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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: agosto 2020

CÉSAR IGLESIAS. CARTA DE MAREAR*

29 sábado Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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CÉSAR IGLESIAS. CARTA DE MAREAR. EDITORIAL HERACLES Y NOSOTROS, Nº 28.

Antes de comentar el conjunto de poemas que ha rescatado César Iglesias (Meres, 1961) en este cuaderno, quiero hacer mención de la ya legendaria «Heracles y nosotros», una colección de cuadernos poéticos que de la mano del poeta Juan Ignacio González sobrevive desde hace cuánto, ¿treinta años? Es probable que los sobrepase. Sobrevive, como digo, gracias al empeño y a la generosidad —debo subrayar que es no venal— de Nacho González y con el estímulo de un grupo de amigos que alienta el proyecto. Una labor meritoria, sin duda alguna.

    La nueva entrega, Carta de marear, proviene, como el propio Iglesias relata, de «una carpeta azul [que] preservaba las huellas privadas de aquel tiempo, de aquella ciudad [se refiere a Gijón]. Sobrevivió a mudanzas y derrotas por la persistencia de Eugenia en el amor. También, a la amistad de quienes consideran que aquellos textos juveniles, más allá de su valor testimonial, habitan el origen del decir y el sentir de mi escritura pública».  Como es natural antes de darlos visibilidad pública, César Iglesias ha revisado «el largo centenar de poemas» y los ha reducido a veintidós, poemas que están magníficamente acompaños por sendas ilustraciones de Avelino Fierro y Melquiades Álvarez, así como por fotografías de José Carlos Díaz. Todo ello hace del conjunto una obra de coleccionista. Pero vayamos a los poemas. Desde el primero, la ciudad aquiere el protagonismo temático: «Esta es una ciudad / con casas que sombrean / las playas y sus aguas». Cualquiera que conozca Gijón sabe que posee una enorme playa urbana y que, cuando las mareas vivas azotan la costa, el oleaje invade el hermoso paseo que la bordea, ese «territorio de ancianos / que a paso lento viven / el ocaso previsto», pero Gijón es, fundamentalmente, uan ciudad industrial que «da cobijo a las gentes / que expiran a tres turnos, / gremio de los tenaces: / amansan los aceros, / doblegan los ladrillos, / excavan en lo oscuro, / embridan las tormentas…». Este primer poema, escrito en versos de arte menor, como el resto de los que integran Carta de marear (salvo algunas, pero escasas, excepciones), nos introduce en el verdadero leitmotiv del libro, mitigar la nostalgia por un tiempo irrecuperable. No podemos saber si la escritura incial de estos poemas abundaba en esa atmósfera de pérdida que ahora domina estos versos, acaso la miarda primigenia fuera más fervientemente hímnica y en la reciente revisión el tono haya mutado hacia esa postura elegiaca, en todo caso, lo poemas que ahora leemos inciden en esa melancolía —«Maeras moribundas, / pájaros carroñeros / y los trozos hermosos / del gasolil en el agua. / Esta ciudad su muelle, / su shombres, sus mujeres, / viven en los desgauces, / sordos a los estrépitos / y a mis lamentaciones»—  lo que no impide que se reivindique la atracción que supone correr una aventura marinera: «Hora es ya de embarcarse», escribe Iglesias, pero, pese a que «lo nuestro es navegar / por las aguas sombrías, / capitanes de altura. / Nadie nos avisó / de que somos los náufragos», aunque los náufragos, a diferencia de los ahogados, encuentran una tabla de salvación que les permite sobrevivir, y la tabla de salvación de César Iglesias son los recuerdos, amparados en una serie de lugares de encuentro que permiten al poeta reconstruir, y tal vez mitifcar, ese pasado que dibujado la identidad actual: «Brisamar, Paradiso: / nombres de nuestros días / en esta esquina al norte. / Subo a  Los Mareantes, / cerro de los suicidas. / Ojerosa te veo, / tan guapa en tus despojos, / pero nada te salva. / Sé que estás en la fuga / de farmacias en guardia. // La marea te espera: / reclama sacrifio». Los dos ejes sobre los que giran estos poemas, el siempre enigmático mar que parece resumir las historias más heroicas y el de la ciudad, apegado a la supervivencia cotidiana, tan bien combinados en estos poemas, se abren a un tercer eje, el del amor, en los poemas finales, un amor que contribuye a que la mirada sobre la ciudad embellezca los instantes de dicha vividos en sus calles, en sus tabernas y bares, en aquellos lugares cargados de un simbolismo propio. Después de recorrer aquellos veinteocho kilómetros, una distancia entonces no tan mínima como nos parece hoy en día, «Desciendes al arcén / y la ciudad te acoge. / Llegas con la alegría / e iluminas mis calles, / maltartadas de lluvia, / alquitrán y neumáticos. / Conviertes estas horas / en un sábado eterno». Eterna es también, gracias al poder evocador de los versos de César Iglesias, el aroma de una ciudad que, como todas, solo puede conservar intacta su esencia cuando se produce ese reencuentro emocional con quienes hemos sido, cuando reconocemos que, pese a las heridas sufridas, no hay lugar para el resentimiento, sino para la reconciliación con el presente. Quienes hayan leído los últimos libros del autor, Lengua de duelo y Suena la nieve, publicados ya en una madurez definitiva, y lean ahora la prehistoria literaria de César Iglesias, entederán que dichos libros no surgieron de la nada, había detrás una un constancia subterránea, un conocimiento del oficio fraguado en horas de  escritura y en la sabiduría vivencial que concede del paso del tiempo.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañes, el 28/08/2020

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DANIEL COTTA. ALPINISTAS DE MARTE

27 jueves Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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DANIEL COTTA. ALPINISTAS DE MARTE. XXXIII PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA ANTONIO OLIVER BELMÁS. EDITORIAL PRE-TEXTOS

