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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: enero 2013

LI-YOUNG-LEE. MIRADA ADENTRO

29 martes Ene 2013

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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LI-YOUNG LEE.

Mirada adentro. Vaso Roto Poesía, nº40. Madrid, 2012.

Hijo del doctor Lee —médico personal de Mao Tse-tung durante algún tiempo, hasta que cayó en desgracia, probablemente fruto de la “eliminación de los elementos contrarrevolucionarios” que desencadenó una brutal represión y una sangría de más de 800.000 muertos —When he was eventually released, the family moved about for a while. y nieto de Yuan Shikai, controvertido militar y político chino que llegó a ser presidente de la República China en 1912, después de haber sido primer ministro del emperador  Pu Yi, Li-Young Lee nació en Yakarta (Indonesia) en 1957, país de acogida que la familia pronto tuvo que abandonar a causa del sentimiento anti-chino dominante, hasta el punto de que su padre fue encarcelado por razones políticas durante casi dos años por el régimen del dictador Sukarno. Tras un periplo que los llevó de Hong Kong (donde su padre, después de la experiencia carcelaria en la que recibió una especie de revelación, de llamada  divina,  se convirtió en un predicador evangélico —y esto es muy de tener en cuenta para comprender algunos poemas de este libro como el titulado “Dios busca su destino”, por mencionar uno de ellos, que sin llegar a ser confesionales, sí transparentan un espíritu religioso inculcado desde la niñez—  de enorme tirón y en hombre de negocios de éxito) a Macao y Japón, en 1964 se establecieron en Seattle, EEUU. Posteriormente el Dr. Lee se convertiría en el ministro de una pequeña iglesia en Pensilvania.

Podemos considerar a Li-Young Lee como otro miembro de la nómina de poetas norteamericanizados que provienen de países gobernados dictatorialmente, como Joseph Brodsky o Charles Simic (aunque el exilio de éstos se produce a una edad más avanzada que la del autor), por citar sólo a dos poetas que gozan de un reconocimiento prácticamente unánime, y que, sin olvidar sus raíces, consiguen una notable identificación con la sociedad en la que reinician su vida. Lee cursó estudios en las universidades de Pittsburgh y Arizona, y en la Universidad Estatal de Nueva York y fijó su residencia en Chicago.  Su prolífica trayectoria poética le ha hecho merecedor de prestigiosos premios literarios como el “Delmore Schwart Memorial” de la universidad de Nueva York, con el libro titulado Rose (1986) o el “William Carlos William Award, en el año 2002, con el titulado Libro de mis noches, y de lucrativas becas de creación, como la de la Guggenheim Foundation o la de la Fundación Nacional para las Artes.  Ha publicado además un libro de memorias, La semilla alada: Un recuerdo (1995) y un libro de entrevistas, Rompiendo el jarrón de alabastro: Conversaciones con Li-Young Lee (2006), en el que se reúnen  doce entrevistas realizadas a Lee en diferentes etapas de su desarrollo artístico.

Mirada adentro, su último trabajo editado, y el único libro traducido al español del que tengamos constancia, ha sido publicado por Vaso Roto, editorial que está ofreciendo al lector de poesía de nuestra lengua un amplio y selecto panorama de la poesía universal, teniendo en cuenta que en su catálogo tiene cabida un variado plantel de autores de diferentes tradiciones, entre los que podemos mencionar a Charles Wright, Adonis, Alda Merini, Lêdo Ivo, Henrik Norbrandt, Willian Wardsworth, Walter Hugo Mãe o Harold Bloom y su imprescindible antología La escuela de Wallace Stevens, en la cual la editora del libro, Jeannette L. Clariond, ha incluido al poeta que hoy nos ocupa. Como es fácil de colegir por todo lo expuesto, el inglés no es el idioma materno del poeta, aunque el necesario aprendizaje y el uso habitual de dicha lengua le facilita una paulatina interiorización con la que ha logrado exorcizar sus propias fantasmas vitales, conjurar el miedo a la mudez de los sentidos, al silencio de la voz y recrear una imagen, a menudo idílica, de la infancia a través de recuerdos familiares imborrables.

