Quemadura, el último título publicado por Jorge Camacho Cordón (Zafra, 1966) contiene dentro de sí varios libros, no tanto por su tono meditativo e irónico —no monolítico pero sí con cierto uniformidad, algo que beneficia el equilibrio semántico del volumen— como por la variedad de argumentos que son objeto de tratamiento en el poema, lo que nos hace pensar que una ordenación temática y la supresión de repeticiones innecesarias probablemente hubiera mejorado el resultado final. Camacho posee ya una larga trayectoria como poeta, pero el hecho de haber escrito gran parte de ella en esperanto (en Quemadura hay varios poemas escritos en esa lengua artificial, debidamente traducidos al castellano), ha minimizado su alcance y su difusión. De hecho, Palestina estrangulada, publicado en 2018, fue su primer libro en castellano. Y, sin embargo, estamos ante un poeta muy seguro de su voz, que logra, a través de un lenguaje sencillo, cotidiano, sin asomo de grandilocuencia —si alguna vez la utiliza, es con intención irónica— trasmitir una realidad personal plagada de anfractuosidades. La revisitación del pasado («Prestad atención, jóvenes: vosotros no sois el futuro. // La elasticidad, la energía y los espejismos juveniles / los conozco bien, los experimenté o, al menos, lo recuerdo, / pero el único futuro se llama vejez»), el humor («Se casan Marga y Franco, y yo, con tal motivo, / pensaba declamar algún leve poema / sobre el amor eterno, o sobre el matrimonio / sin que cundiese el pánico o la vergüenza ajena…»), el examen de conciencia ( el poema «Un gran peso», que finaliza con estos versos: «Así que, adiós, y gracias por no intentar retenerme. / Me quito un gran peso de encima. / Que los seres queridos os rían vuestras gracias», es un buen ejemplo), la política («¡Malditas las banderas, esos trapos / símbolos del odio y la ignorancia!»), la pasión («Amo también tu cuerpo. Necesito / tu presencia, tu voz, tu recuerdo, / pero eso no basta. /¿Cuerpo? Espalda. / Corvas. Pezón. Labículos. Glabela» la falta de ambición poética («Puede ocurrir que no se comprenda / mi semblante actual. / Pero así es. / No simulo nada. / Simplemente estoy sentado, / escribo algunas palabras / y espero el final»), la poética («Un poema eterniza ocurrencias efímeras»), la traducción («pese al dicho ingenioso pero vano de robert frost / la poesía no es lo que se pierde en la traducción / sino lo que queda») son temas muy frecuentados, pero, en un libro de esta extensión, casi 250 páginas, caben muchos otros. La poesía de Camacho tiene momentos excelentes, pero debería ser más riguroso a la hora de «armar» un libro. Da la sensación de que no ha querido dejar fuera ninguno de los poemas escritos en los últimos años y, como bien sabe el mismo poeta, esto, en lugar de beneficiar, perjudica. Una buena labor de poda es absolutamente necesaria y, en este caso, dejaría como resultado un conjunto de poemas más que notable.
SOMBRAS DE PORCELANA BRAVA. DIECISIETE POETAS PORTUGUESAS (1955-1987). EDICIÓN BILINGÜE. EDICIÓN Y TRADUCCIÓN DE VICENTE ARAGUAS. VASO ROTO POESÍA
El autor de esta antología, Vicente Araguas (Xuvia, La Coruña, 1950), siendo muy joven, entre los 18 y los 20 años, grabó algunas canciones con textos de su autoría. Esa fue, que sepamos, su primera incursión en la creación poética. Unos años después, en 1978, aparecería su primer libro, Paisaxe de Glasgow. Desde entonces, de una forma u otra, sea por medio su labor docente, de la poesía, de la narración, de la traducción, del periodismo o de la crítica literaria, su vida ha estado dedicada a la literatura en su más amplio espectro. En el aspecto que hoy nos ocupa, el de traductor, su labor se ha extendido a autores como Stevenson, Joyce, Seamus Heany, Derek Walcott Celso Emilio Ferreiro o Vinicius de Moraes, unos al gallego y otros al castellano, lo que, sin duda alguna, le acredita como la persona apropiada para aventurarse en este empeño, el de traducir a diecisiete poetas portuguesas de distintas generaciones —la primera de ellas, Maria Quintans nació en 1955 y la última, Sara F. Costa, en 1987, un abanico temporal lo suficientemente amplio como para pensar en tres generaciones— y de estéticas, como veremos, diferentes. Toda selección antológica, se ha dicho hasta la saciedad, es necesariamente parcial y responde a los criterios del antólogo. Su propia esencia impone una serie de criterios y de consideraciones —temporales, geográficos, estéticos, de género, como en este caso— que, por sí mismas son incluyentes y excluyentes, por eso al lector especializado no debe sorprenderle si echa a faltar algún nombre, como Rosa Alice Branco (1950) o las jóvenes Sandra Santos (1994) y Sofía Carvahinha (1993), poetas que, por otra parte, exceden los límites temporales autoimpuestos en Sombras de porcelana brava, título que procede de un verso de Ana Marques Gastão. «Es bien cierto que las poetas que conforman Sombras de porcelana brava se han tomado la justicia por su mano. Haciendo que sus poéticas brillen con fulgor intenso: culturalista (con cultura), mitológico, costumbrista, erótico, místico, arrebatado, tremendista», escribe Araguas, quien, establece entre las diecisiete antologadas, además, una línea divisoria entre ellas, el día 25 de abril de 1974, fecha del levantamiento militar —la llamada «Revolución de los claveles»— que provocó la caída de la dictadura en Portugal, entre las nacidas con anterioridad y después d esa fecha.