Quienes seguimos el quehacer literario de Daniel Cotta (Málaga, 1974) sabemos que es un autor con una marcada personalidad literaria. Cada uno de sus entregas poéticas demuestra que no es un mero peón de una corriente poética determinada, sino que va por libre, a pecho —a verso— descubierto, con un planteamiento estético que sorprende por su novedad y por el rigor con el que lo lleva a cabo. Auden, hablando de Cavafis, decía que «en la medida en que un poema es producto de una determinada cultura, pero en la medida en que es la expresión de un ser humano singular, resulta fácil, o difícil si se quiere, que una persona perteneciente a una cultura ajena lo aprecie como parte del grupo cultural al que pertenece el poeta». Si bien en este caso, no se trata de situarnos en una cultura ajena, sino más bien, del grado de conocimiento de disciplinas muy específicas —la ciencia, la astronomía— en las que el lector habitual suele ser un lego, porque, además, no siempre están bien avenidas con la poesía, lo que produce cierto desconcierto. Algo similar ocurre, a nuestro parecer, con Daniel Cotta, quien este mismo año 2020 publicó El beso de buenas noches, libro probablemente escrito simultáneamente, o casi, a Alpinistas de Marte, teniendo en cuenta que existen vínculos que los relacionan de forma inapelable, como la dificultad de interpretación que sugiere esa apelación al lector —implícita también en el libro que ahora comentamos en estas líneas— o la recurrencia a los astros muertos hace miles de años y cuya luz vemos todavía en el universo: «Y ahora que ya has muerto y que recoges / pedazos de la estrella que ayer fuiste…», versos del primer título mencionado, no se diferencia apenas de estos del poema «Imantado»: «Sobre la huella de Orión orbita / un astro con un faro al Polo Norte. / Las noches que no hay luna, / voy apartando estrellas en busca de su luz. / Dicen los astrofísicos que es una estrella muerta», de su libro más reciente.

     El Sistema Solar se ha convertido para Daniel Cotta en un escenario en el que representar una historia de amor, amor real, podríamos decir, en contraposición al amor platónico, este sí, más proclive a las asociaciones enfáticas y/o disparatadas. Aunque el título del libro circunscribe en exceso el espacio el que se desenvuelven los poemas, nos permite hacernos una idea de la extrañeza conceptual que nos espera, y digo conceptual porque, sin embargo, formalmente no presenta, ni es preciso que lo haga, ruptura alguna. La métrica se ajusta generalmente a patrones rítmicos tradicionales y, en cuanto a las estrofas, por haber, hay incluso algunas que dan forma al soneto, pero, como escribe Mario Pérez Antolín, «No me impresiona que hayamos llegado a Saturno con nuestras sondas espaciales. Se necesita más que eso para cartografiar la dimensión celestial: se necesita fantasía», y mucha fantasía hay, sin duda, en este libro de Daniel Cotta.

    Sin embargo, después de leer este libro, creo que no estaría de más aprender unas nociones básicas de astronomía porque, sin duda, facilitarían la ubicación espacial al lector y acaso este sacaría más partido de las asociaciones y metáforas que frecuentan las páginas de este libro en una relectura, aunque, por supuesto, no resulta imprescindible. El hecho mismo de ambientar esta historia de amor en el espacio interestelar confiere a tal circunstancia un especial distanciamiento, como si para cuantificar dicha historia la Tierra se quedara pequeña y fuera preciso navegar en busca de nuevos horizontes, de nuevas atalayas de observación (de ahí, quizá, proviene la referencia al alpinismo) y otorgarle la forma indeterminada del universo. Claro está que esto lleva aparejado un riesgo: las grandes magnitudes nos impiden percibir lo minúsculo, lo microscópico: «He visto —escribe Cotta— la génesis de un pulsar / a doce mil quinientos años luz. / Sé una ecuación para eludir las fauces / de un Agujero Negro. Y todavía / no me puedo explicar una amapola».

     Ignoramos si este viaje está narrado desde una estricta sucesión cronológica porque los datos que se nos aportan carecen de la definición suficiente en este aspecto, pero lo que si podemos asegurar es que es un elemento que propicia la reflexión sobre la permanencia del amor, como podemos comprobar en el poema «Saber de la noche», que finaliza con estos versos: «No sabe nada, nada de la noche / —el sol ha muerto, Umbriel gobierna el mundo— / quien no se aferra al hilo / del último vestigio / que tiene de la vida, / que es tu nombre». Por lo demás, es cierto que el autor maneja referencias que se escapan a la comprensión del lector común, pero no siempre es necesario conocer datos biográficos o geográficos para percibir la intensidad emocional de una obra de arte, e un poema en este caso. Más discutibles son esos abismos que crea el pensamiento después de una sucesión casi anárquica de imágenes —el ejemplo más paradigmático lo podemos ver en el poema «El fin», en el que, después de enumerar unas condiciones de vida dramáticas, surge el milagro, y ese milagro «era Dios que venía a recogerme», a rescatarle, podría decirse— pero es indudable que el poeta escribe desde una posición que alterna el quién y el dónde. El pacto que establece consigo mismo es de carácter antisentimental. Daniel Cotta no se permite caer en una sensiblería anacrónica, más aún si tenemos en cuenta el telón de fondo futurista de la historia. Como él mismo escribe en el poema «Apostasías», «hay dos maneras de mirar la luna: /   a lo científico y a lo poético». Nos parece que esa forma de mirar se extiende, no solo a los astros, sino a los hechos cotidianos, por eso, junto a la descripción técnica de los procesos físicos, de los accidentes geográficos conviven las descripciones líricas, como en el poema «Monte Olimpo de Marte», que finaliza así: «Y cuando coronemos / la cumbre y nos veamos / libres de los harapos de esta atmósfera, / ver que era solo un trampolín, que queda / —más allá de la cima y del vacío— aprender a volar», seguramente el más secreto deseo de todo alpinista.

Alpinistas de Marte

MARTÍN ESPADA. ROBARÍA UN COCHE PARA TI

24 lunes Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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MARTÍN ESPADA

MARTÍN ESPADA

ROBARÍA UN COCHE PARA TI

Papo robó un coche para no llegar tarde a la escuela, la primera campana

y el último capítulo del libro que aprendiste en la clase de inglés.

Quería saber cómo terminaría la historia. Su historia terminó

esposado y en la cárcel, su estrella de oro por el récord de asitencia

revocada.

Yo robaría un coche para ti, incluso aunque las llaves ya no

colgaran de la puesta en marcha como lo hicieron el año en el que nací.

Nunca he robado un coche, aunque confieso que soy un vándalo,

arranque el adorno del capó de un Mercedes para improvisar

una hebilla para el cinturón. Mis pantalones se me bajaron de todos modos,

dejándome

con las rodillas despellejadas, una boca expectorando obscenidades

y una historia para contar. Mis pantalones todavía se me caen a día de hoy

y tú te ríes hasta que tu cara se vuelve del color rosado de los globos de

cumpleaños

así que lo hago de nuevo, como un payaso de rodeo intentando rescatar

al vaquero de los cuernos del toro que montaba.

Puede que tenga sesenta y dos años, pero desearía poder robar un coche

para ti.

Harías girar las ruedas y aparcarías en paralelo, con elegancia,

como un patinador sobre hielo deslizándose hacia atrás en forma de ocho.

