JESÚS CÁRDENAS. DESVESTIR EL CUERPO
LASTURA EDICIONES
Bien arropado por un prólogo de José Antonio Olmedo y por un epílogo de Luis Ramos de la Torre, Jesús Cárdenas (Alcalá de Guadaira, 1973) publica “Desvestir el cuerpo”, el séptimo de los suyos, y lo hace, con buen criterio, después de varios años de silencio editorial ―su último libro, “Los falsos días”, data de 2019. Un libro de la envergadura de “Desvestir el cuerpo”, y lo digo no por su extensión, sino por su alcance conceptual, necesita un tiempo largo de maduración. «La extensión de los poemas y los versos […] confiesa un trabajo de curación y poda. Nada parece sobrar en un conjunto armónico que no necesita de transiciones retóricas», escribe Olmedo y, en un poema de la primera sección, Cárdenas escribe unos versos que lo confirman: «Durante varios meses encerradas / en una carpeta permanecerán madurando / hasta el momento más adecuado. / Ahora ven la luz»
El libro, encabezado con citas de autores tan dispares como Raymond Carver o César Vallejo, está divido en tres secciones. La primera de ellas, «Todos los espejos», comienza haciendo alusión al proceso de construcción de libro y, de alguna forma, en su confrontación con su propia imagen que reproducen los espejos ―«Nos remueven por dentro […] Nos hacen cuestionarnos quienes somos», escribe―, de su identidad. «Comienza el rito / y hasta aquí nos empujan estos versos, / a menos que despojes lo que sobra / y caves surcos explorando / tras cada hueco que dejan las palabras. / No pienses que se trata de un envite», escribe. No es un envite ni un farol. El poeta «ante el espejo ve la oscilación / de quien ardía con el mismo asombro / que los labios al estrenar otra piel». Parece que en la tensión entre la desposesión y la pertenencia se engarza la incertidumbre existencial, la cual solo consigue mitigar recurriendo a la “seguridad” del poema ―hay mucha metapoesía en este libro, como hemos visto y veremos posteriormente―, por más que se pregunte, en un tono menos abstracto y confesional que el de otros poemas, «¿Con qué imágenes / logro recomponer / en mitad de la noche / el día venidero?», porque quien escribe se reconoce, más que en imágenes, en palabras, hasta el punto de decir: «Esto que ves soy yo, / amor por las palabras, / esperanza en lo que sucede / cuando pronuncio o digo algo […] Este es mi cuerpo», acaso parafraseando a Cristo cuando dice: «Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mi» (Lucas 22:19), porque de esta forma quiere hacer partícipe de esta encarnación a un lector a quien, probablemente, le cueste salir de la perplejidad en la que le sumen ciertas imágenes un tanto forzadas en las que el vacío y la nada ―«No halla más designio en la noche / que el precipicio de la nada / en la voracidad de su vacío»― parecen ser más que una consecuencia, el fruto de una resolución de circunstancias.
«Cristal ahumado» se titula la segunda parte, un cristal que, si no distorsiona la imagen, la muestra borrosa, apenas una silueta. En ella están los poemas que prefiero, más acordes con esa capacidad reflexiva del autor, cuando no incide en una retórica con inquietudes trascendentes y se ajusta a dejar constancia de su pensamiento con “verdad”, como en estos versos: «Todo sucedió ante nuestros ojos. / Ahora es noche eterna y llanto desplomado. / El agua en busca de fina grieta. / De la herida del tiempo ya se ocupa el espejo, / quien descubre las falsas apariencias, / no la recreación de nuestros rostros». Esa imposición a la que aludía Eliot de decir las cosas de manera difícil no favorece a los poemas. Al margen de gustos personales, creo que los poemas que eluden esa ambición son con mucho los mejores de Cárdenas, que acierta mucho más cuando se muestra fiel a lo que afirma en este dístico: «Mostrar no ya la piel sino los huesos, / esos huesos que quieren ser poemas». Por otra parte, surge en estos versos la confrontación entre el dentro y el afuera. El espejo se convierte simbólicamente en una ventana abierta hacia el exterior y el aire viciado de la habitación en un perfume natural y revitalizante. Según Ramos, este es empeño de Cárdenas, «hacer de la casa construida un lugar habitable en que poder abrir las ventanas que oreen las estancias, limpien los espejos y aviven las nuevas palabras construidas desde esa desnudez ejecutiva y constructora». El libro finaliza con la sección «Callada ceniza», que contiene también poemas muy logrados, como los que comienzan «Nos detuvimos con inocencia» o «El tiempo se detiene en cada esquina», dos estupendos ejemplos de discursividad sin atenuantes que define la mejor poesía de Jesús Cárdenas, una poesía que posee, incluso en sus anomalías métricas probablemente voluntarias, un ritmo pausado, propio de la contemplación que sobre sí mismo ha realizado el poeta en esos espejos inmóviles, acusadores, en los que el rostro, el cuerpo todo se muestra tal y como es, acaso para hacer menos inquietante esa realidad necesitemos el consuelo del amor y de las palabras.
Reseña publicada en El Diario Montañés, 20/10/2023