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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: agosto 2014

ILIANA ROCHA. LA ESTRELLA

30 sábado Ago 2014

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ILIANA ROCHA
LA ESTRELLA

Cuando la Estrella Polar descienda, mi abuela
llorará en el centro de la tierra, su pena
un telescopio gigante

expandiéndose
a través del manto, la litosfera, la corteza
—un grito.

En su mano, un espejo de obsidiana pulida
—la reacción de la lava con el agua. En su mano, reflejos:
una serpiente emplumada,

una mandíbula,
un rosario,
el espíritu del cardo,
frambuesas y berilio de plata,
lluvia congelada.

Cuando fue su marido, era el tablero de la Güija,
sus hijas dando vueltas
al ojo imperial.

Cuando llegó el huracán, estaba en el ático
de su casa
su canario Pepito, el pájaro
que guardaba en su jaula, incluso después de muerto.

Ella conservará la estrella también,
cuando muera,
convertida en polvo

la pondrá en la garganta
de su pistola,
toserá en el cielo.

Versión de Carlos Alcorta

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ILIANA ROCHA. ELEGÍA 2

28 jueves Ago 2014

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ILIANA ROCHA

ELEGÍA 2

Hay una máquina perforando la tierra.
Los ángeles rodean
el lugar como buitres, curiosos
y hambrientos, lloran la desecación
de una charca. Un cúbito
condujo a los investigadores aquí—
el pulido brazo
que quedó varado en las playas
de Las Piedras.

El cacillo muerde el polvo
como si recordara, No te olvides
del dinosaurio,
cuando el terreno está seco, tupido—
en la indecisión, se obstruye
con coriáceos lagartos y espinas de pescado:

Hay algo que no quiere
mostrarse ¿Se trata de una isla
y la amenaza constante del agua
que engendra el blando corazón
del cactus, los endebles
caparazones de las cucarachas,
cuando con facilidad destruye
solamente las cosas jóvenes abandonadas?
Debemos estar cada vez más cerca
de la fragmentación

del núcleo. La máquina
cava, mientras que nosotros esperamos
y pedimos que nos digan
cuál es el tesoro.

Versión de Carlos Alcorta

TOMÁS P. MORIN. EL ALMA DE LA FIESTA

26 martes Ago 2014

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TOMÁS P. MORIN

EL ALMA DE LA FIESTA
dejando Terezin

Mis hermanos me esperan con cigarros en la boca,
departiendo sobre el precio de la col, las virtudes del sueño
y mis hermanas que acaban de llegar, cuelgan sus chales
en el vestíbulo y después se sientan y caldean sus rostros
en blancas tazas de té. Los pitidos del tren
y el niño que duerme a mi lado se despierta
el tiempo suficiente para tocar la pierna de su padre, para señalar
por la ventana a los grandes grupos de hombres
intercambiando sus suertes, desbrozando el camino
al centro silencioso de un mercado imaginario
en Beijing, donde comprarán la mejor y más hermosa
seda que pueden conseguir y entonces sus mejillas se colorean
hasta que parecen abuelas en vacaciones
en el Cercano Oriente.
Más allá de los hombres, en los humeantes
restos de suciedad puedo ver a los niños perdidos de esta tierra
ocultándose detrás de la lánguida llovizna para echar un vistazo
al hormigón y a su gente. Imagino
cuánto tiempo vagabundearon sus ojos antes de regresar
y escoger una tiza para papel, un carboncillo.
¿Cómo ves el mundo después de eso,
podría enseñarte la noche algo sobre
el consuelo, podría asombrarte todavía la cara roja de tu madre
sacando su cabeza de arcilla de la boca de un horno,
su pelo cocido con los olores del pan nuevo?
Una niña deja caer su tiza, se inclina y recoge
una larga lengua de humo con la nariz
y después comienza a compadecerse de todo, desde las negras
gargantas de las chimeneas a los exhaustos trenes
resoplando a través del campo con los huesos carbonizados
de los padres y las madres.
Reflexiono y articulo las palabras
de una pregunta que no puedo hacer, no puedo
expresar la contaminación del aire: Poca cosa , ¿habrías
mirado durante más tiempo o movido la tiza más lentamente
si hubieras sabido que un día estarías enamorado otra vez
y de nuevo por las palabras de un libro o que yo me deslizaría
bajo tu cielo en la mañana de mi cumpleaños,
sujetado firmemente al asiento de mi coche, tus dibujos
en mi regazo y en el suelo entre mis pies
los últimos pasteles —una manzana, una cereza— mi madre
comenzando ahora a desgarrar sus caras metálicas?