Tendría una historia que contar, no una historia donde interpreto

todos los papeles con todas las voces, solo para cerciorarme de que

has escuchado esta historia una docena de veces antes. Yo robaría

un coche para escuchar tus historias, la historia del chico

que robó un coche para no llegar tarde a la escuela.

He escuchado la historia muchas veces antes, pero cuéntame

de nuevo la primera vez que nos sentamos juntos y sabías

que todos los cantantes melódicos de todas las baladas en las radios

de todos los coches nunca podrían encontrar las palabras para cantar esta historia:

Sentí que mi sangre se estrenecía, dijiste. Cuéntame otra vez cómo

con tu mano me ofreciste una bolsa de almendras crudas

y mis dedos se metieron en la bolsa. Cuéntame una y otra vez

cómo bailamos lentamente en el aparcamiento

al son de un cantante de baladas cubano que sonaba en la radio del coche.

Versión de Carlos Alcorta

Blog, 24/08/2020

PILAR BLANCO DÍAZ. YO ESCRIBO LA NOCHE*

21 viernes Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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PILAR BLANCO DÍAZ. YO ESCRIBO LA NOCHE. CHAMÁN EDICIONES

 Toda la noche oyeron pasar pájaros, el hermoso título de una de las novelas de Caballero Bonald, podría ser un buen subtítulo para el último libro de poemas de Pilar Blanco, Yo escribo de noche, tomado este a su vez de un verso de Alejandra Pizarnik: «Palabra por palabra yo escribo la noche», y es que muchos pájaros sobrevuelan estas páginas —el libro comienza con estos versos: «es la silueta de la noche un pájaro / que apenas se sostiene en su tiniebla» y la poeta, en otros poemas habla de «soñar que alzan el vuelo las palabras», como si fueran pájaros o se califica a sí misma como «yo pájaro, un mismo temblor frágil» — mientras los vaivenes del amor fluctúan entre la consumación y el desengaño, entre el deseo y la euforia. Pero antes de entrar en detalles, conviene poner de relieve la perfecta estructura del libro, dividido en tres secciones —la central ejerce de bisagra— más un pórtico o umbral, con sus correspondientes epígrafes, por cierto, muy abundantes también en los poemas, como si la autora quisiera balizar su travesía poético-amorosa con indicadores precisos, que evitan la posibilidad de salirse del camino previsto. Así, los nombre de poetas como Pizarnik —a quien recurre en más de una ocasión, como sucede también con el padre del Ultraísmo, Vicente Huidobro— Idea Vilariño, Ida Vitale, Piedad Bonnet, Adam Zagajewski, José Saramago, Mahmud Darwish o Rosario Castellanos, entre otros, acompañan a Pilar Blanco en su particular indagación: «Un día —escribe Blanco en unos de los últimos poemas del libro— la saeta del amor te dejó atravesada para siempre y aprendiste a seguir con su filo clavado en el nudo más tierno del dolor. / Y aprendiste a morir en el abrazo intrépido: a más dolor más vida, / a más amor más lágrima, más rosa del desierto, más punzada de sal», versos que, por cierto, nos recuerdan a los versos de José Hierro «Llegué por el dolor a la alegría» y sus antecedentes románticos.

     En la primera sección, significativamente titulada «Ello», referido por tanto al estado de enamoramiento más que al sujeto que lo provoca, se incide en las causas de ese enamoramiento, estado próximo a la locura: «Así, el que apuntala los cimientos de su debilidad y erige fortalezas invencibles / se hará sabio, aunque lo llamen loco, / profeta, aunque a nadie fecunde su palabra inflamada. / se hará poeta y luego / creará un universo en su locura»., y es que el amor es una fuerza que desafía al destino, incluso a la muerte (el eco de Quevedo se deja oír en versos como estos: «Los huesos calcinados, pero amándote». El amor es arrebato, fulgor y éxtasis, aunque tenga fecha de caducidad, el amor son «dos lenguas que construyen un lenguaje, / dos unos frente a frente cuya fuerza / es su necesidad»  (no resulta difícil advertir aquí un influencia sanjuanista, como sucede también en estos versos: «El que ama se entrega, / el que ama se desensimisma, / abre su corola para ser mundo, para / ser otro, para dejar de ser»).   

     La segunda sección, titulada con una enigmática «-S-» posee otros ingredientes que fortalecen el amor. Pese a la constatación de la fugacidad de todo empeño humano, la poeta pretende vivir en un mundo construido alrededor de su deseo —aunque es consciente de que «Desear no es tener»— y condena todo aquello que se interpone en su pretensión: «Desespero del tiempo que excavó las trincheras que ahora nos desune, / que afiló la alambrada y electrizó su abrazo, / que volvió venenosas las palabras / y ásperas las caricias», palabras, además, volanderas como pájaros que se prenden «del cable del teléfono», palabras traicioneras, inútiles que dejan «dejan su sonsonete amargo, su frufrú mentiroso que no mueve montañas ni abre en dos el mar Rojo de la esperanza», una esperanza teñida por los heraldos negros que mortificaron a César Vallejo. Poemas como «Lo que se escapa», «Cerrando astillas» o «Pangea» muestran esa dicotomía entre al realidad y el deseo, esa lucha condenada a la derrota que ni siquiera la poesía logra embellecer: «Tampoco tú, poesía, alimento del excluido, sed del embriagado en las alturas de la noche. / Tampoco desde ti más que la lágrima», idea que se repite en la última sección del libro, «Ella». La pérdida del amor y la consiguiente sensación de abatimiento y soledad obligan a concluir que «La poesía no es consuelo para pájaros. Si acaso voz unísona, dolor contra el dolor tentando el equilibrio. / Si acaso compañera de inmensidad, / de tabla en el naufragio irreversible», pero, pese a la escasa confianza que le brinda, al final la escritura es la única forma de dejar constancia de lo que fue, es la manera de «inmortalizar» el recuerdo: «Una mujer con un cuaderno. Al fin es eso. / la escritura es una mujer sola ante un cuaderno / oficiando todos los adioses que pasaron frente a su ventana. A eso lo llamo vida». Al final, fusión de vida y escritura, una escritura la de Pilar Blanco que ha mutado desde su habitual contención expresiva hasta el desgarramiento verbal discursivo, acaso por la necesidad de exprimir el fruto de la experiencia en su totalidad.

*Reseña publicada en Sotileza, suplemento de El Diario Montañés, el 21/08/2020

FRANCISCO SILVERA. EL MAR DE OCTUBRE

20 jueves Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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FRANCISCO SILVERA. EL MAR DE OCTUBRE. SERIE NEGRA. EDITORIAL AKAL.

