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~ Literatura y arte

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Archivos mensuales: febrero 2014

BRANE MOZETIČ. BANALIDADES

27 jueves Feb 2014

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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BRANE MOZETIČ. BANALIDADES. TRADUCCIÓN DE MARJETA DROBNIČ. PRÓLOGO DE LUIS ANTONIO DE VILLENA. COLECCIÓN VISOR DE POESÍA, 2013

A la poesía eslovena apenas se le ha dispensado atención en nuestro país. Son escasas y difíciles de encontrar las antologías publicadas en español, como es el caso de Poesía eslovena contemporánea. Antología, que vio la luz en Argentina de la mano de la editorial Gog y Magoz en 2006, con selección y introducción de  Ciril Zlobec, corriendo la traducción a cargo del poeta argentino Juan Octavio Prenz. Hemos tenido la suerte, sin embargo, de poder leer a algunos autores de manera individual, siendo el caso más notorio el de Tomaž Šalamun, uno de los poetas más importantes de Europa, nacido en Zagreb, aunque su familia pronto  estableció su residencia en Ljubljana, la capital eslovena. Šalamun, desde su primer libro publicado en 1966, causó mucha inquietud en los círculos poéticos de su país por el marcado carácter iconoclasta de sus poemas, rompiendo deliberadamente los desgastados goznes de una tradición anquilosada en fórmulas incapaces de reflejar los acusados cambios que estaba sufriendo la civilización occidental. Es, sin duda, el poeta de mayor renombre entre nosotros, aunque sólo podamos consultar una Selección de poemas traducidos por Pablo Fajdiga, publicada por Visor en 1999 y la Balada para Metka Krasovec, su libro más elogiado,  editado por Vaso Roto y traducido por Xavier Farré, el pasado año. Entre los poetas que han sido traducidos esporádicamente podemos nombrar a Andrej Blatnik, de quien se publicó el libro Cambios de piel en Ediciones Libertarias, Alojz Iham, con el libro Ritmo, publicado en ediciones Hiperión y Brane Mozetič, de quien contábamos anteriormente con Poemas para los sueños muertos, publicado en Málaga por el Centro de Ediciones de la ciudad y del que ahora disponemos además de Banalidades (del que ya existe otra traducción argentina), editado por Visor hace unas semanas. Resulta una insuficiente cosecha para una tradición poética de tanta relevancia (a pesar de no alcanzar los tres millones de habitantes), pero los tiempos están cambiando y las traducciones de poesía gozan actualmente de un auge impensado hace sólo un par de décadas, lo que nos hace mirar el futuro, éste futuro, con cierto optimismo.

Brane Mozetic nació en 1958 y, además de poeta, es traductor —ha traducido a Rimbaud, Genet o Foucault—, editor —edita las colecciones literarias Aleph y Lambda—, promotor de la cultura eslovena en el extranjero y activo agente cultural —coordina el programa del Festival Anual de Literatura y Vida, así como el Ljubljana Gay and Lesbian Film Festival —.« El homoerotismo — afirma en un diálogo mantenido con Antón Lopo dentro del ciclo «Poetas Di(n)versos», coordinado por Yolanda Castaño— estuvo desde el principio de mi escritura por una razón muy simple: siempre escribí poesía y prosa muy personal, sobre mi vida. Desde muy joven fui abiertamente homosexual, así que escribo sobre ello, porque además en esloveno no puedes esconder el género de la persona sobre la que estás hablando. Cuando dices “tú” todo el mundo sabe que se trata de un hombre o de una mujer, ocurre en la mayor parte de las lenguas eslavas». Pertenece por edad a lo que se ha dado en llamar «generación media o intermedia», aunque comparta con las generaciones más jóvenes la práctica del verso narrativo y otros procedimientos formales, como la técnica del collage o la descomposición del yo en múltiples yos líricos. Como poeta ha publicado trece libros, a los que debemos sumar dos novelas y una colección de cuentos. Estamos pues, ante un autor consolidado con una copiosa y heterogénea obra, por lo que sería muy injusto reducirla —como señala Villena acertadamente en el prólogo— a su temática homoerótica, aunque ésta sea el hilo conductor de los poemas de Banalidades, porque además correríamos el riesgo de supeditar la escritura a las eventualidades biográficas y son de todos conocidos los peligros que eso conlleva. En muchas ocasiones el poema revela información más fidedigna sobre el autor que la propia biografía. Por otra parte, el tema homoerótico no es inusual en la poesía española, ni en  la actual ni —con mayor sutileza— en la pasada, por lo tanto, juzgar este libro por la presunta novedad o por su procacidad no me parece que sean argumentos consistentes. Al poeta hay que juzgarle por sus poemas, al margen de cualquiera otra coyuntura o de especular sobre si lo que cuentan los poemas constituye un autorretrato más o menos verosímil del autor a tenor del realismo de lo narrado. Por cierto, para Brodsky, cuanto mayor es el realismo, mayor es su metafísica «pues las cosas de este mundo y su interacción constituyen la última frontera de la metafísica». Si el Nobel ruso está en lo cierto, este libro está saturado de ella, porque los poemas que lo componen pueden leerse como notas discontinuas de un diario personal en el que el autor deja constancia de lo que considera más significativo de su acontecer cotidiano. La secuencia de los hechos está desarrollada con una estructura cinematográfica clásica, en la que podemos establecer la presentación, el nudo y el desenlace, eso sí, sin caer en esa perversa tentación de considerar real lo que la realidad del poema cuenta. William Carlos Williams aconsejaba «Comenzar por los detalles» y de detalles están repletos estos poemas, pero no sólo de detalles, podríamos llamar físicos, de descripciones minuciosas como éstas: «En la oscuridad, la gente/ sorbía cerveza, charlaba, algunos chillaban,/ otros saltaban salvajes por la pista de baile», sino de los pormenores de una conciencia en ebullición, de una autoconciencia extremada: «Ya no sé nada. Sólo/ que querría desaparecer. Dentro de este sinsentido/ me estremezco de pronto, dejo de enfrentarme/ a mi propia vida, me doy media vuelta y salgo/ corriendo.» Nos encontramos en estos poemas con toda una gama de sentimientos que van desde el temor a la muerte, la desesperación, el sexo desaforado, el amor o la indiferencia. La sucesión de planos y el incierto proceso de ordenación de los poemas provoca que tras una declaración de amor el autor se deje llevar por pensamientos sobre la muerte que poseen una mayor trascendencia emocional que una noche de alcohol y sexo: «Quizá debería tomar fuerzas y matarme/ de una u otra forma. Estaría en paz./ En realidad, me perdería en la nada». Sin embargo, cuando la escritura cauteriza las heridas, como dejan entrever estos versos, parece ya posible que el autor venza la desesperación y domestique el miedo, consiga, en fin, metamorfosear la crudeza de la realidad en algo menos insufrible. No cabe ninguna duda de que el mundo que describe Brane Mozetič resulta al lector perturbador y amenazante, pero también es verdad que la cotidianidad a la que estamos acostumbrados nos muestra cada día su lado despiadado, sin que parezca ya afectarnos. «Los recuerdos duelen», dice, quizá porque la fuerza de la memora es tal que no puede acallarla, no puede borrar sucesos que, a veces, preferiría no haber vivido. Como he señalado más arriba, el abanico de emociones que encontramos en estos poemas es suficientemente amplio como para sentirnos identificados en algún momento con el autor, yo lo hago sin reserva con versos como estos: «Un día idóneo para que algo me salga bien./ Ordeno y reordeno los libros, no sé qué hacer/ con ellos ni conmigo mismo.», porque no son sólo las acciones las que nos definen, sino también las ideas, los propósitos,  las incertidumbres. Hay una enorme coherencia en estos poemas, aunque sea más por su tono, por la atmósfera de los poemas, que por su temática, que no circula sólo en la dirección erótica, y buena prueba de ello son versos como estos: «Sólo entonces/ me di cuenta de que nevaba, de que el suelo/ estaba cubierto de nieve. Miré hacia arriba, y/ a contraluz de las farolas no pude ver más que/ los copos de nieve volando hacia mí», en los que prevalece un sentimiento romántico de  nostalgia. La asombrosa fluidez con la que describe escenas y cuerpos seduce al lector, atrapa como en una tela de araña a su indefensa víctima y con los tentáculos de sus obsesiones, que se convierten en colectivas, lo embriaga y narcotiza. Después de leer el magnífico libro que es Banalidades creo que queda aún más patente que la realidad es más verosímil cuando la contemplamos a través del poema.