Versión de Carlos Alcorta

W. H. AUDEN. EL ARTE DE LEER

18 lunes Ago 2014

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W. H. AUDEN. EL ARTE DE LEER. ENSAYOS. EDICIÓN A CARGO DE ANDREU JAUME. TRAD. DE JUAN ANTONIO MONTIEL RODRÍGUEZ. LUMEN, 2013*
Con el título de El arte de leer se presenta al lector en español una nueva recopilación de los ensayos que W.H. Auden publicó a partir de los años cuarenta del pasado siglo en Estados Unidos —país al que se trasladó en 1939— la mayoría de los cuales pertenecen a libros como La mano del teñidor (Adriana Hidalgo editora, 1999) y Prólogos y epílogos (Península, 2003). Otros, como los titulados «Tennyson» o «Fragmentos de conversación», se traducen al español por vez primera en este volumen, cuya edición corre a cargo de Andreu Jaume —autor también de La aventura sin fin, una selección de ensayos del que fuera uno de los maestros de Auden (siempre confesó la influencia de Thomas Hardy y de Robert Frost en su persistente formalismo compositivo), T.S. Eliot y publicado en 2011 por la misma editorial, Lumen— cuyo traductor en ambos casos es Juan Antonio Montiel Rodríguez.
Desde luego, hemos de celebrar la publicación de este libro porque la labor ensayística de Auden, quien, según escribe Jaume, «Reformuló el estatuto público del poeta para salir a enfrentarse a su tiempo con la mayor ambición y sin ningún complejo de inferioridad», no goza de una divulgación semejante a su poesía (la publicación de su primer libro, Poems, en 1930, fue todo un hito y le confirió un inusual prestigio, clasificándole como una de las voces más originales de la poesía inglesa de la época. Apareció una reseña en el Daily Express titulada elogiosamente «Atención a Auden»). Una parte de la crítica parece obviar la profundidad y el rigor analítico de los ensayos de Auden, poniendo en duda su especial significación histórica y considerándolos, en muchos casos, como una secuela de los ensayos de Eliot, lo que entra en flagrante contradicción con lo que pensaba el poeta y premio Nobel Joseph Brodsky, quien consideraba a Auden, tal vez exageradamente, «la mayor inteligencia del siglo XX». Poner en duda el rigor en alguien como Auden, que puso su independencia por encima de recompensas honoríficas o económicas, que se negó a recibir en la Casa Blanca la Medalla Nacional de Literatura en 1967 por su desacuerdo con la Guerra del Vietnan y que en su discurso de aceptación, cuando se aceptaron sus condiciones, denunció la corrupción del lenguaje de políticos y publicistas, es desconocer el compromiso con los desfavorecidos y sus firmes convicciones, que le costaron, entre otras cosas, ser excluido como más que posible ganador del Premio Nobel en 1964, es quedarse sólo en lo superficial, en esa imagen de persona indiferente y narcisista que tan poco tiene que ver con el hombre generoso que tanto documentos como declaraciones de amigos y conocidos muestran a quien desee profundizar en la figura pública y privada del poeta, por más que otros — Proust lo confirma con estas palabras: «Aquello que nos vuelve traslucido el cuerpo de los poetas y nos deja ver sus almas no son sus ojos ni los acontecimientos de sus vidas, sino sus libros, donde justamente aquella parte de sus almas que, por un deseo instintivo, quería perpetuarse, se transfirió para sobrevivir a la caducidad»—confíen ese conocimiento sólo a la obra del autor, sin importarles sus vicisitudes personales.