El libro está distribuido en tres partes, y sólo en la tercera de ellas advertimos un tenue cambio temático, porque a la rememoración de la infancia desde esa orilla otra que es el pasado practicada en las dos parte iniciales, se añaden —no como oposición, sino como complemento — escenas cotidianas de la vida matrimonial en las que lo anecdótico, lo testimonial actúa como la corteza que envuelve la pulpa. La narración, la acumulación de detalles no es sólo meramente descriptiva,  porque en ella se intercalan reflexiones, incertidumbres, asedios para llegar al desvelamiento de la experiencia descrita, sino a la experiencia generalizada, pero sin ningún afán didáctico o moralizante.

 “Autoayuda para refugiados” se titula uno de los poemas más impactantes de este libro. El poeta rememora —en tercera persona, lo que produce un distanciamiento acaso imprescindible para narrar el horror—, el momento en el que su padre es apresado, el impulso maternal de taparle los ojos, lo que le priva de contemplar la escena de la degradación, negándole de esa forma el acceso a una imagen mental y permanente del resentimiento, un resentimiento que puede funcionar como un obstáculo a la hora de adaptarse a una nueva vida, en un país lejano y desconocido, la vida insegura y anómala del exilio. En otros poemas, como en el titulado “Himno a la infancia”, Lee hace un pormenorizado recorrido por los sucesos que le robaron la posibilidad de vivir una infancia corriente, un recorrido no exento de condescendencia e ironía en el que se declara “lento para distinguir/ memoria de imaginación”. Esta parodia ha sido, a buen seguro, un preámbulo imprescindible para afrontar los primeros años del expatriado en los que “la sabiduría de aprender un nuevo idioma” se convierte en la primera prescripción vital. La confianza en el poder de la palabra poética como forma de transpirar tanto la historia universal como la historia cotidiana es digna de mencionarse porque esa lucha por “hacerse” de un idioma que le posibilite la decidida recuperación de la memoria familiar — “Mi sueño favorito/ es aquel en el que me detengo/ junto a mi madre bajo las ramas/ en el largo camino que va desde la escuela a casa”— vertebra la poesía de Li-Young Lee.

Una sutil forma de entender la poesía también como crítica social recorre todo el libro, pero se manifiesta de un modo más perceptible en poemas como en el estremecedor “Después de la hoguera” o el titulado “Testimonio de una cardamina”, en el que subyace la obligación de pasar desapercibido, de ser uno más entre los muchos silenciados, y la falta de libertad para exponer sus ideas políticas, su credo religioso: «Si te preguntan/qué sabes de política, responde que nada» le aconseja su padre en dicho poema. La consigna es no significarse en actividad alguna, pasar desapercibido, sólo así se consigue sobrevivir, aunque ese no ser nadie pase, al cabo de los años, factura en una conciencia despierta, porque resulta “que lo que te mantuvo vivo/ por todos estos años te ha impedido vivir”, lo que, inevitablemente, nos trae a la memoria la tan citada frase, atribuida a La Pasionaria, “antes morir de pie que vivir de rodillas” y nos obliga a plantear la dicotomía entre el compromiso y la indiferencia, porque vivir sin dignidad, parece insinuar el poeta, es una especie de muerte espiritual, mucho más terrible que la muerte física.  A tenor de las dudas que atribulan al poeta, nos atrevemos a sugerir que esa sucesión de invisibilidades le han usurpado esas arriesgadas experiencias, “experiencias en libertad”, que son las confieren a la vida su razón de ser.

El poeta se confiesa “dos veces nacido”, la primera de ellas, no en Indonesia, donde nació circunstancialmente, sino en China, país que le confirió su identidad cultural, pero del se siente excluido, “exiliado de la primera palabra/ y refugiado de un pasado ilegible”. Nace a la realidad hablando chino, pero el inglés es su otro lugar de nacimiento, “la palabra final”, porque el silencio interior y el aislamiento que provoca el abismo idiomático son formas de incomunicación,  de estar ausente, de sobrevivir en soledad.  Mientras que uno es el idioma de la memoria, el otro, el idioma aprendido, es el idioma del porvenir.