El mar de octubre es un libro que posee una acción trepidante, aunque tiene, sin embargo, momentos de clama y reflexión, de gran lirismo que no ocultan el trágico desarrollo de los hechos, como vemos en este párrafo: «Cuando la arena desciende y todo reposa otra vez al albur del vaivén regular de la brisa invisible del agua, más allá hay otro monumento igual, y otro, y los bajos de arena profunda parecen llorar por un sol que le llega prestado». Francisco Silvera está describiendo un cementerio marino —nada que ver con el de Valéry— poblado de cadáveres de personas brutalmente asesinadas, pero sus palabras no es que traten de embellecer la realidad, sino que se detienen en esos aspectos que la propia dinámica de los hechos provoca que pasen inadvertidos. ¿Quién puede fijarse en las irisaciones del agua cuando sabe que bajo la superficie se bambolean decenas de cuerpos sumergidos? Solo puedo hacerlo alguien para quien la literatura tiene una importancia capital, para quien la forma de contar posee la misma importancia que lo que se cuenta. Todos los ingredientes que hacen que una novela negra nos absorba durante su lectura los posee Mar de octubre. Acción, suspense, ritmo narrativo. No faltan además corrupción, drogas, sexo, bandas, asesinatos y violencia indiscriminada en estas páginas. Francisco Silvera, su autor, es experto, entre otra cosas, en la obra de Juan Ramón Jiménez y tiene en su haber varias novelas, relatos, textos en prosa de carácter misceláneo, muy cercanos a la poesía en su articulación, algo que se deja sentir en este «mar de otoño [que] inicia su transformación, espesa su lodo, enfría su ribera, oscurece su sal, y lento llega el invierno y sus heladas solitarias; la bore del Atlántico una tierra entregada y sin dios se dispone al olvido de sí y a la negrura, a la hibernación y al acero de los astros en una noche casi infinita». Pero no se piense que toda la novela se desarrolla en este tono. El ritmo narrativo al que antes aludía, vertiginoso y relampagueante, se manifiesta muy claramente en los diálogos, generalmente tensos, imperativos, que hacen avanzar la acción, sin desvelar el misterio. Hay un desenlace que no por intuido resulta menos convincente. Silvera ha conseguido, además, construir unos personajes muy bien definidos en sus particularidades y, aunque a veces —por cierto, de manera inevitable—, recurra a algunos tópicos propios del género, consigue dotarlos de una identidad particular, con rasgos diferentes. El mar de octubre narra la historia de unos seres condenado al fracaso y a la destrucción, simples peones en el juego del poder. Es muy probable que la literatura sea la única forma de glorificarlos.

DAVID REY FERNÁNDEZ. LOS CONTORNOS ARDIENTES DE LA TIERRA.

17 lunes Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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DAVID REY FERNÁNDEZ. LOS CONTORNOS ARDIENTES DE LA TIERRA. PREMIO ALBACARA DE POESÍA MISTICA SAN JUAN DE LA CRUZ 2019. EDITORIAL GOLLARÍN

Diez años han transcurrido desde que David Rey Fernández (El Ferrol, 1985) publicara Las alas de una alondra madrugando, libro con el que obtuvo uno de los premios más importantes para poetas jóvenes, el Premio Antonio Carvajal, publicado por una de las editoriales más prestigiosas de nuestro país, Hiperión. Otro premio, el san Juan de Poesía Mística, propicia la publicación de este su segundo libro, Los contornos ardientes de la tierra. En el brillante prólogo a los poemas, Montserrat Abumalham nos habla de la mística como de «una experiencia vital sobrevenida a una sensibilidad particular, que se siente atrapada por la trascendencia» y, efectivamente, la sensibilidad extrema de Rey es la que provoca que el autor se vea como una parte más de la naturaleza, como lo son las montañas, los árboles o los ríos. Esa fusión es la que determina y, en su caso, corrige el curso, no solo del agua, sino del pensamiento en un intento de que transiten unidos por el mismo cauce, porque todo lo creado posee un mismo origen. Nada se crea ni se destruye o, como escribe David Rey «Nada está muerto / sobre la Tierra / nada / camina / separado: / es mentira la frontera del tiempo». De alguna manera, para los místicos, la forma de alcanzar lo sublime, de acercarse a Dios es a través de la naturaleza, su creación —el hombre es una parte de ella— más perfecta, pero la visión que estos tienen de ella está altamente idealizada por la intermediación de la cultura. La naturaleza en su estado más puro dista mucho de ser ese lugar de ocio y recreo, de contemplación de que hablaba, por ejemplo, Fray Luis de León. Como decimos, es un naturaleza trascendida por la imagen que nos hemos hecho de ellas a través de la literatura y de la pintura, es pues, una naturaleza, una realidad convertida en paisaje, en jardín. Solo sí, como afirma Monserrat Abumalham, «El arrobamiento del místico [es] un compromiso cierto y hondo con esa realidad. Es un acicate para la transformación del mundo real en un mundo prefecto» se podrá aspirar a «Ser, tan solo ser, / como el mar en las peñas, / para inundar de luz otros caminos, / para labra con pan lo seco y muerto». El poeta romántico inglés, Coleridge escribió en su poema «El ruiseñor» que «En la Naturaleza no hay nada melancólico». Es cierto, la naturaleza es esencialmente cruel, lo que la embellece es nuestra mirada, nuestro deseo de comunión con lo mejor de ella, con su bondad, que también existe, y con esa bondad intrínseca busca nuestro poeta la identificación, como demuestra en el último poema del libro, un ensayo una despedida en el que escribe: «El día en que me marche / no vengan a buscarme, / porque estaré muy lejos, / en las flores, / muy lejos, / en las nubes, en las olas. / Porque estaré muy lejos de la losa donde pondrán mi nombre. // Y si fuera posible, / quisiera ser un árbol / y que bajo mi escriban / otra Oda a la vida retirada».  El verso fluido y rítmico —Rey maneja con soltura los metros imparisílabos y algunas de sus combinaciones—, pero también moroso, dilatado, como corresponde a una poesía esencialmente contemplativa como esta, beneficia la intención reflexiva de los poemas y el propósito de lograr la comunión íntegra con la naturaleza, como expresa, por ejemplo, en estos versos: «Si supiéramos ser como la savia / y sentir lo que habla en la madera / y escuchar lo que fluye por las ramas:  / ni tú, / ni yo, / ni él, / tan sólo espacio, / tan sólo luz y vuelo en los pulmones», porque es a través de la naturaleza como el poeta conoce su naturaleza interior, la naturaleza de lo sublime que le permite ascender hacia la luz.

