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Archivos mensuales: diciembre 2018

FERNANDO PESSOA. EL POETA ES UN FINGIDOR. ANTOLOGÍA POÉTICA*

31 lunes Dic 2018

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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FERNANDO PESSOA. EL POETA ES UN FINGIDOR. ANTOLOGÍA POÉTICA. EDICIÓN BILINGÜE DE ÁNGEL CRESPO. CÁTEDRA. LETRAS UNIVERSALES.

Que la figura y la obra de Fernando Pessoa (1888-1935) no ha perdido actualidad en el mercado literario español, sino todo lo contrario, desde el ya lejano 1982, cuando se publicó la primera edición de la presente antología, lo confirman las innumerables ediciones de sus obras que se han publicado en español desde entonces, de las que da cuenta —aunque no de manera exhaustiva porque el recuento finaliza en 2017 y excluye, por tanto, lo publicado en 2018— la Bibliografía que se incluye al final del prólogo del poeta Ángel Crespo, el introductor más adelantado y perseverante de cuantos se han ocupado de la obra del poeta portugués. No podemos ignorar que a esta antología la precedieron otras traducciones como Poemas de Alberto Caeiro (1957) o Seis poemas de Fernando Pessoa y sus heterónimos (1959). Además, Ángel Crespo tradujo el Libro del desasosiego solo dos años después, en 1984 y publicó en 1988 La vida plural de Fernando Pessoa.

     La introducción que Ángel Crespo (1926-1995) —a él se deben también, entre otras traducciones, varias antologías de la poesía brasileña y portuguesa, la de la Divina comedia de Dante o el Cancionero de Petrarca— escribió para El poeta es un fingidor mostró, quizá de forma excesivamente escorada, la importancia del esoterismo en la construcción literaria de Fernando Pessoa y sus heterónimos («Nuestro poeta —afirma Crespo, consideraba a sus heterónimos como poetas tan independientes de su propia personalidad que llegó a crearles unas biografías, absolutamente verosímiles si se ponen en conexión con los versos que atribuyó a cada uno de ellos»), aunque también ofreció una imagen que, tal vez, se ha minusvalorado posteriormente, la de un analista político riguroso con ciertas ideas de carácter imperialista no siempre en buena sintonía con los principios de la democracia. Recordemos la profecía del Supra-Camoens literario y el advenimiento del Quinto Imperio («un resurgimiento asombroso, un periodo de creación literaria y social como pocos ha habido en el mundo»). En cualquier caso, y aunque los sucesivos estudios sobre Pessoa hayan perfilado una personalidad mucho más ambigüa y contradictoria, no cabe duda alguna de que Ángel Crespo supo valorar la grandeza del proyecto poético de Pessoa como nadie en nuestro país lo había hecho hasta entonces.

     La diferencia fundamental entre la edición original y la reedición es que esta última ofrece la selección de los poemas de Alberto Caeiro, de Ricardo Reis, de Álvaro de Campos y de Fernando Pessoa como tal, en versión bilingüe. El prólogo y las notas de Ángel Crespo se han respetado escrupulosamente, pero hay algunas otras diferencias, de menor importancia, si se quiere, como la supresión del poema dramático O marinhero y los fragmentos de la «tragedia subjetiva» titulada Fausto. Ignacio García Crespo, el responsable de esta edición actualizada nos informa de que «El apartado bibliográfico aparece ampliado y actualizado con una selección de las traducciones y estudios pessoanos más destacados publicados en los últimos años en el ámbito hispánico» (Al respecto diremos que está a punto de aparecer un nuevo estudio sobre el Libro del desasosiego titulado Fernando Pessoa: el misántropo desdeñoso, publicado por la remozada editorial Libros del aire.