El uso de un lenguaje cotidiano, prosaico en ocasiones, le permite abordar asuntos trascendentales con una distanciada ironía, como en el poema titulado “Lista de requisitos para místicos aficionados”, en el que la enumeración utilitaria de esas formalidades provocan cierta mofa, hasta llegar a los versos finales. Incluir en ese catálogo de despropósitos a sus hermanos confiere al poema una gravedad antes insospechada. Este tipo de contrastes está, por otra parte, muy presente en muchos de los poemas del libro. Algo similar ocurre, por ejemplo, en los poemas “Virtudes del esposo aburrido” o en “Preservar”, en los que la autoanálisis, la ternura con la que está detallado el estado emocional del personaje, nos pone de manifiesto el poder del amor, capaz de soslayar las servidumbres inherentes a la condición humana y, a la vez,  enaltecerlas al servir como vehículos de un despojamiento del ser que sólo en la persona amada encuentra su esencia verdadera. Los poemas funcionan como etapas arbitrarias de conocimiento y, también, de brújula para orientarse en los laberintos de su propia conciencia. El muchacho que llega a un país culturalmente extraño, víctima de unas circunstancias circunstancias políticas aciagas que no aún no comprende, trata posteriormente de analizarlas a través de la escritura. “Me siento como si hubiera sido exiliado no de un país, sino de un estado de identidad con el mundo. When I was little, there was an identity between me and the world. Cuando era pequeño, había una identidad entre yo y el mundo. I was the world, the world was me. Yo era el mundo, el mundo era yo. There was no difference. No había ninguna diferencia. Then suddenly I began to feel so apart from that connection. Entonces, de repente empecé a sentir que esa conexión se estaba rompiendo. I’ve been exiled from Eden, I guess you would say, exiled from the Garden. Había sido desterrado del Edén,  exiliado del Jardín del Paraíso”, confiesa el poeta.

La poesía de Li-Young no se entendería sin conocer su pasado nómada, su desarraigo mitigado por el hallazgo de una nueva lengua, necesaria para reconducir sus incertidumbres, porque el verdadero asunto de sus poemas es la búsqueda de un “yo”  consistente, integrado en la realidad que le da forma. Sólo cuando consigue, por medio de la palabra, objetivar su intimidad, hacer de la emoción algo físico, algo presente y se reconoce como “un hombre de dolor” (Ungaretti), el poeta es capaz de encontrar su lugar en el mundo, un mundo que al que pertenece y que, a la par, hace suyo porque ya forma parte de su esperanza, de su destino.

gravedad despojado .

 

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JAVIER MENÉNDEL LLAMAZARES. TODOS LOS CHARCOS

23 miércoles Ene 2013

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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PLANTANDO CARA A LA REALIDAD

Javier Menéndez Llamazares. Todos los charcos. Ediciones Valnera. Santander, 2012.

 

Los géneros no existen, son sólo una convención de origen didáctico, metodológico; son categorías artificiales, pero están ancladas en esa especie de poso que en el inconsciente literario de cada lector se va sedimentando con cada una de las lecturas que emprende. Es importante tener presente esta premisa para enfrentarse a la lectura de Todos los charcos, el último libro de Javier Menéndez Llamazares, porque el lector que se asome a las páginas del libro se va encontrar con un cóctel compuesto de narraciones cortas, poemas en prosa, notas de diario, aforismos más o menos enmascarados en la prosa de los días, y esas formas heterogéneas coexisten en la página fruto de la libertad del pensamiento, porque el pensamiento, todos lo sabemos, es arbitrario, no sigue un orden preestablecido, no se atiene a normas prefijadas, serpentea por el laberinto de la mente, se oculta, reaparece, confirma nuestras expectativas o nos sorprende descubriendo otras distintas.

Existe en muchas personas un extraño convencimiento que les lleva a pensar que si alguien destaca en alguna actividad concreta, instintivamente se le declara inútil para ejercer otra tarea artística. Al hombre, según este examen, no le queda otra opción que ser lo que Herbert Marcuse —en un libro memorable y completamente actual, a pesar de estar escrito en la década de los sesenta— llamó El hombre unidimensional. Marcuse critica en sus páginas a ese hombre que “carece de una dimensión capaz de exigir y de gozar cualquier progreso de su espíritu. Para él, la autonomía y la espontaneidad no tienen sentido en su mundo prefabricado de prejuicios y de opiniones preconcebidas». Pues bien, quien conozca la multiplicidad de ocupaciones, no sólo literarias, de Javier, puede desmentir con firmeza esa aseveración anticipada. Javier es un novelista dotado de ese don, no tan frecuente como puede parecernos,  de saber contar una historia con un ritmo envolvente y un cuidado en la expresión exquisito (para quien aún no lo haya comprobado, le bastará con leer su primera novela “El método Coué”, o adentrarse en la siguiente, de publicación anunciada para la primavera próxima y, privilegiado que es uno, quien les habla ya ha tenido la oportunidad de disfrutar) que exigen las distancias que llamamos de “largo aliento”, en la que muchos autores naufragan, abortan el intento o se desfallecen por el esfuerzo. La escritura de Javier atrapa desde el primer instante y te obliga adentrarte en la historia, a seguirla hasta el final, un final que deseas que llegue lo más tarde posible. Lo peor de haber leído a Javier es que ya no se puede repetir ese extraño placer, extraño e intransferible, que produce el descubrimiento al leerlo por primera vez.

