FEDERICO OCAÑA. HACES. MUROS. COL. EL LEVITADOR. EDITORIAL POLIBEA.
La depuración lingüística que observamos en la poesía haces. muros se extiende también a la escueta nota bibliográfica: Federico Ocaña (Madrid, 1990). El poeta renuncia a aportar cualquier dato más y no nos cuesta suponer que la razón de esta parquedad estriba en el deseo de liberar la lectura de su libro de cualquier a priori, algo perfectamente legítimo. Son los poemas los que deben suscitar en el lector, de manera individual, emociones y sensaciones y la poesía de Ocaña deja la puerta abierta de par en par, con su concisión alejada de toda retórica, a la especulación reflexiva. El libro está divido en cuatro secciones: «Sales de muerte», cuyo primer poema justifica la primera parte del título del libro: «en haces rompe el habla // en-mudece». Conviene poner de relieve la disposición versal de los poemas, muy fracturada, así como el hecho de la total ausencia de letras mayúsculas y de puntuación. Son esas pausas versales y los consiguientes vacíos, las que determinan el ritmo sincopado del poema, acentuado además por arriesgados hipérbatos: «desnaces en la pared del cuello / del útero dogal y garrote vacío / donde se agita // desnaces vocal de sangre / sales de muerte». El silencio y su contrario, el ruido, la escucha y la voz son términos que instigan el sentido de estos versos. Sobre ellos se entrelaza una expresión fracturada que se extracta en un «haz de voces» que es «útero», «morada» y «sepultura», es decir, nacimiento, existencia y muerte.
«Morada», la casa de la vida, se titula la segunda sección. Una casa que se construye con el decir, con el sonido, con la palabra. Es una casa sin puertas, sin ventanas, sin muros porque «los muros no tienen piedras // el canto la puerta sostiene». Lo explica Federico Ocaña en la «Coda II»: «La materia como lo negativo abierto, como el hueco de sí, matriz que no da forma, la alienta: le da aliento y la expulsa. La materia o la materia. No lugar, morada, pero y en ninguna parte».
Completan haces. muros las dos últimas secciones, «Diáspora del centro la escritura» —una profunda reflexión poética sobre el acto creativo con influencias de san Juan, de Octavio Paz y de Valente, influencias que podemos detectar en versos como estos: «del hambre de palabra a // vuelo de un ave. En blanca extensión // de pájaro qué sonido // no emites»— y «Otro cuerpo propio», del que transcribimos la «Coda IV», que esclarece, siquiera mínimamente la intención de los poemas que la integran: «De mi palabra en exilio llegue esta a tu cuerpo, la fecunde, enciérrese de nuevo, alojada en él, arrojada madera, materia, madre». Es el punto final a un libro hermético, lleno de yuxtaposiciones y de encabalgamientos, con una estructura compleja que se recrea más que en la contemplación, cifrada esta acaso más en las estupendas imágenes de Irene Tourné que ilustran el libro, en las características fónicas de y en la corporeidad de las palabras.
Entre las muchas cualidades que posee la poesía, una de las más significativas tiene que ver con la función reparadora, la de ofrecer consuelo, sin que esto implique, por supuesto, menoscabo alguno de esa integridad creativa esencial, de las consideraciones y leyes expresivas que la tutelan para que el poema sea solo poema, no un desagarro sentimental o una proclama con fines propagandísticos, por más que ambos aspectos puedan formar parte del poema, siempre, claro está, que ello no lleve aparejadas coacciones estéticas o servidumbres de cualquier otra índole. La poesía, efectivamente, puede ser un valioso instrumento de trasformación personal, un excelente método de autoconocimiento además de un compendio de nuestra experiencia del mundo. La poesía, escribió Seamus Heaney, fortalece «nuestra inclinación a dar crédito a las sugerencias de nuestro ser intuitivo». Otra cosa será comprobar hasta qué punto esos propósitos se consuman o se quedan tan solo en meritorio intento. En todo caso, son muchas las ocasiones en las que la escritura se ha visto como una catarsis, un reducto en el que reencontrarse con uno mismo y distanciarse de todo aquello que contamina el ser, pero claro, esto no es siempre posible. Cuando los avatares de la propia biografía imponen su secuencia argumental al poema, no resulta fácil encontrar ese presunto poder salvífico, sino, solo, y no es poco, un meritorio propósito sedante. Esto es lo que ocurre, a mi modo de ver, con “Sacrificio”, el nuevo libro de Marta Agudo (Madrid, 1971) que incide en el tema principal de su anterior título “Historial” (Calambur, 2017) —otros títulos suyos son “Fragmento” (2004) y “28010” (2011)—, la enfermedad como presencia cotidiana, una circunstancia que condiciona la vida, los actos, los pensamientos y, por supuesto, la escritura. Marta Agudo ha preferido, sin embargo, por trasladar al poema su experiencia de un modo implícito, huyendo de un confesionalismo desnudo que otros poetas consideran imprescindible para cauterizar las heridas, para mitigar el dolor, sea este físico o espiritual, aunque en ciertos momentos se produzca en sus poemas una simbiosis ente lo la literalidad y lo simbólico. En cualquier caso, cada poeta es libre de elegir aquella retórica que mejor se avenga a los dictados de su mente y, en el caso de Agudo, fiel