Maria Quintans (Lisboa, 1955) es autora de una vasta obra con libros como Aplopexia da idea, Chama-me Constança o A pata de Cabra. Sus poemas, escritos generalmente en prosa, reciben influencias del surrealismo, muy perceptible en la potencia de sus imágenes: «aquí se cortan muy cortas las orejas y se discute el crónico sexo colgado en las murallas de un teatro patético, un candelabro en la mano derecha con miedo a que el mundo acabe sin ningún sonido». Ana Luisa Amaral (Lisboa, 1956), quizá la poeta actual más reconocida fuera de sus fronteras, es también traductora y ha obtenido numerosos galardones. Su concepción de la poesía se expresa a la perfección en versos como estos: «Quería un poema de respiración tensa / y sin pudor / con la elegancia rotunda de las mujeres barrocas / y cuanto tiene de avieso el arbusto fino […] / Un poema hecho de excesos y dorados, / y aun así bello en su pujanza oscura / y mística». Rosa Oliveira (Viesu, 1958), utiliza en sus poemas diversos referentes culturales literarios y cinematográficos. Es, según Araguas, «una poeta cosmopolita» con un dominio magistral del idioma. Maria do Rosario Pedreira (Lisboa, 1959) es no solo poeta sino autora de literatura infantil, de obras de ficción y letrista de canciones. Transcribimos unos versos de su arte poética, cuyo núcleo temático es el amor: «En mi poema, no necesitamos café / para mantenernos despiertos: mi / boca está siempre en la concha de tu mano, / todos los días hay páginas en tus ojos, / la vida se escribe sin que nunca envejezcamos». Maria João Cantinho (Lisboa, 1962), poeta y crítica literaria. En ella, además de las referencias musicales y de carácter metapoético, también está muy presente el erotismo y el amor: «Pero no olvides, mi amor, qué leve es la danza primordial / de los cuerpos, no olvide el postrero fulgor del sol, la perfección / que se dibuja por entre ese cortejo de sombras / las sombras de la música, las sombras de las voces». Ana Marques Gastão (Lisboa, 1962), ensayista y poeta de obras como Tempo de Morrer, Tempo para Viver, Nocturnos o Lápis Minimo. Es autora también de libros infantiles. La feminidad ocupa parte de sus interese creativos: «mujer casi no se ve, es vista. su fuerza / reside en el mar…». Ana Paula Inácio (Oporto, 1966). su poesía —escribe Araguas— «nos salta a los ojos con la misma intensidad con que las palabras de siempre pueden valer para un nunca». Renata Correia Bothelho (Ponte Delgada, Azores, 1977) es psicóloga. La infancia —«Mi infancia tiene un árbol / asombroso»— es el leitmotiv de su poesía. Rita Taborda Duarte (Lisboa, 1973). Poeta, crítica literaria, autora de libros infantiles y profesora. La reflexión amorosa y metapoética ocupan sus versos: «Las palabras no dicen cuánto somos / y la palabra que nunca secretaste en mi oído / es aquella que deletreas en tu cuerpo». Inês Fonseca Santos (Lisboa 1979), escritora y periodista, autora de títulos como As Coisas, Suite sem vista y Os Grandes Animais. De ella son estos versos: «Los poemas se agarran como enfermedades / pero curan / así que llegan a la base / de la existencia». Filipa Leal (Oporto, 1979) es periodista, guionista y poeta, autora de libros como A Cidade Líquida o Imitaçao de Ser Humano, «escribe poesía como quien vive». Claudia R. Sampaio (Lisboa, 1981) «escribe poemas provocadores que cuanto más transgreden más alcanzan su objetivo». La presencia/ausencia de la mujer es un asunto recurrente en sus poemas: «Porque las mujeres no saber si existen / incluso cuando no sienten». Catarina Nunes de Almeida (Lisboa, 1982). Doctora en estudios portugueses y poeta. Araguas escribe: «Poesía frugal y frutal, tan necesaria como ir de cabalgada, o dejarse marchar en el agua, con sus bichos». Abdreia C. Faria (Oporto. 1984). Ha publicado títulos como De haver relento, Flúor o Alegria para o fim do mundo. De estos sus versos podemos extraer una poética: «Si haces versos, / madúralos en la ciudad muda / bajo un toldo de carbón. Imagina / tu muerte como cosa mental, / alta y densa entre los hombres, / próspera, transparente, irradiada / como los ojos abiertos de un pavo real / que siente escalofríos entre las quintas». Beatriz Hierro Lopes (Oporto, 1985). De ella entresacamos esta original analogía: «Lo divido por orden poético: si una elegía es una gaviota a la sombra, imaginando ser un buitre en áfrica, un soneto es un canario enclaustrado en una jaula demasiado espaciosa para el hambre de un gato, y una redondilla es un gorrión de para partida encontrando confort en las manos de un niño […] Los pájaros, como la poesía y las personas, solo sirven para mostrar que la muerte habita cada calle». Tatiana Faia (Setúbal, 1986), autora de relatos y poeta «torrencial en su propuesta […] bebe de las fuentes clásicas, antes de disparar sus misiles poéticos de largo alcance». Sara F. Costa (Oliveira de Azémeis, 1987). Ha publicado cinco libros de poesía. Nos da un consejo: «escribe por amor al arte y escribe en balde / lo que no se tiene no se gasta», acaso porque «cada poema es el dictador de su propia realidad». En resumen, Vicente Araguas ha realizado en Sombras de porcelana brava un encomiable trabajo que permite al lector interesado internarse en la poesía portuguesa, una de las más pujantes del continente, gracias a la voz de diecisiete mujeres tan eclécticas en sus planteamientos como sugestivas en sus resultados. No deberían perdérselo.
CARMEN CONDE, DESDE SU DESDÉN. FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA. REAL ACADEMIA ALFONSO X EL SABIO.