Pero Javier no es sólo un afortunado novelista o un reputado escritor de cuentos, su ambición creativa no se detiene aquí, porque escribe, eso sí, muy pausadamente, una poesía con un tinte biográfico, aunque se distancie agudamente del sentimentalismo gracias a una ironía que podríamos calificar como compasiva, lo que le permite, paradójicamente, tomarse la vida muy en serio, y  lidia además varios días a la semana con el lenguaje inmediato de la crónica periodística, de carácter deportivo la mayoría de las veces, pero con sabias incursiones en el entorno en el que vive. Aquí la mirada del escritor se detiene morosamente para descubrirnos una esquina diferente, un recoveco inadvertido, un paisaje mutilado. No contento con mantener esa frenética actividad que a las personas como yo, lentas en sus ejecuciones como paquidermos, nos produce cierta incredulidad, también ejerce como periodista radiofónico dominical y como lector voraz, pero no como un lector cualquiera, sino como un lector que lee con el lápiz afilado, tomando notas, asimilando referencias, eviscerando el cuerpo de la escritura, sólo de esta forma es posible escribir y pronunciar los comentarios que se ve impelido a hacer en reseñas y presentaciones de libros. (Hoy, por cierto, se encuentra al otro lado de la barrera y después habrá que preguntarle qué se siente).

Todas estas cosas Javier Menéndez Llamazares las ejecuta a la perfección, y esto no es un elogio de compromiso, sino una asentada creencia. Que yo sepa, sólo hay una actividad, bueno, mejor será decir dos o tres y dejar al margen sus dos pies izquierdos, que hasta ahora se han negado a concederle sus favores, el arte, es decir, la pintura o la escultura, la interpretación instrumental y escribir una canción. El propio autor escribe: “jamás he conseguido escribir una canción”. No sabemos si ya lo habrá conseguido, porque Javier persiste en el empeño y yo estoy seguro de que la acabará escribiendo.

Pero entonces, ¿de qué trata Todos los charcos? De muchas cosas, pero sobre todo de asuntos cotidianos, humildes, casi evanescentes como la lejana infancia, que nos brinda emocionados recuerdos de los lugares por los que transcurrió,  en su León natal. Si uno, como aseguraba Max Aub, es de donde estudia el bachillerato, no cabe duda de que Javier es un leonés transterrado y afincado en una Cantabria que ha hecho suya, aunque esto en realidad no importa, porque la consecuencia de la buena literatura es, precisamente, trascender desde lo local a lo universal. Aunque no hay sólo melancolía, sino un activo análisis del comportamiento humano, de la sociedad en la que vive, eso sí, todo ello narrado siempre como una fina ironía que permite al lector esbozar una sonrisa ante lo que, sin el magnífico uso de la sátira, nos parecería despreciable. La extensión de los fragmentos es variable, no atienden a unas premisas de extensión preconcebidas como ocurre con la columna de prensa o la página de opinión. Aquí el autor se deja llevar por su propio instinto y el azar es el que determina el principio y el final del texto (no debemos olvidar que inicialmente estaban pensados para un blog digital).