En los ensayos que dedica a la escritura, Auden defiende la idea de la independencia del poema con respecto del autor, de la autonomía del verso con respecto de la biografía, de una objetividad que no padezca el lastre de la arbitrariedad emocional, sin embargo, aunque teñido por un lenguaje simbólico, él no dejó de narrar aspectos y acontecimientos de su vida en el poema porque, al fin y a la postre, el poema es una especie de autorretrato del autor y el protagonista del poema, aunque no refleje fielmente la vida del poeta, inevitablemente proyecta ante el lector fragmentos, más o menos enmascarados, de su propia vida, por esta razón, cuando escribe sobre otro autor, cuando rebate o afirma la estética que sustenta sus respectivas obras, no hace otra cosa que reafirmar o corregir sus propias ideas estéticas, expuestas de manera práctica en el poema.
Decíamos más arriba que estos ensayos se escribieron una vez que fijó su residencia en los Estados Unidos, en diciembre de 1938. Antes de este periplo casi definitivo, Auden había visitado Alemania en diferentes ocasiones (en una de esas visitas se casó en Berlín con Erika Mann, hija de Thomas Mann, un matrimonio de conveniencia, para que ésta adquiriera la ciudadanía británica), había viajado por España, Islandia o China, pero el viaje al otro lado del Atlántico estaba motivado por otras razones. No era una aspiración más o menos trivial por conocer otros lugares y otras culturas, otras gentes —aunque había hecho amigos en el país en el viaje de regreso de China— sino un deseo de cambiar de aires y buscar otros retos —superadas ya sus fases freudiana y marxista y a punto de estrenar su etapa religiosa (no olvidemos que en 1948 declara entre sus preferencias religiosas la religión «católica, apostólica y romana, con un tranquilo estilo mediterráneo» y en cuanto a la forma de gobierno, una «Monarquía absoluta, elegida de por vida por la mayoría»—, sin obviar la evidente atracción que suscitaba en él el modo de vida americano, más desprejuiciado sexualmente en los círculos culturales, aunque el intrusismo en la vida privada por parte del Estado, en aquellos años de ferviente anticomunismo, era disparatado. El éxito del que gozaba en su país no evitó que fuera objeto de furibundas críticas en las que se le acusó de cobarde, de traidor, de desertor al abandonar un país que estaba a punto de entrar en guerra (aunque Inglaterra todavía tardaría unos meses en participar en el conflicto y Auden restableciera el contacto intelectual de inmediato, enviando poemas a revistas como Horizon o New Writing). Pero no sólo fueron razones de índole estrictamente personal las que le condujeron a emigrar, por más que éstas fueran esenciales («Siempre vuelve al mismo argumento, que creo es cierto en su caso, en Estados Unidos disfruta del anonimato, recibe más dinero… y satisface su deseo de un país nuevo, grande, abierto, impersonal», escribe Connolly tras cenar con él en Nueva York a finales de 1946). Existía también un deseo de sobrepasar la prosodia y la rigidez del verso inglés —«La fascinación que Auden sintió por la dicción norteamericana […] fue una expresión más de su relación lúdica con el lenguaje», asegura Jordi Doce— excesivamente sujeto a la tradición, algo que sólo en un país como Estados Unidos, cuyos escritores, en la práctica desde Whitman, deseaban superar la influencia británica y buscaban una forma propia para ordenar su intimidad, una forma propia de narrarla. Quizá esa sea la causa de la rápida asimilación que evidencian sus escritos, construidos con americanismos que contrastan con el perfecto dominio del idioma que Auden exhibía ya en aquella época, fruto quizá de su trabajo como maestro de escuela («Para ganarme la vida —comenta en una entrevista—, empecé a dar clases a chicos de siete a catorce años, que es la edad de los estudiantes a los que prefiero enseñarles, porque entonces uno puede hacer algo, darles pautas y transmitirles un sentido de sus propias capacidades»). Estas aparentes contradicciones no son fruto del azar. Auden manejaba como nadie un recurso que en manos menos habilidosas resulta fatídico, la ironía. Gracias a ella logra convencer al lector de que está afirmando aquello de lo que su yo más íntimo, en muchos casos, reniega y sólo así puede salvaguardar moralmente sus convicciones, muchas de las cuales se han venido abajo durante «el decenio vil e innoble», la década de los treinta, como escribe en el poema posteriormente desechado «1 de septiembre de 1939»
Lejos de la neutralidad tonal que advertimos en su poesía, como ha subrayado Brodsky, en sus ensayos percibimos una mezcla de distanciamiento y de precisión, de rigor y condescendencia, de un lenguaje cotidiano que consigue alcanzar, sin embargo, juiciosas conclusiones metafísicas —«metafísica del sentido común» la llamaba el Nobel ruso—, de extensas frases subordinadas que se retuercen en busca de un sentido concreto y de frases cortas, contundentes como una sentencia o un aforismo que nos predisponen favorablemente hacia el objeto de su estudio, sea sobre el acto de leer o cuando escribe, por ejemplo, sobre Marianne Moore. Todo ello a pesar de que, como confiesa en el «Prefacio» a la edición de La mano del teñidor, «nunca he escrito una línea de crítica literaria sino en respuesta a algún pedido de terceros para una conferencia, una introducción, una revista, etc. Aunque confío en que algo de amor se haya filtrado en su escritura, los escribí porque necesitaba dinero». Unas afirmaciones de esta índole, viniendo de alguien a quien no le molestaba jugar con cierta ambigüedad intelectual, no podemos tomarlas al pie de la letra, porque sólo de aquello que se ama, de aquello que nos seduce, se puede reflexionar y escribir con la intensidad que lo hace en