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Archivos mensuales: junio 2015

ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA. VARIACIONES SOBRE EL VASO DE AGUA

29 lunes Jun 2015

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ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA. VARIACIONES SOBRE EL VASO DE AGUA. GALAXIA GUTENBERG, 2015*
No son frecuentes en nuestras letras este tipo de inventarios, de selecciones —por clasificar un libro que, a la postre, resulta inclasificable—, aunque el autor haya explorado una idea similar cuando publicó el libro Cuaderno de islas, en 2011, y encontremos algunas similitudes formales en algunos autores, Octavio Paz puede ser un buen ejemplo, contemporáneos. Leídos ambos libros, Cuaderno de islas y Variaciones sobre el vaso de agua, nos atrevemos a decir que la concepción que sustenta ambas publicaciones es fundamentalmente la misma, la reflexión sobre un determinado tema, sean islas o vasos de agua, y el sostén argumental de textos, poemas en ambos casos ajenos, aunque ahora están acompañados de imágenes, que configuran una especie de antología temática, antología no sujeta a criterios geográficos o cronológicos, sino sometida tan sólo al buen gusto y el bagaje cultural del compilador, excelente poeta él mismo.
La obra poética y ensayística de Andrés Sánchez Robayna (Santa Brígida, 1952), obra como se ve por sus más recientes libros, en su cúspide, constituye una de las trayectorias literarias más sólidas de nuestras letras. Una itinerario que tuvo su primer hito en 1970, con la publicación del que fuera su primer libro, Día de aire (Tiempo de efigies) y que se ha acrecentado con más de una decena de poemarios, entre los que destacaremos, por no pecar de exhaustivos, La roca —Premio de la Crítica en 2004—, Palmas sobre la losa fría (1989), Poemas 1970-1999 (2000), El libro, tras la duna (2002), Sobre una confidencia del mar griego: precedido de Correspondencias (2005) —en colaboración con Antoni Tapies—, En el centro de un círculo de islas (2007) —en colaboración con José María Sicilia, La sombra y la apariencia (2010), El espejo de tinta. Antología poética, 1970-2010. (2012). A esta intensa labor poética debemos añadir la publicación de dos imprescindibles libros diarísticos (La inminencia. Diarios 1980-1995(1996) y Días y mitos. Diarios, 1996-2000 , publicado en 2002) y multitud de ensayos sobre literatura y arte, entre los que mencionaremos Tres ensayos sobre Góngora (1983), Luz negra (1986), La sombra del mundo (1999), Deseo, imagen, lugar de la palabra (2008), Cuaderno de las islas (2011) y el libro objeto de estas líneas, Variaciones sobre el vaso de agua (2015). Como hemos dicho, este es un recuento muy resumido de la actividad creadora de Andrés Sánchez Robayna, y nos atrevemos a denominarla actividad creadora porque estamos seguros de que cualquiera de los géneros literarios objeto de atención de nuestro autor —conviene mencionar aquí la prolongada y fecunda dedicación a la traducción— forman parte de una totalidad, de una esencial confirmación del ser como eje transformador de la realidad en la que habita. Configuran además esta aspiración a alcanzar el sentido más hondo de la existencia también la creación de revistas —Syntaxis, revista que uno leyó con avidez hace 25 o 30 años y que aún hojeo de vez en cuando, sería un buen ejemplo de lo que digo—, incluso su gestión como promotor y/o responsable de innumerables proyectos culturales.
Este largo balance, tal vez más pródigo de lo habitual, resulta, sin embargo, por completo pertinente para poner al corriente al lector desinformado (rara avis, cuando se trata de poesía, afortunadamente) de la envergadura intelectual de uno de los poetas más vivos y coherentes de la actual poesía española, algo que conviene significar en estos tiempos en los que se esgrimen justificaciones de orden moral, político y económico, cuando no ideológicos —asuntos todos a tener en cuenta, sin duda— para escribir una poesía carente de rigor e irrespetuosa con la tarea fundacional encomendada a la palabra. Con respecto de este asunto, no viene mal recordar las palabras de un poeta como Seamus Heaney, comprometido políticamente como pocos, que, sin embargo, afirmaba algo con lo que no podemos estar más de acuerdo: «La verdad es que no veo cómo puede sobrevivir la poesía como categoría de la conciencia humana si no logra anteponer las consideraciones poéticas, consideraciones expresivas, es decir, basadas en sus propias leyes genéticas que entran en funcionamiento en el momento mismo de la concepción lírica». A la libertad de la palabra como transformadora de la realidad, como fuente de liberación personal —aun en la batalla por exprimirlas, por apurar su significado—, porque la palabra, el lenguaje es suma, es la esencia misma del hombre, ha consagrado su plural acción creativa Andrés Sánchez Robayna, conciliando la escritura del poema, poco dada a compartir protagonismo, exigente, autónoma, con el estudio de su razón de ser. El lenguaje funda y da sentido a lo creado, a lo indecible. «La paradoja de la palabra poética está en decirnos precisamente lo que dice y en indicarnos que esto mismo que dice no puede decirse», escribe Ramón Xirau, siguiendo a Octavio Paz, autores ambos, nos consta, muy leídos y admirados por Sánchez Robayna.
Pero ¿de qué tratan estas Variaciones sobre el vaso de agua que tanto nos recuerdan, por ese impulso de violentar la experiencia mediante la reiteración, mediante la aglomeración de perspectivas, incluso mediante la retórica del silencio, al Valente de Variaciones sobre el pájaro y la red? El propio Sánchez Robyana nos lo aclara en el fragmento inicial de los veinticuatro que integran la primera parte del libro (la segunda, como hemos explicado, recoge los poemas a los que se alude en el texto ensayístico, así como las imágenes que han dado pie a dichas reflexiones. Dice Robayna que «La relevancia que posee ese motivo poético [el vaso de agua] viene determinada en buena medida por el destello de sus apariciones, por la variedad de sus casos, por la grata frecuencia, en suma, con que nos lo tropezamos en los contextos líricos más diversos», siguiendo este argumento, el autor emprende una reflexión crítica plagada de referencias tanto poéticas como plásticas que guían sus conjeturas, de pesquisas, de aproximaciones que le llevan a preguntarse «¿De dónde proviene el poder de esta imagen?». La respuesta no se puede circunscribir al atractivo de una representación puramente estética, su imantada presencia proviene, a qué dudarlo, de unos pormenores estrictamente utilitarios —apagar la sed, «ante todo está ahí para ser bebido»—, pero también de sus peculiares características físicas: «Primera cualidad del vaso de agua: refresca un espacio, lo aclara, lo entrega a la transparencia. Atrae la luz hacia él, y la absorbe», escribe Sánchez Robayna. Pero, con toda lógica, estas excusas puramente materiales no son suficientes para seducir a la mente del artista. Para que un objeto de apariencia tan frágil, tan evanescente (al menos en cuanto al contenido se refiere), un objeto que parece inmovilizado en el tiempo, deben concurrir otras condiciones. Su presencia es un reclamo que seduce y desconcierta a la vez (estas dos premisas son absolutamente necesarias para que nazca cualquier manifestación artística), embebe la mirada del espectador: «La contemplación del vaso de agua nos invita al sosiego, no sólo en razón de la quietud o el reposo de la materia, sino también a causa de la traslucidez del agua y su contenido». Se desliga ya en estas palabras el fin definido anteriormente, apagar la sed, de otro que tiene más que ver con una experiencia íntima, solitaria —y aquí debemos hacer mención a la dimensión temporal. El tiempo posee unas cualidades diferentes para el ser retraído que para el ser sociable—, una experiencia de conocimiento, de advenimiento que sugiere algún vínculo sagrado, algo que, quizá, se aprecie con mayor nitidez en el pequeño lienzo de Francisco de Zurbarán titulado Vaso de agua y rosa sobre una bandeja de plata. «En este lienzo (o fragmento de lienzo) —escribe Sánchez Robayna—, lo que nos conmueve es, ante todo, la desnudez», y no podemos estar más de acuerdo, la desnudez, la humildad de los objetos, pero también la belleza de la representación, el primor con el que están pintados los detalles, tratados como si condensaran la armonía del mundo, la revelación de un significado que las palabras no pueden descifrar. La mirada nunca es sólo visión objetiva, es creación, desvelamiento, es invención, lugar de la inmanencia, por esa causa, son casi infinitos los modos de ver y las consecuencias que la particular contemplación acarrea. Un buen ejemplo de ello es la obra de Ramón Gaya —un pintor, por otra parte, refractario a los dictados del posmodernismo—, llena de manchas, de velos, de trasparencias habitadas: «Gaya convierte la flor dentro de un vaso con agua en una suerte de polo visual cargado de resonancias sensibles, ya como objeto único, ya complemento o anejo de una escena», escribe el autor.
La nómina de autores seleccionados es, en sí misma, una excelente antología. Las imágenes escogidas, lienzos de Velázquez, de Jean-Siméon Chardin, de Juan Gris o de Luis Fernández, acompañados por una fotografía de Sudek y una escultura en vidrio de Iran do Espíritu Santo, comentadas en diversos fragmentos de este magnífico, sugerente, poético y asistemático ensayo, completan la escogida lista de poetas escogidos. Lista que comienza con el poeta norteamericano Wallace Stevens —traducido y estudiado en profundidad por Andrés Sánchez Robayna en distintas ocasiones— («El vaso está en el centro./ La luz es un león que ha bajado a beber./ Allí, y en ese estado, el vaso es una charca») y se extiende a poetas de muy diversa naturaleza, como Jorge Guillén, Francis Ponge, Ángel Crespo, Antonio Requeni, Nuno Júdice («El absoluto se manifestó en un vaso/ de agua, cuando el sol apareció detrás de una nube/ y le dio un brillo inesperado en la más/ gris de las mañanas»), Gorostiza —de quien se reproducen varias estrofas significativos de su grandísimo poema Muerte sin fin— o, por citar a algunos autores, el propio Sánchez Robayna, de cuyo poema extraemos estos fragmentos que resumen a la perfección el alcance de esta tentativa epistemológica, de una vivencia estética que hunde sus raíces en la historia del símbolo, que desafía al tiempo, que es, a la vez, imagen del tiempo y representación de su transcurso: «El vaso no es una medida. El vaso en pleno mediodía. El vaso de cristal ligero, muy delgado, delicadeza medida, estancia bajo el sol. El vaso de agua es un ensayo de quietud». El vaso de agua, un objeto humilde que cualquiera de nosotros hemos tenido en las manos cientos de veces sin que nos llamara la atención, más allá de su utilidad, se convierte en las palabras de Sánchez Robayna en centro de introspección, en espacio para avivar la memoria, en la imagen liberadora de un sentimiento, en espejo de nuestra luz interior, aunque la aparente inmovilidad, que puede inspirar una variante de la sumisión, es sólo una máscara de esa incandescencia interna que lo deseca, que lo vacía. «Una vez vi también los vasos vacíos sobre la mesa del atardecer», escribe Vicente Valero. El vaso vacío que también yo he visto es otra imagen tentadora y suscita nuevas reflexiones apropiadas, quizá, para un libro futuro, para otro ensayo que ojalá sea, si alguien lo escribe, tan fascinante como éste.
*Artículo publicado en el número 117 de la revista Arte y Parte ((Junio-Julio,2015)