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HENRI COLE. ESCOBA

24 lunes Feb 2014

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ESCOBA

Una habitación crudamente iluminada con un corrosivo olor a hierro;
una oscuridad subterránea; una alcachofa metálica de ducha colgando  [del techo;
un bisturí, un trocar, un dosificador, una mesa de mármol blanco, un cuerpo
desnudo y acartonado boca arriba sobre una sábana, con la piel desinfectada, [uñas limpias,
y el pelo lavado con champú; su boca cerrada, con labios impávidos,
sus extremidades retocadas, sus arterias drenadas, el estómago y los [intestinos vaciados;
un suéter azul pálido, perlas artificiales, pintalabios  y colorete;
manos que una vez abiertas, cerradas, enrolladas, desenrolladas, vueltas a [enrollar, plegadas, desplegadas,
extendidas y encogidas, como si estuvieran expuestas a un compuesto de plata,

artificialmente bellas ahora (muy doloridas); manos que una vez descuartizaron, desgarraron, rasgaron,
sirvieron, cosieron  y acariciaron (muy amorosas), empujando y embistiendo ahora
con toda su fuerza mientras sus oquedades se llenan con líquido reafirmante;
manos entonces ásperas, sublimes, cotidianas —[ahora extrañas, crueles, cuidadas;
manos que una vez me persiguieron angustiosamente con una escoba, y después [acariciaron mi pelo.

Versión de Carlos Alcorta

 


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ROSA NAVARRO DURÁN. GERARDO DIEGO Y LA FÁBULA DE ALFEO Y ARETUSA DE PEDRO SOTO DE ROJAS

18 martes Feb 2014

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ImagenImagenImagenROSA NAVARRO DURÁN. GERARDO DIEGO Y LA FÁBULA DE ALFEO Y ARETUSA DE PEDRO SOTO DE ROJAS. COL. BODEGA Y AZOTEA, 5. FUNDACIÓN GERARDO DIEGO.

Las peripecias que han permitido descubrir este poema mitológico que la catedrática de Literatura española de la Universidad de Barcelona, Rosa Navarro Durán, después de estudiarlo concienzudamente, ha atribuido al poeta barroco Pedro Soto de Rojas son dignas de formar parte del argumento de una novela de intriga. Un joven poeta, Gerardo Diego, a finales del año 1919 lee en la Biblioteca de Menéndez Pelayo un manuscrito que contiene más de novecientos versos. El manuscrito original, cuyo facsímil se ofrece en el libro que comentamos, presenta tachaduras y variantes, lo que permitirá al estudioso conocer el proceso de elaboración del poema, lo que llamamos la cocina del poeta. Tanto le gusta el poema que se toma la molestia de copiarlo fielmente y, con posterioridad, en enero de 1920, escribirá un artículo que titula «Un poema manuscrito del siglo XVIII en la Biblioteca de Menéndez y Pelayo». Tanto la silva como el ensayo que Gerardo escribe sobre ella permanecerán durante ochenta años durmiendo el sueño de los justos, hasta que Elena Diego, paciente y meticulosa custodia del archivo, lo encuentra entre la ingente documentación que atesora. No es, sin embargo, hasta el año 2011 cuando, aprovechando que al año siguiente se va a conmemorar el centenario de la muerte de Don Marcelino Pureza Canelo –directora de la Fundación Gerardo Diego»— y Elena Diego, hija del poeta, deciden obsequiar a la Biblioteca Menéndez Pelayo, que se haya en un edificio a escasos metros del que alberga la Fundación, con una copia digitalizada del ensayo de Gerardo Diego y de la copia a mano que éste realizó. El manuscrito original, a la sazón, se encontraba en paradero desconocido. El empeño y la profesionalidad de Rosa Fernández Lera y Andrés del Rey Sayagués, responsables de la Biblioteca, les empuja a iniciar la búsqueda del manuscrito, no cejando en el empeño hasta lograr su hallazgo unos meses después. De esta rocambolesca sucesión de acontecimientos da cuenta el libro que comentamos, así como de la pormenorizada investigación que Rosa Navarro Durán lleva a cabo para, con argumentos irrebatibles, adjudicar la silva al poeta granadino Pedro Soto de Rojas. El esmerado trabajo que realiza la profesora no se puede resumir en unas líneas porque sus pesquisas para relacionar esta fábula con la obra de Soto de Rojas son exhaustivas e irrebatibles y sintetizarlas obligaría a perder el hilo de la trama, por eso creo que, siendo como es la publicación de La fabula de Alfeo y Aretusa un acontecimiento literario de primer orden, debería sobrepasar los muros de los claustros académicos y acercarse a un público más amplio, a esos lectores que saben separar el polvo de la paja y a todos aquellos cuyas responsabilidades educativas exceden su propios intereses lectores.