     La antología propiamente dicha recoge, con amplitud suficiente para el lector que se acerque por primera vez a la obra de Pessoa, una selección de Fernando Pessoa, de sus libros Cancionero (1909-1935) y Mensaje ((1913-1934), el único libro de poesía en portugués publicado por su autor, El guardador de rebaños (1911-1912) y Poemas inconjuntos (1913-1915) de Albero Caeiro, Odas (1914-1934) de Ricardo Reis y Poesías (1914-1935) de Álvaro de Campos. «En la selección de los poemas a traducir —escribe Crespo— me he atenido a un criterio de naturaleza estética en la inmensa mayoría de los casos […] presidido por un deseo de claridad y orden, difícil y arriesgado de imponer a una obra que su autor dejó organizada solo a medias». No cabe duda de que abrir la tapa de ese baúl lleno de gente que legó a las generaciones futura Fernando Pessoa supone internarse en un complejo mundo en que se mezclan la poesía y la biografía («Los poetas —escribe Octavio Paz sobre Pessoa, de quien tuvo noticia por primera vez, según confesión propia, en París en 1958— no tienen biografía. Su obra es su biografía […] Nada en su vida es sorprendente —nada, salvo sus poemas») y en el que no resulta fácil dilucidar lo verdadero de lo verosímil. Solo desde una devoción y un entusiasmo como el que Ángel Crespo manifestó siempre por la obra del portugués podía emprenderse una tarea tan impagable como esta, a la que damos de nuevo la bienvenida en la confianza de que encontrará el público que se merece.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, el 28/12/2018

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MELCHOR LÓPEZ. SEGÚN LA LUZ*

27 jueves Dic 2018

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MELCHOR LÓPEZ. SEGÚN LA LUZ. COLECCIÓN POESÍA. EDITORIAL TREA

En un fragmento, el número II, de la poética que precede a sus poemas en la antología La otra joven poesía española, publicada en 2003, Melchor López (Tenerife, 1965) escribía: «El mundo y sus geografías en verdad solo se ofrecen, solo se entregan, acaso, a la mirada del viajero, del otro, a su ojo desacostumbrado». A pesar de los años transcurridos, no disuena esta afirmación de lo manifestado recientemente en una entrevista realizada por Francisco León para www.elcuadernodigital.com. De Según la luz, por otra parte, su autor nos dice que es «Una compilación de los cuadernos que he escrito a lo largo de más de veinte años de práctica viajera», pero intuimos, además, que la experiencia viajera y una manera de ver predispuesta al asombro, como vamos a comprobar, transforma por completo al protagonista, lo convierte en otro distinto de quien inició el periplo.

     El libro está dividido en dos partes y, cada una de ellas, en sucesivos cuadernos ordenados cronológicamente. El «Cuaderno marroquí» comprende los años 1993-1994. El viajero se interna en una geografía que, aunque cercana espacialmente, no deja de resultarle extraña: «Enjutas / casas de barro, / caminantes solitarios, / pedregales exhaustos / uncidos / al sol» Las gentes que habitan el lugar, hospitalarios pero expertos en aprovecharse del despistado, provocan «nuestra desconfianza de turistas esquilmados». Sin embargo, a veces el viaje sirve para constatar las virtudes del sedentario, ese que solo necesita «Una mesa para escribir. / Un lavabo para el aseo. / Un armario para la ropa. / Una ventana que se abre a la calle / por donde me asomo a mirar / al mendigo que escoge en la basura, / al azor al acecho en los tejados» para recorrer el mundo.

     El «Cuaderno inglés» nace de un viaje a Gran Bretaña en 1996. El contraste entre la isla de partida y la de llegada es notorio. Es esta última una tierra poblada por multitud de razas, un tierra de aluvión que se enriquece con la semilla del extranjero: «Yo vengo a fecundar tu tierra estéril, / a infundirle vigor a sus raíces». El viaje da lugar a poemas de distinto signo: melancólico en «Un cementerio», amoroso en «Alba segunda», cuyos ecos románticos apreciamos en estos versos: «Se ahora para mí la más bella muerta que haya muerto tan joven, con la muerte en los ojos, con la vida en tu pelo, en victoria contra el tiempo».