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X.J. KENNEDY. TRES POEMAS

26 viernes Jun 2015

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X.J. KENNEDY
ARS POETICA

La gallina de los huevos de oro
Murió mirando su entrepierna
Para saber cómo funcionaba su esfínter.

¿Tú los pondrías bien? No mires.

TÓCAME

Tócame.
Una por una
En cada célula de mi cuerpo
Una chimenea se enciende.

NADA EN EL CIELO FUNCIONA COMO DEBERÍA

Nada en el cielo funciona como debería.
Las bifocales de Pedro, se han roto al sentarse sobre ellas;
Sus puertas bambolean con el cacareo de un gallo,
No retornan con un silencio de oro como Milton había pensado;
Bandas de inocentes masacrados siguen inspirando
El halo del Venerable Bede
Igual que un viejo diente de león produce semillas;
Y el beatífico coro continúa desafinando, tosiendo.

Pero el infierno, el sugerente infierno, no tiene ninguna sección libre:
Ninguno disfruta de su tiempo, ninguno acelera el ritmo.
Cualquiera pregunta «¿Por qué estás aquí, desdichado corazón?»—
Y él asignará un sitio para su rostro.
Oirás un clic instantáneo, una lágrima comenzará
A dejar huella como un resumen de su caso.
Versión de Carlos Alcorta