 

JAVIER CÁNAVES. MOMENTOS ESTELARES

17 lunes Feb 2014

Posted by carlosalcorta in Versiones

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JAVIER CÁNAVES. MOMENTOS ESTELARES. BAILE DEL SOL EDICIONES, 2013

No siempre —hay casos paradigmáticos como el de Gerardo Diego que, a pesar de su renombre, encontró grandes dificultades para publicar su obra, lo que ocasionó desajustes temporales que sólo inteligentes investigaciones pueden aclarar— el orden de publicación de un libro se corresponde cronológicamente con la fecha de su escritura. Por otra parte, es frecuente que la escritura de un libro de un género determinado se simultanee con la escritura de libros de otro género, incluso del mismo. No hay compartimentos estancos en la escritura, como tampoco puede el autor sustraerse al impulso, llamémosle inspiración, que gobierna su escritura. En sí mismo, este hecho posee alguna trascendencia cuando el arco temporal es muy amplio, lo que podría llevarnos a pensar que asistimos a periodos creativos muy alejados y diferentes. Pero, este no es el caso. Javier Cánaves explica en una nota previa a los poemas de Momentos estelares que muchos de ellos fueron escritos con anterioridad a los incluidos en Limpieza y absorción, publicado en 2011. «Concretamente, estos poemas fueron escritos entre los años 2008 y 2013». Creo que esta información es relevante para el lector en la medida en que éste siga la trayectoria poética del poeta, pero carecerá de importancia para ese lector que se enfrente por primera vez con un libro de Cánaves (algo que, en cierto modo, me provoca un encontrado sentimiento de envidia) y descubra la frescura y el humor, la ironía y el desamor que menudean por estos versos.

Momentos estelares es un libro unitario, aunque en los cuarenta poemas que lo componen, encontremos, si no distintas voces, sí diferentes registros de un mismo tono de voz, una voz, por otra parte, consolidada en toda su obra precedente por una particular manera de decir, de narrar incluso, en la que se mezclan el dolor y el placer, la razón y la fantasía (el poema más desgarrador del libro, «La ventana», relata un angustioso sueño, una pesadilla en la que su hija se precipita hacia el abismo desde una ventana, después de escurrírsele entre los brazos). Pero no adelantemos acontecimientos. El poeta ha adquirido con el paso de los años una experiencia que, sin duda, favorece la adaptación al entorno, pero también anula la capacidad de sorpresa, porque uno cree haberlo visto casi todo y quizá sólo recurriendo a las herramientas que la imaginación pone a su alcance consiga romper la rutina de una vida corriente. El poeta entra en la cuarentena, la edad madura por antonomasia, por tanto, la añoranza de la inocencia infantil se presenta como algo inevitable. La posibilidad de que algo ocurra por primera vez es casi inexistente, lo que lleva a Cánaves a preguntarse «¿Cuántas veces nos quedan/ como aquellas primeras veces». Nadie puede contestar a esta pregunta con absoluta fiabilidad, sin embargo, lo que sí podemos afirmar es que el poeta se muestra mucho más receptivo que cualquier otra persona a ese tipo de acontecimientos, tiene la ventaja de estar al acecho, está a la espera de que suceda un momento estelar que dé sentido a la existencia. La sucesión de estampas que los poemas esbozan nos van delineando el autorretrato, sin bien artificioso, del poeta, un autorretrato en el que, como apunté más arriba, la ironía juega un papel importantísimo. Javier Cánaves juega con la información biográfica que nos desvela, exagera («Soy un hombre muerto que gestiona su pasado»), menosprecia sus virtudes, se autocompadece huyendo de la realidad («Hay que ponerse ciego para verlo/ claro»), consciente de que la verdad no resulta relevante para enjuiciar al poema, porque en poesía todo las artimañas están subordinada a la estética.

Los poemas de Cánaves son ricos en detalles, minuciosos en la descripción del escenario y del estado de ánimo del personaje que sirve de testaferro al poeta, capaz de desdoblarse en una prostituta caribeña, en otro poeta —José María Fonollosa o Roque Dalton— o en un sociópata que trata de vivir el día a día como si cualquiera de ellos fuera el último de su existencia («Otro día que puede ser el último», piensa al acabar una jornada desenfrenada). Pero más que victimismo, lo que esconden versos como éste es un deseo irrefrenable de apurar el instante, de ser, a pesar de todos los sinsabores y contratiempos, dichoso, como corroboran algunos versos del poema « Judy Minx a los 15 (frente al espejo)»: «Lo que cuenta es ser/ feliz, deja que sean otros los/ que lloran», versos que, por otra parte, nos sirven como ejemplo inigualable de el uso magistral que Cánaves hace del encabalgamiento como método para resaltar esa fractura, esa incertidumbre que persiste entre el deseo y la realidad. Ya lo sabemos, las palabras resultan insuficientes para plasmar la expresión plena de la emoción, de un sentimiento, pero son el único instrumento de que dispone el poeta, por esa razón quizá sea inevitable reflexionar sobre su utilidad. «El paisaje secreto es un poema», escribe Cánaves, y me atrevo a especular que lo que esto significa es que lo misterioso, lo indecible es lo que constituye la propia escritura, lo que podemos adivinar en los espacios en blanco entre las palabras, no el itinerario más o menos evidente que el poema ensancha. El poema solidifica el tiempo, por eso escribe «Ahora escribo el poema/ y tú sigues ahí».

Las sucesivas máscaras permiten traspasar a otro yo las adversidades pasadas o las que se adivinan en un horizonte confuso, permiten un distanciamiento que el personaje ficticio que habita en el poema aprovecha para desahogarse, para reprender, para maldecir, para maltratar al prójimo y a sí mismo, pero también sirven para reverenciar al cuerpo poseído («Tu cuerpo es un refugio»), para atribuirle la mayor jerarquía: «Nada importa/ más que tu cuerpo en esta habitación».