a su manera de entender el acto poético, una doble vertiente que mezcla lo anecdótico con el simbolismo de carácter mítico. Así, el sacrificio anual de las jóvenes vestales que Teseo debe entregar al Minotauro para aplacar su cólera, se engarza con el sacrificio vital que supone estar atada a una grave enfermedad, que «sin más juicio que el nacer», le ha tocado en suerte. La enfermedad acaba por construir un vínculo indestructible, porque «No es un estado, es una condición. Estar enferma. / Puro centro, puro milímetro donde asentir lo humano. / También la felicidad de esta voz que acompaña» y, para desprenderse de esa atadura, para soslayarla, el refugio de la inconmensurabilidad del mar y de los misterios que alberga, utilizado poéticamente en múltiples ocasiones como símbolo de renovación, pero también de agonía y muerte, es el más idóneo: «He tenido que llegar hasta aquí para entender la caligrafía gozosa del mar», escribe. Dos vectores son entonces, los que guían este libro, por un lado tenemos en frente la dura realidad, el deterioro del cuerpo: «Voluntad suicida. No puedo entonces recriminarle. Supe demasiadas pastilla, supe demasiada droga y ventana abierta como para sermonear a esta víscera hecha de sucesiones» y el proceso evolutivo de la enfermedad, con sus altos y bajos, que pone límites, que enclaustra al ser que la padece, al ser «encarcelado» en su propio cuerpo. Por otro lado, nos encontramos con el regreso al origen: «Bastaría con retroceder hasta cuándo, llegar al dónde en que comenzó todo y saltar, serenamente, con la firmeza del pájaro en extinción», escribe Marta Agudo, quién, tarta de aferrase a cualquier esperanza, incluso la que germina a partir de elementos contrarios, para seguir adelante: «Sólo la idea de poder matarme me ayuda a vivir». Este versos encierra además, la voluntad de ser dueña de su destino, de enfrentarse a la posibilidad de la muerte con entereza. No resulta fácil leer este libro sin que se te erice la piel. Nada más ponerse en el lugar del personaje que padece la tiranía de la enfermedad y tomar conciencia de la dolorosa vulneración del cuerpo que supone su tratamiento —«este Niágara de violencias»—, al lector le invade la certeza de que hay que tener una voluntad de hierro para resistir y, además, para ser capaz de escribir sobre ello con la asepsia que lo hace Agudo, sin caer en sentimentalismos. Por esa razón estremece aún más “Sacrificio”, por su valentía, por esa innegable verdad que estructura los poemas, verdad que, hay que hacerlo notar, en ningún momento prevalece sobre el rigor y la verdad del lenguaje.
~Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, 28/05/2021
FLORENCIO LUQUE. CAJA DE CROMOS. COL. APEADERO DE AFORISTAS. EDITORIAL CYPRESS.
Más conocido en el género poético, en el que ha publicado varios libros, como Lo que el tiempo nombra (2014), Ai(m)ée (2019) y ha participado en numerosas antología, el escritor, pintor —de él es al ilustración de la cubierta— y profesor de filosofía sevillano Florencio Luque (Marchena, 1955) se interna ahora en el aforismo con Caja de cromos. No es la primera vez que lo hace. En 2018 publicó El gato y la madeja y ha sido también incluido en algunas antologías de este género en constante ebullición.
El presente volumen está dividido en cinco secciones que guardan notorias conexiones entre sí, como es habitual. Las reflexiones surgen de modo arbitrario y solo una posterior ordenación puede adscribirlas a uno u otro epígrafe, pero estos no son compartimentos estancos, existen juntas de unión que las mantienen en contacto. Al margen de esto, lo que si podemos afirmar que los aforismos de Luque se ajustan de manera exacta a la brevedad y contundencia que exige el género. Citas de Juan Ramón Jiménez, de Juan Eduardo Cirlot, de Antonio Porchia, de Carlos Edmundo de Ory y de, para mí hasta ahora desconocido, Antidio Cabal, encabezan respectivamente las secciones «Secretos», «Sueños», «Retratos», «Disfraces» y «Esbozos» —estos últimos, como veremos, no son tales, porque están perfectamente desarrollados—. Una de las virtudes de estos aforismos es que nunca caen en la inanidad ni se dejan llevar por el ingenio gratuito. Recurren, sí, a la paradoja («Bienvenidas sean las paradojas, de ellas está hecha la vida», escribe) pero sin abusar de ella —como en esta de contenido metapoético: «Lo que brilla en el poema es su oscuridad» o esta otra referida al sueño: «todo sueño es paradójico: parece verdad porque es mentira»—, para revolver el pensamiento. La forma de tratar los temas, aunque sean trascendentes, no cae nunca en lo inefable. Analiza sus pensamientos y reflexiona a través de ellos sobre los elementos cotidianos de cualquier existencia, acaso porque, como asegura, «Vivir es aceptar la incredulidad de estar vivo». Temas como, entre otros, la identidad, el destino, las emociones («Si no lo sientes, no lo piensas», escribe con un regusto becqueriano) y la creación ocupan estos sugestivos aforismos cuya lectura nos depara excelentes momentos, tal vez porque, como escribe en uno de esos esbozos que no son tales, «el arte no nos cubre de la intemperie en la que estamos, pero hace que, al menos durante un instante, cese la tormenta».
LOUISE GLÜCK. NOCHE FIEL Y VIRTUOSA. TRADUCCIÓN DE ANDRÉS CATALÁN. EDITORIAL VISOR.
