El primer artículo que escribo en este blog recién inaugurado es, como no podía ser de otra forma, el texto de presentación del libro Violeta Profundo, de Rafael Fombellida.
¿TRIONFO DELLA MORTE?
Rafael Fombellida. Violeta Profundo. Colección Calle del Aire. Editorial Renacimiento. Sevilla, 2012.
Sí damos por bueno el símil, la inspiración poética sería como esa llave de contacto que, al insertarla en el broquel, pone en movimiento los complicados engranajes de un motor que ha estado parado durante cierto tiempo. Sin embargo, este desenlace tiene una explicación lógica, electrónica y mecánica, y es aquí donde el símil cojea, porque en nada se parece al mecanismo que activa la inspiración, ésta surge espontáneamente, de algún lugar recóndito, de un sustrato inferior de la conciencia que está inextricablemente unido a la experiencia poética, como si el poeta estuviera dominado por una fuerza ajena a sí mismo. En la antigüedad se consideraba al poeta una especie de intermediario entre los dioses y los hombres, basta con leer La Ilíada o a Platón, por ejemplo. Actualmente, ese papel ha quedado obsoleto y sólo algunos iluminados siguen defendiéndolo. El poeta de hoy es una persona igual a las demás que posee una peculiaridad que le hace diferente: la de usar el lenguaje como medio de universalizar sus experiencias personales. ¿Podemos entonces preguntarnos qué provoca esa llamada poética? Pues, a buen seguro, una especial naturaleza interior de carácter indescifrable que le hace ser más receptivo ante los acontecimientos tanto interiores como exteriores. Es lo que Rafael Argullol llamó “Una configuración anímica especial”, que hace del poema que sale de sus manos un artefacto capaz de emocionarnos controladamente, no una mera descarga emocional. La inspiración por sí sola no construye el poema, únicamente favorece su representación, la posibilidad de que se escriba. Se preguntarán ustedes por qué comienzo este comentario sobre Violeta profundo hablando de la inspiración, un asunto resbaladizo del que, sin embargo, todo el mundo tiene una opinión formada. Pues precisamente para reivindicar su pertinencia, pero también, para informar de sus límites y denunciar la paternidad exclusiva que cada vez más poetas conceden a sus escritos, hijos de la inspiración, pero mal educados posteriormente por la ausencia de una labor de corrección, de ajuste, de desbrozamiento, de poda que permita al poema crecer saludablemente. “Insistir en que el poeta debe ser espontáneo e irreflexivo, que debería depender de la inspiración y descuidar la técnica, sería descender a lo que en cualquier caso es una actitud altamente civilizada a otra bárbara” escribió el gran Eliot hace 70 años y, lamentablemente, estas palabras no han perdido actualidad, porque abundan cada día más los versificadores que piensan que cualquier texto en renglones medidos es un poema. Afortunadamente, Rafael Fombellida, durante toda su flamante trayectoria es un poeta que puede presumir de todo lo contrario, es decir, de dar la bienvenida a esa “llamada” imprecisa del subconsciente, de la intuición, del júbilo o del miedo, pero también de lo que significa la construcción lingüística de la experiencia, de la ardua labor necesaria para dar forma a sus incertidumbres, de la depuración permanente, del rigor que exige estar siempre en buscando la palabra exacta, aquella que signifique de la manera más precisa el sentido de lo que el verso intenta trasmitir. Este esfuerzo ininterrumpido por profundizar en la exploración de las emociones a través del lenguaje lo conoce perfectamente Rafael, no tenemos más que leer cualquiera de sus poemas, en los que la forma se ajusta como un guante de seda al sentido explorado, porque no basta con hablar de temas grandilocuentes como el amor, la libertad, el tiempo o la belleza para que el poema trascienda la mera palabrería. Es necesario entender la poesía, no como un entretenimiento que produce interesadas compensaciones, sino como una tabla de salvación que nos permita sobrevivir en los múltiples naufragios con los que la vida nos abruma.