estos ensayos, tal y como él mismo escribe en el ensayo titulado «Leer» —un ensayo plagado de axiomas contundentes con los que uno no puede estar siempre de acuerdo—, el primero de los que componen este libro, «Un poeta no puede leer a otro poeta, ni un novelista a otro novelista, sin comparar su propia obra con aquella» y más adelante, en el mismo ensayo, no duda en decir que «las opiniones críticas de un escritor siempre deben tomarse con pinzas. Por lo general son manifestaciones del debate que sostiene consigo mismo sobre lo que debe hacer a continuación y lo que debe evitar». No podemos, por consiguiente, estar desprevenidos y tomar literalmente todas sus opiniones, no sólo por estar en disconformidad con algunas de ellas, sino porque a veces, unas chocan con otras unos párrafos después, como si el autor tratara de ponernos a prueba o de constatar si prestamos la debida atención a sus palabras.
«Escribir», el segundo de los ensayos del libro, al igual que el primero, concebido para La mano del teñidor y redactado también a partir de fragmentos de ensayos escritos anteriormente, reincide en el concepto de autonomía de la obra de arte —la influencia del New Criticism norteamericano es evidente—: «En teoría, escribe, el autor de un buen libro debería permanecer anónimo, ya que la depositaria legítima de la admiración del público es la obra». No deja de resultar curioso que los apologetas más conspicuos del llamado postmodernismo defiendan, si bien por motivos diferentes, algo similar, la ausencia de autoría, es decir, que el texto se construye con un aluvión de fragmentos ya escritos, resultado de la heterogeneidad de la tradición, por lo que resulta susceptible de apropiación y manipulación sin límites. Evidentemente, Auden no llegaba tan lejos. Él mostraba reparos a la vanidad que deriva del éxito literario porque en muchas ocasiones puede ser castrante, no a que el éxito en sí mismo fuera algo anómalo o fruto de un ejercicio colectivo y anónimo. De hecho, unos párrafos más adelante defiende la autenticidad por encima de la originalidad y habla de la «propiedad privada de los medios de expresión», algo casi inconcebible hoy en día, cuando el pirateo informático y el corta y pega gozan casi de total impunidad. Por otra parte, él mismo sufrió en carne propia un ejemplo de esa vanidad mal entendida con algunos poemas de su, por llamarla de algún modo, primera época, hasta el punto de que es muy probable que esos poemas posteriormente desechados provocarán reflexiones de ésta índole: «La experiencia más dolorosa que puede vivir un poeta es descubrir que una de sus falsificaciones gustó a los lectores e ingresó en todas las antologías. Según su criterio, el poema puede ser bastante bueno, pero eso no está en discusión: se trata de que él no debería haberlo escritor». Se necesita estar en posesión de una conciencia crítica extrema para ser capaz de afirmar, y llevar a la práctica, una resolución tan contundente, o acaso hoy, en esta época de convicciones tan laxas, uno lo vea como una muestra de soberbia, incompatible con el derecho del lector a apropiarse de lo que fue suyo sólo por un instante. En cualquier caso, no imagino a ninguno de mis contemporáneos cauterizando el envanecimiento que toda autoría lleva aparejada de modo tan categórico.
Con el título «Hablar, conocer y jugar» se transcribe la conferencia inaugural que Auden impartió el 11 de junio de 1956 cuando fue nombrado profesor de poesía de la Universidad de Oxford. Que un cargo de esta índole pueda resultar extravagante para quienes rigen los destinos de nuestra universidad no nos resulta extraño, sin embargo, este oficio es muy común en muchas de las mejores universidades norteamericanas, lo que equivale a decir, en las mejores universidades del mundo. En nuestro país, por el contrario, en aras de un progreso mal entendido, se están desmantelando las humanidades, por lo que sólo podemos contar con el esfuerzo privado que promueve los talleres de escritura. A pesar de ser, como digo, algo habitual en la cultura anglosajona, Auden se pregunta «¿Qué es ser profesor de Poesía? ¿Cómo puede ser profesada la Poesía?». Las preguntas sólo pueden ser contestadas a través de la experiencia personal, y eso es lo que Auden desarrolla en este ensayo. Escribe una especie de «Consejos a un joven poeta». Rememora sus comienzos como poeta («Comencé a escribir poesía porque una tarde de domingo del mes de marzo de 1922 un amigo me lo sugirió: la idea nunca me había pasado por la cabeza»), hace referencia al estudio de la Filología, al uso poético del lenguaje como aprendizaje para revelar la experiencia vital, las relaciones con las cosas, las emociones y los actos. Describe los titubeos iniciales, aconseja lecturas de muy diversa índole («el aprendiz de poeta hace su verdadero aprendizaje en la biblioteca») para experimentar lo que llama «la transferencia literaria», para empaparse y dejarse alimentar por aquello que, una vez destilado, irá conformado la voz personal, algo para lo que son muy importantes también sus jóvenes colegas, el intercambio de juicios y poemas. «No es insólito, y hasta es frecuente, que un poeta escriba reseñas, compile antologías, redacte introducciones críticas. Son su principal fuente de ingresos. Incluso puede dar conferencias» como forma de ganarse, entonces y ahora, la vida, que es lo que Auden estaba haciendo en ese momento. De nuevo remarca la idea tan recurrente en él de separar la vida del autor, su temperamento o sus opiniones de la obra escrita, axioma que, y Auden mismo lo reconoce, no es válido para todos los casos, porque si lo ignoramos todo sobre la peripecia vital de un determinado autor, al lector le será imposible comprender el origen de la variedad de registros que el poema le ofrece.