Con Noche fiel y virtuosa (2014), hasta ahora el último de los títulos publicados por Louise Glück, con el obtuvo el Premio Nacional del Libro en 2014, y el primero después de la publicación de su obra completa en 2012, la editorial Visor, depositaria de los derechos de la poeta después de obtener el Nobel el pasado año, inicia la publicación de su obra integra. Andrés Catalán, reconocido traductor de poetas de la talla de Robert Lowell, Robert Frost, Philip Levine, Anne Carson o Robert Hass, entre otros, y autor de la versión de Praderas, en 2017, será el encargado de lleva —por lo que vemos, de forma muy solvente— a cabo esta empresa, nada fácil por su envergadura y por su complejidad, una complejidad que podemos comprobar en este libro, magnífico y exigente, en el que la poeta se enfrenta a las servidumbres de la vejez, puesta la vista en el final del viaje, que ya se adivina en el horizonte y lo hace a través de personajes masculinos —un pintor— y femeninos. Unos y otros poseen rasgos que podemos identificar como de la propia poeta, aunque esa duplicidad le permite distanciarse de recuerdos y experiencias de su vida, objetivarlas como si fueran ajenas. De este modo, cada poema relata un episodio vital entreverado de reflexiones de carácter ontológico y de asociaciones que el lector no siempre logrará interpretar en sentido más profundo, dada la inaccesibilidad de ciertas claves personales. El primer poema, «Parábola», es indicativo en este aspecto. La renuncia, a la manera franciscana, a las posesiones materiales, implica la necesaria búsqueda de alicientes vitales. En la confrontación de los diversos pareceres que tiene el grupo algunos «perdimos flexibilidad y ganamos resignación, / como soldados en una guerra inútil». El viaje circular, tan del gusto de la poeta, no conduce a ninguna parte, por esa razón, «quienes creían que debíamos tener un propósito / creyeron que te era el propósito, y quienes sentían que debíamos seguir siendo libres / a fin de conocer la verdad sintieron que esta había sido revelada». Louise Glück utiliza con mucha frecuencia el recurso de la comparación («pasé a través de él como un avión pasa a través de una nube», «la línea inestable suavemente / desciende / como una voz humana en una canción de cuna», etc.) y lo hace con relaciones que descolocan al lector por lo inesperadas, por la amplitud de significados que suscitan, por las insinuaciones que ofrecen. En este recuento, generalmente revelado —y decimos revelado porque muchos de ellos provienen de un estado de ensoñación— en versos de largo aliento y en poemas en prosa, Glück discrepa, duda, se contradice; por una parte habla de relaciones amorosas que le han esclavizado por otra, gracias a ellas, mantiene la esperanza necesaria para seguir viviendo. Lo mismo le ocurre con la poesía «y en noches sucesivas / otras muchas pasiones y sensaciones fueron, del mismo modo, / dejadas de lado […] / Pero estos adioses, me dije, son ley de vida». El poema que da título al libro, «Noche fiel y virtuosa», condensa a la perfección el sentido del libro utilizando el mito, en este caso, el artúrico, para adentrase en su conciencia: «Mi historia —escribe Glúck— comienza de un modo muy sencillo: podía hablar y era feliz», pero pronto sobreviene la mudez, los pensamientos, las obsesiones, los conflictos íntimos —«Impaciente, ¿estás impaciente? / ¿Esperas a que termine el día, a que tu hermano regrese a su libro? / ¿A qué la noche regrese, fiel, virtuosas, / a que repare, brevemente el cisma / entre tú y tus padres?»— no pueden verbalizarse: «de mi boca no salía ningún sonido. Y sin embargo / estaban en mi cabeza, expresados, posiblemente, / como lago menos exacto, acaso pensamientos, / aunque en aquel momento seguían pareciéndome sonidos». De repente, sin saber muy bien por qué, el habla regresa. La metáfora nos remite a la construcción de un yo paralelo, capaz de plegarse a los esquemas sociales, distinto de ese yo renuente y replegado en sí mismo. La dicotomía entre lo real y lo soñado está muy presente en los poemas más extensos, en los que se combinan las visiones oníricas con los pensamientos que estos suscitan, hasta que, al final, se acaba imponiendo la realidad de los hechos, el envejecimiento personal, las renuncias que lleva implícitas —algunas, como hemos visto al principio, son motivo de controversia— y quizá, en cierta medida, el ejercicio de comprensión hacia el prójimo, motivado por esa circunstancia: «Esta historia, insustancial tal y como la escribo, / se veía de hecho interrumpida cada dos por tres con pausas como de trance…».
Hablábamos más arriba de un viaje circular —«cada noche, tras mis paseos, / me descubría ante mi puerta»—, un viaje que va desde la infancia hasta la vejez, desde la inocencia hasta el desengaño, de la luz a la oscuridad. En la travesía, las figuras de los padres, son contempladas como una alucinación —«Mi madre y mi padre estaban a la intemperie / en los escalones de la entrada. / Mi madre se quedó mirándome, / una hija, una compañera. / Nunca piensas en nosotros, dijo»—, tal vez porque es la mejor forma de representar los efectos, en algunos casos, nos parece entrever, nocivos, de la convivencia. Los reproches se suceden y la autora siente la necesidad de justificarse, de dar pruebas de su amor filial: «Escribo sobre vosotros todo el tiempo, dije en voz alta. / Todas las veces que digo “yo”, me refiero a vosotros». Glück habla con el espíritu de sus muertos, por eso se obligada a utilizar un lenguaje de tono visionario, paradójicamente, insertos en escenarios reales como el cementerio, en el cual esas presencias fantasmagóricas actúan determinado la vida real, hasta tal punto que el personaje lírico, convertido en pintor, tiene la sensación de «estar flotando sobre mi propia vida». Se homologan en este libro pintura y poesía, arte y literatura, autocomplacencia y sufrimiento, el contraste entre naturaleza y arte, pero también la ansiedad, el bloqueo, la parálisis creativa: «Y le hablé del vacío de mis día, / y del tiempo, que empezaba a agotarse, / y de la insignificancia de mis logro…», el desdoblamiento en otro yo porque «gran parte de mi yo original / ya está muerto, así que a un fantasma no le quedará más remedio / que alcanzar a una mutilación». Ese fantasma, más vivo en los sueños, se difumina cuando la realidad prevalece. Hay muchas historias encerradas en este libro, metáforas, suponemos, de su existencia, como la de dos hermanos huérfanos recogidos por una tía, que proporcionan viveza, intensidad y verosimilitud a estos poemas que seducen y desconcierta a partes iguales. En Noche fiel y virtuosa, una de las cimas poéticas de Louise Glück, a pesar de la austeridad de su lenguaje, asistimos al prodigio de la renovación personal, una especie de desafío a la muerte, a través de esa palabra que refleja el debate «entre una estructura de oposiciones y una estructura narrativa», esa palabra que transforma lo cotidiano en tan algo maravilloso que nos incita a seguir confiando en los sueños.