Francisco Javier Díez de Revenga (Murcia, 1946), catedrático emérito de la Universidad de Murcia y académico de número de la Real Academia Alfonso X el Sabio, además de correspondiente de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras y correspondiente en Murcia por la Academia de Buenas Letras de Granada es uno de los mayores especialistas en literatura del Siglo de Oro y en la del siglo XX., aunque sus trabajos abracan un espectro temporal más amplio, pues ha editado a autores como Alfonso X, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Cervantes, Lope de Vega, así como contemporáneos que van desde Campoamor, pasando por Galdós, Rubén Darío, Azorín, Miró, Salinas, Guillén, Gerardo Diego, Ciria de Escalante, Altolaguirre, Miguel Hernández, Buero Vallejo, Carmen Conde, García Nieto, José Hierro o Ángel González. Son innumerables los libros que ha publicado, de entre ellos citaremos, por ejemplo, “La métrica de los poetas del 27” (1973), “Teatro de Lope de Vega y lírica tradicional” (1981), “Panorama crítico de la generación del 27” (1987), “Tres poetas ante el amor, el mundo y la muerte (Salinas, Guillén, Lorca)” (1989), “Jorge Guillén: el poeta y nuestro mundo” (1993),), La poesía de Vicente Aleixandre: testimonio y conciencia (1999), , “La poesía de vanguardia” (2001), “Los poetas del 27, clásicos y modernos “ (2009), “Poetas españoles del siglo XXI” (2015) o “Miguel Hernández: en las lunas del perito” (2017). También ha editado “Verso y Prosa, Suplemento Literario de La Verdad, Sudeste y Azarbe” y la “Obra completa” de Gerardo Diego, entre otras ediciones.
En “Carmen Conde, desde su edén”, agrupa trabajos sobre la poeta, primera mujer en ingresar en la Real Academia Española, publicados en distintas épocas y en medios de diferente alcance, que han tenido como base, en muchas ocasiones, la importante documentación recopilada en el Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver de Cartagena.
Comienza el volumen, analizando la trayectoria poética de Carmen Conde (1907-1996) —una mujer que «desde muy joven luchó por afirmar sus capacidades intelectuales, sobreviviendo a las adversidades de la incomprensión, en muchas ocasiones por el simple hecho de ser mujer, e incluso la incomprensión política»—, que se inicia con un temprano título de poemas en prosa, “Brocal” (1929) y continua con “Júbilos” (1934). La Guerra Civil abre un paréntesis de silencio editorial, roto ya en plena posguerra, con la aparición de “Pasión del verbo” (1944) —recordemos, el mismo año en el que ven la luz el aleixandriano “Sombra del paraíso” e “Hijos de la Ira”, de Dámaso Alonso, los dos faros que iluminarán una gran parte de la poesía de aquellos años—. Y “Honda memoria de mí” (1946). Pero durante ese periodo no careció de inspiración poética. Datan de esas fechas libro como “Sostenido ensueño” (1938), “Mientras los hombres duermen” (1938-39), “El arcángel” (1939) y “Mío” (1941). «En 1944-1945 —escribe Díez de Revenga— se inicia la nueva poesía de Carmen Conde, ya en verso, que habría de culminar en “Ansia de la gracia». 1947 —año de la publicación de “Alegría” de José Hierro y de “Los muertos” de José Luis Hidalgo— será «un año decisivo» para Conde, ya que ven la luz tres de sus libros: “Sea la luz”, “Mi fin en el viento” y “Mujer sin edén”, su libro más representativo. Vendrás otros muchos títulos, pero no queremos hacer una lista más o menos completa de la extensa obra —incluyendo sus menos conocidas incursiones en el teatro— de Carmen Conde porque excede el cometido de este comentario, sino centrarnos en otros aspectos como la relación de la poeta con personajes de su tiempo, como Juan Ramón Jiménez —da cuenta Diez de Revenga de su primer encuentro, acompaña de la también poeta Ernestina de Champourcín, de la influencia que el premio Nobel ejerció sobre ambas (reproduce el texto «Guía de la buena amistad», que Conde escribió rememorando la visita)—, con Gabriel Miró, a quien, a sus veinte años, solicita una dedicatoria en su ejemplar de “El obispo leproso”, con Mathilde Pomès, hispanista francesa que tanto contribuyó a la difusión de la literatura española durante décadas y con quien inició una relación epistolar en 1930. La relación con Miguel Hernández de Carmen Conde y Antonio Oliver ha sido suficientemente estudiada, baste recordar que se inicia en 1932 y solo se interrumpirá con la muerte del poeta oriolano. Muchos son los artículos y poemas que ambos le han dedicado, como se nos informa en el ensayo «Con Miguel Hernández: Inéditos y olvidados». Otros autores de los cuales se ocupan estas páginas —siempre en relación con Carmen Conde— son, por ejemplo, Rubén Darío o Pilar Paz Pasamar, pero también hay ensayos que se dedican a analizar otros libros, como el dedicado a Salzillo —el escultor fue objeto de un estudio que Conde se vio obligada a firmar con el seudónimo de Andrés Caballero— o el dedicado a ensalzar el Mar Menor e, incluso, las dedicatorias que Carmen Conde escribió a su amiga íntima Amanda Junquera. No importa la perspectiva desde la cual Francisco Javier Díez de Revenga afronte el estudio de la poeta. En cualquiera de ellas queda de manifiesto su profunda vocación investigadora y el sabio empleo que imprime a la abundante documentación que maneja. Todo un estímulo para seguir leyendo, no solo este volumen, sino cualquier otro que, de dicho especialista, caiga en nuestras manos.
-Reseña publicada en El Diario Montañés, 19/02/2021
ANA DELGADO. ÁLGEBRA DE LOS VÍNCULOS. COL MACASAR. EDITORIAL SONÁMBULOS.
