LI-YOUNG LEE.
Mirada adentro. Vaso Roto Poesía, nº40. Madrid, 2012.
Hijo del doctor Lee —médico personal de Mao Tse-tung durante algún tiempo, hasta que cayó en desgracia, probablemente fruto de la “eliminación de los elementos contrarrevolucionarios” que desencadenó una brutal represión y una sangría de más de 800.000 muertos —When he was eventually released, the family moved about for a while. y nieto de Yuan Shikai, controvertido militar y político chino que llegó a ser presidente de la República China en 1912, después de haber sido primer ministro del emperador Pu Yi, Li-Young Lee nació en Yakarta (Indonesia) en 1957, país de acogida que la familia pronto tuvo que abandonar a causa del sentimiento anti-chino dominante, hasta el punto de que su padre fue encarcelado por razones políticas durante casi dos años por el régimen del dictador Sukarno. Tras un periplo que los llevó de Hong Kong (donde su padre, después de la experiencia carcelaria en la que recibió una especie de revelación, de llamada divina, se convirtió en un predicador evangélico —y esto es muy de tener en cuenta para comprender algunos poemas de este libro como el titulado “Dios busca su destino”, por mencionar uno de ellos, que sin llegar a ser confesionales, sí transparentan un espíritu religioso inculcado desde la niñez— de enorme tirón y en hombre de negocios de éxito) a Macao y Japón, en 1964 se establecieron en Seattle, EEUU. Posteriormente el Dr. Lee se convertiría en el ministro de una pequeña iglesia en Pensilvania.
Podemos considerar a Li-Young Lee como otro miembro de la nómina de poetas norteamericanizados que provienen de países gobernados dictatorialmente, como Joseph Brodsky o Charles Simic (aunque el exilio de éstos se produce a una edad más avanzada que la del autor), por citar sólo a dos poetas que gozan de un reconocimiento prácticamente unánime, y que, sin olvidar sus raíces, consiguen una notable identificación con la sociedad en la que reinician su vida. Lee cursó estudios en las universidades de Pittsburgh y Arizona, y en la Universidad Estatal de Nueva York y fijó su residencia en Chicago. Su prolífica trayectoria poética le ha hecho merecedor de prestigiosos premios literarios como el “Delmore Schwart Memorial” de la universidad de Nueva York, con el libro titulado Rose (1986) o el “William Carlos William Award, en el año 2002, con el titulado Libro de mis noches, y de lucrativas becas de creación, como la de la Guggenheim Foundation o la de la Fundación Nacional para las Artes. Ha publicado además un libro de memorias, La semilla alada: Un recuerdo (1995) y un libro de entrevistas, Rompiendo el jarrón de alabastro: Conversaciones con Li-Young Lee (2006), en el que se reúnen doce entrevistas realizadas a Lee en diferentes etapas de su desarrollo artístico.
Mirada adentro, su último trabajo editado, y el único libro traducido al español del que tengamos constancia, ha sido publicado por Vaso Roto, editorial que está ofreciendo al lector de poesía de nuestra lengua un amplio y selecto panorama de la poesía universal, teniendo en cuenta que en su catálogo tiene cabida un variado plantel de autores de diferentes tradiciones, entre los que podemos mencionar a Charles Wright, Adonis, Alda Merini, Lêdo Ivo, Henrik Norbrandt, Willian Wardsworth, Walter Hugo Mãe o Harold Bloom y su imprescindible antología La escuela de Wallace Stevens, en la cual la editora del libro, Jeannette L. Clariond, ha incluido al poeta que hoy nos ocupa. Como es fácil de colegir por todo lo expuesto, el inglés no es el idioma materno del poeta, aunque el necesario aprendizaje y el uso habitual de dicha lengua le facilita una paulatina interiorización con la que ha logrado exorcizar sus propias fantasmas vitales, conjurar el miedo a la mudez de los sentidos, al silencio de la voz y recrear una imagen, a menudo idílica, de la infancia a través de recuerdos familiares imborrables.
El libro está distribuido en tres partes, y sólo en la tercera de ellas advertimos un tenue cambio temático, porque a la rememoración de la infancia desde esa orilla otra que es el pasado practicada en las dos parte iniciales, se añaden —no como oposición, sino como complemento — escenas cotidianas de la vida matrimonial en las que lo anecdótico, lo testimonial actúa como la corteza que envuelve la pulpa. La narración, la acumulación de detalles no es sólo meramente descriptiva, porque en ella se intercalan reflexiones, incertidumbres, asedios para llegar al desvelamiento de la experiencia descrita, sino a la experiencia generalizada, pero sin ningún afán didáctico o moralizante.