Violeta Profunda es eso, una tabla de salvación que traslada a Rafael Fombellida hasta el abra apacible de la liturgia cotidiana. Dividido en dos partes desiguales en cuanto a extensión, Campo de Marte y La bella homicida, tal vez sea el libro de Rafael más desnudo, en donde queden más expuestas al lector sus íntimas contrariedades vitales. Pero cuidado, debemos separar la verdad poética de la verdad biográfica, aunque ambas estén intrínsecamente relacionadas. No comparto la, tantas veces citada, aseveración de Octavio Paz, en la que afirma que la única biografía del poeta es su obra, porque la experiencia personal sobre determinados acontecimientos condiciona la forma y los temas de su escritura, y este libro que nos ocupa resulta, en este sentido, paradigmático. Campo de Marte, tanto en la antigua Roma como en París, San Petesburgo o Lima, se denomina a un lugar dedicado al dios de la guerra y acostumbraba a estar destinado a usos militares, de instrucción y preparación para la contienda futura. Idéntica función cumplen, dentro del corpus poético de R. Fombellida, los poemas que integran esta sección. La memoria gobierna sus exacciones de un modo aleatorio que no conseguimos explicarnos de manera racional y la escritura trata de interpretar esos recuerdos simultaneándolos con la porción de vida que se va construyendo en el poema. Ambos, memoria y vida, son indispensables para desarrollar el proceso de búsqueda de sí mismo que toda escritura lleva en su seno.” Quiero unirme al rencor de ser oscuro”, dice un verso del poema inicial del libro, titulado La noche, desde donde queda de manifiesto la intención de Rafael Fombellida: Exponer, mediante una poesía narrativa de tono meditativo y carácter descriptivo que no excluye imágenes irracionales y asuntos comprometidos, la complejidad de los sentimientos. En estos poemas no encontraremos máscaras del yo, sino otro yo que se revela en su forma más trágica, que busca consuelo en la figura paterna, como en los poemas Quinta del 42 o Matinal de domingo, que se identifica con la noche, con lo oscuro, con lo negro. La presencia de la muerte se deja sentir en gran parte de los poemas, unas veces de forma velada, y otras de manera más explícita, como en los últimos versos del poema Altalena: “Así somos, amor. La muerte nos divierte/ hasta que va tocándonos el hombro”. Y aquí no resulta ocioso emparentar esta poética angustiosamente elegiaca con la de José Luis Hidalgo del libro Los muertos, con la salvedad de que el procedimiento empleado por éste a la hora de enfrentarse a la muerte sugiere un carácter más generalista, más colectivo (inicialmente, el libro se iba a titular La llanura de los muertos, como homenaje a los muertos en la Guerra Civil) y el de Rafael, de tono más íntimo. La variedad de imágenes, violentas (“abrirse la cabeza en una carretera” o “me apetezca patear la cara a alguien”), sentimentales (“Tú te agarras a mí. Yo me recuesto/ con el deseo de dormir un lustro”), escatológicas (Los versos finales del poema titulado Entre heces y orina), autocríticas (“Pero empiezo a sentirme una mole dramática”), irracionales (“Nado dentro de mí sin darme alcance”), conmovedoras (“Porque vengo de un hospital cercano/ donde mi madre muere,”), de origen místico (“Hay que creer, creer, aunque nadie nos crea”) que menudean en los versos nos invitan a pensar en una serie de duras experiencias vitales que el poeta recrea sin ningún tipo de censura, aunque he de recordar que esto no excluye la inclusión de elementos irracionales que proceden de su imaginación y que contribuyen a la dramatización de la vivencia, por este motivo no podemos encuadrar esta poética en los estrictos límites de esa poesía confesional al uso, en la que proliferan efusiones sentimentales transcritas de manera prosaica sin pretensión alguna de penetrar en lo más profundo de la emoción.
Pero en esta primera sección tienen cabida además poemas que cuestionan la relación entre vida y poesía, entre vida y arte (menciones a Lucian Freud o, más soterrada, a Cy Tombly). Los poemas Aniversario, Ailleurs o el implacable La casa de la Vida son un ejercicio reflexivo de carácter metapoético en los que, de un modo más o menos contundente, se pone en cuestión la absorbente entrega a la escritura, que imposibilita disfrutar de los placeres de una vida mundana. Rafael Fombellida entiende la escritura, la poesía, como un deber moral, que tiene como objeto prioritario a sí mismo, por eso necesita romper las barreras de una poesía utilitaria, ampliar los límites de lo raciona, conciliar, en suma, el yo romántico con yo real o, lo que es lo mismo: “transformar en instrumento de conquista metafísica lo que es en su origen malestar o enfermedad de la conciencia del yo”, según Albert Béguin, y nada debe extrañarnos esa aparente contradicción entre quien concibe la poesía como una intensa forma de vida y quien reniega momentáneamente de ella.