Álgebra de los vínculos, segundo libro de Ana Delgado (Granada, 1952) está dividido en dos secciones: «Unos brazos», en la que comienza indagando sobre su propia intimidad a través de lenguaje: «Si pudiera saber de qué se trata […] / Pondría en palabras lo que de verdad soy», para continuar construyendo su esencia más íntima en la mirada de los otros, en los seres queridos: «He tenido una vida completa / en comunión conmigo, con vosotros». Ana Delgado no teme reconocer su debilidad, la humana necesidad de sentirme amada, de sentir el abrigo del amor, ese que proporcionan unos firmes y tiernos brazos: «Unos brazos, / abrazo, abrazo, abrazo, / brazos de abrazo, / rodean, acogen, / abrigan, / protegen del miedo / dentro y fuera». La segunda sección, «Derivadas propias», encabezada por sendas citas de Francisca Aguirre, Chantal Maillard y Siri Hustvedt en las que se reivindica la relación del yo con la escritura, es la crónica —no de hechos, sino de emociones— de un desengaño existencial: «Yo también creía en el amor / sin saber qué era. De hecho, / sigo sin saberlo», emociones que se concretan con ayuda de referencias ajenas, desde la madre: «Eso he aprendido / de los últimos años de mi madre, / lo que no recuerdas / lo has perdido» a la soledad: «Es como una amiga / de la que a veces reniego / y a la que acabo buscando / sin remedio». Con estos mimbres, con estas íntimas palabras y los distintos planos temporales que recrean Ana Delgado construye un escudo contar la intemperie de los sentimientos, levanta un muro de contención —¿el propio cuerpo?, ¿la propia biografía?— tras el que guarecerse cuando la tormenta de la desesperanza, esa de la que la autora nos ha hecho involuntarios testigos, azota sin compasión, deshaciendo la memoria.
JESÚS APARICIO GONZÁLEZ. LIRIOS. ARS POÉTICA
Continúa Jesús Aparicio González (Guadalajara, 1961) con Lirios, su nueva entrega poética («Brotan solos sin mano que los siembre, / para el silencio les regala vida / ese soplo divino que los viste», escribe en el poema de igual título), construyendo un proyecto estético que busca en la humildad compositiva y conceptual —«Y con lo humilde llena / los armarios del alma / del pan que la alimenta»—los cimientos sobre los que sustentarse. Los sucesos cotidianos de una vida contemplativa que parece renunciar a la acción son el núcleo sobre el que articulan unos poemas que desoyen todo aquello que no sea comunión con lo creado, gratitud —«Nada te pertenece. / Al alba todo es donación, regalo»— y homenaje. El intento de describir la plenitud del ser a través de la naturaleza crea en este lector, sin embargo, una sensación contradictoria, la de estar aún habitando en el paraíso, a pesar de no ignorar que si este existe, ya no disfrutamos de sus placenteros frutos, puesto que el irrefrenable deseo de conocimiento inherente a todo ser humano indujo a su expulsión. Bien, es una forma de estar en el mundo tan válida como la de cualquiera, aunque me temo que este ensimismamiento provoque cierta miopía, pero debe de resultar complicado elevar la mirada por encima del muro que circunda ese «jardín abierto para pocos» que cantan los poemas de Aparicio González. El poema «Tu ojo» ejemplifica con precisión este propósito: «En silencio nombra esa luz / que te hace crecer, / te conduce y recuerda / que tu vida será / lo que te diga el ojo. // Vela por que tu ojo / sea mable. // Espera que tu ojo / toque al ser sin herir. // Tu ojo es esa lámpara / que dará forma al mundo / en el que se asienta / tu mirada. / La manera en que ves / ilumina ese pozo / en el que bebes». Como podemos comprobar, la fuerza de este canto afirmativo y conciliador reside en un lenguaje directo, de tono piadoso, casi como el de una oración (ver el poema «Bendición», por ejemplo), que se adecúa a ese tomismo implícito que subsiste en muchos de estos poemas y que se concreta en el poema/epílogo: «Mi voluntad es de tu viento. / Mi entendimiento crece por tu sabia. / Mi enseñas lo que agrada al Padre; / descubres el sencillo secreto del dolor / que purifica, pasa y madura; / […] Todo lo haces en mí / y, sin embargo, aún no conozco / tu verdadero nombre». Jesús Aparicio hace uso de un verso desnudo, depurado, alejado voluntariamente del lenguaje pomposo —poco propicio, además, para la entrega sin condiciones— con el que trasmite su deseo de unión con todo lo creado, hasta llegar al punto de que dicha unión «no necesite palabras». El canto y el poema serán entonces innecesarios.