DONALD HALL. WITHOUT. TRADUCCIÓN DE JUAN JOSÉ VÉLEZ OTERO.
SONÁMBULOS EDICIONES
Hay libros que, después de leerlos, te sumergen en sensaciones, sin bien contradictorias, fácilmente comprensibles. Uno de esos libros es “Without” (“Sin”), de Donald Hall (1928/2018), escrito a raíz de la muerte de su esposa, la también poeta Jane Kenyon en 1995, y publicado en 1998. Hablo de emociones contradictorias porque, por una parte, uno se rinde sin condiciones ante la belleza y la intensidad de la poesía de Hall, ante la prodigiosa manera de hacernos partícipes de sus emociones más intimas; pero, por otra parte, la dureza de las situaciones que describe y el sufrimiento que originan nos deja un poso de melancolía y de desvalimiento difícil de aplacar, quizá más presente en quienes han pasado por momentos semejantes. Claro es que estamos hablando de poesía y esa es, precisamente, una de sus mejores virtudes, la de hacer partícipe al lector de unas vivencias y unas emociones que, pese a ser personales, gracias a la pericia del poeta, se convierten en universales, como universal es el amor y dolor, por mucho que cada cual los experimente de manera individual.
Los hechos que han dado pie a la escritura de “Sin” son bien conocidos, pero no está de más que, siguiendo el patrón que describe Juan José Vélez Otero, el solvente traductor del libro y de otros títulos de Hall al español, los recordemos: Donald Hall y Jane Kenyon contrajeron nupcias en 1972. Separaban a los contrayentes veinte años (si nos detenemos en esos datos no es por puro chismorreo, sino por que son asuntos tratados, como luego veremos, con frecuencia en sus poemas). En 1989, cuando contaba sesenta y un años, Hall se ve aquejado de un cáncer de colon. «Lo sometieron a cirugía —escribe Vélez Otero—, pero en 1992 el cáncer se manifestó de nuevo, esta vez en el hígado. Después de otra operación y consecuente tratamiento, la enfermedad afortunadamente entró en remisión [de hecho, vivó hasta los noventa años]. Pero, lamentablemente, algo más tarde, a principios de 1994, se descubrió que su esposa, Jane Kenyon, tenía leucemia». El proceso apenas duró quince meses y este tiempo, y la posterior ausencia del ser querido es el que arma los poemas del estremecedor “Wihtout”, libro en el que, aunque no posea como tal secciones divisorias, podemos establecer dos partes temáticas, con un nexo de unión, el poema del mismo título del libro, «Without», en que Hall describe los trágicos últimos meses, en los que la prolongada agonía de la enferma cifró la existencia de ambos: «horas días semanas meses semanas días horas / el año transcurría sin puntuación», pero el desenlace era inevitable: «El alto el fuego duró cuarenta y ocho horas / entonces una bomba explotó en un mercado / dolor vómito neuropatía morfina pesadilla / confusión dolor el terror la tortura […] pérdida de memoria, pérdida de habla pérdidas». Como el lector puede imaginar, la escritura, la poesía posee un efecto terapéutico y el poeta, verbalizando su dolor y su sentimiento de pérdida, consigue mitigarlos, asimilarlos.
Esa primera parte implícita, que Vélez Otero ha definido con acierto cuando dice que son la enfermedad, la hospitalización y los tratamientos para combatirla los temas predominantes. De hecho, el primer poema se titula «Su larga enfermedad», escrito en tercera persona, como la mayoría: «Desde el amanecer hasta que caía la noche / permanecía junto a su esposa en el hospital / mientras la quimioterapia, gota a gota, / fluía por el catéter hasta el corazón». En otros poemas, sin embargo, pasa a la primera persona, como en «La pareja de porcelana» o en «El sonido del bosque», poemas eminentemente narrativos que describen con crudeza las circunstancias sufridas: «Todas las mañanas hacía mi ruta / por pasarelas, ascensores, / y controles hasta la habitación de Jane / para hablar con los cuidadores/ que la habían atendido durante la noche…». Esta parte finaliza con unos poemas estremecedores agrupados bajo el título de «Los últimos días», del que transcribimos la estrofa final: «Durante doce horas, / hasta su muerte, estuvo acariciando / la huesuda, prominente nariz de Jane Kenyon. / Un súbito olor, casi dulce, / empezó a salir de su boca abierta. / Observó cómo su pecho se apaciguaba. / Con el pulgar cerró sus redondos ojos castaños».
