BLAS DE OTERO: «GRACIAS POR PERDURAR»*
Abarcar la complejidad de la poesía de Blas de Otero en un espacio como el presente, un texto que debe ser leído en poco más de diez minutos, sería una temeridad e, incluso, una falta de respeto a la obra y a la figura del poeta en la que pretendo no caer, por eso, tras un somero repaso a su bibliografía y a algunos de los rasgos que, según la crítica especializada, definen y singularizan su poética, pondré el énfasis en una de las cuestiones que le atormentaron con mayor intensidad, un tema también a que a mí me ha preocupado, y sigue haciéndolo, con similar énfasis desde que comencé a escribir poesía. Estoy hablando de la indagación sobre el propio proceso de la escritura, de lo que convenimos en llamar la función metaligüística del lenguaje, es decir, el poema que reflexiona sobre la creación del poema, la metapoética, en suma.
Pero vayamos a la bibliografía. Blas de Otero nació en Bilbao en 1916 y su infancia transcurrió entre esta ciudad y la capital del reino. Será en Madrid donde curse los estudios de bachillerato y, posteriormente, la licenciatura de Derecho, carrera que no llegó a ejercer sino muy tangencialmente. Estudió también Filosofía y Letras, pero no llegó a terminarla. Las vicisitudes biográficas son siempre relevantes, aunque se lleve una vida sedentaria, anodina. Blas de Otero fue un hombre viajero desde muy joven. Tras pasar un periodo impartiendo clases en Bilbao, se traslada a Barcelona. Cruzó el Atlántico. Contrajo matrimonio en Cuba. Residió en París y viajó por los cuatro puntos cardinales de esta España que tanto cantó. Pero más que los datos biográficos, lo que nos interesa ahora es comprobar la evolución de su proceso creativo, un proceso que comienza con la publicación de Cuatro poemas (1941), continúa con Canto Espiritual (1942), un modesto cuadernillo en el que homenaje a Juan de la Cruz, y unos poemas en la revista Escorial en 1943. En todos ellos predomina el tono religioso. «La vuelta a Dios, sincera o no —que de todo habría—, era un portillo de escape por donde podían salir vivencias del poeta inexpresables sin la envoltura religiosa», escribe Alarcos Llorach.[1] Tras estas primeras tentativas, de las que posteriormente renegará, sufre una transformación radical en su escritura, a lo que no es ajena la publicación de Hijos de la ira (1944) de Dámaso Alonso, un libro que supuso la ruptura con la poesía formalista y complaciente de los primeros años de la postguerra. Dentro de este tono de poesía «desarraigada», de «auténtica inspiración humana», como decía Vallejo, podemos encuadrar libros como Ángel fieramente humano (1950) y Redoble de conciencia (1951), refundidos posteriormente —con la inclusión de más de cuarenta poemas que pertenecían a títulos como Complemento directo y Edición de madrugada, nunca publicados de forma exenta—, en Ancia (1958). La poesía abandona el yo lírico, el yo del «dolor desgarrante», como lo llamaba Eliot, para centrarse en un nosotros que se compromete con los conflictos de la comunidad, que se solidariza con los problemas de la «inmensa mayoría». Citamos de nuevo a Alarcos: «La primera cuestión es el yo, luego el yo y el tú, finalmente el nosotros —todos los hombres, o bien la parcela de humanidad asociada a nuestro terruño—». [2] En ese intervalo publica Pido la paz y la palabra (Colección Cantalapiedra, 1955), un título emblemático dentro de lo que se ha denominado como “poesía social” (Conocemos los pormenores de la edición gracias al estudio del profesor Julio Neira: Correspondencia sobre la edición de Pido la paz y la palabra. Hiperión, 1987). En castellano, su siguiente libro se publica en París en 1960 por problemas con la censura del Régimen. Que trata de España (1964) se publica también en París. «Creo en la poesía social, a condición de que el poeta —el hombre— sienta estos temas con la misma sinceridad y la misma fuerza que los tradicionales», expresa Blas de Otero en una entrevista.