MIGUEL RUIZ MARTÍNEZ. EL CORAZÓN DEL CLAROSCURO. POESÍA REUNIDA.

14 viernes Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Miscelánea

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MIGUEL RUIZ MARTÍNEZ. EL CORAZÓN DEL CLAROSCURO. POESÍA REUNIDA. FUNDACIÓN CULTURAL MIGUEL HERNÁNDEZ. AYUNTAMIENTO DE REDOVÁN.

Manuel Ruiz Martínez (1957-2009) murió prematuramente, pero dejó una obra razonablemente extensa, cuatro libros publicados más dos inéditos, todos ellos recogidos en este volumen: Llora el velo mortal (1986), Ladera de tu hondo (1991), Prosas finas (1996), En tu punta lugar (1997) y los quedaron inéditos en el momento de su fallecimiento, Boria de la heredad y La peña en que me amparo, ambos publicados póstumamente de forma conjunta en una edición muy minoritaria en 2018. Ada Soriano, José Manuel Ramón, José María Piñeiro y, especialmente José Luis Zerón Huguet, que se encarga del estudio introductorio, amigos todos ellos del autor, han trabajado duro para hacer posible la edición de estas poesías completas (quedan fuera algunos poemas publicados en revistas, pero dentro del corpus, no deja de ser algo de importancia menor).

     Zerón Huguet comienza su escrito aludiendo a las circunstancias que le pusieron en contacto con la poesía de Miguel Ruiz Martínez y la amistad posterior que se fue fraguando desde el momento en el que se conocieron personalmente: «Miguel mantenía fuertes convicciones y un animoso entusiasmo a pesar de sus inseguridades, de sus urgencias interiores, de su continua lucha con e lenguaje y con el alcohol».

Como ocurre por lo general con todo primer libro, este suele estar lleno de tanteos, de búsquedas, de influencias aún no absorbidas del todo. Llora el velo mortal muestra una alternancia entre la influencia de lo irracional y de la tradición de origen romántico, como en estos versos: «Su rosa ensangrentada / va emocionando ya las claridades / de los astros que aguardan / envolverla en sus cristales / de fuego congelado, / de corazón de blanca carne, / de música invisible…». El cuerpo se erige además como escenario de la confrontación entre ser y tiempo, entre el mundo físico y el mundo espiritual, el cuerpo es la conjunción de belleza y verdad, en una clara alusión a Keats. Hay en estos poemas una descripción pormenorizada de los paisajes familiares que estarán presentes en toda la poesía de Ruiz Martínez, una visión del amor —del desamor, podríamos decir— casi trágica, desencantada y un postura ante la existencia como un conflicto permanente entre el yo y la realidad: «Quiero olvidar el miedo a olvidarte. / Quédate ya detrás de mí; / el corazón del sueño en el que andamos / ya únicamente puede romperse en realidad»

Su segundo libro, Ladera de tu hondo, es, en palabras de Zerón Huguet, «una profunda meditación lírica sobre el alma y la muerte». De hecho, el extenso poema inicial escrito en su mayor parte en alejandrinos —«pero violentando la sintaxis y aportando un aquelarre semántico donde las palabras se acoplan, se retuercen y se desnudan, sin renunciar a su deber de eficacia», escribe Zerón Huget— es una meditación sobre el cementerio en el que el conflicto con la realidad antes aludido sigue presente: «la realidad se difumina / de tanto presenciarse / y de tanto adentrarse en su no parecerse».

Prosas finas, su siguiente entrega, paradójicamente, está escrito en verso (solo la dedicatoria está en prosa). Hay, incluso, dos estrictos sonetos, el primero y el último de los catorce poemas que integran el libro. En tu punta de lugar, el último de los libros publicados en vida del autor, «reforzó —según el prologuista— la poética de afirmación de la vida en la propia tierra desde la que canta el poeta […] El paisaje, tan real y reconocible, al mismo tiempo se nos aparece sugestivo, misterioso, transformado en un sujeto extraordinario».
El volumen, como decíamos, se completa con los dos títulos que quedaron inéditos cuando falleció el autor víctima del cáncer, el 16 de marzo de 2009, títulos que al autor del estudio, pese al conocimiento exhaustivo de la obra y de las circunstancias vitales del poeta, le resulta imposible fechar, pero esto no posee una importancia relevante. No hay en ellos una fractura que permita especular sobre una nuevo rumbo en su poesía, por el contrario, «se repiten la formas y contenidos que caracterizan su poética: el sentimiento de orfandad y el diálogo con los seres queridos que se le han ido; la sensualidad cosida a las ruinas del edén perdido; el sentimiento de culpa por las tumultuosas recaídas en la bebida, el itinerario poético en el paisaje real…». El último poema del volumen es un ejemplo perfecto de esa incertidumbre vital que gobernó la vida de Miguel Ruiz Martínez: «No quiero ser pero quiero ser / no tengo miedo pero tengo miedo / de que mi sueño sea tu decidirte / vencida opacidad de mi pulso / por una sed de nubes enterradas amerando / el reseco fluir de las grietas de los grillos / conciencia de mi exhumación en mi deterioro de tu alba / suprasensible carne de las estrellas amando en tu silencio». Como se ve, estamos ante una poesía de carácter visionario que tiende a una especie de misticismo lingüístico —el autor habló en su momento de «retoricismo rupturista»— y que, probablemente, se hubiera decantado en un futuro ya imposible por esa contención verbal tan necesaria para pulir el discurso, para fidelizarlo al pensamiento.

*Reseña publicada en Sotileza, suplemento cultural de El Diario Montañés. 14/08/2020

ANTÒNIA VICENS. TODOS LOS CABALLOS*

09 domingo Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ANTÒNIA VICENS. TODOS LOS CABALLOS, TRADUCCIÓN DE RODOLFO HASLER. EDITORIAL PRE-TEXTOS

