XELO CANDEL VILA. MIENTRAS LAS NUBES ARDEN. EDITORIAL RENACIMIENTO. COL. CALLE DEL AIRE Nº 175
Xelo Candel (Valencia, 1968) ha emprendido en su último libro, Mientras las nubes arden una exploración sobre el ser cargada de pesimismo. La constatación de que la nada es el destino final inexorable lleva aparejado una sensación de angustia y de vacío difícil de contrarrestar con la débil herramienta de las palabras. Pocos momentos para la esperanza nos deja la lectura de este libro, de este manual ontológico que rezuma reflexión existencial, realidad vivida y pensada. Uno de esos momentos que invitan al optimismo —y no son muchos— lo podemos encontrar en el poema «Paradoja del ser» (sobre dicha paradoja giran, según mi parecer, gran parte de los versos de este libro). Así comienza el poema: «Ebriedad de no ser, / no ver la luz, saberse nada», pero finaliza con este verso, sino esperanzado, sí con una constatación que lo desmiente: «Obstinada demencia de saberse vivo». La tensión entre estos dos polos, el ser y el no ser, el ser y la nada, constituye el armazón de Mientras las nubes arden, libro divido en cuatro secciones que integran, como si habláramos de los cuatro elementos de la naturaleza, la esencia del ser: silencio, noche, palabra, mañana. Esta organización contrapuntística se dispone de forma binaria; por una parte tenemos el silencio y su opuesto, la palabra y, por otra, la noche y su reverso, la mañana.
El libro comienza con una afirmación que nos inquieta: «Soy lo que ha muerto». Esto lo escribe alguien que, a tenor de los versos posteriores, parece conocerse muy bien. Es cierto que todo lo vivido, el pasado y la memoria que recuerda, conforman al ser de manera más contundente que el presente, pero es en ese presente donde se deja constancia de lo que somos, por más que ese vivir el instante conlleve un dolorido reconocimiento de la realidad: «Con temor recorro un presente / interminable en su crudeza», escribe Candel, que un poema posterior escribe: «Y el dolor no te justifica / ni te consuela, ni te convierte / más que en su propia grieta / interminablemente sucesiva», refutando así esa convicción, ya un tanto desligitimada, que ponderaba el dolor como el paso último y necesario para la purificación del ser.
Por otra parte, antes hablamos de las palabras, del lenguaje como asidero, como tabla de salvación, pero en la poesía de Xelo Candel el mundo representado en la página posee unas características similares al real, por tanto, el éxito o el fracaso de la existencia no se ensalzan o mitigan respectivamente al transcribirlos, como suele ser habitual en otros poetas. «La realidad siempre defrauda» y las palabras «siempre engañan», por tanto, la escritura será, principalmente, una especie de espantapájaros que asusta a los más timoratos o, quizá, el puente mediante el cual el poeta trata de franquear sus conflictos consigo mismo y con el mundo que lo rodea, «porque nunca sabremos el enigma /que nos ampara en la palabra».
Si en la primera sección la búsqueda del silencio era una quimera, un deseo inalcanzable, en la tercera ocurre todo lo contrario: «No hay mayor castigo que el silencio», aunque esto no signifique que se confíe en las palabras para nombrar los dominios de la nada.
La noche, asunto central de la segunda sección, simboliza el enigma, la parte desconocida, casi innombrable, del ser. La noche es como una coraza, una caja fuerte en la que se guarda la memoria. Fuera la vida continúa, pero en la oscuridad la incertidumbre se hace más espesa. La sensación de inanidad se consolida porque la memoria el fragmentaria y parcial: «Somos el umbral de la sombra, / el tributo que pagamos al olvido». Memoria y olvido, ambos, paradójicamente, resultan imprescindibles para seguir viviendo, para salir de la oscuridad, aunque «la memoria fabule en la distancia» y sea «tan solo niebla».
Con la mañana llega la luz, la claridad, la esperanza, porque «La luz nos sueña de otro modo / más intangible y hueco» (recordemos que el libro anterior de Xelo Candel se titulaba “Hueco. Mundo solo”), sin embargo, a pesar de las buenas intenciones de la autora, los poemas no logran remontar la pendiente del desaliento: «Solo existo en la nada», escribe. “Mientras las nubes arden” es un libro desasosegante, a pesar de que su estructura perfectamente estudiada —cuatro secciones casi idénticas en extensión— trate de dar la impresión de que incluso la desesperanza está bajo control. No hay en él, contra lo que pudiera parecer, una apología del agnosticismo; hay incluso fe, pero fe en la nada y esa fe en la nada conduce desde la «ebriedad de no ser» hasta la «obstinada demencia de saberse vivo», una travesía llena de peligros que Xelo Candel ha sabido sortear con emoción e inteligencia.
- Reseña publicada en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés, el 24/08/2018