Los ensayos dedicados a D.H. Lawrence y a Marianne Moore proceden también de sendas conferencias ofrecidas en su calidad de profesor de poesía. A Lawrence lo califica de artista y apóstol, otorgando al segundo término el sentido de mensajero de algo sagrado, incluso más allá del propósito explícito del autor, como si el contenido de su obra hubiera alcanzado una trascendencia de la que no se siente responsable. Subyace aquí el ya decimonónico concepto del Arte como algo sagrado y del artista como un demiurgo, algo que el propio Auden detestaba. Inconvenientes, después solventados, de orden acentual son los que le distancian de la poesía de Moore. Para un oído educado en la prosodia inglesa, el verso de la estadounidense, que «ignora pies y acentos y sólo cuenta el número de sílabas», que se fractura arbitrariamente resulta excesivamente complejo, hasta el punto de convertirse en algo inenteligible. La perseverancia en el intento de comprender su poesía llevó a Auden a admirar sus inteligentes y poco habituales metáforas y a afirmar que sus poemas «son ejemplos de un tipo de arte que no es tan común como debiera; encantan, no sólo porque son inteligentes, sensibles y están hermosamente escritos, sino que además convencen al lector que han sido escritos por una buena persona». No sé si un poema es capaz de trasmitir esa bondad, pero en cualquier caso, sorprende este juicio viniendo de alguien que defiende la emancipación de la obra con respecto del artista que la concibe.
Uno de los ensayos más emocionantes es, sin duda alguna, el titulado «Los griegos y nosotros», acaso por las infortunadas noticias que día a día nos llegan de Grecia. Todo aquel, viene a decirnos, que haya estudiado la cultura de la Grecia y la Roma clásicas, como fue su caso, jamás podrá sustraerse a esa benéfica influencia. «el vínculo emocional» que le une a Grecia a través de Homero, de Sófocles, de Aristófanes o Pericles adquirido en la infancia no ha hecho más que fortalecerse con el paso de los años (la influencia de la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides para explicar la decadencia del presente, el advenimiento de las dictaduras de uno u otro color, las agresiones contra la democracia, es notoria en ensayos y poemas, por eso se lamenta —y estamos en 1948— de que «Los tiempos en que los estudios clásicos ocupaban el centro de la enseñanza superior han pasado a mejor vida. Es improbable que vuelva a darse esa situación en ninguno de los futuros que podamos concebir». Los griegos, afirma, «nos han enseñado… a pensar en nuestra manera de pensar, a hacernos preguntas como “¿qué pienso?”, “¿qué piensa tal o cual persona?”, “¿en qué están de acuerdo y en qué discrepan”, “¿por qué”?». El ensayo está lejos de ser optimista, y la evolución de los acontecimientos no hace sino acentuar un pesimismo generalizado (más acuciante, si cabe, en estos momentos, en los que existe un peligro real de que las futuras generaciones ignoren por completo la cultura griega y latina).
No es el objeto de estas líneas realizar un resumen de cada uno de los ensayos que componen el libro, y para quien escribe, obviamente no todos gozan del mismo interés, pero sí me gustaría subrayar el que dedica a los sonetos de Shakespeare, escrito para una edición de los sonetos publicada en Nueva York en 1964. Podríamos considerarlo como un certero resumen de las conferencias que dedicó a la obra del genio, publicadas en español bajo el título de Trabajos de amor dispersos (Ed. Crítica, 2003) y, por supuesto, el titulado «C.P. Cavafis», autor que, como el mismo Auden asegura, tanto influyó en su obra, hasta el punto de afirmar: «creo que determinados poemas míos hubieran sido bastante distintos –o tal vez ni siquiera hubieran llegado a escribirse– de no haber conocido yo la poesía de Cavafis».
En «Tennyson» realiza un pormenorizado repaso a la complicada genealogía del poeta resaltando la vida disoluta, «se dedicó a beber oporto y a fumar tabaco del peor», que llevó durante muchos años, hasta que obtuvo una pensión que le permitió vivir sin agobios financieros y consiguió el reconocimiento como poeta. Esta pormenorizada descripción de los avatares vitales de Tennyson, de quien ofrece una imagen poco benevolente, contrasta nuevamente con la prescripción teórica que el mismo Auden recomienda, la de centrarse exclusivamente en la obra de arte, en el texto, para analizarlo sin el lastre de lo biográfico, hasta el punto de exigir a sus corresponsales que quemaran las cartas que él les había enviado a lo largo de los años, tal vez porque, como asegura su amigo Cyril Connolly, resulta mucho «más difícil escribir sobre un poeta que sobre su obra. Intento describir a Wystan pero siento que no logro hacer sino una grotesca figura de cera…»
El último de los textos que completan el volumen, «Fragmentos de conversación» es fruto de las notas que el poeta Alan Ansen fue tomando mientras conversaba con Auden. Lo que aquí se nos ofrece es un resumen del libro que compuso con esas notas, The Table Talk of W.H. Auden (1989) y nos muestran a un hombre desencantado pero dichoso, escéptico en el sentido que le daba Santayana al concepto («El escepticismo es la castidad del intelecto»), irónico y apasionado, subversivo en sus juicios, autocrítico y severo dueño de una extraordinaria erudición que, sin embargo, administra con rigor y mesura. Sólo puedo concluir esta larga exposición, con una conclusión: nos encontramos ante un libro de lectura obligatoria para cualquier lector interesado en la poesía. No hay excusa para ignorarlo.
CARLOS ALCORTA
Gracias a la hospitalidad de Antonio Rivero Taravillo, y con el título «Auden, lector», se ha publicado una versión resumida de este artículo en el número 1 de la revista sevillana ESTACIÓN POESÍA.