La segunda parte está integrada por poemas en forma epistolar, con unas cartas sin destino puesto que la receptora ya ha fallecido. En ellas le da cuenta del día a día, pero, después de esas enumeraciones el quehacer cotidiano, hacen su aparición los recuerdos: «Siempre el tiempo, / escribiendo su diario, / te devuelve hacia mí. / Los días cotidianos eran los mejores, / cuando escribimos poemas / en nuestras habitaciones separadas. / Te recuerdo abstraída mirando / por la ventana de enero / hacia le jardín nevado / imaginándote los lirios color violeta. // Tu presencia en esta casa / es casi tan enorme / y dolorosa como tu ausencia». Como vemos, la poesía de Donald Hall no rehúye los asuntos más prosaicos, representados con un lenguaje sencillo y directo, casi conversacional, es una poesía netamente narrativa, lo que no le resta un ápice de lirismo y emoción, una emoción que embarga también al lector al ser testigo de un recuerdo como este: «Es espantoso hacerse viejo —escribe—. / Cuando me levanto después de un rato sentado, / me horrorizo de cómo tengo que estirarme / para aliviar la rigidez. / Cuando hablamos por primera vez de matrimonio / descartamos la idea / porque serías veinticinco años viuda». Quienes se escudan en la presunta ininteligibilidad de la poesía deberían leer “Without”. Todos sus reparos de disiparán como por arte de magia.
Reseña publicada en Sotileza, suplemento de El Diario Montañés, 21/05/2021
JAVIER DAS. UN PEZ QUE BAILA. COL HAIKU. EDITORIAL LA ISLA DE SILTOLA
Nacido hace cuarenta años en Madrid, Javier Das es autor de cuatro títulos de contenido, principalmente, viajero y humorístico: Estas 4 paredes (2008), Todas las ciudades y París (2015), Mapa epistolar de París (2019) y Mi abuelo es soluble al agua (2020), todos en ellos en prosa, aunque ha habido también espacio para un quinto libro, esta vez en verso: No hay camino al paraíso (2009): Un pez que baila es, por tanto, su primer libro de haikus, aunque no siempre respete la medida silábica que exige esta estrofa, algo, por otra parte cada vez más frecuente. Sí se atienen a los preceptos normativos las impresiones que captan estos versos mínimos, aunque su espectro es, para gozo del lector, mucho más amplio, como comprobamos desde el primero: «Tarde de agosto. / Semeja el pez bailar / con el anzuelo». La mención estacional, si en algún momento presupone un efecto nostálgico, pronto se ve matizado por el final irónico. El paso del tiempo es sugerido con delicadeza, sin dramatismo, pero con infalibilidad en versos como estos: «Entrando al templo. / Pequeños brotes verdes / ente baldosas», del todo inspiradores, aunque hay otros de dicción más repetitiva, como estos: «Del basurero, / bandadas de gaviotas / al atardecer» o «Todo el terreno / junto a la casa cerrada; / malas hierbas», en los que da la sensación de que la excesiva fidelidad a las normas clásicas del haiku ha restado vuelo imaginativo. En todo caso, las impresiones que captan los haikus de Javier Das, por familiares que nos resulten en muchas ocasiones —la inclusión de aves y pájaros nos parece un acierto simbólico—, está tratadas con esa sobriedad tan necesaria en el género y aportan una dosis de reflexión que nos impulsa a cerrar los ojos para recrearnos en la escena, una escena que pervive también, a buen seguro, en la memoria de los lectores de este libro.
ISIDRO HERNÁNDEZ. LA VIDA ANTERIOR. EDICIONES DEL PAMPALINO.
Isidro Hernández (Tenerife, 1975) no se prodiga mucho en la escritura, al menos, si atendemos a sus no muy abundantes publicaciones, a saber: los libros de poemas Trasluz (2000), Árbol blanco (2002) y El ciego del alba (2007) y El aprendiz (2008), volumen de tono aforístico. Por otra parte, ha participado en las adaptaciones escénicas de la obra de Lope de Vega Los guanches de Tenerife (1996), La epístola moral a Fabio (1998) del poeta Fernández de Andrada o La comedia del alma del canario Cairasco de Figueroa (2000).
Entre 1997 y 2001, trabajó en la coordinación de varios suplementos de arte y letras publicados en diarios de la provincia de Santa Cruz de Tenerife, especialmente Oro Azul, dentro de las páginas de La Opinión de Tenerife. Entre 2001 y 2003 trabajó como profesor de español en la Universidad de Bretaña Occidental (Francia). Escritos suyos sobre arte y literatura, así como otros textos creativos pueden encontrarse en diversas publicaciones nacionales y extranjeras, entre otras, Cuadernos Hispanoamericanos, Espacio / Espaço Escrito, Letra Internacional, Solaria, Gestos, Piedra y Cielo o Amadis. Asimismo, ha traducido y publicado textos de varios poetas de lengua francesa, especialmente, Joe Bousquet, René Daumal y Max Jacob. Actualmente, trabaja como coordinador del Instituto Óscar Dominguez de Arte y Cultura Contemporánea.