De 1970 datan los títulos Mientras e Historias fingidas y verdaderas, un libro de prosas líricas. El impulso combativo se ha ido atenuando y se percibe ya cierta resignación teñida de melancolía y desencanto, quizá achacables a la enfermedad que le aqueja. Mientras tanto, se suceden las antologías de su obra: Esto no es un libro (1963), Expresión y reunión (1969), País (1971), Verso y prosa (1974), Poesía con nombres (1977), Todos mis sonetos (1977) o, después de su fallecimiento, Mediobiografía (1997). En todas ellas se incluyen poemas de libros que el poeta anuncia pero que no llegan a ver la luz, entre ellos Hojas de Madrid con La galerna, editado finalmente en 2010[3] y que constituye un monumental testamento poético (Comienza con ese poema estremecedor titulado «Cojeando un poco», del que extraigo estos versos: «En una clínica./ Recién operado en una clínica,/ fumo, me peino, pienso/ en nada»». Será, precisamente, en este último libro en el que nos apoyaremos para respaldar la tesis que intentamos desarrollar: la lucha encarnizada entre el poeta y el lenguaje, entre vida y poesía, aunque dicha batalla comenzara casi a la par que sus primeros poemas, como se puede comprobar, por ejemplo, en el poema “Cartilla (poética)” del libro Que trata de España, del que entresaco varios versos sueltos: “La poesía tiene sus derechos”, “La poesía crea las palabras”, “La poesía exige ser sinceros”, “La poesía atañe a lo esencial/ del ser”, para concluir con una reflexión que despeja cualquier duda al respecto: “Pero yo no he venido a ver el cielo,/ te advierto. Lo esencial/ es la existencia; la conciencia/ de estar/ en esta clase o en la otra.// es un deber elemental”. La unidad poética de Blas de Otero, que no el inmovilismo estético, será, a la postre, no un lastre, sino una de sus mayores virtudes.
A pesar del tono melancólico y desencantado que predomina en Hojas de Madrid con La galerna, no escasean los momentos de esperanza (recuerden que vamos a centrarnos exclusivamente en la cuestión metalingüística), como podemos comprobar en el poema «Habrá poesía», en el que deposita su confianza en la permanencia de la poesía no en grandes acontecimientos o en emociones irracionales (el amor, muchas veces, lo es), sino en asuntos y situaciones cotidianos: «[Habrá poesía] Mientras escribo a mi madre una de mis últimas cartas, ignoro si por la proximidad de mi muerte o el tiempo que le reste de vida». Otro poema que incide en la relación de la poesía con las cosas humildes de la vida rutinaria es el titulado «Tiempo de poemas», cuyos versos finales dicen así: «Y, sobre todo, la poesía son los poemas/ y los poemas, como ya he dicho en alguna ocasión, es una de tantas cosas que hace el hombre sobre la tierra». Como vemos, la correspondencia entre el lenguaje empleado y lo que se quiere trasmitir es perfecta. Palabras comunes para describir un acto tan rutinario como levantar un muro o podar un árbol. Si hay alguna clase de metafísica en estos poemas, seguramente se encuentra en un estadio superior a la de la intención del poeta, porque, para Blas de Otero, la poesía es muchas cosas, pero, fundamentalmente «es una silla/ donde sentarme frente al crepúsculo».