BICENTENARIO DE LA MUERTE DE JOHN KEATS (1795-1821)
Julio Cortázar, autor de un impagable libro sobre John Keats “Imagen de John Keats”, escribió en las palabras preliminares algo que define, mejor que cualquier ensayo crítico, lo que representa la poesía del malogrado poeta inglés para sus numerosos lectores: «Keats es para el bolsillo, donde se llevan las cosas que cuentan, las manos, el dinero, el pañuelo; los estantes se los deja a Coleridge y a T. S. Eliot, poetas lámpara. Un bolsillo es la casa esencial y portátil del hombre; hay elegir lo imprescindible, y solamente un poeta cabe allí». Evidentemente, Cortázar está haciendo hincapié en una cualidad, la de poeta, que va más allá del puro oficio. El poeta es visto como un ser que vive por y para la poesía, esta es su alimento y su razón de ser —«Encuentro que no puedo existir sin poesía, sin poesía eterna; ni la mitad del día me alcanza para ella. Empecé con un poco, pero el hábito me ha convertido en un leviatán», escribe Keats en una carta a Haydon— y ni siquiera el amor espiritual y físico que se siente en toda plenitud por la persona amada consigue superar esa filiación. Nadie representa en la actualidad mejor esa idea que el poeta romántico John Keats, fallecido en Roma el 23 de febrero de 1821, cuando apenas contaba veintiséis años, víctima de la entonces incurable tuberculosis, enfermedad que, más de un siglo después, causó, entre los innumerables contagiados, la muerte de otro joven poeta, José Luis Hidalgo. Durante esa breve vida Keats escribió algunos de los poemas más hondos de la poesía inglesa de todos los tiempos, como «Oda sobre una urna griega» (sus versos finales han quedado grabados en la memoria de todos los poetas posteriores: «La belleza es verdad, la verdad es belleza. Eso es todo / lo que sabéis vosotros de la tierra. Y nada más necesitáis saber», traducidos por Lorenzo Oliván) y «Oda a un ruiseñor», y algunos de los textos más inspirados de la época, textos que, pese a fundamentarse en una tradición idealizada del poeta, no han perdido vigencia. Hablamos de “Endymion: un romance poético” (1817) y de “Hyperión: un sueño” (1819). En ambos, y en toda su obra, se pone de relieve la figura del joven poeta buscando en una naturaleza de la que se siente parte la comunión con las fuerzas oscuras que la gobiernan. Harold Bloom, el eminente crítico, ha calificado esta suerte como «naturalismo humanista» porque en estos libros, Keats trata de humanizar el concepto de lo Sublime que defendía uno de sus más influyentes predecesores poéticos, John Milton.
Pese a que no es imprescindible conocer los detalles biográficos para evaluar tal o cual obra literaria y/ o artística, sí nos parece oportuno, en el caso de Keats, insistir en algunas contingencias que marcaron el desarrollo de su obra, una obra, conviene recordarlo, no demasiado admirada en su época—sus primeras entregas fueron duramente criticadas—, que, sin embargo, fue adquiriendo con el tiempo una fama que hoy no podemos más que calificar como totalmente justificada.
La prematura muerte del padre, cuando el poeta no había cumplido 9 años, y la no muy posterior desaparición de su madre —vuelta a casar y separada ya de su segundo marido—, seis años después, determinaron su infancia —fue confiado, junto a sus hermanos, a Mr. Abbey, un comerciante—, aunque quienes lo conocieron resaltan su peculiar sentido del humor y su vitalidad: «Su extraordinaria energía, animación y destreza, llevaba al ánimo de todos la convicción de sus triunfos en el futuro», escribe lord Houghton. Nada hacía presagiar que aquel muchacho encontrara en la poesía su refugio más íntimo y permanente y, sin embargo, dejó de frecuentar los violentos juegos que practicaba junto a sus condiscípulos, y se propuso traducir a clásicos latinos como Virgilio. El rumbo de la vida le llevó a trabajar como aprendiz de cirujano —empleo que abandonó pronto, en 1819, igual que hizo con el poema épico en el que estaba componiendo en aquellos día, para concentrarse en la escritura de poemas más breves —y, posteriormente, a graduare en Farmacia, oficio que ejercería solo durante dos años, antes de dedicarse por completo a la poesía y de sufrir un sinnúmero de estrecheces económicas que no hicieron sino acrecentar su maltrecha salud. Pero el poder de las palabras, «esas fuentes primitivas que emanan de lo irracional», como las calificaba Robert Graves, era un imán cuyos efectos no podía contrarrestar ni siquiera con el amor apasionado que nació entre el poeta y Fanny Brawne —del que ha quedado constancia en la copiosa correspondencia que se cruzaron, imprescindible fuente de información además para comprender, no solo la personalidad del poeta, un ser de una sensibilidad extraordinaria, sino para asistir a la evolución de su poética, llena de dudas y altibajos de confianza en sí mismo—, un amor imposible por causa de la enfermedad que aquejaba al poeta —“Bright Star”, película de Jane Campion recrea esta circunstancia de manera impecable— y que, a la postre, le condujo a trasladarse a Roma, ciudad en la que falleció. Está enterrado en Il Cimitero Accatolico de dicha ciudad, lugar que se ha convertido —al igual que la casa donde pasó sus últimos días, hoy Casa Museo Keats-Shelley, sita en la Piazza di Spagna—, en ineludible centro de peregrinaje para todos los amantes de la poesía. Sobre su lápida está inscrito su célebre epitafio: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua». Su pasión vital irrefrenable toma forma en unos versos armoniosos, de expresión exquisita e imaginativa que aspiran a la perfección, a presentar a la naturaleza como esencia de lo sensible. En la poesía de Keats no están ausentes, pese a ese deseo de abstraerse de la cotidianidad, ni el tono moral y especulativo ni los placeres sensibles, porque son pasos previos sobre los que se sustenta la idea que los da forma. Mucha controversia ha generado la alusión a lo que el poeta, en carta a sus hermanos, llamó la «capacidad negativa», esta se manifiesta: «cuando un hombre es capaz de existir en la incertidumbre, los misterios, las dudas, sin la búsqueda irritable del hecho y la razón». Quizá ha sido esta apelación a lo irracional y su, aparentemente contradictoria, defensa de una identidad creada a partir de sensaciones lo que ha desorientado a críticos y lectores. Son maneras de ver y de pensar, propias, como la ambigüedad, del lenguaje poético, más sugerente que lógico. Podemos finalizar este recordatorio con los versos que el propio Keats escribió, casi de forma profética, para Chatteron, otro poeta de muerte aún más anticipada: «¡…Qué triste suerte la tuya! / ¡Amada criatura del dolor, hijo de la miseria! / ¡Qué deprisa la nube de la muerte oscureció tus ojos, / donde brillaba el genio intensamente y el más alto debate!», traducidos de nuevo por Lorenzo Oliván.