En La vida anterior —«Anterior ¿a qué?», se pregunta Andrés Sánchez Robayna— Isidro Hernández trata de indagar en una naturaleza anterior a la presencia humana, una naturaleza en su estado inicial, no contaminada por el hombre, una naturaleza volcánica exigente y en continua transformación, con formaciones geológicas inusuales y lentos movimientos tectónicos que proporcionan una apariencia misteriosa (recordemos que para Baudelaire, en la naturaleza todo es símbolo y en ella conviven de manera armoniosa formas. Colores, texturas, etc.). El poeta observa con entusiasmo la magnitud de todo lo que le rodea y advierte que él es una parte insignificante: «Asomado al abismo / mi cuerpo pesa menos que un puñado / de piedras de barranco». En esta «vida anterior a todo tiempo», hay lenguas de fuego, columnas colosales, torres de basalto, cadáveres putrefactos. Un paisaje, como vemos, con ciertos visos apocalípticos o, al menos, así es como la ciencia nos ha hecho imaginar el caos del que surge la vida, sin embargo, la palabra poética de Hernández busca otras referencias, se detiene en «Una calma habitada / como un secreto a voces // Y el silencio anterior a la palabra primera / por la que el mundo fue creado», tal vez porque, contrariamente a la voracidad y la exuberancia del caos «Existe una lección de austeridad / en todo / una renuncia antigua / o una enseñanza / que contradice y niega / los fastuosos anales de este mundo». Esta idea de calma, de austeridad se corresponde de manera precisa con la prosodia de los poemas y con el lenguaje con la que está representada. La naturaleza se describe con sobrias metáforas e imágenes llenas de belleza contenida. No hay en estos versos asomo de retórica vacua. Todo lo dicho se ajusta a una muy pensada estructura que fía en la palabra su poder de seducción. Da la sensación de que solo a través del poema se puede percibir la extrañeza de lo invisible, esa erosión silenciosa del tiempo que va conformando el paisaje: «Es la cadencia del tiempo / magnífico e implacable / incomprensible / lo mismo que no entiendes / el despertar del día detrás del horizonte / la flor inusitada del almendro / la turba de pardelas gemidoras / la calma primordial de las estrellas / las primeras palabras del poema aún no escrito / y aceptas sin embargo su extrañeza».
En la segunda sección del libro, «Camino hacia los palmitales», Isidro Hernández reincide en esa búsqueda metafísica de la identidad a través de la materia: «Amanece y la luz es materia / precipitada en este mismo instante // Sobre tus párpados nace de nuevo el mundo». Ciertos tópicos de carácter ontológico, como el que reflejan estos últimos versos, se deslizan hacia la idea de que el mundo ha existido antes y existirá ajeno a nuestra presencia en él o hacia la eternidad que confiere a un instante fugaz la sensación de dicha: «Ni siquiera los versos que ahora escribes / podrían evocar / el secreto / de este instante / irrepetible / y sin embargo / eterno».
Finaliza el libro con la sección «El encanto del acerico», integrada por unos poemas alucinados que provienen de visiones del ensueño, de imágenes más soñadas que reales o, en todo caso, recreadas previamente por la mano del artista. La vida anterior, escribe en el epílogo José Corredor-Matheos, «trata del tiempo como aquello capaz de hacernos revivir o vivir por vez primera ciertos instantes, pero en un nivel más alto, más profundo que cuando fueron vividos realmente». Paisaje interior y paisaje exterior, el paisaje del alma, como decía Unamuno, se funden en este excelente libro de dicción esencial, casi desnuda, pero suficientemente expresiva como para visualizar el misterio de la naturaleza, que es el misterio de la vida toda. Y es que, como escribe Melchor López, Hernández «allí fuera, o allá adentro, asiste a una nueva revelación de palabras que son piedras, de piedras que son palabras».
CUSTODIO TEJADA. UN HORIZONTE DE SIGNIFICADOS. AMAZON
El poeta y profesor granadino Custodio Tejada (1969) comenzó su travesía poética con la publicación, en 2002, de Rosa de luz y sombra, libro al que han seguido títulos como Urna de cristal (2006), El habitat que pisamos (2008). Cigüeña de nieve y Recuerdos y coordenadas. Su poesía ha sido antologada en diversas compilaciones. Ha escrito además una novela, La memoria ausente y ejerce la crítica en un blog personal. Como se puede observar, estamos ante un letraherido, ante un autor vocacional. Ahora nos presenta, en una edición manifiestamente mejorable, Un horizonte de significados, su último trabajo que, sin embargo, comienza con un poema titulado «Génesis», poema de tintes filosófico-religiosos que remite al evangelio de san Juan: «El lenguaje, componente adánico del poema y de la vida trasfigurada en alimento, nos convierte en parte indisoluble de Dios», afirma, claro que este tipo de afirmaciones, convertidas en poema debería huir del circunloquio y no caer en meros a priori para resultar convincentes. No basta con afirmar, hay que demostrar o, al menos, si nos ceñimos al lenguaje poético, no al ensayístico, deben sugerir. Por otra parte, pensar la escritura como un don divino, como algo que proviene de la fe en Dios («Y la fe obró el milagro / de la consagración en la escritura»), es un concepto, igual que la idea del poeta como legislador del mundo, ya desusado, aunque esto, evidentemente, no resta legitimada a quien desee recuperarlo, pero he advertir que religión y poesía, reflexión metapoética y promiscuidad forman un cóctel que no siempre combina bien, sobre todo cuando no se sujetan las riendas del verso: «La palabra es poder, / exvoto que adora a la madre tierra, / virgen inmaculada / con una vocación de prostituta / en un burdel de signos, / lo que hay de inmortal en el sacrilegio». Por fortuna, en Un horizonte de signos hay otros poemas que alcanzan el objetivo previsto, el de nombrar la realidad para corporizarla, para hacerla presente, aunque este ejercicio es más humano que divino. La palabra que nombra es una convección, un signo, no un trasunto esotérico o celestial, por mucho que el autor escriba que hay «Ángeles de corazones semánticos / levantados en armas / contra la esclavitud de la gramática y la etimología hecha conciencia». De entre las innumerables reflexiones sobre la escritura del poema nos quedamos con la que se concentra en estos versos: «Con cuarenta metros de eslora y unos diez metros / de manga, la palabra barco puede llevarte / a cualquier océano sin moverte del sitio, / ese es el gran misterio del poema», ese es el enigma que se esconde en las palabras, pero debemos ser conscientes de que el lenguaje es un arma de doble filo, por una parte separa lo significativo de lo accesorio y, por otra, si no se maneja con probidad y destreza, hiere.