JULIO MARURI. ANTOLOGÍA POÉTICA

24 miércoles Jun 2015

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JULIO MARURI. ANTOLOGÍA POÉTICA. EDICIÓN DE JUAN ANTONIO GONZÁLEZ FUENTES Y LORENZO OLIVÁN. EDITORIAL VISOR, 2014
Julio Maruri (1920) es, a sus noventa y cuatro años, un poeta casi secreto, conocido en la práctica por un pequeño grupo de poetas geográficamente cercanos y por un, no menos limitado, círculo de especialistas en la poesía española de posguerra, por eso la RECIENTE edición de esta antología a cargo de los poetas Juan Antonio González Fuentes y Lorenzo Oliván en una editorial del prestigio y la difusión de Visor, cobra una importancia especial. Permitirá al lector de poesía descubrir a un poeta de una frescura e intensidad poco frecuentes en la época, primera posguerra (estuvo vinculado al grupo Proel, integrado, entre otros por los malogrados Carlos Salomón o José Luis Hidalgo, por José Hierro o Enrique Sordo), en la que comenzó a publicar sus libros, el primero de los cuales fue Las aves y los niños (1945), subtitulado «elegía», porque se trata de eso, de un canto por la infancia perdida, sin dramatismos nI excesos retóricos, con una poesía desnuda que economiza verbalmente el lenguaje hasta extraer el significo puro de la palabra. Este tono melancólico queda de manifiesto en poemas como el titulado «Niño del Septentrión» —no olvidemos el verso de Amós de Escalante, «Musa del Septentrión, melancolía»—, que finaliza con este cuarteto: «Azul niño de niebla,/ pájaro azul dolido…/ Oh, que ausente tristeza/ ser de la niebla y el niño». Pero no todo en este libro es despojamiento. Alternan poemas donde el discurso de expande y el verso precisa de un ritmo más pausado, el del endecasílabo. El tono intimista, aun estando presente, deja paso a un matiz conversacional. Esto no significa que Maruri navegue por los meandros de la poesía confesional, pero sí escribe una poesía más directa, menos supeditada a conceptos abstractos. Dos poemas son significativos de esta manera otra de poematizar, los titulados «Para un muchacho del porvenir» y «El pozo», dedicados respectivamente a José Hierro y a José Luis Hidalgo.
Con Los años (1947), su segundo libro, obtuvo un accésit del que era, en aquellos años, el premio más importante de la poesía española, el Adonais. Como escriben los editores del libro, «Estos dos títulos de Julio Maruri retratan a un Adán doblemente exiliado, doblemente desvalido, doblemente invadido por las sombras (las del tiempo, las del deseo o el anhelo del otro), y hacen acaso mucho más comprensible la crisis espiritual del poeta y su relativo silencio sostenido». Esta crisis a la que hacen mención González Fuentes y Oliván se traduce en un alejamiento de la escritura (también de la pintura. Maruri era ya un afamado pintor) y concluye cuando, en 1951, toma el hábito carmelita bajo el nombre de Fray Casto del Niño Jesús. La década de los cincuenta resulta, en lo artístico, muy fecunda. Expone su trabajo en renombradas galerías nacionales y publica, en 1957, su Obra Poética, que será galardonada al año siguiente con el Premio Nacional de Literatura. La antología que comentamos recoge los llamados Poemas de tránsito (1944-1950) —poemas dispersos publicados en revistas y que contiene algunos de los poemas de Maruri que prefiero, quizá porque la emoción que trasmite el poeta se vuelve más humana, menos solipsista, más fraterna, como expresa con ternura el poema «Confesión de poeta», del que extraigo estos versos: «Celeste humanidad, cuerpo de todo,/ que hace inhumano al ser/ en quien palpita el ala y pesa lodo/ de amar y saber;// inhumano gemir de los sonidos/ y triste humanidad/ del hombre que pobló infinitos nidos/ en rigurosa soledad»—, así como Unos poemas (1959), en donde se anuncia el tono moral, de crítica social y de denuncia, de solidaridad con los vencidos que encontraremos ya mucho más desarrollado en Como animal muy limpio, compuesto por poemas escritos entre 1963 y 1970 que no verá la luz, sin embargo, hasta el año 2004. El breve poema titulado «Spanish War», representa un buen ejemplo: «Con qué alegría/ se dio aquel Coronel/ a la sangría». Una década antes se publica su poesía completa bajo el título Algo que canta si mí, con un epílogo de Carlos Bousoño, que incluye el libro Tendiendo al abril las manos (1976-1992). Los editores hablan en el prólogo de «justicia poética» para significar la oportunidad de esta edición. No podemos estar más de acuerdo.

ANTONIO RIVERO TARAVILLO. LO QUE IMPORTA

22 lunes Jun 2015

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ANTONIO RIVERO TARAVILLO. LO QUE IMPORTA. CALLE DEL AIRE, 137. EDITORIAL RENACIMIENTO, 2015
Pocos títulos tan contundentes como éste Lo que importa, de Antonio Rivero Taravillo, título que tanto nos recuerda a estos versos de Wallace Stevens: «…Lo que/ uno cree es lo que importa», un libro extenso que posee una variedad de registros realmente admirable —largos poemas reflexivos, haikus, poemas breves cercanos al aforismo, versículos—, puestos todos ellos, además, al servicio de una poética de los objetos, del poema como medio para transgredir las fronteras de esa realidad a la que rinden servidumbre. La mirada de Rivero Taravillo tiende a buscar lo inusual, lo inesperado y se recrea en aquellos aspectos menos llamativos de lo que glosa. Así ocurre, por ejemplo, con el protagonista del poema «El inquilino en la terraza», un calentador al que se describe detalladamente, al que confiere caracteres de un ser vivo, al que inculca calidez humana: «Es un usted un buenazo,/ un manso oso polar/ en cuyo regazo a veces entra en trance,/ entre esos caños de cobre,/ la gata». No cabe duda de que esta forma de humanizar los objetos con los que convivimos responde a un deseo de que el lenguaje se desprenda de su utilidad y conquiste un espectro semántico mucho más amplio. La personificación adquiere mayor verosimilitud, si cabe, gracias al empleo de un lenguaje corriente que consigue mantener el equilibrio entre la idea y su elaboración formal, evitando así las constantes amenazas de la oscuridad o de la vaguedad retórica. No pretendo insinuar que en los poemas de Rivero Taravillo la precisión semántica prime por encima de cualquier otra cualidad, porque la poesía no es una fórmula matemática, pero sí quiero significar que las propiedades esenciales de un discurso natural son más que suficientes para que el lector perciba el contenido de lo que se desea trasmitir. El lenguaje se subordina así a la idea, no como ocurre cuando éste es el único protagonista y ensombrece a la propia poesía tras ornamentos caprichosos y mitificaciones excluyentes.
Lo que importa está dividido en tres partes, aunque una de ellas, la parte central, titulada —no sin cierta ironía intertextual— «El mejor fabbro», contiene poemas de Humberto Fabbro, de un poeta más joven, amigo del autor (la experiencia de la alteridad se pone así de manifiesto) que guarda con éste ciertas similitudes:«Los versos de Fabbro presentan aquí y allá caídas de ritmo que, si en mi caso son deliberadas, en el suyo, además de eso, proceden de que no siempre he sido capaz, en mis versiones, de mantener la métrica de su poesía». Son poco más de una decena de poemas en los que resulta evidente la influencia de la poesía costumbrista greco latina, tanto en los temas, anecdóticos, circunstanciales, condimentados con partículas de acidez crítica y de humor, negro en alguna ocasión, como en el poema «Peso muerto» que, por su brevedad, reproduzco completo: «Hago flexiones en la alfombra./ Prolépticamente puedo decir/ cuánto pesa un cadáver», como en la estructura sentenciosa, menos evidente, eso sí, en los poemas más extensos.
En las dos partes restantes, la variedad de asuntos que construyen los poemas es digna de mención, aunque, si hubiera de subrayar un nexo común, es posible que éste fuera el de la ausencia de nostalgia, quizá avalada por el tono irónico que subyace en los versos de Antonio Rivero Taravillo, tono irónico que se aprecia con mayor intensidad en los versos finales de los poemas. Traigo a estas líneas algunos de ellos para confirmar mi hipótesis: «Pero un consuelo me queda: tal vez/ alguien rescate en esos días/ de conmemoraciones y monsergas/ los versos en que puse tu palabra», del poema «Rey Lear» o «Recorro calles que anduve hace años./ Otros escaparates, peatones distintos./ Capas sucesivas de asfalto/ como sobre estos ojos que contemplan la última» correspondientes al poema «Megalópolis». El libro, por otra parte, está sembrado de poemas memorables, entre los que yo resaltaría, sin ánimo de ser imperativo, los titulados «Waterstones, Piccadilly», «Ciruelas», «Anatomía de la almohada» o «Sala de espera» entre los más extensos y «Una urraca en Ballinasloe» o «En el vagón de cola de septiembre» entre los menos prolongados.
En cualquier caso, al margen de gustos particulares, lo que si podemos afirmar es que para Rivero Taravillo, las cosas importantes no proceden necesariamente de actos heroicos, ni de personajes históricos o de leyenda, sino de un voluptuoso paladeo de la realidad más cercana —una realidad compleja, fragmentaria, en permanente cambio , de la descripción del día a día, porque es capaz de encontrar la verdadera emoción no en abstracciones filosóficas o en los abismos de la conciencia, sino en los albores de su propia intimidad, una intimada que analiza con lucidez, pero sin dramatismo. Lo que importa es un libro que brinda al lector muchas satisfacciones, y eso es lo realmente importante.