No cabe duda de que Ariadna G. García (Madrid, 1977) se ha consolidado como una de las voces más rigurosas y personales de la poesía actual en nuestro país. Su obra, no excesivamente amplia, ha mantenido desde su primeros libros —Napalm (2001) o Apátrida (2005)— hasta Ciudad sumergida (2018) y este Sublevación un ascendente despojamiento del yo y un acendrado dominio del lenguaje que se escora cada vez más hacia el depuramiento expresivo, a la disminución de la retórica, lo que no significa necesariamente que nos encontremos frente a una poesía hermética, menos aun en este caso, como podemos comprobar a medida que avanzamos en la lectura, sino frente a una poesía conceptualmente enriquecedora. Como decía Juan Ramón Jiménez, «El poeta ha sido condenado a recrear el mundo nombrándolo», y esto les lo que pretende Araidna G. García, nombra, pero su mirada no se posa solo en lo externo, sino que lo simultanea, como una especie de gran angular, con su propia conciencia de ser. Sus versos dan la sensación de haber encontrado la medida perfecta para conseguir tal efecto: «Bajo el lodo descubro un trazado de oro. / Lo recorro despacio, con cautela. / Piso la luz sonámbula / que invoca mi destino entre las sombras / resplandecientes. / Ante mí un ancho río de música agreste, / la promesa de un tiempo sumergido, acuático, interior / para el estruendo: / mi desacato al Siglo».
En esta manera de ver, en esta perspectiva el paso del tiempo adquiere una relevancia casi trágica que se manifiesta desde el primer poema, cuyos dos últimos versos nos ponen sobre aviso del proceso de reconocimiento interior al que la lectura nos va conduciendo poema a poema: «Un destino de muerte hacia el que avanzo / en busca de mí». Paradójico destino, pero incontestable. Cuando se está más cerca de entender los mecanismos que ponen en marcha el mundo, cuando el yo está a punto de culminar esa “representación” emocional que le permite ser dueño de sí mismo, ser sujeto real, no un mero objeto presa de percepciones ajenas, el tiempo se acaba y la muerte asoma ya por las grietas del cuerpo. En medio de todo ello, está el proceso de “adiestramiento” íntimo con sus fluctuaciones: «Barranco abajo, nada. / Equivoqué el camino. / Merodeo sin rumbo / sobre ondas de limo, rodeada / por la niebla caliente. […] / Espejismo de vida. / El alma sigue seca», con la inevitable desorientación: «Busco mi centro. Giro, doblo, paso / de un corredor a otro. Cada muro / es semejante al resto. Nada cambia, / salvo la silueta de mi sombra» escribe. Para este trayecto vital plagado de anfractuosidades es importante ir bien pertrechado, y qué mejor equipamiento que el que brinda el amor («El amor, esa reliquia celeste / que nos han regalado, / respira ya muy débil»), savia de toda existencia, hasta el punto de que «Quien no ama está muerto». Sin embargo, en estos poemas, más que su presencia, prevalece, sino su ausencia total, su progresiva disolución, y utilizo este sustantivo porque parece existir cierta imposibilidad de que se fundan definitivamente los cuerpos: «¿A dónde te escondiste? / Arrebatadamente te persigo. / Porque quiero tu cuerpo / olfateo los aires. / Te busco por el fondo de las aguas», un poema que, como la misma autora informa, cuenta con el respaldo poético de san Juan de la Cruz, Blas de Otero —una combinación, la de estos dos poetas, nada extraña, sobre todo su tenemos en cuenta que el primer libro del poeta vasco se tituló Cántico espiritual—, Carlos Bousoño y José María Valverde. Sea con la ayuda del amor, o con la fortaleza que imprime su ausencia cuando se somatiza, la identidad se va consolidando. Paulatinamente, el sujeto lírico toma conciencia de los límites que no debe traspasar para mantener su integridad emocional. Por encima de las circunstancias se eleva la responsabilidad der fiel a sí mismo: «Te vuelves vulnerable si renuncias / a tu vida interior; cuando regalas / tu intimidad / y esparces / jirones de ti misma a quien comparte / tu misma forma de perder el tiempo». Más adelante, aún más fortalecida, reafirma su identidad, verdadero anclaje ante los avatares del destino: «Sé quién soy. / En el pasado puse de rodillas / a mi dragón de láminas heladas. / Y ahora que ya recuerdo mi destino, / trato de convertirlo en mi montura». Si añadimos a estos versos otros tan concluyentes como los que siguen: «No me conformo, no, con existir; / yo pretendo la vida. / Pulveriza / la mujer que fui, / y amanéceme otra» o «Salí del arrabal. Soy centinela / de mi propia montaña», vemos cómo parece alimentarlos un proceso de emponderamiento personal de origen, tal vez, juanramoniano, aunque, a diferencia del moguereño, Ariadna no lo cifra en su pulsión creativa, en el poema. El voltaje aquí se acrecienta en los actos del ser, no en el lenguaje que los representa, es decir, la escritura, en este caso, no se constituye como núcleo del pensamiento, sino solo —y ya es mucho— en su afirmación. Sublevación, el mismo título es lo suficientemente expresivo, es una especie de descargo de conciencia y, a la vez, el punto de partida para una nueva aventura vital. Muchas son las claves que subyacen en estos versos, de ahí la ambigüedad interpretativa que suscitan, por más que la propia poeta intente, en la nota final, facilitarnos la tarea desvelando algunas de ellas —queda al arbitrio del lector aprovechar o no esta información—: «Sublevación recoge símbolos de diferentes culturas: celta, ibera, griega, romana, cristiana, china, hindú… […] El uso de los eslóganes publicitarios y las referencias del cine, de los videojuegos, las series y las redes sociales sirven como denuncia de las distracciones con que nuestra sociedad impide que desarrollemos nuestro mundo interior…».