ADAM KIRSCH. MI ESPOSA EN LA ALEGRÍA Y EN LA TRISTEZA, 1911

14 jueves Ago 2014

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ADAM KIRSCH

MI ESPOSA EN LA ALEGRÍA Y EN LA TRISTEZA, 1911

1

Ahora desconcertados por ser tan distintos,

Estaban hechos el uno para el otro desde el principio

La clase de pareja perfecta que todos

deseábamos para siempre, y aprendimos a descartarlo,

Su primera reacción es descalificar

La actitud del otro; y lo consiguen

A la perfección, por lo que terminan cambiando los papeles:

Uno, vivo, ha cerrado ojos y boca

Como para silenciar su conciencia,

Mientras que el otro, muerto, con los ojos y la boca abiertos

Parece entrar en el mundo que lo excluye.

A las madres, por supuesto, nunca se las engaña realmente

con bromas como ésta; el bebé vivo

Es más ligero sobre el brazo, como si el peso

Del alma lo atenuara, un aligeramiento,

Una fuerza contraria a la gravedad que, sin embargo,

arrastra al cuerpo sin alma hacia la tierra

Que muy pronto será su casa.

2.

La buena noticia es que uno se salvó;

Lo malo es que el otro no sabía lo suficiente

Para valerse por sí mismo, ni siquiera durante un rato.

O bien, lo bueno es que uno se desembaraza

pronto de la responsabilidad de sufrir,

para desdeñar el tipo de agonía

que delatan los ojos apenados, consumidos de su madre,

Pensando en lo que le espera al que sobrevive.

3

¿Qué clase de padre le pide a su esposa que sostenga

A su hijo muerto y a su hijo vivo en sus brazos,

Después la ignora y juguetea con las luces

Hasta que la escena está perfectamente preparada?

¿No ve la crispada tristeza

Con la que ella está mirando al objetivo, como si

tratara de echar a perder la fotografía por la sola fuerza de su voluntad?

¿O es exactamente esto lo que él quiere plasmar,

Una acusación contra sí mismo

Que acepta, el artista siempre tiene la libertad

De quedarse al margen, fuera de las vidas

Que atormenta y que observa

Como si fuera una parte tan mínima de ella

Como el bebé muerto en su fotografía?