DEBORAH LANDAU. LOS USOS DEL CUERPO

19 viernes Jun 2015

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DEBORAH LANDAU
LOS USOS DEL CUERPO

Antes de tener hijos
tienes un perro.

Entonces, cuando nace el bebé,
esperas que el perro se muera.

Cuando el perro muere,
representa un alivio.

Cuando tus bebés dejan de ser bebés,
quieres un nuevo perro.

Ves dónde acaban
las utilidades del cuerpo.

Pero nosotros sólo estamos en el medio,
Solamente en mitad del camino.

Los órganos más viejos creciendo en los bolsillos afelpados
rozándose hasta el desgaste.

Estamos aquí y pronto no estaremos
(a pesar de la confortable cama con perros de peluche almohadas, libros y un reloj.)

El chaval con sus calcetines y sus pijamas.
Una serie de colisiones accidentales.

Presión en el pecho. Todo el mundo
respira por ahora, dentro y fuera, toda la noche.

Tienen que ser cosas tristes.
Entro en la cocina pensando en dulcificarme.

Los huevos duros no van a hacer nada.
Ostras. Desinfectante. Mantequilla de cacahuete. Ginebra.

Gran cara de niño, sin esperanza.
Tengo veinte, treinta, cuarenta años.

Un amigo dijo Escucha,
tienes que intentar calmarte.

Versión de Carlos Alcorta

GERARDO DIEGO. JOSÉ GARCÍA NIETO. CREACIÓN Y MEMORIA

17 miércoles Jun 2015

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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GERARDO DIEGO. JOSÉ GARCÍA NIETO. CREACIÓN Y MEMORIA. EDICIÓN DE FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA. ANTHROPOS EDITORIAL. FUNDACIÓN GERARADO DIEGO. FUNDACIÓN JOSÉ GARCÍA NIETO.
«Fidelidad» ha titulado con acierto Pureza Canelo el texto que presenta el libro que vamos a comentar y es que, después de leer las cartas cruzadas Gerardo Diego y José García Nieto y los artículos con los que analizaron respectivamente sus obras, no creo que haya una palabra que defina mejor esa relación de amistad, sobre todo, porque la fidelidad rezuma en cada línea. «Los documentos que se han extraído de los archivos —escribe Pureza Canelo— tenían por finalidad el estudio y la traslación de conocimiento sobre las dos figuras contemporáneas en el contexto de los círculos literarios de la poesía española». Para realizar el estudio de dichos documentos se ha contado con uno de los mayores, y más fervientes, estudiosos de la obra tanto de Gerardo Diego como de García Nieto, Francisco Javier Díez de Revenga, catedrático de Literatura Española de la Universidad de Murcia y reconocido experto en la poesía española del siglo XX, especialmente en la época que concierne a la Generación del 27. Suyas son, entre otras, las ediciones de los volúmenes I, II ,III , IV y V de las Obras Completas de Gerardo Diego, así como la edición de Memorias y compromisos de García Nieto. Nos encontramos, pues, con una de las plumas más autorizadas para contextualizar esta correspondencia y la sucesión de artículos y reseñas críticas que se dedicaron mutuamente el maestro y su abnegado discípulo.
No son pocas las muestras de admiración a García Nieto que Díez de Revenga despliega en el texto introductorio, tanto en su labor propiamente creativa como en las diversas empresas —la dirección de varias revistas, su faceta como crítico— de carácter literario en las que tuvo responsabilidades. «Su singular personalidad, como poeta y como creador de un estilo y de una forma de hacer poesía—escribe Díez de Revenga— forma parte de la memoria de aquel momento histórico, y hoy, con la perspectiva del tiempo transcurrido, ha de ser reconocida su obra por su originalidad, por sus aciertos estéticos, por su valor en conjunto, y su figura por su significación histórica como aglutinador de un mundo y como concitador, a través de diversas empresas literarias, de todo un espíritu generacional, surgido en la inmediata posguerra y desarrollado ampliamente en los años posteriores a la Guerra de España». Me he permitido reproducir este extenso párrafo para significar el tono laudatorio que percibirá quien se adentre en las páginas siguientes de esta introducción, aunque algún lector pueda echar en falta un punto de vista menos subordinado al afán laudatorio. Personalmente, no creo que adjetivar la poesía de García Nieto como destemporalizada sea lo más acertado. Destemporalizada es, a mi modo de ver, la poesía de Juan Ramón, o de Rilke, por ejemplo. La de García Nieto está circunscrita, en su mayor parte, a un formalismo decimonónico (el mismo Gerardo Diego, finísimo analista, escribe un artículo con motivo de la concesión del Premio Fastenrath a García Nieto, del que entresaco estas palabras: «Nuestro amigo tiene sus defectillos y sus limitaciones, que tampoco vamos ahora a pregonar. Su poesía es como es y no es como el gusto de algunos lectores exigentes desearía») y a unas coordenadas ideológicas inscritas en un periodo histórico muy significativo, la posguerra española. En todo caso, estas mínimas objeciones, en nada empañan el excelente trabajo que ha llevado a cabo el profesor Díez de Revenga. Creación y memoria recoge diversos artículos que Gerardo Diego escribió sobre la obra de García Nieto. Son reseñas críticas de naturaleza literaria, aunque estén aderezadas con eventualidades de carácter social y, más tímidamente, con algún retazo de complicidad íntima. Los artículos de García Nieto sobre Diego, al que reconoce efusivamente como su maestro, poseen un tono más amical, en ellos se adentra con mayor énfasis en las características del personaje, del poeta, más que en su poesía («Me refiero a su persona —escribe García Nieto a propósito del “Discurso de la errata” de Diego—; errata viva, insólita y feliz, asomo de alguien que se parece a sí mismo, greguería de sí mismo». Evidentemente, no faltan reflexiones sobre la importancia de algunas de las obras más significativas de Gerardo Diego, como Cometa errante o el comentario a la edición que el propio Diez de Revenga realizó de Ángeles de Compostela y Alondra de verdad, pero incluso estos comentarios están irrigados por múltiples notas de carácter más íntimo, lo que, por ende, proporciona al texto una profusión de datos impagables para interpretar sus respectivas obras.
Se completa el volumen con «veintinueve cartas cruzadas entre los dos poetas» hasta ahora inéditas, que salen a la luz gracias a la generosidad de las familias de ambos poetas, custodios de su legado, y con sendos apéndices en los que se reproducen varios de los poemas citados en los artículos, así como un emotivo álbum fotográfico que plasma algunos de los momentos culminantes de ambas biografías. Si algo queda manifiestamente claro leyendo libros como éste, es su absoluta pertinencia en el confuso panorama editorial de nuestro país, porque cuanto más conozcamos la vida y la obra de nuestros artistas, más nos conoceremos a nosotros mismos.