El Premio Nacional de Poesía en 2018 por su libro Tots els cavalls (Todos los caballos, en la excelente traducción de Rodolfo Hasler) ha contribuido a que la poesía de Antònia Vicens (Santanyí, Baleares, 1941) se difunda en el ámbito de la lengua castellana. Toda su obra —es mucho más conocida como novelista que como poeta— está escrita en catalán, aunque algunos títulos han sido traducidos al castellano. Baste recordar la antología El cuento en las Islas Baleares (2010), en edición de Pere Roselló Bover o la novela 39º a la sombra (2007), traducida por Jaume Pomar —con ella obtuvo el Premi Sant Jordi en 1967—, publicados ambos títulos por al editorial Calambur. Su obra poética no es muy extensa: Lovely (2009), Sota el paraigua el crit (2013), Fred als ulls (2015) y el ya citado Tots els cavalls (2017). Cuatro libros y una dedicación más bien tardía. La propia autora lo explica así: «El poemario —se refiere a Lovely— me cayó, no fue una reflexión, vi todas las imágenes que caían. Mi conclusión fue que era mi vida se caía a trozos y que la tenía que recoger. La poesía vino». No siempre es fácil combinar la labor narrativa con la poética, sobre todo cuando la capacidad discursiva de unos de los géneros, en este caso el poético, se lleva al extremo en busca de la desnudez expresiva, algo, en principio, opuesto al discurso narrativo, generalmente de orden más digresivo. Así lo explica Antònia Vicens: «En la poesía tengo que ahorrar mucho. Lo que diría en una página lo tengo que decir en dos palabras. Es un juego que ahora mismo me fascina, pero son mis imágenes y es mi manera de mirar el mundo o como el mundo viene a mí. Hay mucha más poesía en mi narrativa que no en mis poemas, porque en estos vas cortando para mostrar un mundo o un sentimiento en una sola palabra o con un espacio en blanco y en cambio en la narrativa puedes ir incluyendo toda la poesía que quieras». Claro que eso, lo de incluir toda la poesía que quieras, también puede ocurrir en el propio poema. Dependerá, en todo caso, de la postura que se adopte ante el poema. Si se quiere reducir la anécdota a su mínima expresión, como es el caso, el poema ha de hurtar por fuerza la retórica, pero como es sabido, hay otras muchas “fórmulas”, como el poema narrativo o el poema confesional —una cita de Anne Sexton encabeza el primer poema del libro—, por no hablar de la poesía irracional, que están alimentados con profusión de datos, no todos, además, de índole estrictamente poético. En cualquier caso, la poesía de Antònia Vicens se caracteriza por esa economía de medios que confiere al poema una mayor ambigüedad, una mayor polisemia. “Todos los caballos” es un libro breve y unitario que comienza y termina con dos poemas en cursiva, como si la autora quisiera balizar la travesía por la que discurren sus poemas, unos poemas breves a su vez que hablan de la disolución de la identidad en el sueño: «me reconozco   mal / que   alguien diga mi nombre / o haga pienso / de mi / nombre   para los caballos», escribe en el estremecedor primer poema y en otro posterior, asistimos a un desdoblamiento de carácter visionario: «La niña que corre hacia mí soy yo   hago el gesto / de retenerla…». Un personaje, Diablo, un ser que a veces parece ser un trasunto angelical de la figura paterna y otras una especie de válvula de escape en el que parecen concentrase tanto el fracaso como su sublimación a partes iguales, está presente en el argumento de libro: «Diablo cree en la transmutación de su agonía   dice caballos / saltarán desde / las azoteas   calles se llenarán de hiel…». Esos caballos pertenecen a los cuatro Jinetes de la Apocalipsis y son portadores de enfermedades, violencia y muerte y en el libro desempeñan ese simbolismo: «Avanzan   a galope   blancos / rojos / negros / amarillos   todos los caballos». La enfermedad y la muerte que espera su momento se encuentran en el lecho del padre moribundo: «El infierno   puede ser / una cama   con las sábanas / de seda», escribe Vicens. La visión de ese infierno se remonta a una infancia llena de penalidades —la infancia de la inmediata posguerra—, en la que comienza a crecer el sentimiento de culpa (el robo de unas ciruelas, o el deseo de imitar a la mujer que cabalga a lomos de una yegua blanca promocionando Martini por ejemplo). Los sueños rara vez se cumplen y esa carencia suele dejar en la conciencia un poso de melancolía difícil de mitigar con la rutina cotidiana: «Esta desazón   cada día / pasar la aspiradora   por todos / los rincones de la casa   que no queden / llantos   migajas / de ninguna voz   después me siento / y escucho   el silencio». Los continuos encabalgamiento, la ausencia de puntuación o la frecuente separación de ciertas palabras contribuyen a amplificar el sentido de estos versos, aunque el dolor por la muerte del padre no oculta un cierto resquemor, un deseo de gritar la impotencia y la incomprensión que carcome sus entrañas: «Por qué   madre   le pones un mantel blanco a la noche / la ceniza te resbala   por / las piernas / si padre tenía   tanta / fe que se prepare / él / su entierro». Una fe que no puede evitar que Dios se escurra «entre los dedos». Todos los caballos es una invitación a leer el resto de la obra de Antònia Vicens.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés 7/07/2020

REVISTERO ESTIVAL. ANÁFORA, PARAÍSO, TURIA y LITORAL

05 miércoles Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Notas de lectura

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PARAISOANÁFORATURIALITORAL

REVISTERO ESTIVAL

Patrocinada por la Fundación JLGM, el número 20 de la revista Anáfora, correspondiente a julio de 2020 ha llegado, como suele ser habitual, puntualmente a sus lectores. Dirigida por dos jóvenes y excelentes poetas, Pablo Núñez y Candela de las Heras, la revista ha ganado últimamente enteros gracias a un diseño más atrayente (Marina Lobo es la responsable) y a un acabado más cuidado. Se presenta divida en dos secciones, Creación y Crítica, aunque la dedicada a la Creación posee un mayor peso, ya que ocupa más de tres cuartas partes de sus páginas; dentro de ella, es la sección dedicada a la poesía la más extensa. Autores como Luis Alberto de Cuenca, Javier Salvago, José Luis Argüelles, Arturo Tendero, Ana Merino; Vicente García, Ana Merino, José Luis Piquero, Francisco José Martínez, Bárbara Grande, Carla M. Nyman, Rocío Acebal, recientemente galardonada con el Premio de Poesía Hiperión, uno de los más importantes de poesía joven de nuestro país, María Elena Higueruelo y Álvaro Valverde que escribe, a partir de un trozo de madera del parqué de lo que fuera la biblioteca de Vicente Aleixandre en su casa de Wellingtonia, un poema melancólico y emocionante que me resulta especialmente cercano, ya que yo poseo un fetiche similar. La sección de traducción se ocupa de Rilke, Pasolini y Olga Broumas, de la mano, respectivamente, de Daniel Fernández Rodríguez, Andrés Catalán, María Bastianes y Dalia Alonso. En prosa, Miguel d’Ors escribe sobre Fernando Villalón y antes lo había hecho Gabriel Sopeña sobre la relación entre la música y la poesía. Carlos Iglesias entrevista en profundidad al poeta Antonio Jiménez Millán, cuyo último libro, Biografía, Historia, sirve de excusa para recorrer la sólida y fructífera trayectoria del poeta. La revista finaliza con la sección de reseñas, en la que se comentan libros de Luis Alberto de Cuenca, Enrique García-Máiquez, Avelino Fierro, Víctor Jiménez, Jaime Siles, Mercedes Cibrián, Yolanda Morató y José María Micó.