El lector puede pensar que con «Una despedida», el  penúltimo poema del libro —curiosamente, escrito en prosa— la historia llegaba a su fin, un fin duro y triste: «Ahora debo pensar cómo decírselo a mi hija. La gestión de los dramas nunca se me dio bien», pero Javier Cánaves da otra vuelta de tuerca a la tribulación que ha protagonizado los poemas y, en un final digno de una película de suspense, no oculta los restos de resentimiento que nutren la escritura, por eso el libro termina con unos versos tan inquietantes como estos: «Hay una luz…//…cuya esencia es la sombra de un cadáver/ con nuestras huellas dactilares/ impresas en su cuello».  Momentos estelares encierra en sus páginas el botín de guerra que Javier Cánaves ha obtenido al derrotar a sus demonios. No se trata de que la biografía sea necesariamente la cortada que propicia la escritura (aunque pueda serlo), ni de que sobre las cenizas de una relación amorosa se construya una nueva vida, pero la pasión cuando se apaga se convierte en un tormento, y de ello dan prueba estos cuarenta poemas descarnados, mordaces y desesperanzados que dejan al descubierto las costuras de la conciencia y, al mismo tiempo, son irreverentes, están cargados de voluptuosidad y de rebeldía, que es la forma más incómoda de la esperanza.

 

 

 

CARLOS ALCORTA. ¿QUÉ SIGNIFICA SER POETA EN LA ACTUALIDAD?

13 jueves Feb 2014

Posted by carlosalcorta in Artículos

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¿QUÉ SIGNIFICA SER POETA EN LA ACTUALIDAD?

(Texto leído tras el nombramiento como profesor honorario del Colegio José Luis Hidalgo en 7 de febrero de 2014)

Salvando todas las distancias imaginables, quisiera hacer mías estas palabras que Joseph Brodsky pronunció al otorgársele el Premio Nobel. Brodsky dijo en aquella ocasión que «Para alguien de carácter reservado, para alguien que toda su vida ha preferido su condición privada a cualquier papel de significación social…, para alguien así encontrarse de repente en esta tribuna supone una experiencia un tanto difícil e incómoda». Esa incomodidad es la que yo ahora padezco al encontrarme en este estrado frente a ustedes, aunque sé que es un trámite que debo solventar del mejor modo posible, contándoles algo que reclame su atención, y precisamente ahí residen mis vacilaciones, porque voy a hablarles del poeta en las sociedad actual y desconozco si un asunto como éste, que concita mis reflexiones, posee algún interés para ustedes. En cualquier caso, apelo a su benevolencia para soportarme durante unos minutos.

      A pesar de que lo que denominamos Romanticismo poético data del siglo XVIII y ha perdido ya mucha de la influencia de que gozó hasta finales del siglo XIX, el concepto del poeta como un demiurgo, como un oráculo, como alguien que es capaz de interpretar los mensajes celestiales sigue gozando, desde la Antigüedad, de predicamento en aquellas personas que, para comprender la realidad en la que viven, buscan fundamentos de origen esotérico o místico. El poeta además, según la habitual concepción romántico-simbolista, debe ser apolítico, «en la medida—escribe Michael Hamburger— que sus valores surgen de la imaginación, y la imaginación es demasiado radical y utópica para ajustarse a imperativos políticos», debe mostrarse indiferente ante los sucesos de orden político o social, debe llevar una vida alejada de los fastos y placeres de los a veces se nutre la cotidianidad, debe, en suma, consagrar sus facultades a la tarea de exaltar lo sublime y a reivindicar el carácter profético de sus versos, desechando, por esa razón, todos aquellos asuntos que resten viabilidad a su trascendental proyecto, deslegitimizando voluntariamente lo contingente, lo prosaico, la mediocridad que hipnotiza la vida cotidiana. Para quienes defienden esta situación, el poeta que también se comporta como un hombre de su tiempo, un hombre de acción, un hombre que se implica en la sociedad en la que vive, un hombre que convive, sufre y disfruta con los demás, traiciona su prominente misión, una misión cuasi sacerdotal: ser el intermediario entre las fuerzas de origen divino y los fervores humanas, desvelar las posibilidades sobrenaturales que permanecen semidormidas en la conciencia.

     Me atrevo a decir, sin embargo, que esta forma de entender la poesía y el hecho poético en sí mismo, está absolutamente trasnochada y despide un insoportable tufo ideológico, cuando no religioso. Aunque cueste creerlo, podemos asegurar que la poesía es una herramienta imprescindible para luchar contra la zafiedad, contra la mentira, contra la corrupción y la ignorancia. ¿Cómo lo hace? Por medio del lenguaje, de la palabra: “En una conversación cotidiana—dice Yves Bonnefoy—, las palabras sirven para que nos entendamos, pero desaparecen. En cambio, en la poesía esas mismas palabras reaparecen en su verdadera realidad y son nombres propios que señalan o designan las cosas como son para mostrarnos la realidad”; actuando sobre nuestra sensibilidad, haciéndonos más conscientes de cuanto ocurre a nuestro alrededor: «Un hombre que tiene gusto, especialmente gusto literario, —recurro otra vez a Brodsky— es menos sensible a las cantilenas y los rítmicos conjuros de la demagogia política».