Más que cualquier otra cosas, yo las denominaría notas de diario, entradas en las que tienen cabida los temas más intrascendentales junto  a otros de mayor envergadura conceptual, aunque ambos asuntos, los principales y los secundarios, están tratados con idéntico amor a la precisión lingüística, a la discursividad narrativa, en la que Javier es un especialista consumado. No podemos olvidar, como antes les decía, que el autor de estas piezas, de estos relatos “gnómicos”, a la manera del, aún no recuperado para la historia de la literatura del pasado siglo, articulista y narrador Tomás Borrás, es novelista, y se desenvuelve a la perfección en las distancias más cortas del relato y practica casi diariamente la crónica periodística en distintas secciones, sobre todo en la deportiva, de la que mejor es no hablar en esta plaza, si no quiero que salga de la librería despellejado, porque Javier Menéndez Llamazares es un acérrimo hincha del Racing, y digo yo que, aparte de tener más moral que el Alcoyano, debe tener valor el susodicho para atreverse a venir a hablar de su libro a la tierra de la Gimnástica. En fin, perdonaremos esta mácula en su expediente vital (ya le tocará rendir cuentas  por esta negligencia al encargado  celestial de la sección deportiva) y nos ceñiremos al argumento literario, que es el que nos ha convocado aquí. 

Javier, en una entrevista reciente, decía que “Lo interesante es hallar otra perspectiva, conseguir ver nuestra vida cotidiana como si no fuera nuestra”, y esa idea está presente en los textos que componen Todos los charcos.  La mayoría de ellos estás apegados a una perentoria realidad. Narran sucesos en los que la actualidad gobierna el desenlace y, sin embargo, son intemporales porque el hombre tiene a repetirse y si no me creen, lean el titulado “De himnos y banderas”, que parece escrito hace unos minutos. Hablando de lo que es un ‘escritor de raza’, Javier se pregunta: “¿Y yo, entonces? Yo, sin amo, sin collar, sin vacuna ni escudilla en la que me echen las sobras, ¿qué seré? ¿Un triste perro abandonado, recluido en la perrera a la espera de que alguien me rescate? ¿Un chucho callejero, mestizo, mezcla de todas las razas y de ninguna? Claro que a mí nadie se ha atrevido a llamarme ‘escritor de raza’”. Yo si me atrevo, querido Javier, eres un ‘escritor de raza’, sea esto lo que sea.

 

 

 

 

 

 

 

 

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CARLOS ALCORTA. ABRA DEL PAS

19 sábado Ene 2013

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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ABRA DEL PAS

Todo río posee algo de frontera imaginaria. Separa dos orillas, dos formas de ver el mundo, disgrega el ayer del futuro. El presente sólo existe en la mirada de quien escribe. Todo río es una herida, horada el paisaje hasta que su curso desemboca en ese mar que avanza sobre la arena, ese mar que es el morir. Miles de imágenes que mi retina ha ido grabando a lo largo de los años se han fundido en una sola en mi interior, la que resume todas las demás, la imagen verdadera, la que conserva involuntariamente mi memoria. En los días de lluvia, cubiertos por la niebla, parece el paisaje un cuarto sin ventanas en el que aspiro un aire oscuro y estancado. En los días despejados, cuando en los ojos se superponen montañas y acantilados, dunas y espumosas olas que parecen nacer de un horizonte ensalivado y evanescente, la luz del enrojecido crepúsculo arde en la habitación como si ésta estuviera decorada con cristales de mil colores. Aspiro ahora el polen de un aire que embellece lo que toca. Contengo la respiración, disfruto del instante.

Cuando la bajamar llega a su punto menguante me invade la sensación de que la maquinaria infatigable se detiene, sólo un hilo de agua que apenas arrastra al esforzado piragüista recorre el antes vigoroso cauce. Vendrán en unas horas a su encuentro las aguas embravecidas, ávidas, acechantes de un mar que ya no espera, que rompe el cerco del olvido. Flamean blancas velas de recreo entre urros y embarcaciones pesqueras, rugen motores por la carretera saturada de vehículos que regresan, se oyen bocinas mientras la brisa vespertina borra la huella de los bañistas en la playa vacía. La oscuridad avanza cauta, astutamente igual que la cicuta por la sangre. Las dos vertientes son ya una. La noche iguala los contornos. Unas farolas iluminan débilmente las calles de los pueblos de la costa. Parpadean estrellas en el arco celeste. Se detiene el viajero en lo alto del promontorio, una vez pasada la curva. Se interna el pensamiento por un agujero negro, el de la melancolía.