Paraíso, la revista de poesía que patrocina la Diputación de Jaén, dirigida por el poeta y crítico Juan Carlos Abril, uno de los autores de obra más rigurosa de los últimos años, alcanza ya el número 16. Fiel a su estructura habitual, la revista presenta variadas secciones. «Tres morillas», en la que se recupera una vieja entrevista de Jesús Fernández Palacios al poeta cubano Cintio Vitier. Luis García Montero escribe un extenso artículo sobre las palabras, objeto de un estudio más amplio en su libro Las palabras rotas publicado el pasado año en la editorial Alfaguara, y María Elena Higueruelo —presente con un poema en Anáfora—escribe un sobre la relación entre Valente y Juarroz y su poética de lo «indecible». El prólogo a la Poesía reunida de la poeta nicaragüense Ana Ilce Gómez, publicada por Pre-textos en 2018 escrito por el novelista Sergio Ramírez ocupa la sección «Poesías completas». En la sección «Bonus track» José Homero realiza un somero pero imprescindible recorrido por la poesía mexicana contemporánea que incita a la lectura de estos poetas, no siempre bien difundidos en nuestro país. Carmen Alemany Bay recuerda en la sección «Altavoz» a Miguel Hernández al recorrer las aulas vacía del colegio de Santo Domingo, donde el poeta estudió hasta que su padre puso fin a su periodo escolar. Las colaboraciones poéticas están reunidas bajo el epígrafe «Nuestra época cruel» y cuenta, entre otros, con poemas de Arturo Tendero, Balbina Prior, Beatriz Russo, Macarena Tabacco Vilar, Coral Bracho o Soledad Álvarez. Lamentablemente, nunca faltan autores en la sección «Paraíso perdido», dedicada a los poetas fallecidos recientemente. En esta ocasión la nómina la encabeza Francisca Aguirre, continúa con Pilar Paz Pasamar y Roberto Fernández Retamar y finaliza con el más joven de todos ellos, nuestro amigo Antonio Cabrera. La revista se remata con la sección «Los alimentos», reseñas sobre poetas como Luis Alberto de Cuenca —como Tendero, también colaboraba en Anáfora—, Antonio Cabrera, Ariadna G. García, Andrés García, Cerdán, José Luis Piquero, Pilar Adón, Álvaro Valverde, José Antonio Mesa Toré, Fruela Fernández, Rosa Acquaroni, Joaquín Pérez Azaustre, Lara Fernández Delgado, Juan Carlos Abril, Gracia Aguilar o María Elena Higueruelo. Las ilustraciones que acompañan a los textos pertenecen a Marco Lamoyi.

Ciento treinta y cinco números alcanza ya la longeva Turia, dirigida por Raúl Carlos Maícas y editada por el Instituto Turolense de la Diputación Provincial de Teruel. Las 522 páginas de este volumen dan mucho de sí. Desde el «Cartapacio» de más de 200, dedicado al dramaturgo, director de cine y teatro, realizador de televisión, escritor, discípulo de María Zambrano, poeta y aforista, escritor en el sentido más amplio de la palabra, el zaragozano Alfredo Castellón (1930-2017), todo un descubrimiento para quien esto escribe gracias a los textos, encomiásticos sin excepciones, debidos a Rosa Burillo, Antón Castro, Ángel Guinda, Marta Sanz, Luis Alegre o Ismael Grasa, por citar solo unos pocos de los muchos autores que colaboran en este homenaje. No tiene desperdicio tampoco las «Conversaciones» que mantienen Jordi Doce con la poeta Ana Blandiana y Juan Carlos Soriano, a su vez, con el escritor Sergio del Molino. Antes, hemos podido leer las habituales secciones dedicadas a la narrativa —con relatos o fragmentos de novela de escritores como Luis Landero, José María Conget, Ignacio Martínez de Pisón, Eloy Tizón o Elvira Navarro— y a la poesía, en la que participan poetas como Luis Alberto de Cuenca (hemos visto que participaba también en Anáfora y Paraíso, y lo veremos en la última de las revista comentadas en este espacio, Litoral), Francisco Ferrer Lerín, Martín López Vega, Jesús Jiménez Domingo, Luis García Montero, Carlos Pardo, Fernando Sanmartín, Chantal Maillard, David Mayor, Manuel Rico, Vanesa Pérez sauquillo, Juan Manuel Macías o María Alcantarilla, por ejemplo. En «Pensamiento», Manuel Arranz escribe sobre Emil Cioran que contiene numerosa citas extraídas del libro recientemente traducido, Cuadernos, 1957-1972. En «La isla», Raúl Carlos Macías nos ofrece jugosos fragmentos de su diario, reflexiones que sobrepasan lo circunstancial y se internan en los recovecos de la existencia. Dos secciones de contenido más regional son «Sobre Aragón», dedicada en este caso a la larga trayectoria de la editorial Olifante, y los «Cuadernos turolenses», que muestra un fragmento del libro de Juan Villalba Sebastián Teruel, otra dimensión. Finalmente, la sección «La Torre de Babel», que se dedica a las reseñas de novedades, recoge más de cincuenta sobre narrativa, poesía, sociología y otros géneros de excelentes críticos que bien podrían constituir por si mimas una revista de crítica. Cada ejemplar de Turia nos hace alegrarnos de que existan gentes dispuestas a realizar el esfuerzo que requiere una empresa de este calibre y celebrar que, pese a las condiciones tan adversas que estamos sufriendo, desde las instituciones se continúe apoyando.