      La lectura y la escritura de poesía constituyen, por sí mismas, barreras de resistencia culturales, frecuentarlas supone una defensa implícita de la educación porque ambas son representaciones de una forma de ver el mundo en el que la ética y la moral dejan de ser palabras vacías de contenido y se convierten en paradigmas, en guías de nuestros actos. La visión decimonónica del poeta como vidente o como un bohemio que vive del cuento ha pasado a la historia. El poeta es un hombre —José Hierro lo recalcaba a menudo—como cualquier otro que trata de hacer comprensible lo que no comprende gracias al lenguaje. Sólo la forma de ver las cosas, de detenerse en ellas lo convierte en un ser diferente. «Siempre volveremos a la cotidianidad: tras haber vivido una epifanía o haber escrito un poema entraremos en la cocina para preguntarnos qué hay para almorzar; y después abriremos un sobre con la factura del teléfono», escribe Adam Zagajewski. Pero, se preguntarán ustedes, y no puedo culparles por ello, en qué medida un poema puede ayudar a transformar la sociedad, a hacerla más justa si el poeta actual también está contaminado por los males de nuestro tiempo, por el fanatismo y el consumismo, por el egoísmo y la falta de solidaridad. Alguien de la talla de W. H. Auden, afirmaba en uno de sus versos que «No hay palabra escrita del puño del hombre que pueda detener la guerra» y no carece de justificación este pesimismo ontológico (es verdad, como decía el propio Auden, que «la poesía no hace suceder nada», por eso, las posibilidades de que un poeta influya en el curso de los acontecimientos, son inexistentes), porque cada vez con más frecuencia observamos cómo los acuerdos sociales, los tratados internacionales, las promesas políticas son mancilladas dejando al arbitrio de la violencia la solución de los conflictos. Sin embargo, a través de los siglos, no ha habido acontecimiento histórico de cualquier índole —basta con recordar que en la toma de posesión de Obama el pasado año, Richard Blanco (por cierto, un poeta de origen hispano), fue el encargado de recitar un poema en la jornada inaugural del segundo mandato, que Robert Frost fuese invitado por John Kennedy a hacer lo mismo en su toma de posesión o que una monarquía como la británica mantiene en nómina al llamado «Poeta laureado», encargado de versificar los acontecimientos más destacados—que no haya sido relatado por los poetas, porque de algún modo la palabra provoca que ahondemos en la realidad, nos hace ser más conscientes de nosotros mismos y del mundo en el que vivimos.

La poesía es ahora más necesaria que nunca porque ayuda a comprender un mundo en permanente cambio que nos obliga, siguiendo a  Charles Berstein, a «reinventar nuestras formas y nuestro lenguaje para no perder el contacto con nosotros mismos y con el mundo en que vivimos». La poesía nos convierte en seres capaces de reflexionar sobre la propia experiencia, nos enseña a valorar la precisión del lenguaje como vehículo para trasmitir nuestras ideas y como instrumento para interpretar la percepción que otros poseen de cuanto nos rodea, para prevenirnos de demagogos y falsificadores de la realidad, tan propensos unos y otros a utilizar palabras altisonantes, retóricas, con un significado, cuanto menos, maleable e impreciso. La poesía nos enseña a transformar en representativo un objeto común, porque le concede los atributos de lo asombroso, nos hace mejores seres humanos —con carácter general, porque todos tenemos en mente palmarias excepciones— y, como ha demostrado un reciente estudio de la Universidad de Liverpol, es incluso terapéutica. Los investigadores, según dicho estudio, han demostrado que «la actividad cerebral se dispara cuando se leen los clásicos. Con un escáner cerebral detectaron que cuando el lector se encuentra con una palabra inusual, sintaxis complicada o frase insólita, se estimulan ciertas áreas del cerebro. De hecho, los investigadores afirman que la literatura, y sobre todo la poesía, puede ser aún más útil que los libros de autoayuda, ya que la poesía afecta el hemisferio derecho del cerebro donde se almacenan los recuerdos autobiográficos y hace que el lector reflexione sobre su vida».

     Naturalmente, estoy hablando de la poesía concebida como una necesidad vital, no como un salvoconducto para obtener notoriedad social o para presumir en las reuniones familiares. Estas posibilidades sólo tangencialmente rozan la poesía, porque generalmente son almibarados desahogos de aficionados esporádicos. Yo hablo de ese rapto de la intuición que induce al poeta a escribir los primeros versos, estoy hablando, sí, de la inspiración o lo que los antiguos llamaban Musa, pero también del trabajo riguroso, de la disciplina, de la soledad, del oficio del escritor, oficio solitario y mal visto que se adquiere leyendo, escribiendo, corrigiendo, rompiendo lo escrito. «Quien escribe un poema, decía el Nobel ruso, lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión el universo»

     La poesía no busca verdades imperecederas, procede mediante alusiones y sugerencias para recabar un fragmento de verdad, una fracción personal de esa verdad universal e inasible que a todos pertenece. El poeta debe ser un defensor de la lengua en la que escribe, debe utilizarla hasta extraer de ella sus máximas registros, para trasmitir su pensamiento de la forma más perfecta posible, para hallar la identidad vital que le define, lo cual no debe conducirnos al equívoco de pensar en la naturaleza biográfica de su escritura: el yo biográfico es un yo distinto del personaje literario que protagoniza los poemas, aunque eso no suponga minusvalorar los vínculos existentes entre la obra  y su creador: «Aquello que nos vuelve traslúcido el cuerpo de los poetas y no nos deja ver sus almas —escribe Marcel Proust— no son sus ojos ni los acontecimientos de sus vidas, sino sus libros, donde justamente aquella parte de sus almas que, por un deseo instintivo, quería perpetuarse, se transfirió para sobrevivir a la caducidad». «Un fuerte talento poético —Zagajewski dixit— crea dos fenómenos contradictorios. Por un lado, sugiere una participación intensa en la vida de la época [estoy pensando ahora en Octavio Paz, de quien celebramos este año el centenario de su nacimiento], una  inmersión hasta el cuello en la actualidad y una sensibilidad casi obsesiva ante los acontecimientos; por el otro, conduce a una especie de alienación, distancia, ausencia». En esa cruel dicotomía, entre estos dos polos casi opuestos, buceando en su memoria y ejerciendo como un aplicado espectador en el teatro del mundo, se resuelve la vida del poeta, porque éste es una voz que encuentra su eco en el lector, sin el cual el poema permanece inconcluso y nada resulta más halagador para un poeta que encontrar a ese lector que se reconoce en el poema escrito, que siente como suyas las experiencias que el poeta describe o experimenta sensaciones similares. En esa complicidad, en esa identificación entre poema y lector es donde el círculo se cierra. Esa es su verdadera recompensa, una recompensa espiritual, simbólica, no tangible como el dinero o la fama. Este acto de hoy, en el que se nombra profesor honorario del Colegio José Luis Hidalgo es, para quien les habla, la más espléndida de las gratificaciones.

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JORDI DOCE. LAS FORMAS DISCONFORMES. LECTURAS DE POESÍA HISPÁNICA

10 lunes Feb 2014

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JORDI DOCE. LAS FORMAS DISCONFORMES. LECTURAS DE POESÍA HISPÁNICA. LIBROS DE LA RESISTENCIA. MADRID, 2013.