Todos hemos escuchado o leído alguna vez estos famosos versos del poema de Fernando Pessoa «Autopsicografía»: «El poeta es un fingidor./ Finge tan completamente/ que hasta finge que es dolor/ el dolor que de verdad siente». Pues bien, el poema «Historias fingidas y verdaderas» de Otero, abunda en la misma idea, aunque no nos consta que la influencia haya sido directa: «Estas historias que se acercan tanto/ a la verdad, son puro fingimiento:/ no ostentan otro firme fundamento/ que la verdad que veo y toco en cuanto// escribo y finjo que soñé: vi tanto,/ tanta realidad se llevó el viento,/ que imaginé ya fútil aspaviento/ vida, sueño, verdad, historia, espanto». Una opción esta de reivindicar la ficción por encima de la realidad —tal vez porque, como dice en otro verso, «la realidad desborda»— que se ve desmentida en otro poema, «Echar mis versos del alma», en el que escribe versos como estos: «¿Qué vas a escribir? Detén/ la mano en el aire. Tira/ fuerte de la rienda. Ten/ cuidado con la mentira.// Recoge tu soledad,/ concéntrate. Ten valor/ para decir la verdad,/ aunque te cause dolor». Como vemos, la reflexión sobre lo que es o deja de ser la poesía se traslada ahora al coto de la escritura, en la que ahonda con mayor profundidad en poemas como el titulado «Un día», del que copio la segunda estrofa: «Escribir, inventar, hablar: contar/ lo que me pasa, lo que he vivido, todo/ lo que me envuelve como el aire hermoso./ Yo soy un hombre mudo que habla mucho», idea esta que se refuerza en la primera estrofa del poema «El labio con que escribo»: «Si escribo, es por hablar. Abro la puerta/ y aguardo a un hombre, una mujer. Y escribo/ hablándoles despacio, como amigo./ El gesto, lento; y la palabra, cierta». Quizá el mejor resumen de su poética, más que en ningún otro poema ( y son muchos los que nos dan pistas sobre ello), se encuentre en estos versos pertenecientes al poema «Elegía a Rilke»: «Todo poeta es terrible. Mas, sobre todo, terrible es no haber vivido,/ después de nacer en Praga. Ser sólo una página en blanco,/ extendida hasta 1926, en una tumba en Valais./ Porque vivir no es únicamente soñar y meditar/ y trazar bellas imágenes en el aire. / No es merodear, recorrer, escarbar el propio espíritu/ con dedos de seda, niebla o pétalo./ Porque todo poeta es terrible cuando ha vivido y amado y odiado intensamente,/ y escribe con todo el cuerpo, hermosa y horrorosamente,/ mas con ternura y estremecimiento». Por supuesto, al resaltar este aspecto de su poesía, no estamos defendiendo una determinada concepción del hecho poético; ni la que reflejan estos versos, ni otras más interesadas en una retórica cargada de abstracciones y «merodeos a través del símbolo», porque, como afirma Cioran (*) «Que la poesía deba ser accesible o hermética, eficaz o gratuita, ese es un problema secundario. Ejercicio o revelación, qué más da. Sólo le pedimos, por nuestra parte, que nos libere de la presión, de los tormentos del discurso. Si lo logra, constituye, por un momento, nuestra salvación». (Citar en este artículo a Cioran no es gratuito. Existe un hilo que vincula la figura de Otero y la de Cioran por encima de ciertas proximidades estéticas y morales, y no es otro que la figura de Manuel Arce, el cual actuó desde la galería de arte Sur, que regentó durante tantos años, de valedor de ambos en la aldeana sociedad santanderina de la década de los cincuenta del pasado siglo).
Por tanto, como decíamos, sí podemos afirmar que, por encima de guerras estéticas y de planteamientos maximalistas, esta opción resulta absolutamente legítima cuando se trata de denunciar la lamentable situación de nuestra sociedad, porque creemos firmemente en la vigencia del compromiso del poeta, un compromiso que encuentre en la vocación la primera de sus propiedades, un compromiso con la poesía, con el lenguaje. Devendrá entonces, a partir de esta premisa, el compromiso con la realidad en la que vive, y no a la inversa, como piensan algunos con cierta propensión corporativa y de militancia, sea ésta del tipo que sea. Citamos de nuevo a Cioran: «El vacío que vislumbramos en el fondo de las palabras evoca el que captamos en el fondo de las cosas: dos percepciones, dos experiencias en las que se opera la disyunción entre objetos y símbolos, entre la realidad y los signos» Escribir, por tanto, desde su singularidad con rigor, con humildad y con respeto por la palabra; escribir, decía Eliot, «De motivos revelados muy tarde y la conciencia/ de cosas mal hechas y hechas para el daño de los demás» como hizo Blas de Otero, es la forma más intensa de reconocerse a sí mismo en el rostro de los otros.
[1] ALARCOS LLORACH, EMILIO. Blas de Otero. Ediciones Nobel, S.A. Oviedo, 1996
[2]Ibid.
[3] OTERO, BLAS DE. Hojas de Madrid con La galerna. Edición de Sabina de la Cruz y Mario Hernández. Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores. Barcelona, 2010
*TEXTO LEÍDO EN EL ATENEO DE SANTANDER EL 5 DE JULIO DE 2016.