Muy distinta a las revistas comentadas hasta ahora es Litoral, la digna sucesora de la mítica revista que fundaran en Málaga Manuel Altolaguirre y Emilio Pardos en 1926 y que alcanza con este número la escalofriante cifra de 269. En esta última etapa, dirigida por Lorenzo Saval —autor, además, de la cubierta— y con Antonio Lafarque como editor de contenidos, no atiende a criterio de actualidad, los números monográficos son su especialidad. Cada tema escogido, en este caso, Eros, requiere una copiosa labor de documentación, tanto literaria como artística, que solo desde la pasión por la belleza y por el trabajo bien hecho (la maquetación, a cargo de Miguel Gómez y el propio Saval, es exquisita) puede llevarse a cabo. Cada número de esta revista es una obra de arte en el sentido más estricto de la palabra, pues su interior contiene innumerables muestras de óleos y fotografías que se complementan con los textos, o a la inversa. Es imposible en este espacio nombrar siquiera un mínimo número de los colaboradores en las diferentes secciones, por eso me permitirán que mencione aquellos textos de carácter más teórico, como el de Carlos García Gual, que escribe sobre «Eros. Breves apuntes mitológicos sobre el dios griego», el «Museo secreto» de José Manuel Bonet, Francisco Cabello, con «El desafío a Eros», José María Conget, titulado «Tobillos, Biblias y Catecismos» o «Imaginarios para la transgresión» de Carlos F. Heredero. Todo lector que conozca la revista sabe que no exagero nada cuando digo que cada volumen es una joya digna de reposar en los estantes de las bibliotecas más exigentes. La profusión de imágenes que ilustran los textos, poemas y relatos, es tal que conviene tener siempre a mano el ejemplar para recrearse ojeando de vez en cuando sus páginas, con delectación, pero también para no perderse ningún detalle, porque el arte necesita más que nada del entusiasmo cómplice del espectador, un espectador que, por más que lo intente, no podrá sustraerse al poder de seducción de esta maravillosa combinación de imágenes y palabras.

MARIO PÉREZ ANTOLÍN. CONTRARIEDADES*

03 lunes Ago 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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MARIO PERRZMARIO PEREZ

MARIO PÉREZ ANTOLÍN. CONTRARIEDADES. COL AFORISMOS. EDITORIAL LA ISLA DE SILTOLÁ.

A estas alturas, nadie puede negar que Mario Pérez Antolín (Stuttgart, 1964) es uno de los aforistas más reputados de nuestro país. Títulos como Profanación de poder, La más cruel de las certezas, Oscura lucidez y Crudeza así lo atestiguan. No vamos a entrar en polémicas estériles, pero más que aforismos, los textos de Pérez Antolín, también los incluidos en Contrariedades, los encuadraría, más que bajo el marchamo de aforismos, dentro de un “género” de más amplio espectro, el del fragmento de inquietud filosófica, metafísica podríamos decir de algunos de ellos. La mínima extensión del aforismo —hay excelentes ejemplos en este libro: «No hay verdades absolutas, sino tentativas de verdades», «Lo inhumano es tan humano como lo humano» o «La dolencia es uno de los requisitos del sentimiento», por citar solo algunos— el relampagueo que destella casi de forma inapreciable en el blanco cielo de la página se ve aquí sobrepasado de continuo por una reflexión más “pensada”, que trata de abarcar no solo el resplandor sino su efecto: «Existe un gran problema de legibilidad metafórica —escribe—. Cada vez hay menos capas de lectura. A este paso, pronto la insignificancia se adueñará del texto, y el esquematismo funcional quizá pase del acto de comunicación a la inteligencia en su conjunto». Tengo la impresión de que Pérez Antolín no se conforma con hacer pliegues más o menos profundos a la realidad para envolverla con un embozo nuevo, pero del mismo género textil. Su ambición es más transgresora porque intenta levantar, si bien a base de fragmentos y de forma asistemática («Lo malo de los sistemas es que solo podemos construirlos desde dentro y, una vez terminados, se convierten en nuestra cárcel», dice), los cimientos de un pensamiento filosófico que sustenten una forma de vivir más exigente consigo mismo y con la sociedad en la que vive, una forma de “revolucionar” la realidad, por eso escribe: «El ideal es que se nos gobierne desde fuera igual que nos gobernamos desde dentro, que el acatamiento y el dominio de sí se parezcan, que el disciplinante y el disciplinado sean uno».

     Cuatro son las secciones que integran esta entrega, y cada una de ellas está comentada de forma magistral en el prólogo de Jaime Siles, no solo uno de nuestros poetas de referencia, sino un crítico y ensayista excelente que indaga en la tradición grecolatina o en filósofos contemporáneos para descifrar las claves de lectura de Contrariedades, pero es capaz, además, de sintetizar los puntos de partida de cada una de ellas. Así, en la primera, «Confidencias comprometedoras», señala «la preocupación por lo político, lo económico y lo social». En la segunda, «Tenías que ser tú, obstinación», además de la «cada vez más imperfecta verbalización y, por tanto, interpretación de la realidad», Siles destaca la crítica de la información, la atención a las minorías, el turismo («El turista: ese que mira pero no contempla»), la política de nuevo o su propia identidad («Estoy harto de ser quien soy. Me gustaría ser menos yo y más nadie».

     Sin el cuestionamiento de toda certeza la escritura, no solo la filosófica sino también la poética —recordemos que Mario Pérez Antolín es también poeta—, no tendría razón de ser. La tercera sección, «Dudas que alumbran», incide en esta obviedad y da forma a asuntos que tienen que ver con «la imaginación, la celebridad, lograda por mérito o por la infamia» («La celebridad, cuando la buscamos obsesivamente, si no se adquiere utilizando el mérito, se intenta conseguir utilizando la infamia») y, de nuevo, el conflicto identitario o el mismo concepto de cultura, tan menospreciado en la sociedad actual: «La cultura evita que el igualitarismo degenere en vulgaridad siempre que la calidad de los contenidos sapienciales no se vea dañada por la excesiva simplificación». No dejarse arrastrar por la marea de zafiedad que nos inunda, no dejarse seducir por los cantos de sirena del éxito fácil, aunque momentáneo, requiere estar bien pertrechado intelectualmente, como es el caso de Mario Pérez Antolín, para resistir aferrado, en muchos casos, a convicciones disidentes. Con ironía —otro rasgo de estas reflexiones—, el autor se refiere así a esta circunstancia: «No soporto que se afiance un juicio cuando es mío. Si los demás refrendan una de mis aseveraciones, me hace desconfiar de la fundamentación que lo sustenta. A estas alturas , ya he aprendido que formamos muchas seguridades a base de repetir machaconamente incertidumbres».

     La última sección, «Incómodo rincón de controversias», hay, al decir de Siles, «juicios y opiniones más o menos tajantes, pero que nunca hieren o molestan porque el lector acepta de buen grado lo que ellas expresan». No son, evidentemente, dichas secciones compartimentos estancos, los temas se entrelazan y se enfocan desde diferentes perspectivas, hasta tal punto que si cualquier libro de aforismos exige al lector —ese único lector del que habla Pérez Antolín— una dosis de atención superior a, digamos, la que se necesita para leer una novela, Contrariedades exige aún más: lectura y relectura, saborear y deglutir, pero también regurgitar como un rumiante, con lentitud y perseverancia. Solo así se podrá extraer la verdadera esencia de estas palabras.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza el 31/07/2020

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