Descubrí la poesía de Joan Margarit gracias a la revista granadina “Hélice”, dirigida por Luis Muñoz, allá por el año 1995. Entonces ya escribía en catalán —recordemos que sus primeros libros, hasta “Crónica” (1975), los publicó en castellano—. Era Luis García Montero el encargado de traducir aquella pequeña muestra integrada por solo cinco poemas, suficientes como para despertar en mí voracidad lectora el deseo de seguir leyéndolo, y pude hacerlo de la mano de Antonio Jiménez Millán, que tradujo “Edad roja”, un libro escrito en la cincuentena del autor impregnado de melancolía y de conciencia de derrota ante el paso del tiempo, aunque las palabras —Margarit siempre ha tenido una confianza asombrosa en el poder salvífico de las palabras, de la poesía—, consiguieran mitigar, siquiera mínimamente, esa dolorosa sensación. Vinieron después títulos tan importantes en su trayectoria como “Estación de Francia” o “Los motivos del lobo”, traducidos, recreados, más bien, por él mismo —hábito que ya, salvo contadas ocasiones, no abandonaría—, pero, sin duda, el libro que más popularidad le granjeo fue “Joana”, un estremecedor y, sin embargo, luminoso canto de despedida de su hija, fallecida a los 31 años. Margarit consiguió con este libro algo muy difícil de lograr, escribir con la premura del instante, pero como si rememora la emoción con la serenidad que concede la distancia temporal, sin caer en el lamento lacrimógeno ni en la sensiblería, acaso porque la conexión entre vida y escritura, muy presente en toda su obra, (“La poesía —escribió— solo puede surgir de la propia vida del poeta: nunca al podrá buscar de vida al amarge”) se manifestaba aquí sin retórica, en carne viva, haciendo que Joana se convirtiera en estos poemas en una presencia viva. No trató de pagar una deuda, como sucede con muchas necrológicas, sino de entonar un canto de agradecimiento por haber compartido la existencia con un ser que fue la bondad personificada. En los últimos años Margarit publicó títulos imprescindible como ·Cálculo de estructuras”, “Casa de Misericordia” o “Se pierde la señal”, pero además nos regaló un entrañable libro de memorias de juventud, “Para tener una casa hay que ganar una guerra”. Si no lo han hecho aún, lean a Joan Margarit, porque su poesía es capaz de poner la carne de gallina hasta en las mentes menos propensas al sentimentalismo.
VERÓNICA ARANDA. COBALTO OSCURO. XVI PREMIO INTERNACIONAL DE POESÍA CIUDAD DE PAMPLONA.
CENIT EDICIONES
Verónica Aranda (Madrid, 1982) es una poeta que concentra su inspiración poética en una especie de bloques temáticos, en motivos concretos de la realidad y es a partir de dichos motivos como construye cada entrega poética. Así parece haber sucedido en títulos como “Poeta en India” (2005), “Alfama” (2009) o “Café Hafa” (2015), por ejemplo. “Cobalto oscuro”, el libro que hoy comentamos se inserta en este propósito, ya que el tema que articula la sucesión de poemas no es otro que ponderar, dar visibilidad, mediante la poesía, a la obra, siempre minusvalorada, de mujeres pintoras en un abanico temporal que va desde el año 1555 hasta 2011. La concepción de la poesía como pintura que habla y de la pintura como poesía silenciosa, atribuida a Simónides, encabeza estos versos que practican la llamada écfrasis, término griego que hace hincapié en la capacidad de recrear mediante el lenguaje ante los ojos de un lector un objeto artístico, una obra de arte, generalmente —como ocurre en los poemas de Aranda— una pintura de expresión figurativa (Filóstrato, en su libro “Eikones”, en el que describe cuadros, fue el primero en utilizar la écfrasis de modo sistemático). Esta descripción que proviene de Leo Spitzer no es, sin embargo, puramente enumerativa —el poema «Museo de Bellas Artes», de Auden, muy alegórico, es considerado el mejor poema moderno sobre una pintura, “Paisaje con la caída de Ícaro” de Brueghel—. En el desarrollo de los versos conviven también opiniones y sensaciones, filosofía e ideología junto a perspicaces comentarios sociales, como se desprende de estos versos del primer poema, «El juego del ajedrez», de Sofonisba Anquissola: «Desafiar las reglas: / jugar al ajedrez. / Toda estrategia y lógica / era exclusiva / de los hombres. / Pero las tres muchachas, / con tarjes de brocado, / mueven piezas / y posan relajadas / cerca del roble verde. / La criada es testigo». Sin llegar a alcanzar el grado de distanciamiento que propicia el monólogo dramático —perceptible en el poema «Autorretrato con collar de espinas y colibrí» (Frida Kalho), por ejemplo, esta técnica también permite, como hemos visto, a la poeta encontrar un pretexto para difundir sus propias ideas y ejercer la crítica de carácter histórico social a partir de detalles que solo una mirada predispuesta es capaz de visualizar, como ocurre con un pliego, una carta en la que la retratada, Antonietta, explica la historia de su familia: «En ese pliego que nos muestra, digna, / nos resume su errancia, / la crueldad de las cortes europeas / que los condena a ser / meros objetos de coleccionista». Vemos entonces como Verónica Aranda, además de describir lo que en el cuadro se representa, se interna en cuestiones morales, denuncia una situación, se implica de forma visible. En esto se diferencia la écfrasis del monólogo antes citado, en el que el poeta, para manifestar una opinión o expresar una idea se despoja de su yo para hablar a través de la personalidad de otro.
