrido, lo muerto, es decir, prácticamente todo lo que allí encontraba». En este recorrido por el pasado, aunque no podemos desdeñar las alusiones al presente, su mente se va trasformando. La experiencia ganada en sus años universitarios aumenta sus deseos de cambio, porque no evita extender reproches hacia la ineficacia universitaria, hacia el parasitismo y la mediocridad, y no es que el autor se eleve por encima del bien y del mal, sino que ciertas actitudes, comunes hasta el exceso, confirman sus peores augurios. Son estos años también los del despertar sexual, los del temor al desengaño, a no cumplir las expectativas ante sí mismo, ante sus padres y profesores. Una plaza de lector en una universidad extrajera significó la excusa perfecta para iniciar el viaje, para abandonar una vida ya programada y, quizá por eso mismo, anodina y, para alguien como el autor, con alma de poeta, castrante, sin verdaderos alicientes.
Reseña publicada en El Diario Montañés, 26/05/2023