RAFAEL FOMBELLIDA. DI, REALIDAD

15 lunes Jun 2015

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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RAFAEL FOMBELLIDA. DI, REALIDAD. EDITORIAL RENACIMIENTO, 2015
Poco más de una década ha transcurrido desde la publicación en España de Lo real (tratado de la idiotez), del filósofo francés Clément Rosset que tan de moda estuvo durante unos años, acaso por lo insólito, por lo atrevido, entonces, de sus tesis, de sus argumentos, tesis y argumentos que hoy confirmados o desmentidos, matizados o perfeccionados forman parte de cualquier análisis sobre la realidad que se precie. No es éste el lugar para recapitularlos ni glosarlos en profundidad, nos bastará con seguir el guión sobre la fractura existente entre lo real y su representación para enhebrar las palabras que siguen sobre Di, realidad, el nuevo libro de Rafael Fombellida publicado por la Editorial Renacimiento —editorial que ya acogió en su catálogo el celebrado Violeta profundo (2012) —, siendo consciente de que la filosofía y la poesía son disciplinas que convergen sólo en los momentos, nos atrevemos a decir, agónicos del ser. «Los razonamientos e investigaciones de la filosofía son laboriosos; sólo de un modo artificial y con escaso donaire puede la poesía vincularse a ellos. Pero la visión de la filosofía es sublime. El orden que revela en el mundo es algo hermoso, trágico, emocionante; es justamente lo que, en mayor o menor proporción, se esfuerzan todos los poetas en conseguir», afirma el filósofo de origen español George Santayana en su imprescindible ensayo Tres poetas filósofos (Lucrecio, Dante, Goethe). A pesar de que el lenguaje utilizado por el filósofo de Harvard nos resulta un tanto arcaico (la primera edición del ensayo, publicada, como toda su obra, en inglés, data de 1910) y de que el concepto de sublime en la modernidad es casi contrapuesto al de entonces, no podemos negar la vigencia de este planteamiento, por más que nos surjan de inmediato algunas discrepancias, como ese esfuerzo por ordenar la realidad que tan fuera de campo ha quedado del visor de nuestra época. «Hay un modo de estar en este mundo/ que de lo imperturbable hace dominio…» escribe Fombellida, un dominio de lo incierto, podríamos decir, y yo me apropio de estos versos para consolidar las especulaciones que elaboro a continuación, porque cuando se habla, se escribe sobre poesía, sólo cabe especular, teorizar mediante aproximaciones. Por otra parte, y citando de nuevo a Santayana, leemos unos párrafos más adelante del libro citado que «La filosofía es algo razonado y riguroso; la poesía es algo alado, relampagueante, inspirado». Cualquiera de ustedes puede calificar esta adjetivación como anacrónica y acaso no les faltará razón, sobre todo si son lectores interesados en la filosofía, no ya la de cuño más reciente, que también, sino la que tiene en Nietzsche — y conviene ya señalar que es precisamente una cita de este autor, de su libro Así habló Zaratustra (libro que uno leyó como si fuera un catecismo durante un verano entre los diecisiete y dieciocho años) la que sirve de epígrafe a Di, realidad— a uno de sus precursores y en María Zambrano a una de sus adeptas más influyentes en nuestra lengua. Me estoy refiriendo a esa filosofía que carece de una estructura orgánica, que se expresa por aproximaciones, no mediante silogismos o certezas, me refiero a una filosofía razonada sí, pero no rigurosa, sin plan, asistemática, una filosofía que camina a tientas y cuyo lenguaje colinda en buena vecindad con el lenguaje poético. Una filosofía, en suma, cercana en su expresión a la poesía. «El poeta ve lo que el filósofo anuncia», escribía Ramón Xirau a propósito de Heidegger. Si alguna conclusión hemos obtenido de la lectura de lo real a través de la mirada de los filósofos es que no existe una visión unívoca, no sólo por las diferentes formas de ver, sino por las condiciones que impone la simultaneidad de la percepción en cada uno de nosotros. La realidad se nos presenta así como un enigma con múltiples envolturas que el poeta debe ir desenvolviendo para escudriñar en su interior. El buen poema se resiste en esencia a la significación unidireccional, más bien intenta ser la caja de resonancia en la que reverberan los ecos de los sentimientos (en sentido amplio), sentimientos que, ocurre en Di, realidad, poseen un empeño colectivo combinado con la indagación personal quizá como nunca hasta ahora se había dado el caso en la poesía de Fombellida, y esta concordancia posiblemente tenga que ver con las circunstancias personales que han rodeado la vida de nuestro autor, aunque haya menos carga autobiográfica en esta oportunidad, una poesía que razona acuciada por el demonio de la cordura, que reflexiona, que no huye de conceptos abstractos por más que los embride para que no caigan en abismos sin fondo, que busca el rigor formal para expresar dichas reflexiones, para expresar lo real, porque como escribía Novalis, creo que para Rafael «la poesía es lo real, lo real verdaderamente absoluto» y esa es la esencia de su forma de entender el mundo, de su filosofía».
No hay, sin embargo en la poesía de Fombellida pretensiones filosóficas ni incurre en la grandilocuencia gratuita. El factor sorpresa, la acumulación de grandes efectos, de hallazgos afortunados, de imágenes turbadoras están al servicio de un estilo que se superpone a la idea. La incorporación de una tradición literaria foránea, en este caso la de Mitteleuropa —un término que elude las precisiones geográficas pero que personifica unos modos culturales y políticos de extrema influencia en nuestros días— se convierte en un símbolo de su propia decadencia. El declive del imperio encuentra así su correlato en el desmoronamiento personal. El poeta moderno carece de asideros históricos sociales. El poeta moderno, y no es un tópico, vive en el vacío. El poeta moderno es Nadie, como ocurre en el poema «Odisea en el Báltico» y Nadie «es nombre de persona/ que quiere no estar», según el poeta chileno Floridor Pérez. No dejan de ser curiosas las coincidencias entre este libro y Soy realidad (titulado así, en español) publicado en 1985 por el poeta eslovaco Tomaž Šalamun, recientemente fallecido, coincidencias tanto temáticas como formales, sobre todo a la hora de combinar diferentes idiomas —en el libro de Fombellida, como en el de Šalamun, hay locuciones verbales en distintos idiomas, en polaco, en alemán, en portugués, en latín o en inglés—, lugares o sentimientos con contenidos mundanos en los poemas. Da la impresión de que la forma —Kandisnsky, y cito aquí a un pintor por la fortaleza plástica que poseen gran parte de los poemas de Di, realidad, decía que «la forma es la expresión externa del contenido interno…No hay que luchar por ella más de lo estrictamente necesario para que sirva de medio de expresión al sonido interno; ni buscar la salvación de una forma determinada» se impone por goleada al pensamiento, un pensamiento que necesita para corporeizarse de expresiones casi en desuso, de cultismo, anglicismos o neologismos, de giros verbales originales, de recursos a veces extraños al tono poético, como por ejemplo, la dramatización, el empleo del diálogo, afín, si queremos, a la poesía de carácter didáctico o moralista, pero ausente de lo que entendemos por poesía testimonial. Todos sabemos que escribir una poesía de pensamiento entraña unas dificultades ausentes por lo general en la poesía anecdótica. Es en la poesía, llamémosla así, del pensamiento, donde se combinan lógica y compasión y precisamente aquí radica la diferencia entre filosofía y poesía, en la compasión, porque «el poema piensa y se conduele, se conduele y piensa»
Hemos hablado antes de la forma y es que en esta depurada construcción formal («la forma conserva las obras del espíritu», escribió el poeta provenzal Mistral) no es otra cosa que el fiel resultado del trabajo de orfebre que Fombellida realiza con el lenguaje, con las palabras tratando de evitar que ese pensamiento al que antes aludíamos se deforme lo menos posible en el tránsito entre la mente y la página. El riesgo que corre, y de eso hemos hablado en reiteradas ocasiones, es enorme, porque no siempre se interpreta bien el que alguien se aparte de las normas establecidas, aunque sean tan evanescentes como las poéticas, del estribillo conocido, pero la asunción de riesgos expresivos es inherente a la condición de poeta si éste no quiere renunciar a ser él mismo y a su voluntad creadora. Un diapasón interior marca su ritmo, la ampliación del fraseo, la particular prosodia de la mayoría de los poemas de Di, realidad. Una voz propia que se muestra segura, más convincente, más audaz en la construcción de su sintaxis. «Todo poeta verdadero tiene su verso inconfundible», escribió Mario Luzi, y Rafael Fombellida es uno de nuestros grandes poetas verdaderos.