Versión de Carlos Alcorta

FRANCISCO SILVERA. DE LA LUZ y TRES PROSAS GRANADINAS

11 lunes Ago 2014

Posted by carlosalcorta in Notas de lectura

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FRANCISCO SILVERA. DE LA LUZ y TRES PRIOSAS GRANADINAS. COLECCIÓN GENIL DE LITERATURA, 2014
No es extraño que el personaje protagonista de esta novela cuya acción se desarrolla más que en un lugar o en una época determinada, en el espacio abstracto de la mente, siguiendo los flujos de la conciencia, sea Juan Ramón Jiménez, porque el autor, Francisco Silvera (Huelva, 1969), es un notorio especialista en la obra del premio Nobel, no en vano ha codirigido, junto al catedrático Francisco Javier Blasco, la colección obras de JRJ en 48 volúmenes y ha publicado diferentes ensayos sobre el poeta, como El materialismo en Juan Ramón Jiménez (2010) o JRJ en el AHN (2011). Sin embargo, es preciso algo más que erudición para escribir una historia como ésta, basada, como aclara valiosamente José María Micó en el prólogo al libro, en el engaño que perpetraron un grupo de poetas peruanos al poeta de Moguer, creando la identidad de una admiradora del poeta, Georgina Hübner, una falsa musa, de la que este acabo medio enamorándose. Un episodio que, curiosamente, también ha sido novelado hace unos meses por el escrito cántabro Juan Gómez Bárcena, bajo el título El cielo de Lima, a partir de la correspondencia incompleta que ha visto la luz, lo que ha permitido al autor dar rienda suelta a su imaginación e inventar hipótesis sobre el desarrollo y el desenlace del asunto). Sin embargo, en la novela de Silvera, esta anécdota sólo es la escusa para novelar, porque no se describen las circunstancias que rodearon el escarnio, sino que, a la manera del Virgilio de Broch, y salvando todas las distancias posibles, el personaje va recreando distintos momentos de su vida, de manera virtual, porque de lo contrario caería en una fidelidad impostada. En el postludio que escribe Javier Blasco, éste lo describe así: «Los movimientos de conciencia del personaje son movimientos fragmentarios y son movimientos azarosos, pero nunca son movimientos falsos, nunca son movimientos caprichosos. Son fruto de la invención, pero son verdad, mayor verdad muchas veces que la que reflejan otros discursos con pretensiones biográficas». Desde Río Tinto a Granada, desde la remembranza de Pedro a la de Nicolás, la escritura se va demorando en unas morosas reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre el amor, sobre la poesía, sobre la vida y las decepciones que lleva aparejadas. Se acerca el final y la vejez es el preludio de la muerte. Sólo la memoria puede retrasar el momento de ser nada, y a ella se aferra, aunque le duelan los recuerdos, porque el dolor es forma, aunque cruel, de sentirse vivo.
Completan el volumen tres prosas de desigual alcance, «La luz», «Como el astro» y la inquietante historia desarrollada en el relato «El otoño del solitario», realmente estremecedor, porque a pesar de estar narrado con una prosa limpia, casi neutra, alejada del patetismo, uno no puede dejar de imaginar la terrible muerte a la que está condenado el protagonista involuntario de estos párrafos. De la luz, a pesar de su modesta apariencia, encierra la sabiduría narrativa de un autor que viene deleitando al lector desde su primer libro, el ya lejano Las apoteosis (2002). Ojalá este libro encuentre un lector capaz de sacarle el partido que merece.

KIM GARCÍA. IMPACIENTE

08 viernes Ago 2014

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KIM GARCÍA
IMPACIENTE
Por encima de la nieve, un único arce mostrando
su agonizante flamear. Entre las proezas de la Naturaleza:
lo salvaje
retoñando de los bulbos secos, la amarga alquimia de la putrefacción,la herrumbrosa
huella del liquen;
la impaciente
búsqueda de espacio de las especies que brotan después del fuego,
como si no aprendieran ninguna lección de la destrucción
y empezaran de nuevo, el doble de optimistas.

Versión de Carlos Alcorta

JANUARY GILL O’NIEL. CÓMO AMAR

06 miércoles Ago 2014

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JANUARY GILL O’NIEL
CÓMO AMAR
Después de ingresar en el mundo de nuevo,
está el asunto de cómo amar,
cómo protegerse de la escarcha de la mañana
—el crujido de la hierba helada bajo los pies, los arañazos
de las escobillas congeladas en el parabrisas—
y convertir el tiempo en distancia.

¿Qué canción tararear en la carretera vacía
cuando cada mañana emprendes el viaje hacia el trabajo?
¿Y tienes suficiente convicción para ver, realmente ver,
a los tres pavos salvajes que cruzan la calle
con la cabeza desplumada y las patas como zancos
en busca del alimento matinal? Nada que hacer
salvo agacharse y esperar a que crucen sin problemas.