 

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JUAN PABLO ZAPATER. LA VELOCIDAD DEL SUEÑO

19 sábado Ene 2013

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JUAN PABLO ZAPATER

La velocidad del sueño. Col. Calle del aire, nº 113.Editorial Renacimiento. Sevilla, 2012

Más de veinte años ha durado el silencio poético de Juan Pablo Zapater, roto felizmente ahora con la publicación de La velocidad de los sueños, editado por la infatigable editorial Renacimiento. La coleccionista, su único libro publicado hasta ahora, premio Loewe a la Joven Creación, data de 1989, y unos fragmentos de este libro aparecieron en 1986, en la colección de cuadernos “La pluma del águila”, de la que Zapater era, junto a Vicente Gallego, a la sazón, responsable. No conocemos los motivos que llevaron a Zapater, después ser distinguido con tan prestigioso galardón, a dejar de escribir o, al menos, a dejar de publicar durante tantos años — acaso un exacerbado sentimiento crítico minó sus fuerzas y le condujo al mutismo—ni posee relevancia alguna a la hora de leer su poesía de nuevo, aunque personalmente reconozco que he echado en falta en más de una conversación con amigos comunes, alguno de los cuales me confirmó que Zapater seguía escribiendo, la posibilidad de leer poemas recientes. 

Dividido en dos partes simétricas en cuanto al número de poemas, «Libro de huéspedes» y «Rosas para otras manos», el libro comienza con ‘La extraviada’, que, además de ser una poética de ascendencia juanramoniana en la que nos desvela el carácter casi religioso— como una especie de renovación bautismal señala Zapater su regreso poético—que la poesía tiene para el autor, actúa como excusatio de tan dilatado silencio, no sólo editorial sino creativo, a la vez que nos informa de algunas de las influencias poéticas que han sido vitales en la formación del autor. Nombres como los de Salinas, Neruda o Aleixandre son fácilmente deducibles de alguno de los versos de este poema. Pero también nos revela una forma de entender la poesía, una convicción poética que permanece inalterable y fiel a unos principios severamente arraigados desde sus comienzos, en los que prevalece una concepción del poema de corte clásico, formalmente admirable —sobre todo en estos tiempos es los que parece moneda común despreciar la forma — fiel, como escribió Eliot, a “un patrón musical de significados secundarios” y adscrita a una línea meditativa de carácter moral, moralidad que articula todo el libro en los reiterados exámenes de conciencia, unas veces evidentes y otras más solapados, aunque Zapater nunca utiliza una máscara para encubrir las incertidumbres del yo. Son muchos los poemas merecedores de inscribirse en la memoria del lector, pero yo propondría los titulados, además del mencionado ‘La extraviada’, ‘La mitad del camino’, ‘El olvido del ángel’—que involuntariamente me trae a la memoria una vieja pregunta que John Cheever se hacía a sí mismo en sus diarios: “¿Se puede manipular la tragedia sin cierta autoridad moral, sin cierto sentido del bien y el mal?”—, ‘Carta para un amigo’ —dedicado significativamente a Vicente Gallego— o ‘La noche del ateo’. Quienes se acerquen por primera vez a la obra de Juan Pablo Zapater descubrirán a un poeta poco conmiserativo consigo mismo, maduro y tierno, jubiloso y desengañado, consciente de su lugar en el mundo, dueño de sus conquistas y flaquezas,  responsable de sus actos, un poeta que entiende la poesía como una liturgia en la que vida y escritura se funden en una oración, en un ruego “que te ayude a creer en la promesa/ ¿de qué voz, de qué luz y de qué mundo?”. La experiencia no se alimenta de manera constante y regular de acontecimientos, todo lo contrario, fluctúa de un lugar a otro, cambia por la forma de ver las cosas, a la vez que las cosas adquieren nuevos significados al mirarlas con mayor persistencia, es hija de su tiempo, por eso no podemos encontrarnos ahora con el mismo poeta que escribió La coleccionista, porque la persona que ahora escribe también es distinta, aunque muchos de los temas —temas eternos, por otra parte— de su poesía sigan siendo semejantes.

La intensidad de los poemas que componen La velocidad del sueño ha colmado con creces mis expectativas como lector, lo que no hace sino ratificarme en la idea de que el poeta ha sido excesivamente  cicatero al privarnos durante tanto tiempo del placer de leerlo, porque la treintena de poemas que integran este libro nos dejan con las ganas de leer más, y con la impresión, acaso deliberadamente manipulada por ese antiguo anhelo, de que con estos poemas coexisten otros que han quedado descartados por el exigente criterio del autor. Espero que sus lectores no nos veamos obligados a esperar otras dos décadas para volver a disfrutar de su poesía.

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