Tengo una especial predilección por libros como éste, libros que recopilan artículos sobre literatura, poesía o arte diseminados por revistas de, generalmente, escasa difusión; que agrupan textos dictados en conferencias ante un público minoritario, escritos que sirven de prólogo a otras obras o reseñas escritas para  volanderos suplementos culturales. La única forma de que el lector interesado tenga la posibilidad de leerlos completos es reunirlos en un único volumen, sistematizándolos, por así decir, como ha hecho Jordi Doce en Las formas disconformes. Lecturas de poesía hispánica, el libro del que nos ocupamos en estas líneas.

Estoy convencido de que la escritura es un todo orgánico y cada uno de los géneros en que los se manifiesta —poema, ensayo, relato, novela, diario, etc.— es una parte de ese todo que llamamos Literatura, aunque para cada autor uno u otro género posean relevancia desigual en su propio proceso creativo. Los motivos que conducen a un poeta a frecuentar la crítica de manera permanente y comprometida obedecen a razones múltiples, y una de ellas,  posiblemente la de mayor peso, es la de escribir sobre aquellos poetas, sobre aquellas estéticas y tradiciones que sirven de pretexto para afianzar la propia obra, aunque un poeta y crítico tan notorio como Auden escribiera al respecto, con su peculiar ironía, algo como esto: «Nunca he escrito una línea de crítica sino en respuesta a algún pedido de terceros para una conferencia, una introducción, una revista, etc. Aunque confío en que algo de amor se haya filtrado en su escritura, los escribí porque necesitaba el dinero». De todos es sabido que, al menos en la actualidad (en la época Auden la figura del poeta gozaba de mayor reconocimiento social), el respaldo que pueden aportar a la economía familiar dichas actividades, en gran parte de los casos, resulta del todo irrelevante, por eso no es difícil conjeturar que existen como trasfondo otro tipo de vínculos, no de carácter crematístico, sino emocional, de empatía si se quiere, que empujan al poeta a ensayar esa otra forma de creación que es la crítica literaria. Jordi Doce lo explica en las palabras preliminares del libro, aclarando la variedad de las lecturas con estas palabras: «…la nómina no es caprichosa ni arbitraria: la han dictado la inclinación y el gusto personales, la afinidad con ciertas sensibilidades y modos de entender la escritura (eso que llamamos poética y que, en última instancia, no es más que un modo de fatalidad)». Debido a esa afinidad poética  no nos puede extrañar que algunos autores, el caso de Valente resulta significativo, estén tratados con una mayor profundidad, auscultando pormenorizadamente el manantial del que surge su obra, en una  sucesión de artículos, ahora encadenados. También queda patente dicha afinidad, en este caso con su labor como traductor, a la hora de comentar las versiones y revisiones de otros poetas que Octavio Paz fue acumulando a lo largo de su fecunda vida creativa. Jordi Doce desmiga el concepto de traducción que Paz sostiene, un concepto en el que, por encima de otras consideraciones, prima la identificación con el autor traducido —hasta el punto de poder rastrear su influencia en los propios poemas del traductor—porque como escribe Jordi Doce, «Según Paz, la traducción es una variante del proceso creador caracterizada por un equilibrio entre repetición e invención, tradición y originalidad. Su principio rector es ya un lugar común entre nosotros: el texto traducido ha de producir efectos similares a los del original, pero con distintos elementos».

Un libro como Las formas disconformes se inscribe, como he dicho más arriba, en una fecunda tradición, la del poeta-crítico y, de hecho, muchos de los autores comentados en el libro comparten esta doble actividad: los ya citados Paz y Valente, pero también Ángel Crespo y Andrés Sánchez Robayna, Miguel Casado o Juan Malpartida, por poner algunos ejemplos (sin salirnos de la tradición hispánica, me vienen a la memoria autores de no menor calibre, los casos de Gerardo Salinas, de Cernuda o Gil de Biedma, de Caballero Bonald o Francisco Díaz de Castro, de Adolfo Castañón o Gastón Baquero, por ejemplo). El mismo Jordi Doce —además de poeta y narrador con una extensa y reconocida obra, de la que podemos señalar libros de poemas como Lección de permanencia (2000), Otras lunas (2002) o Gran angular (2005) los relatos de Bestiario del nómada (2001) o el diario La vibración del hielo (2008) también cultiva la traducción con excelentes resultados— ha acometido en otras ocasiones empresas de esta índole con libros como el ensayo literario Imán y desafío. Presencia del romanticismo inglés en la poesía española contemporánea (2005), los artículos literarios  reunidos en Curvas de nivel (2006) o los ensayos dedicados a T.S. Eliot y a W.H. Auden que integran La ciudad consciente (2010).

La primera parte del libro la forman, en su gran mayoría, comentarios extensos, incursiones de gran calado en los autores tratados y abarca desde la labor traductora de Octavio Paz hasta un encendido comentario sobre la poeta uruguaya Circe Maya —para mí todo un descubrimiento, porque ignoraba su existencia—. En medio, varios artículos dedicados a Valente, uno reivindicativo y esclarecedor sobre el poeta Luis Feria, «Entre dos aguas. Los anclajes de Luis Feria», otros sobre Alberti, Josep Palau i Fabre o sobre el justamente admirado Ángel Crespo.  La segunda parte está integrada por artículos ceñidos a una extensión más reducida, suponemos que por las prescripciones de las publicaciones  que los acogieron por vez primera. Se acogen a lo que conocemos generalmente por reseña crítica, aunque alguno de ellos, como los dedicados a Álvaro Valverde o Andrés Sánchez Robayna, esté tomado del prólogo que el autor firmó para las respectivas antologías, la de Valverde, titulada Un centro fugitivo y la de Sánchez Robayna, Ideas de existencia. Otra función inicial tuvo «Segundo advenimiento», texto con el que Jordi Doce presentó en el Ateneo madrileño a Juan Carlos Mestre, que permanecía inédito hasta la feliz inclusión en este libro. Textos, entre otros, sobre Mercedes Roffé, Marta Agudo o Esther Ramón completan la sección.