A medida que se alejan, te preguntas si quieren
volver a estar aterrorizados en este mundo. Tal vez tú estés así, también,
esperando para dar el sí al amor,
mirar a los ojos de otra persona y sentir algo
—el placer de un nuevo amante en la noche inacabable,
tus extremidades plegadas alrededor de él, en el otro lado
de este precario enero, como si un largo sueño hubiera terminado.
Versión de Carlos Alcorta

JAVIER CANO. TU LUZ DIARIA

04 lunes Ago 2014

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JAVIER CANO. TU LUZ DIARIA. XVII PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA «ANTONIO MACHADO EN BAEZA». POESÍA HIPERION, 2013
Con Tu luz diaria (Hiperión, 2013) el poeta Javier Cano, nacido en Jaén en 1973, obtuvo el premio «Antonio Machado» de Baeza. Su primer libro, Un pozo de memoria acumulada, data de 1995 y desde entonces, ha publicado con cierta regularidad, aunque hayan transcurrido nueve largos años desde que publicara El idioma de Adán (Visor, 2004), premio Internacional Loewe a la joven creación. Nos encontramos, como el propio título del libro indica, con una poesía que se afianza en la cotidianidad, que se detiene en los contornos que marca esa luz natural, del día a día: «Todo te convoca/ al misterio próximo/ de esta luz diaria/ que insinúa sus vértices/ tras la contraseña/ de las cerraduras»; una luz que, a veces, lejos de clarificar —demasiada intensidad más que iluminar, deslumbra— oscurece el escrutinio de los sentidos. Luz y sombra son indisociables. Sin una no puede existir la otra («Todo lo alumbras ya, menos la sombra/ sedada de los párpados»), igual que ocurre con el amor, que parece intensificarse en la ausencia de la persona amada. Es el amor cantado un amor doméstico, recíproco, de vuelo interior —poetizado en nuestra tradición por autores como Gerardo Diego o Jorge Guillén y, más recientemente, por poetas como José Jiménez Lozano o Miguel D’Ors, desde poéticas, sino opuestas, notablemente diferentes—, un amor que ha descubierto los secretos de la pasión en el lecho conyugal, un amor compartido, sin sombra de infelicidad , igual que comparten la luz que lo ilumina y lo da forma: «Qué diario prodigio/ este de tocar la luz hasta morir/ de su herida sin sangre, de su golpe/ de amor sobre los ojos,/ y qué resurrección no hacerlo a solas». El amor da sentido a la existencia, sin él todo se marchita, el corazón está vacío, como calles azotadas por la lluvia. A pesar de todo lo dicho, en el libro no hay exceso de sentimentalismo ni retórica decimonónica, porque Javier Cano tiene plena conciencia de ser un hombre de hoy. Por eso no debe extrañarnos que concurran en los versos un refinado erotismo junto con el regocijo de la carne, en medio de cosas más prosaicas como autobuses, puentes, vasos o grifos, un vocabulario urbano que si en Pedro Salinas considerábamos vanguardista, hoy forma parte indisociable la experiencia tanto del lector como del poeta. La luz se impone a las tinieblas que ensombrecen la existencia, por eso en estos versos no encontramos apenas rastro de dolor, de incertidumbre o de melancolía. El vitalismo que trasmite la poesía de Javier Cano, recreando vivencias cotidianas, desvelando sentimientos íntimos procede de su ese amor correspondido, carnal, no traicionado, de la confianza en un mundo que parece, como el de Guillén, estar bien hecho. Mostrar gratitud ante la vida es una opción tan lícita como la de quien usa el poema como un acto reivindicativo. En cualquiera de los casos debe subrayarse la primacía del poema por encima de cualesquiera que sean las vicisitudes que lo originan, porque la poesía se fortalece en sí misma, no con la presunta legitimidad del argumento sobre el que se sustenta, y en este libro, Tu luz diaria, la exultación, la experiencia vital está, afortunadamente, subordinada a esa exigente forma de percepción que todo buen poema exige.

SASKIA HAMILTON. UN ENSAYO SOBRE LA PERSPECTIVA

01 viernes Ago 2014

Posted by carlosalcorta in Versiones

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SASKIA HAMILTON
UN ENSAYO SOBRE LA PERSPECTIVA

Yo deseaba leer un ensayo en su muñeca.
La tarde era interminable. Desde la ventana,
un sendero a la derecha se curvaba a lo lejos,
arrastrando con él a la figura que descendía.
Solo durante un cuarto de hora,
planeando, urdiendo el argumento
que beneficiara a la retórica, se me reveló
la verdad, pero fue efímera —
uno de nosotros tiene que hacer un cambio
para que nuestros problemas sean definidos y reducidos a la mitad.
Versión de Carlos Alcorta

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