Creo que fue D’Alambert el que afirmó complacido que los mejores versos son los que se acercan a la prosa, si este aserto es cierto, el lector encontrará aquí un buen conjunto de magníficos versos porque la hábil mezcla de metros que Fombellida ha practicado logran combinar lo sustancial con lo anecdótico, lo instintivo con lo cerebral, los datos que ofrece el conocimiento empírico con los que proceden de la intimidad, lo imaginado con lo vivido, lo luminoso con lo oscuro, todo lo que late en el mundo interior del poeta, expuesto siempre con una sonoridad intachablemente mantenida que la distinguen de cualquier prosa, por muy musical que ésta sea. Este experimento prosódico no nos resulta, sin embargo, nuevo del todo, porque en Violeta profundo ya se incluían poemas que huían del hastío de las combinaciones métricas habituales. Recordemos un poema como «Háblame», escrito en prosa poética.
Dejemos ahora a un lado los asuntos de la forma y pasemos a otra cuestión. Aún se discute si el conocimiento de la biografía de un poeta es estrictamente necesario para llegar a comprender el alcance de su poesía. Hay quienes afirman que es inútil e incluso nocivo porque este conocimiento puede distraer al lector del verdadero objeto de su lectura, la valoración de las cualidades estéticas de la escritura exclusivamente. Sólo a medias comparto este punto de vista, porque, si es cierto que lo único real en el poema es la poesía, si sabemos que la bondad (o la depravación, por poner sólo dos ejemplos) por sí misma es incapaz de producir un buen poema, no es menos cierto que en algunos poetas — el poeta, en el fondo, no habla de otra cosa que de sí mismo— las condiciones de su vida determinan el camino de su escritura, una escritura en gran medida confesional, por más que estas confesiones contengan en sí mismas sólo datos equívocos, verdades a medias, verdades que provienen de su experiencia, pero también de su imaginación, de su acervo cultural, de su entorno, fundiéndose en una emoción común, vivificada en el poema. Sólo así se pueden conciliar las más exquisitas exigencias del arte, de la poesía, con el anecdotario cotidiano, con la vulgaridad de toda existencia, adornándola, haciéndola más atrayente. Paul Valéry, en un pequeño ensayo sobre Stendhal, escribía lo siguiente: «El mismo fingía para sí, se daba su sinceridad. ¿Qué es, pues, ser sincero? Apenas es difícil responder cuando se refiere a las relaciones de los individuos; ¿pero qué pasa cuando se trata de uno mismo con uno mismo?». Creo que no es difícil concluir que existirá siempre, más o menos deliberado, un intento de embellecer el retrato—incluso cuando se alienta el malditismo— para presentarse meritoriamente impecable, para ofrecer una imagen más humana, lo que no deja de ser, como lo definió el propio Valéry, una especie de sinceridad mitigada.
Los personajes que se alojan en los poemas de Rafael Fombellida poseen una moralidad inestable, sujeta a los vaivenes y a las exigencias de la sociedad en la que viven. No parece que su voluntarismo esté exento de posibilismo. La escisión entre la supervivencia y el credo personal obliga a decantarse, no se puede ser neutral y cada uno de ellos optará por una opción u otra, sin, al parecer, controversias éticas, algo que no deja de ser un fiel reflejo de la sociedad en la que nos ha tocado vivir
Pero volvamos a Clément Rosset y las distintas clases de realidad que estudia: «Hay que distinguir entre dos clases de realidad —afirma—: por un lado, la que está pegada a la palabra y desaparece con ella […], por otro lado, la que dormita detrás de la palabra y se revela por su propia desproporción en relación a la palabra que, en los casos felices, llega a sugerirla. Todo lo que puede hacer el lenguaje […] es mostrar su impotencia para decir lo que trata de decir». Evidentemente, es esta segunda opción la que nos interesa para comentar Di, realidad, un libro compacto integrado por treinta poemas que, a mi modo de ver, poseen una doble naturaleza, nos conducen por dos sendas diferenciadas, aunque converjan en algunos momentos. El poema que ostenta el mismo título que el libro, «Di, realidad» es un buen ejemplo de esa convergencia a la que aludo porque en él la realidad se muestra escurridiza, caprichosa y el poeta intenta reconciliarse con ella pacientemente desde los primeros versos: «Di, realidad, por qué tornas de pronto agonizante,/ eres ocultación a plena luz/ y te embelleces tanto», en los que subsisten misterios que llevan milenios sin discernir. Tanto la realidad como la figura del poeta que la contempla, bien lo sabía Lucrecio, son sólo formas pasajeras de una sustancia superior e inmutable. Las cosas, los objetos, los seres vivos están, pero desaparecen. Su presencia es fugaz, por esa razón, el fragmento de realidad que construyen es tan engañoso como la nada que disponen cuando son ya sólo ausencia. Fruto de esa conciencia de transitoriedad como condición de la existencia, conciencia en la que, por otra parte, no hay arrepentimiento o censura, pero sí rastros de conmiseración, son las zonas de sombra, y ésta es la otra senda a la que hacíamos alusión, que se simultanea con la nitidez de una realidad observada desde la periferia, desde la perspectiva de quien se siente desplazado, desorientado y busca en la memoria un punto de apoyo, una referencia emocional consistente: «Los niños reventaban/ en su cuarto colmado de alegría./ Querían gris y escarcha, montaron en el coche ella y los dos hermanos, patinando/ estarán en el lago. Si la capa de hielo se adelgazara,/ realidad, me darías un suceso». La aventura presentida rehúye el patetismo, pero parece transformarse en parodia de una vida de cuyo relato se conocen el principio y el final: «no estaré por mucho tiempo/ bajo el celaje azafranado» escribe en el poema «El desvelado», el primero del libro. Al fin y al cabo, como escribía Hofmannsthal, «lo que fue, vivirá para siempre», lo que no nos puede llevar a pensar, sin embargo, que todo lo bueno haya sucedido ya, que la esperanza sea inútil, que el futuro está predestinado.
«No hay poeta —escribía Auden— que pueda proporcionarnos verdad alguna sin haber introducido en su poesía lo problemático, lo doloroso, lo caótico, lo feo». Muchos de los poemas de este libro muestran una rigurosa fidelidad a este enunciado, como podemos comprobar, por ejemplo, en estos versos del titulado «San Silvestre en el Prater»: «Nadie puede morir si no está preocupado, nada puede acabarse/ si lo alumbra el encanto, la tentación, el ocio, la risa algo egoísta de los niños./ Si pudiera alejarte de tu angustia besaría esos párpados cerrados/ como la gasa blanca de un quirófano lo está sobre la herida». Y es que no conocemos existencia alguna en la que la desgracia no asome por alguna de sus aristas, ni siquiera los místicos, que en un estado de elevación que les obliga a permanecer ajenos a los asuntos materiales del mundo, son inmunes a la adversidad, al dolor, al infortunio. Sin embargo, advertimos en la última poesía de Fombellida un constante desacuerdo con el yo real, un desacuerdo que se evidencia en la recreación de sucesos de un pasado convulso que, sin embargo, el yo histórico del poeta mitifica. Léanse poemas como los titulados «Dem Dutschen Volke», «Balada de uno que mira al Prut» o «Cabalgando sobre un caballo muerto» para comprobar lo que digo. El yo del poeta parece necesitar para afirmarse, para reconocerse, para amplificar una realidad que no le satisface, de la complicidad de la epopeya. Escuchamos en estos poemas con más frecuencia los armónicos de la música sinfónica que los timbres de la música de cámara, aunque no falten hermosos ejemplos de esta última alternativa. Los poemas «El desvelado», «Los ojos cerrados» o «Avena salvaje» son una buena muestra de ello. En cualquier caso, como hemos afirmado desde el inicio, en Di, realidad se observa nítidamente la doble naturaleza de la poesía, aquella que supedita la voluntad a lo imaginario y la que se construye en torno de la experiencia propia. «En lo tocante a la actividad poética —escribe Seamus Heaney—, se tiende a colocar una contrarrealidad en los platillos de la balanza; a colocar una realidad que, aunque únicamente pueda ser imaginada, tiene peso porque ha sido imaginada dentro de la fuerza gravitatoria de lo real y, por tanto, puede sostener su peso y contraponerlo a la situación histórica». No vamos a extendernos más en este comentario porque lo verdaderamente importante es escuchar los poemas en la voz del poeta. Sólo quiero añadir, para terminar, que la intuición poética es la única capaz de transfigurar los fundamentos de la realidad, pero la intuición por sí sola no basta, Es necesario conocer y manejar con destreza las herramientas que el lenguaje pone a nuestro alcance. La dificultad para conseguir un resultado óptimo no reside en el lastre de una imaginación insuficiente o en el desconcierto que provocan las emociones confusas, sino en los atributos de su envoltura verbal. No es preciso que la experiencia sea extraordinaria, sólo es necesario, como ocurre sin fisuras en Di, realidad, que las palabras que la descifran sean auténticas, convincentes.