La segunda parte del libro, titulada La bella homicida, nos remite directamente a la obra del compositor laúd francés Denis Gaultier o a Sor Juana Inés de la Cruz. El primer poema, el titulado Weep not for me, o love, que parafrasea el No llores por mí, Madre, del evangelio de San Lucas, 23, comienza así: “Moriré a media tarde…” lo que nos remite sin duda al César Vallejo de “Moriré en París con aguacero”. En los acontecimientos traumáticos que se desarrollan en el poema, en ningún momento Rafael recurre al alivio que procuran las creencias religiosas en la resurrección o la inmortalidad del alma. Se enfrenta sólo, a pecho descubierto, a esta inexorable contingencia, sin que eso suponga ningún proceder narcisista o ególatra , al contrario, esta actitud es fruto de la reflexión, lo que implica una ordenación natural del universo ajena a supuestos teóricos indemostrables. “Moriré/ cuerdamente, sin santiguarme. Solo/ se alejará este cuerpo como un leve sonido/ y vivir no será más que ese instante/ cuya esencia es dejar de ser en mí”. Esa ausencia de compasión por uno mismo que detectamos en algunos poemas de la primera parte, como el titulado Contracuerpo, se manifiesta más diáfanamente en esta segunda sección. El poeta tiene una nueva vivencia que experimentar, y lo hace escribiendo poemas en los que visiones, sueños, alucinaciones, la alternancia entre lo bello y lo terrible, se verbalizan con la franqueza del lenguaje cotidiano. La percepción de que su cuerpo comienza a sublevarse contra sí mismo dota a sus poemas de un vigor dramático semejante en muchas ocasiones al del desdichado Gerard de Nerval, “Yo soy el Tenebroso, el viudo, el inconsolado”, un precursor del surrealismo, sobre todo en lo que tiene que ver con la trasposición al lenguaje poético de las circunstancias que acompañan a la enfermedad, lo que ha influido notablemente en poetas de estirpe dramática, siniestra incluso, porque desde las zonas más patéticas de la vida han construido un armazón existencial que les permite seguir viviendo, como es el caso del prematuramente desaparecido Andreu Vidal, poeta mallorquín de la misma generación que Fombellida. No hay, sin embargo, nada de esa mansedumbre del romanticismo de Chateaubriand, a la hora de enfrentarse a la muerte, que concibe como un destino final de un camino flanqueado por la resignación. Rafael elude los estados intermedios y se interna directamente en ese Infierno con el que convive diariamente a través de la terapia. Un poema espeluznante en este sentido es el titulado Háblame. En estado de trance contempla El ojo glauco de la máquina que controla las constes vitales del recién operado., pero en ese trance, en ese lento desvelar de la anestesia, se produce una simultaneidad temporal en la que se mezclan unas reflexiones provenientes de un inconsciente que comienza a tomar conciencia de sí, con comentarios de enfermeras y auxiliares, banales, cotidianos, de índole personal, sin caer en impulso aleatorio, en ilógicas relaciones de conceptos o en extravagancias premeditadas, como ocurre a menudo con un sinfín de poetas. En el último poema del libro, el titulado, Nihil, Rafael reivindica lo que Baudelaire llamó el “derecho a marcharse”. “Si alguien me nombra, que me llame Nada”, porque como un ser insignificante ha de sentirse quien ve en el horizonte más cercano el espectro de la Muerte. La minuciosa construcción intelectual que desarrolla en los poemas nos muestra ese proceso con una crudeza que pone los pelos de punta al lector, aunque el verdadero poeta y el poeta verdadero, y en Rafael tenemos un reputado ejemplo que aúna ambos epítetos, es consciente de que la imposibilidad de expresar fielmente sus sensaciones. La separación entre el poema y el poeta siempre debemos tenerla presente. Todos los que aún creemos que, como decía Rilke,: “una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad”, debemos darle las gracias a Rafael por este ejercicio de honestidad intelectual y de precisión verbal, debemos decirle: Aquí estamos, vivos y descontentos, desencantados, pero aún con energía suficiente para denunciarlo, “porque – en palabras del recientemente fallecido Antonio Tabucchi, sólo quien comprende la muerte puede amar la vida también en la plenitud de sus sentidos y en su carnalidad más feroz”.