Por otra aparte, todos las poemas que surgen de estas pinturas responden a un mismo propósito, enmarcado en esa imparable corriente social que busca situar en un plano de igualdad la obra artística de hombres y de mujeres. Todos los esfuerzos que se hagan en ese aspecto serán pocos hasta que se consigan desterrar visiones tan lamentables como la que trasmiten estos versos: «Nuestra propia existencia es, a menudo, / carnalidad incómoda, / un desnudo imperfecto, con su abdomen caído». Pero dejando aparte los aspectos reivindicativos, “Cobalto oscuro” —el color del infinito, de los sueños y de lo maravilloso— y centrándonos en los aspectos técnicos, en su edición plantea el problema de que a algunos poemas los acompaña la imagen del cuadro y a otros muchos, no, por tanto, la dificultad de expresar la simultaneidad de la imagen con un medio discursivo como es la palabra se hace más evidente, eso sí, mitigada, como podemos ver en algunos de estos poemas, porque los versos no solo se limitan a una mera descripción de lo que aparece en el cuadro, sino que posibilitan la opción de añadir elementos que no aparecen en la obra, como vemos aquí: «Con ese verde eléctrico culmina / una década entera; / el adjetivo loco hará cortocircuito. / Cuando apague el motor, estará a punto / de irrumpir el fascismo». Se apela entonces a la cultura artística del lector, ahora bien, debemos tener en cuenta que no se trata de acaparar información —por mucha que se aporte, probablemente siempre habrá algo que quede fuera del estudio—, sino de evocar, de trasmitir emociones y esto los poemas de Verónica Aranda lo hacen con eficacia. En “Cobalto oscuro” se compagina la mirada crítica sobre una sociedad que ha mantenido oculto o, al menos, en segundo plano, el arte y la literatura femeninos, relegado al silencio y, por otra, la forma práctica de evidenciar esa anomalía, de sacarlo a la luz sin necesidad de proclamas panfletarias, con el poder íntimo pero efectivo de la exquisitez de la palabra poética.
*Reseña publicada en El Diario Montañés, 12/02/2021
JAVIER SÁNCHEZ MENÉNDEZ. NOTAS SOBRE EL SILENCIO. COL. LEVANTE. LAS ISLA DE SILTOLÁ.
Las extremas condiciones de vida que ha impuesto la pandemia han provocado numerosas reflexiones en torno a la reclusión, a la soledad, a la falta de comunicación, a los efectos de la enfermedad. Muchos son los que han escrito sobre ello, bien llevando un diario, bien novelando la situación o incluso en verso. Unos han optado por publicar dichos textos de forma inmediata, en blogs y en publicaciones periódicas, tanto digitales como en papel. Notas sobre el silencio, el volumen del poeta y ensayista Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, 1964), recoge los textos escritos desde el 15 de marzo hasta el 22 de junio del pasado año, un tiempo en el que el autor ha percibido de forma especial el silencio, la música del silencio a la que hace alusión el escritor Avelino Fierro. Los textos no están fechados, y no resulta necesario, porque Sánchez Menéndez no detalla lo anecdótico, sus textos divagan, reflexionan sobre sensaciones, y la sensación más poderosa que le embarga es la de sentirse envuelto en una especie de manto de silencio: «Morir por las ideas es la mejor manera de sobrevivir en silencio», escribe en el texto correspondiente al día 1, que finaliza con esta frase de factura aforística —cada una de las entradas de este diario finaliza con una reflexión de este calibre—: «El silencio es nuestro instinto de supervivencia». El silencio interior actúa como remedio a tanto ruido externo, el silencio es necesario para analizar lo que ocurre atendiendo solo a lo sustancial, no a los cambios de rumbo provocados por la improvisación, por la ignorancia, cuando no por la mala fe. «Nos hemos contagiado todos, lo hemos hecho de amargura, de impotencia, de irresponsabilidad», escribe nuestro autor, quien se vale en numerosas ocasiones de textos ajenos que, de una forma u otra, avalan su discurso. El Quijote es utilizado en varias ocasiones, algo que, por otra parte, s un constante en sus escritos, pero también Montaigne, Cioran, Hermann Broch, Homero, Mörike, Pound, Quevedo y otro largo etcétera, autores que no resulta difícil deducir, han acompañado a Javier Sánchez Menéndez, durante los días de confinamiento: «Hoy, vivir no es ser, es estar, simplemente estar y parecer. Es como si naciéramos ya muertos, y nuestro paso por la existencia fuera solo un transcurso obligado. Nacemos ya difuntos», escribe el día 81. Hay que hacer mención, para realizar una lectura coherente del libro, que los días están dispuestos en orden inverso. Los primeros días se recogen textos escritos bajo dígitos muy simbólicos: «Día 616», símbolo del equilibrio, del que extraemos este párrafo que busca en la contradicción afirmar su idea: «El silencio habla, alto y claro. Su palabra se adhiere al recipiente donde se aloja la materia carbonosa, esta que se quema con dificultad por el ázoe, la no vida que contiene»; «Día 666», el número del diablo: «Hay un camino que conduce a los infiernos, pero hay otro que nos lleva a allá, donde se puede escuchar hasta el silencio» y el «Día 999», o número del ángel, del que reproducimos este significativo párrafo: «Podemos suprimir el sentido de lo posible, pero si se pierde el sentido del ritmo y el sentido del todo, se acaba perdiendo la dulzura» y esto tiene enormes repercusiones porque, como dice el último aforismo del libro, «No hay más dioses que nuestra propia dulzura». Notas sobre el silencio —«El silencio, escribió Adrienne Rich, puede ser un plan / rigurosamente ejecutado // el proyecto de una vida// Es una presencia Tiene historia forma // No hay que confundirlo / con cualquier tipo de ausencia»—supone un paso más, si no de forma directa sí adyacente, en ese proyecto de carácter filosófico que ha emprendido Javier Sánchez Menéndez bajo el titulo de Fábula. Un paso más en su elogiable intento de comprender el mundo que, en muchos momentos, le resulta incomprensible y ajeno.