“Autoayuda para refugiados” se titula uno de los poemas más impactantes de este libro. El poeta rememora —en tercera persona, lo que produce un distanciamiento acaso imprescindible para narrar el horror—, el momento en el que su padre es apresado, el impulso maternal de taparle los ojos, lo que le priva de contemplar la escena de la degradación, negándole de esa forma el acceso a una imagen mental y permanente del resentimiento, un resentimiento que puede funcionar como un obstáculo a la hora de adaptarse a una nueva vida, en un país lejano y desconocido, la vida insegura y anómala del exilio. En otros poemas, como en el titulado “Himno a la infancia”, Lee hace un pormenorizado recorrido por los sucesos que le robaron la posibilidad de vivir una infancia corriente, un recorrido no exento de condescendencia e ironía en el que se declara “lento para distinguir/ memoria de imaginación”. Esta parodia ha sido, a buen seguro, un preámbulo imprescindible para afrontar los primeros años del expatriado en los que “la sabiduría de aprender un nuevo idioma” se convierte en la primera prescripción vital. La confianza en el poder de la palabra poética como forma de transpirar tanto la historia universal como la historia cotidiana es digna de mencionarse porque esa lucha por “hacerse” de un idioma que le posibilite la decidida recuperación de la memoria familiar — “Mi sueño favorito/ es aquel en el que me detengo/ junto a mi madre bajo las ramas/ en el largo camino que va desde la escuela a casa”— vertebra la poesía de Li-Young Lee.
Una sutil forma de entender la poesía también como crítica social recorre todo el libro, pero se manifiesta de un modo más perceptible en poemas como en el estremecedor “Después de la hoguera” o el titulado “Testimonio de una cardamina”, en el que subyace la obligación de pasar desapercibido, de ser uno más entre los muchos silenciados, y la falta de libertad para exponer sus ideas políticas, su credo religioso: «Si te preguntan/qué sabes de política, responde que nada» le aconseja su padre en dicho poema. La consigna es no significarse en actividad alguna, pasar desapercibido, sólo así se consigue sobrevivir, aunque ese no ser nadie pase, al cabo de los años, factura en una conciencia despierta, porque resulta “que lo que te mantuvo vivo/ por todos estos años te ha impedido vivir”, lo que, inevitablemente, nos trae a la memoria la tan citada frase, atribuida a La Pasionaria, “antes morir de pie que vivir de rodillas” y nos obliga a plantear la dicotomía entre el compromiso y la indiferencia, porque vivir sin dignidad, parece insinuar el poeta, es una especie de muerte espiritual, mucho más terrible que la muerte física. A tenor de las dudas que atribulan al poeta, nos atrevemos a sugerir que esa sucesión de invisibilidades le han usurpado esas arriesgadas experiencias, “experiencias en libertad”, que son las confieren a la vida su razón de ser.
El poeta se confiesa “dos veces nacido”, la primera de ellas, no en Indonesia, donde nació circunstancialmente, sino en China, país que le confirió su identidad cultural, pero del se siente excluido, “exiliado de la primera palabra/ y refugiado de un pasado ilegible”. Nace a la realidad hablando chino, pero el inglés es su otro lugar de nacimiento, “la palabra final”, porque el silencio interior y el aislamiento que provoca el abismo idiomático son formas de incomunicación, de estar ausente, de sobrevivir en soledad. Mientras que uno es el idioma de la memoria, el otro, el idioma aprendido, es el idioma del porvenir.
El uso de un lenguaje cotidiano, prosaico en ocasiones, le permite abordar asuntos trascendentales con una distanciada ironía, como en el poema titulado “Lista de requisitos para místicos aficionados”, en el que la enumeración utilitaria de esas formalidades provocan cierta mofa, hasta llegar a los versos finales. Incluir en ese catálogo de despropósitos a sus hermanos confiere al poema una gravedad antes insospechada. Este tipo de contrastes está, por otra parte, muy presente en muchos de los poemas del libro. Algo similar ocurre, por ejemplo, en los poemas “Virtudes del esposo aburrido” o en “Preservar”, en los que la autoanálisis, la ternura con la que está detallado el estado emocional del personaje, nos pone de manifiesto el poder del amor, capaz de soslayar las servidumbres inherentes a la condición humana y, a la vez, enaltecerlas al servir como vehículos de un despojamiento del ser que sólo en la persona amada encuentra su esencia verdadera. Los poemas funcionan como etapas arbitrarias de conocimiento y, también, de brújula para orientarse en los laberintos de su propia conciencia. El muchacho que llega a un país culturalmente extraño, víctima de unas circunstancias circunstancias políticas aciagas que no aún no comprende, trata posteriormente de analizarlas a través de la escritura. “Me siento como si hubiera sido exiliado no de un país, sino de un estado de identidad con el mundo. When I was little, there was an identity between me and the world. Cuando era pequeño, había una identidad entre yo y el mundo. I was the world, the world was me. Yo era el mundo, el mundo era yo. There was no difference. No había ninguna diferencia. Then suddenly I began to feel so apart from that connection. Entonces, de repente empecé a sentir que esa conexión se estaba rompiendo. I’ve been exiled from Eden, I guess you would say, exiled from the Garden. Había sido desterrado del Edén, exiliado del Jardín del Paraíso”, confiesa el poeta.
La poesía de Li-Young no se entendería sin conocer su pasado nómada, su desarraigo mitigado por el hallazgo de una nueva lengua, necesaria para reconducir sus incertidumbres, porque el verdadero asunto de sus poemas es la búsqueda de un “yo” consistente, integrado en la realidad que le da forma. Sólo cuando consigue, por medio de la palabra, objetivar su intimidad, hacer de la emoción algo físico, algo presente y se reconoce como “un hombre de dolor” (Ungaretti), el poeta es capaz de encontrar su lugar en el mundo, un mundo que al que pertenece y que, a la par, hace suyo porque ya forma parte de su esperanza, de su destino.
gravedad despojado .