JOSÉ MARÍA CASTRILLÓN. FORMAS DE SABER QUE SIGUES VIVO. EDITORIAL LA GARÚA
Existen diferentes fórmulas a la hora de organizar una antología. La más común consiste en seleccionar los poemas de los libros que la conforman en orden cronológico y como tal presentarlos en el nuevo volumen. Esta propuesta no altera la lectura tradicional de forma sustancial, ya que la depuración llevada a cabo suele incidir en poner de relieve aquellos poemas que mejor se adecuan a la idea motriz. Otra fórmula, distinta y cada vez más habitual, es la que consiste en realizar una nueva ordenación de los poemas, alterando el orden cronológico y disponiéndolos, bien temáticamente o bien respondiendo a una nueva idea, a un nuevo impulso creativo. El resultado tiene entonces poco que ver con una antología al uso y se parece, en realidad es, a un libro nuevo. Esto es lo que ocurre con Formas de saber si sigues vivo, la reciente entrega de José María Castrillón (Avilés, 1966), autor de una no muy extensa, pero exigente, obra, integrada por Animal de compañía (1988), La vieja munición (2005), Aún por recorrer (2005), el círculo y la piedra (2006) y gramos (2010), todos ellos, más un ramillete de poemas inéditos, conforman este nuevo libro del que el propio autor nos ofrece ciertas claves: «Con excepción de algún texto y alguna referencia familiar modificada, ninguno de los poemas ha sufrido alteraciones serias en esta edición. Su disposición se aparta de la cronológica y sigue un discurrir más cercano al relato íntimo que a los tiempos compositivos», aspecto en el que incide Tomás Sánchez Santiago en «Como quien talla despacio su pasado», un esclarecedor prólogo, cuando escribe: «Haciendo caso omiso de las leyes que rigen la anatomía de toda antología, el autor ha preferido ensayar una reordenación que, ciertamente, ha terminado por otorgar otra intensidad y
otro relieve a lo ya dicho en su día. Las fricciones entre poemas distantes en intención y en gestación —un buen puñado de ellos son inéditos— han logrado el alzado de un libro que supera esa noción, aquí rebasada, de antología».
Hacemos hincapié en esta característica porque, acaso de una forma transversal, nos muestra la ductilidad de unos poemas no sujetos a una referencialidad concreta y, por tanto, con unas posibilidades semánticas mucho mayores. Ahora esos poemas ya leídos ofrecen, gracias al flujo de compensaciones que establecen en la nueva disposición, al lector una perspectiva no de teleobjetivo, sino de gran angular, por eso no debe extrañar que haya a lo largo del libro, de forma paralela al núcleo argumental, una constante reflexión de carácter metapoético.
Este nuevo libro se estructura en cuatro apartados: «Sombras,» remite a las vivencias del pasado, como parecen sugerir estos versos iniciales: «Y qué decir del tiempo sino que el cansancio nos hace formular la incertidumbre tallar el sueño». Es la realidad, sin embargo, la base en la que se sustentan los poemas. La mirada comprensiva sobre los padres, sobre sus silencios: «Lo que mis padres nunca se dijeron: / la oración que llevaban tatuada», el velado homenaje a la madre en el poema «Lavadero» o al padre en «Turno de noche» y en «Enfermedad del padre». El peso de la sombra escora la existencia hacia un sentido de pérdida no siempre, por más que resulte inevitable, bien asumido: «Era cierta la sombra en el verdor / no es una sola ciudad la que habitamos».