HENRI COLE. CABALLO URBANO

12 viernes Jun 2015

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HENRI COLE
CABALLO URBANO

Al final de la carretera desde la representación hasta el cadáver,
succionado por el mar y lavado de nuevo—
con árboles arrancados, coches abollados y casas derruidas—
de cara a los escombros y atado a un poste de teléfono,
como si tratara de levantarse por sí mismo todavía, aunque tenga una pierna rota,
mira alrededor al grotesco paisaje indescriptible,
el color alrededor de sus ojos, el hocico y la crin (ruano moteado,
con manchas blancas y rojas) ahora deslustrada gris—
O, caballo maravilloso; O, delicado caballo —muerto, muerto—
con la brida aún ceñida a su belfo— «Ella era más inteligente que yo,
ella espera», un niño llora, apretando la mano contra su boca
y acariciando las majestuosas piernas como remos,
tiesas ahora, que no podrán huir
de la pesada, negra, iracunda marea.

Versión de Carlos Alcorta

MENCHU GUTIÉRREZ. LO EXTRAÑO, LA RAÍZ.

10 miércoles Jun 2015

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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MENCHU GUTIÉRREZ. LO EXTRAÑO, LA RAÍZ. VASO ROTO, POESÍA, 2015
Mucho se ha hecho esperar el nuevo libro de poemas de Menchu Gutiérrez, dedicada en los últimos años con mayor intensidad a la novela, con alguna incursión esporádica en el ensayo. Si mis datos no son incorrectos, fue El ojo de Newton, publicado en 2005, su último poemario. Han pasado pues, diez largos años, años, por otra parte, extremadamente fecundos para nuestra autora, pues su nombre se ha consolidado como uno de los más interesantes e innovadores dentro del campo de la narrativa de nuestro país. Uno recuerda con entusiasmo la lectura de algunos de estas obras, como Disección de una tormenta (2005), Decir la nieve (2011) o araña, cisne, caballo (2014) que, además de ostentar unos hermosísimos títulos (Menchu Gutiérrez, para mi gusto, es una de las autoras que mejor titula sus libros), por su particular forma de narrar, de delimitar su discurso, contienen más poesía que muchos libros encuadrados bajo dicho epígrafe.
Lo extraño, la raíz revela, por su particular entramado de poemas en verso, algunos casi de arte menor, con poemas en prosa o con poemas en versículos, un largo proceso creativo en el que se detectan las vicisitudes de un ser inquisitivo, nada complaciente con los estereotipos sociales ni con el ordenamiento artificial de las cosas. La mirada de Menchu Gutiérrez se demora en detalles que pueden pasar desapercibidos para el ojo del impostor o para el ojo del sumiso, pero el escrutinio de esa realidad inadvertida donde lo extraño no se extraña de sí mismo será al fin y al cabo lo que sustantive lo real, porque lo extraño habita en cualquier lugar, está en una galería, en una playa o en un aeropuerto: «lo extraño no nos pertenece».
Los poemas de Menchu Gutiérrez avanzan mediante acumulación, por esa causa, a veces, nos da la sensación de que regresamos al punto de partida, como sucede en el titulado «El río», cuyos versos iniciales dicen: «Los luces están en el camino,/ los pájaros en el río, muertos…» para afirmar, casi al final del poema que «La vida canta con la muerte en el camino». No hay contradicción alguna, pero sí una ruptura semántica que, seguramente, proviene de la ensoñación, de un pensamiento que se resiste a codificar la realidad de manera exacta, que detesta el fatalismo inherente a ciertos conceptos abstractos.
El simbolismo de la escalera es extraordinario, no sólo literariamente hablando, sino en la plástica, aunque realiza una vuelta de tuerca y altera la utilidad prevista, como si quisiera desmentir al Cortázar que afirmaba: «Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas». La escalera de Menchu Gutiérrez sirve para subir al sótano y para bajar al ático, de lo que intuyo que, o se suben hacia atrás o, en este inusual andamiaje, los peldaños están invertidos. Algo, en todo caso, propio de la poesía que se alimenta de su propia necesidad enunciativa, no de postulados impuestos, una poesía concebida como aventura, en la que la materia poetizada surge de una voluntaria modificación óptica («la imagen se hace con el ojo y el ojo claudica») y perceptiva de lo que entendemos por armónico, por eso la poeta es capaz de «ascender por los desagües y a descender por la escalera».
El poema en prosa «El dictado de la montaña», divido en diez fragmentos, cuyos subtítulos parecen sugerir una especie de vía de purificación, de conocimiento, guarda, a mi parecer, relación con el Rilke de Las elegías de Duino, en el que aún existe un firme convencimiento en la palabra como creación autónoma y, por ende, prevalece la intención de crear algo sagrado, un mundo placentero, que sustituya el Dios perdido, aunque no se perciben, desde luego, Menchu Gutiérrez, rasgos del endiosamiento que acució al vate praguense. La montaña es el espacio de la transformación, porque sólo desde su accidentada cumbre podemos responder a las preguntas que nos apremian: «¿Qué hay al otro lado de la montaña? ¿Una solución a los sentidos? ¿Una disolución de la pregunta? ¿Un refugio ilimitado?».
El largo poema final, «La nebulosa», relata una incursión intergaláctica, una travesía simbólica por las circunvalaciones de la memoria en la que la autora pilota una nave que se adentra en el futuro en lo que parece un intento de desprenderse del pasado, de las rémoras de la inmovilidad, de lo ya sabido, como si ambicionara perder la conciencia de las cosas y verlas desde una perspectiva diferente, desde la lejanía: «Cambiar el mundo conocido por el desconocido,/ o tal vez lo contrario,/ abandonar el misterio para entrar en él», escribe Menchu Gutiérrez, o iniciara una búsqueda por el espacio infinito para superar la alienación del yo. No deja de ser curioso, en el contexto de la poesía española actual, encontrar una analogía semejante, porque parece existir cierta tendencia a que la presencia del yo reduzca su protagonismo en el poema, abriéndose a mirada plural sobre la realidad, pero esta mirada, por muy plural que se pretenda, está apegada a lo real. A Menchu Gutiérrez, sin embargo, parece impulsarle un sentimiento de renovación íntima que sólo parece poder darse fuera del ámbito cotidiano o terrenal, por eso realiza un ejercicio de ciencia ficción poética, viaja a un paisaje exterior en el que no existe más conciencia moral que la de la supervivencia. No se trata de que sus poemas reflejen un tiempo aciago, apocalíptico, ni que sean estos premonitorios, pero sí de constatar que apenas existen asideros para soportar esta especie de adversidad emocional que invade a la autora, perdida la fe religiosa y la expectativa de un futuro mejor. Tal vez sea el sufrimiento, el amor, en medio de este caos, lo único que nos mantiene vivos, parecen sugerir versos como estos: «Quizá sea el amor lo que mantiene a distancia las nebulosas,/ lo que hace de ellas espirales, mosaicos, cabezas de caballo,/ anillos…quizá sea amor el albedo de mis manos,/ la luz reflejada del amor de la nebulosa». Quizá alrededor de las nebulosas orbiten sin fin las perplejidades del ser humano, viviendo siempre con el peligro de extraviarse en sus propias contradicciones. Quizá en las nebulosas se encuentre la válvula de escape para una sociedad que se autodestruye con contumacia, sin arrepentimiento. Quizá…no lo sabemos. No sabemos si en estos versos prevalece la alegría o la desesperanza. Lo que si podemos asegurar es que el regreso poético de Menchu Gutiérrez será celebrado como se merece tanto por sus incondicionales como por los lectores perspicaces.