Las peculiares figuras de los pintores Albert Ràfols-Casamada y de Eduardo Arroyo, el primero también poeta, y el segundo novelista, llegan a estas páginas en su doble condición y ocupan la tercera y última parte de Las formas de la disconformidad. Dos autores con un desarrollo artístico muy dispar y, sin embargo, como se percibe en los textos de Doce, con una similar conciencia estética, en cualquiera de los formatos elegidos, sustentada en la búsqueda de lo inefable y en el rigor y la disciplina en el trabajo, sin dejar a un lado el análisis social, como los lectores pueden constatar en un reciente artículo publicado en el diario «El País» por Eduardo Arroyo, en el razona sobre la responsabilidad mancomunada de artistas, galeristas, marchantes, ferias de arte y demás implicados en el controvertido mundo del arte en la crisis que padece, hasta el punto de afirmar que «el mercado del arte no existe, no existió nunca y nunca existirá en nuestro país».

La procedencia de los textos, como queda constatado en un apéndice final, es muy variada, sin embargo, y al margen de la extensión obligada de gran parte de los textos, en todos ellos se aprecia la intención que Jordi Doce comentaba en el texto aclaratorio que precede a los cometarios propiamente dichos: «Todos estos autores me suscitaron preguntas que intenté responder o despejar hasta donde me fue posible; con todos he disfrutado y, a la vez, he aprendido». No me cabe ninguna duda de que el futuro lector de este compendio crítico encontrará razones más que suficientes en sus páginas, más allá de su predilección por  uno u otro autor objeto de estudio, para justificar la mezcla de fervor y precisión con la que Jordi Doce desentraña las zonas oscuras de las que surge la creación poética, hasta el punto de quedar, de algún modo, rendido ante el cúmulo de expectativas que una crítica tan apasionada proporciona. Parafraseando unas palabras del recientemente fallecido Seamus Heaney sobre Charles Simic, podemos decir que todo lo que escribe Jordi Doce sobre literatura y arte no es más que una defensa a ultranza de la lengua, de la poesía.

XELO CANDEL VILA. HUECO MUNDO SOLO

07 viernes Feb 2014

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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XELO CANDEL VILA. HUECO MUNDO SOLO. CALLE DEL AIRE, 121. EDIT. RENACIMIENTO, 2013

 

A estas alturas, creo que resulta innecesario subrayar que la creación poética y la investigación literaria no son líneas paralelas o compartimentos estancos, sino todo lo contrario, el análisis filológico y el estudio de carácter socio literario no dejan de ser una parte más del mundo creativo del autor, que expande sus intereses más allá del inspirado acto de la escritura del poema hasta conformar un todo orgánico con, por ejemplo, ensayos críticos, dietarios, relatos o  novelas, ramas de ese tronco común que son los géneros literarios, formas diversas de un mismo universo; y ahí tenemos los casos de —ciñéndonos únicamente al ámbito valenciano, porque de otro modo la lista sería interminable—Vicente Gaos, Guillermo Carnero, Jaime Siles,  Jenaro Talens, Antonio Méndez Rubio, Begonya Pozo o  Sergio Arlandis, por citar unos pocos nombres, quienes han sabido conjugar la necesidad poética de comprender el mundo con el deseo de conocer cómo otros autores han realizado un camino similar, lo que, sin duda, abre el abanico de posibilidades interpretativas y alimenta una visión menos solipsista, tanto del  yo, como del entorno. Xelo Candel  (Valencia, 1968) es doctora en Filología Hispánica y ejerce como profesora en la Universidad de Valencia, pertenece por tanto a esta singular cofradía que he mencionado más arriba, porque dentro del ámbito de su labor docente ha publicado numerosos ensayos y ediciones, como Diario de Djelfa (1998) de Max Aub, La casa encendida de Luis Rosales (2002), autor al que ha consagrado otros trabajos como Luis Rosales después de Luis Rosales (2005) y el más reciente, El libro de las baladas y Romances de colorido (con los poemas anteriores a Abril), publicado en 2012 o El romántico ilustrado: imágenes de Luis García Montero, en colaboración con Juan Carlos Abril (2008). Pero lo que motiva estas líneas no es la edición de otro excelente ensayo, sino un nuevo libro de poemas, el cuarto, tras Los comediantes (1993), A destiempo (2003) y La arena (2009) publicado en los últimos meses del pasado año, Hueco. Mundo solo, título que procede de unos versos de García Lorca que sirven de pórtico a los poemas: «Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura. Alba no. Fábula inerte». Hasta qué punto las citas que encabezan un libro o los distintos poemas y seccionas condicionan la estética bajo la que estos se adscriben es un asunto que, sin duda, merecería un detallado estudio, de imposible factura en los límites de una reseña. Sin embargo, y por dejar siquiera esbozada una teoría, yo me inclino a pensar que existe un vínculo secreto, personal entre los versos citados y la experiencia del poeta que convierte a éste en un destinatario privilegiado capaz de descifrar algo que nadie supo leer como él, reintegrándolos así a su propia escritura, lo que no significa, a mi modo de ver, que influyan sustancialmente en la expresión de los poemas que introducen, pero sí marcan unas pautas de interpretación de forma voluntaria, interpretación que el lector, por supuesto, no está obligado a seguir.

Ciñéndonos al libro, Hueco. Mundo solo,  hay que señalar que está integrado por cuatro secciones de una extensión, si no idéntica, sí muy similar, lo que abunda en la sensación de organicidad que trasmite el conjunto, ya desde la lectura inicial, que se ve corroborada en sucesivas lecturas con la musculatura especulativa de los respectivos poemas que componen cada una de las secciones. La primera parte, titulada «Hueco» comienza con unos poemas de fraseo corto, seco, sentencioso, como si la experiencia del vacío entrecortara la respiración y no se pudiera articular palabra alguna. Versos  tan contundentes como «Regresar es ver el dolor al otro lado» o «Irse es olvidar lo que no se recuerda» poseen un carácter aforístico que aumenta el efecto meditativo, más allá  de la profunda reflexión a la que el poema completo nos empuja. Esta dicción concisa se va ensanchando a medida que avanzamos en la lectura, hasta llegar a un poema como el titulado «Todo es nada» —que tanto nos recuerda al famoso soneto de José Hierro incluido en  Cuaderno de Nueva York, pero también al Hierro de Cuanto sé de mí— en el que una larga frase fragmentada en versos, se extiende prácticamente a lo largo del poema completo.