«cuerpos,» la segundas sección, se puede concretar en estos versos: «Está en el ser de los cuerpos alzar el vuelo sobre sí mismos / no hay membrana ni certeza / solo la ficción de esa holgura / su registro leve de calor». Varias estampas con descripciones casi pictóricas integran esta parte —los poemas titulados «Marina» o «Contrapaisaje», al que pertenecen estos versos: «las cercas acalambran el aire a pesar de tan poco / y puedo / oír un cauce / seguirte el miedo // pobre amor mío —dices— nunca hubo / en el agua haz ni envés», por ejemplo— en la que no escasean tampoco «escenas íntimas». La capacidad para extraer la esencia de lo visto y sentido, para convertir lo anecdótico en insólito y reducirlo a palabras es en Castrillón extrema, por eso en sus versos encontramos una fuente de sugerencias propia de una poesía encriptada, contenida y fragmentaria, sin concesiones a lo superfluo. En la tercera sección, «palabras» es donde la indagación lingüística se hace más evidente, como vemos en estos versos que podemos leer a modo de poética: «Cuña / en lo que no existía / el poema / sostiene / lo que no sabíamos que pasaba», pero, aunque las palabras sean un sustento emocional, también muestran sus debilidades, sus límites: «yo sólo sé llegar a las cosas / con las manos / y hablo cada noche a mi esposa / hasta que el sueño nos junta // pero he soñado que me arrojaba de esta casa / y mis hijos bendecían su nombre / / llévatelo / y quede libre yo de las palabras / que azufran las paredes / que alejan a las calles de mi puerta», escribe Castrillón. El libro finaliza con «y cadáver», una sección en la que el presagio de la muerte y su posterior presencia rotunda, plena, absoluta envuelve todo pensamiento, toda acción. No hay palabras nuevas que sean capaces de describir el dolor, las palabras se repiten «ya para siempre convocándose a sí mismas», «la palabra se endurece / da sombra bajo las lámparas / sabe comparecer ante su amo y salpicarle de lejías // al caer en tu silencio // hablo / mano sobre piedra / desnudo / como tú / y ofrecido / a la muerte». Sin embargo, es gracias a ellas que se puede conjurar el olvido, se puede trasfigurar el dolor en una oración ininterrumpida que ayude a reconciliar al intimidad con la realidad, gracias a ella el periodo de convalecencia se hace más llevadero: «Hay heridas imposibles de lamer, te previne. / Pero tu lengua dio con relato en su cadencia, en el cuidado. / Trazó una de las formas de la fe, de saber que sigo vivo. / Volviste mi rostro / y me diste a beber luz». Estamos ante un libro estremecedor pero hermoso —también en su aspecto formal, la edición es exquisita—, porque incluso en lo doloroso, en lo trágico relampaguean instantes de belleza. Como escribe Jordi Doce, «Formas de saber que sigues vivo es el libro de una vida, el testimonio de un hombre que ha llegado a la mitad de su camino […] Libro-resumen que es también libro inaugural, aquí se hace balance, pero también se limpia la pizarra, otra vez, para nuevos ensayos, nuevas conjeturas y conjeturas».
DANIEL COTTA. ALUMBRAMIENTO. COL. ADONÁIS, EDICIONES RIALP
El alumbramiento que Cotta describe en el primer poema de este libro, «Instinto materno», no se circunscribe solo al nacimiento del hijo de Dios. En ese parto ve la luz el universo todo y cuanto en él existe: «Gestabas en tu seno todo el Génesis / y la teoría cuántica / más las mil décadas de Euforia Humana». Nace pues todo lo habido y por haber de una misma madre, la madre de Dios. Este afán totalizador tiene un fin, encomendar a la magnanimidad divina la suerte, no solo de nuestros actos, sino los de todo ser vivo. Todos los poemas de este libro participan de una doble intención, por una parte, la de señalar la potestad del Señor sobre todas las cosas y, en segundo lugar, la de agradecer le que haya concedido la gracia al ser humano, tal y como podemos comprobar en estos versos: «Te he salido, Señor, como a la piedra el musgo. / He sido el excedente, / tu don, tu inevitable consecuencia: / el álamo que le ha nacido al sol; / la isla que acaba de brotarle al mar. / He sido lo que ya no te cabía, / la luz que no podías retener». Sobre estos dos pivotes gravitan el discurso arrebatadamente místico de Daniel Cotta (Málaga, 1974), poeta con una obra lírica muy estimada: Beethoven explicado para sordos (2016), Alma inmortalmente enferma (2017), Como si nada (2018), Dios a media voz (2019), El beso de buenas noches (2020) y el justamente celebrado por la crítica Alpinistas de Marte (2020), Premio Antonio Oliver Belmás.
Como creador de todo lo visible y lo invisible, Dios es lo supremo, la suprema claridad, la suprema inteligencia fuente de bondad y conocimiento, a través de él se explican el mundo: «Y en cada manantial, en cada nido / estás vertiendo, Dios, la primavera. / Abril, de parte tuya, la ha traído» y de las cosas: «Yo mismo te confundo / con el amor de las pequeñas cosas, / como mis libros, las iglesias viejas, / los dieciséis cuartetos de Beethoven, / los versos de Quevedo o de Rosales / o la película en sofá del sábado». Es recreado en estos poemas con un ser en extremo comprensivo, generoso, magnánimo que comprende y perdona nuestras ofensas, nuestro descreimiento, nuestra falta de fe. En este argumento se concentran los poemas de la segunda sección: «Creador, Padre y redentor mío». De el ser humano, imperfecto, «poco inferior a los ángeles», se ocupa la tercera sección, que comienza con estos versos: «Que soy lo más excelso de tu obra, / el último capítulo, / lo sé por el trabajo / que al Universo le costó gestarme», por eso cualquier acto debe ser una forma de obediencia y agradecimiento. El poema «Catálogo incompleto de la gratitud» resume perfectamente esta idea, no en vano estamos hechos a su imagen y semejanza: «Para hacerme, Señor, / te inspiraste en Ti mismo. / Te miraste por dentro / y te sacaste el Dios, / me lo vestiste». No hay rastro de elegía en estos poemas porque la muerte es otra forma de vida, incluso más intensa, más pura, ya que en el deseo de resucitar se encuentra el núcleo de la creación espiritual. El ser humano, en su beatífica contemplación del Dios Todopoderoso encuentra la suprema plenitud de su existencia, por eso todo en estos poemas es canto, himno y oración, exaltación y negación de la realidad, de ahí la abundancia de expresiones absolutas, que no siempre obstruyen el camino hacia la duda, y de signos de admiración. Para resumir, una vez subrayada su finalidad laudatoria y proselitista («¡Más almas a las filas de la euforia / que aumenten con el son de sus latidos / el Salmo inagotable de su Gloria!» podríamos hacer nuestros estos versos de Jorge Guillén: «ser nada más. Y basta. Es la absoluta dicha». Lo demás queda en manos del Altísimo y de un lenguaje expresivamente convincente, aunque quizá un tanto salmódico.