RAMÓN BASCUÑANA. APARIENCIA DE VIDA

08 lunes Jun 2015

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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RAMÓN BASCUÑANA. APARIENCIA DE VIDA. II PREMIO DE POESÍA FERNANDO DE HERRERA. GUALDATURIA EDICIONES, 2014
La inquebrantable dedicación de Ramón Bascuñana a la poesía resulta evidente cuando uno repasa los títulos de sus libros, desde el ya lejano Hasta ya no más nunca (1999) hasta Cincuenta por ciento (2014) o Apariencia de vida, libro que mereció el Premio Fernando de Herrera en su segunda edición. En medio, una decena larga de poemarios, incluida la antología El gesto del escriba (2009) y una larga lista de prestigiosos galardones que confirman que estamos ante un poeta de enorme talento escasamente reconocido, sin embargo, por la crítica especializada, lo que no deja de ser una injusticia manifiesta. Supongo que en esta ceguera algo tiene ver la excesiva prodigalidad creativa de nuestro autor, prodigalidad que causa ciertos recelos no siempre arbitrarios, porque, generalmente, redunda en un excesivo apego a fórmulas repetidas que poco aportan al crecimiento interno del poeta. Quizá, en el caso de Bascuñana, los árboles no dejen ver el bosque, porque lo que se puede afirmar con contundencia es que nos encontramos con un poeta de cuerpo entero que posee un altísimo concepto de la labor poética. La poesía no es un divertimento, es un don que exige, sin embargo, algunas renuncias. La presunta incompatibilidad entre poesía y vida es un asunto que ha preocupado a muchos poetas, ya desde la antigüedad. Las opiniones no logran ser uniformes, incluso en las diferentes épocas de un mismo poeta, aunque notamos un claro predominio de aquellas que intentan conciliar ambos aspectos y, en el caso de que esta conciliación sea imposible, una decantación por la intensidad vital en detrimento de la escritura. La poesía de Ramón Bascuñana muestra un tira y afloja entre ambas actitudes, aunque, como el propio título del libro sugiere, deja entrever que la poesía no es la vida verdadera, es sólo una apariencia. «Alto don/ escribir el poema que ha de ser escrito,/ renunciar a la vida para pensar la vida/ desde la perspectiva cruel de las palabras». «Renunciar a la vida para pensar la vida», este verso rotundo y perfecto del primer poema del libro debería aclararnos las cosas, sin embargo, el propio poeta va contradiciéndose a medida que avanzamos en la lectura, hasta llegar a decir, en uno de los últimos poemas, que «Únicamente sé/ que existo en el poema». Si consideramos que esta última afirmación es del todo sincera, nos veremos obligados a pensar entonces que la verdadera vida de nuestro poeta está íntimamente ligada a la ficción vital que crean las palabras, hasta el punto de que ambas, vida real y vida virtual, se solapan y forman una existencia paralela, en la que «los poetas/ inventan, solamente, la vida que no viven».
Evidentemente, esta disociación provoca un conflicto identitario que adquiere tintes dramáticos en muchas ocasiones, porque «Los versos son las rejas, la jaula es el poema», lo que viene a significar, según mi opinión, el peligro de pensar que la verdadera vida se encuentre en el poema, quizá porque, como escribe Bascuña, «Soy el que soy, pero también el otro,/ el que imagino ser cuando me miro/ en los versos que a veces imagino». Esta duplicidad se acepta con enormes dosis de estoicismo, hasta el punto de que el poeta llega a afirmar, dirigiéndose a un tú que no logra enmascarar al personaje objeto de sus reflexiones, que «No te ha costado nada renunciar a la vida/ para ordenar el caos colocando palabras/ en un orden concreto que no puede alterarse/ sin alterar la esencia profunda del poema». La nostalgia por un mundo perdido, el de la infancia, que se recuerda paradisíaco revitaliza también estos poemas, aunque constaten la inutilidad de oponerse, ni siquiera en el mundo aséptico del poema, al paso del tiempo, porque «ningún bálsamo cura las heridas del tiempo».
La poesía de Ramón Bascuñana se enmarca dentro de eso que llamamos «poesía meditativa», en la línea de algunos poetas como Cernuda (aunque aquí opere con mayor intensidad el resentimiento) o, más cercanos en el tiempo, Sánchez Rosillo. Es una poesía que se cuestiona a sí misma al mismo tiempo que pone su utilidad íntima en entredicho. Los asuntos cotidianos que recrea el poema son sólo cortinas de humo que esconden la verdadera razón de ser que motiva su escritura, la resistencia del yo a acatar la realidad tal cual se presenta. La escritura será entonces, y a la vez, refugio y cárcel, sublevación y mansedumbre. Los poemas de Bascuñana, escritos con un ritmo envolvente, basculan entre estas dos fuerzas opuestas, y de esta confrontación nace una verdad incuestionable, la de que, «al final sólo quedan la muerte y el olvido». Pero, mientras llega ese final, que deseamos lejano, debemos disfrutar de esta Apariencia de vida, porque, pese al pesimismo final, late en sus poemas un corazón sólidamente esperanzado.

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