«Mundo solo», la segunda sección, la componen una serie de poemas marcados por el escepticismo. Lo real es puesto en duda, casi como si se observara con los ojos de un sonámbulo, y la realidad se presenta como «un camino cerrado»,  pero es ¿un camino sin esperanza? Esa es la conclusión que obtenemos después de leer poemas como «Madrugada sin palomas» o «Ríos de arena», porque «el peso de lo real» es tan intenso que doblega los propósitos más firmes. El último poema de la serie, el titulado «Vana fe» actúa como resumen de la desesperación colectiva frente a la crueldad y la falta de conmiseración para con el prójimo: «Vana es la fe de ayer/ en el hombre», escribe una Xelo Candel desalentada por el curso de los acontecimientos que sólo parece encontrar consuelo en el lenguaje, en la palabra, porque ésta es «regresar del olvido, / ordenar las heridas y las huellas».  Los poemas de «Desembocadura» están entrelazados por una sutil trama metapoética que sustenta las incertidumbres que el dolor provoca. Las palabras se corporizan y parecen ejercer una labor cauterizadora, aunque ésta sufra los altibajos propios de la experiencia que la poeta desmenuza. A veces «las palabras no son más que ceniza» y, en otras ocasiones, se confía plenamente en ellas, hasta el punto de que, sólo si está escrita, la emoción alcanza su verdadero culmen. Quién no haya padecido el vértigo de trasmutar el pensamiento en palabras «nada sabe del mundo, nada espera de él/ nada de cuanto ha visto ha aprendido», escribe en el poema «Escrito queda». No deja de sorprender gratamente esta confianza absoluta en un artefacto, en una herramienta ajena, en principio, a su uso, porque, ¿cómo puede uno enfrentarse con convencimiento a la escritura si se no cree en sus posibilidades de redención?

Llegamos a la última sección del libro, «Alba no. Fábula inerte». Xelo Candel ha puesto nombre a las cosas, ha transformado el dolor, lo invisible, en algo perceptible. Ha materializado con la palabra lo que antes se quedaba en el ámbito silencioso de la propia conciencia, como anuncian estos versos: «Su cordura sutil alcanza/ el mundo entero en continua creación,/ el tacto, el cuerpo, la materia,/ todo cuanto las palabras abrazan/ y con ellas la distancia» pertenecientes al poema «Sed». El verso de Xelo Candel se ha vuelto más complejo, más alusivo, con sutiles influencias barrocas —desde Quevedo a Calderón— que merodean en busca del significado exacto, como si fuera imposible desvelar por completo el enigma de la existencia, por eso quizá ahora lo apuesta todo a la luz, «una inédita luz reveladora», una luz capaz de fundir la nieve, de delimitar el vacío, la ausencia, el hueco, el hueco terrible que queda en la memoria, en la «niebla inhabitable» tras la pérdida, un hueco enorme en el que caben todas las contradicciones de la existencia, la casa habitada por los fantasmas del pasado y la casa deshabitada, sin puertas ni ventanas, igual que si se estuviera a la intemperie, del porvenir. La experiencia nos dice que son los aspectos perniciosos de la vida los que más nos enseñan, los que nos incitan a reflexionar sobre lo acontecido. Después de leer Hueco. Mundo solo, uno puede verificarlo, pero también puede afirmar  que —y recurro de nuevo a José Hierro— se llega «por el dolor a la alegría».

 

 

 

TOMÁS Q. MORÍN.TREN DEL AMOR

02 domingo Feb 2014

Posted by carlosalcorta in Versiones

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TOMÁS Q.  MORÍN

TREN DEL AMOR

Para D’ Andra

Mi cuenco rebosante de pretzels,
el tentempié que menos deseaba,
Abrí la puerta deslizante de nuestro coche cama
donde habíamos estado disfrutando recorriendo el país,
como si fuéramos las dos primeras personas
en mirar hacia los valles y ver
a través de las copas brillantes de espigados pinos las granjas
y arroyos que las arboledas una vez acunaron.
Habías pedido galletas Earl Grey
rellenas de crema de mantequilla o malvaviscos
hechos de chocolate, pero todas las bolsas de té estaban empapadas
y el chocolate se había derretido sobre los biscotti.
Cuando llegué llevando otros  recientes salados y entrelazados,
el compartimento estaba vacío, pero caldeado. Era negro
como una envoltura, sellado con cremalleras,
y cada vez que el vagón se balanceaba
parecía listo para volar y escapar
en el aire frío y turbulento
del viaje que siempre sentimos equilibrado
por la alegría y el deseo, y un poco de tristeza,
siempre un poco de tristeza ,
debido a la partida, que es lo que siento
cuando me doy cuenta de que estoy en el compartimento equivocado
y que los números me han traicionado de nuevo
mientras cazaba y recolectaba
comida como un Homo habilis
que probablemente nunca perdió su cueva.

Impaciente, abrí todas las puertas
que tenían treses y ochos, esos gemelos siameses
desastrosamente separados al nacer,
y sobresalté los ojos de los durmientes
como si fuera un mendigo, no, un ángel,
un ángel de la mendicidad, que ha escrito en su corazón
que trabajará por amor.
Al no haber encontrado nuestro compartimento, ni oído
la cadencia aguda de su voz,
me dirigí hacia la clase turista
y fila tras fila vi parejas durmiendo
o mirando por las ventanas como zombis
tratando de recordar lo qué ocurre
después de que el periódico está requeté leído,
el té se ha enfriado, y la conversación ha terminado.

Te llamé en vano, incluso usando tus nombres secretos,
esos que sólo la noche conoce:
beso del viento, fruta reluciente, luna danzante. . .
Una y otra vez, dije tus nombres,
una y otra vez hasta que llenaron
el aire viciado del coche
y cuando no había más espacio
para otro sonido, cogieron y engancharon
la argolla de los frenos ciñéndola a los raíles.

Justo cuando pensé que no te encontraría,
estabas allí, el tren se alejaba,
y yo estaba viendo como comías lentamente
un plato de nata montada y plátanos
—el especial de la casa— en un café
de una ciudad desconocida.
Cuando terminaste, comenzamos a caminar
por un sendero que se curvó como una sonrisa,
una tímida sonrisa, como la del gato japonés que decoraba
tu bolso. El sendero, nos dijeron,
nos llevaría al final de la línea
donde todos los amantes en busca de alegría
parten en los trenes bala —son los más rápidos
entre dos continentes— llegan a cada hora.

Versión de Carlos Alcorta

http://www.tomasqmorin.com

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