
JENNIFER MICHAEL HECHT. LA FUTURA ANTIGÜEDAD. EDITORIAL CIELO ELÉCTRICO
Ha resultado toda una sorpresa leer un primer libro como La futura antigüedad (The Next Ancient World en su versión original, publicada en 2001), esmeradamente publicado por la editorial cielo eléctrico en traducción de Andrés Catalán. Aunque, a tenor del impacto que originó en su momento, esta sensación de asombro ha gozado de unanimidad ya que fue reconocido con galardones como Premio Tupelo de Poesía, el Premio Norma Farber de la Poetry Society of America y el Premio al mejor libro de poesía de ese año de ForeWord Review. Su autora, Jennifer Michael Hetcht (1965) ―profesora de poesía y filosofía en la New School de Nueva York y ensayista de éxito además de poeta―, ejercía hasta ese momento como ensayista e historiadora, labor que repercute muy favorablemente en su tarea como poeta, de hecho, en este su primer libro son habituales las referencias al pasado y simultanea historias y mitos de la antigüedad con hechos contemporáneos en un ensamblaje no siempre fácil de percibir por un lector no informado. Cargar al poema con un exceso de erudición conlleva el riesgo de lidiar con la incomprensión, fatalmente, pero Hecht no renuncia al riesgo y demuestra en cada poema que conoce los límites, que domina los resortes del oficio poético, necesarios para diferenciar un mero manual de historia ―de intrahistoria en la mayoría de los casos― de un libro de poesía, por más que el propósito sea imprimir en las páginas las huellas de la actualidad para que los lectores de un mundo futuro puedan recrear el pasado, una labor similar a los de los arqueólogos. «Mi primer proyecto serio consistió en un estudio serio sobre los gestos en el lecho de muerte / de nueve famosos fracasos». Son los versos iniciales del poema «Prólogo» con el que comienza el libro. A este primer proyecto siguen otros, como la escritura de una novela, hasta que se empezó a «interesar por el paso del tiempo», circunstancia que le obliga a abandonar la novela. Poco después emprende la escritura del libro que hoy nos ocupa: «Mi último proyecto consiste en esbozar varias descripciones detalladas en beneficio / de la futura antigüedad: una suerte de libro de consejos, de modo que puedan / entender que la civilización tiene fases, incluso fases en la creencia / de las fases, e idead sobre los dioses y la antropomorfización de los animales…». El afán didáctico, al menos superficialmente, es notorio, pero no podemos dejar de percibir cierto halo irónico en tal intención. Es probable que el poema no sea el mejor marco para instruir o dar consejos, sí lo es, sin embargo, para retener el instante, para que la fluidez del presente se solidifique en las palabras: «Nos vamos olvidando, como un tinte que se disipa en un vaso de agua de mar, / y esa es la razón de que me parezca buena idea tomar nota de algunas observaciones / precisas, recuerdos además de recordatorios, y no solamente / para divertir a los amigos sino para reflejar qué es lo que sé sobre / lo que sucedió aquí». No responde, como se ve, la escritura a un deseo de permanencia, sino a la aspiración de dejar constancia, para generaciones futuras, de quiénes fueron y cómo vivieron sus antepasados ―«cómo era vivir entonces»―, única forma, por otra parte, de construir la propia identidad, asunto central del libro. Pero, como he insinuado más arriba, el método para lograrlo no siempre se ajusta a la trascendentalidad del propósito y quizá sea mejor así, porque si lo hiciera, correría el riesgo de caer en lo puramente metafísico, dejando de lado el aspecto lírico y la ironía ―«Hazme caso, Romeo, eres / un gallo sensacional», por ejemplo―, fundamental esta última para sobrellevar la pesada carga que debe arrastrar el lector, quien solo así puede empatizar con versos como estos: «Alguien ha arruinado tu vida de inocencia. / Algún gesto de tu madre, / que se golpetea el labio con el dedo; la forma en que tu padre / miraba sus grabados escolares calificados con un / muy prometedor y luego a ti; / o algo que se hereda en tu familia, quizás / cierta incapacidad para pedir disculpas / o cierta desconfianza generalizada, de algún modo ha frustrado / lo que estabas intentando conseguir». Son este tipo de versos, de tono confesional, los que refuerzan la complicidad emocional con el lector, que reconoce, en muchos casos, en la memoria ajena el rostro de su propia incertidumbre, de sus propios miedos, de su propia esperanza, acaso porque «los saltos de la memoria son pautas de deseo».
El libro está plagado de anécdotas sobre las que la autora articula su discurso ético. Cualquier circunstancia, una imagen, un recuerdo, una noticia sirven a ese espectador anónimo que es la poeta para añadir experiencia a su propia vida: «Ahora tenemos vidas interesantes», escribe en el poema «Así que estás un poco mal de la cabeza». Ponerse en la piel del otro, adoptar costumbres diferentes, fantasear con un presente que justifique la proyección hacia el futuro no resulta especialmente difícil para Jennifer Michael Hecht, empeñada, por otra parte, en mostrar las costuras de un ego que se tambalea ante el impacto de lo que no se comprende: «¿Qué es lo que haría falta para hacer de ti / lo que realmente quieres ser y por qué nadie / va a colaborar contigo en estas visiones que tienes / de ti misma», se pregunta no sin cierto humor negro, para testimoniar que «A estas alturas tienes que reconocer que la verdad / racional es insoportable e imposible de aceptar / y que todo lo posible y soportable es, / por necesidad, un caos lógico que incluye mentiras / a la vez que verdades contradictorias». He aquí, en la ambición por develar esas verdades contradictorias y desvelarlas a otros, habitantes del futuro, la razón de ser de este libro ―«Alabada sea la sensación de intentar escribir sobre la verdad», escribe en el poema «No, no te dejaría si de repente encontraras a Dios»―. Si ningún libro de poesía debe leerse de un tirón, dado el peso específico de cada uno de los poemas que integran La futura antigüedad, resulta más que necesario hacer pausas entre poema y poema, leerlos despacio y releerlos para descubrir el sentido oculto de cada palabra y, de paso, admirar el excelente trabajo que ha llevado a cabo Andrés Catalán, su esforzado traductor.