     Pocas dudas caben sobre la posibilidad de que el paisaje determine la escritura o, al menos, eso nos sugieren los poemas de «Cuaderno de la isla de La Gomera». Veamos el poema «Paisaje del lugar»: «Con tres / o cuatro rocas / se compone / aquí / un paisaje. // con tres / o cuatro rocas. / Y una palmera. // Con tres o cuatro rocas / y una palmera / se compone un paisaje. / O un poema», un poema que nos recuerda por su esencialidad —y por la indagación metapoética que subyace— al primer Sánchez Robayna. La desnudez de la isla parece ir pareja a la desnudez del lenguaje, algo que también se percibe en varios de los poemas del siguiente cuaderno, el de la isla de El Hierro, destino del viaje realizado en 1997. Lejos de imaginar la frondosidad tropical, este lenguaje remite a la sobriedad, a la aridez, a lo inacabado: «Era una tierra aún en formación. / Era un mundo sin dios o dioses. / Las islas emergían. / las costas se alejaban». Como decimos, la geografía condiciona el lenguaje, pero también al pensamiento, que se interna por los laberintos de la metafísica y la ontología —la huella de María Zambrano parece estar suficientemente nítida—, hasta el punto de que, después de afirmar que «Este es el mar del fin del mundo», concluye que «Nada / hay mas allá. Aquí / acaba todo. / Detrás del horizonte / no espera otro horizonte».

     El «Libro segundo» está integrado por varios cuadernos, el «Cuaderno portugués», fruto, suponemos, de sendos viajes realizados en 2007 y 2008. Lo elegíaco se impone, como en los poemas leídos hasta ahora, sin embargo, hay algún atisbo de que la gratitud y lo hímnico comienzan a tomar sus posiciones. En el poema «La paz, en Braga» hay versos que lo confirman: «… Debió ser por todo esto por lo que me asaltó la paz en Braga. Debió ser por todo esto, y por algo más, algo irreductible al conocimiento. Por lo que la paz, insospechadamente, me asaltó en Braga; la paz que apaciguó durante unas horas mi exaltado espíritu y me hizo estar en conformidad con todo: con dios, el mundo y los hombres, este mundo que creó un dios y que destruyen los hombres, los hombres que son y no son de dios», versos que nos sitúan en la estela de Rilke, sin ir más lejos.

     Otro tanto ocurre en el «Cuaderno de Granada». La belleza consigue hacer olvidar el drama cotidiano de un vivir en conflicto. La belleza, ha escrito José Mateos, «no reside en la naturaleza ni en los objetos, no es un atributo de la materia. La belleza es, más bien, la manifestación en la materia y algo que desconocemos». La belleza, al menos en su concepto clásico, justifica la existencia, como sabían tantos artistas que consagraron su vida a reflejarla. «Y tuvo aquí —escribe Melchor López contemplando el Generalife—, igual que otros viajeros antes, / ganas de vida; ya no quiso, / entre tanta belleza, morir, no. // No, si era para siempre». Por supuesto, lo elegíaco no ha desaparecido, no puede hacerlo si se tiene conciencia de la fragilidad existencial, de lo efímero de todo propósito humano. Uno de los mejores poemas del libro, «La elegía del bosque de las cenizas», así lo testifica, pero el dolor que provoca la pérdida es un dolor asumido, nada estridente. La muerte forma parte de la vida, por eso el poeta escribe: «No he venido hasta aquí para llorar. / He venido, acaso, para llevar a cabo / un íntimo homenaje a un padre / por el hecho de haber vivido / en el dolor que talla la medida / de toda vida humana en esta tierra».

   Según la luz finaliza con dos cuadernos, el de Lisboa y el de las Azores, correspondientes a los viajes más recientes, 2013 y 2015, respectivamente. No hay variaciones sustanciales en ellos, si acaso el verso se estira, se vuelve más narrativo y las descripciones son más minuciosas, pero la capacidad de asombro sigue intacta. Melchor López no puede vivir sin la belleza y la busca tanto en lo manido y habitual, sobre lo que él lanza una mirada desprejuiciada, como en sus formas más insospechadas. A mi me gusta esta poesía, esta manera de vivir y de mirar el mundo —como me ocurre, por ejemplo, con la de Álvaro Valverde o Fermín Herrero— porque me identifico con su ambición simbólica y con su reflexión afectiva, pero he de confesar que no aprecio, como defienden algunos críticos, esa tan afamada radicalidad en su apuesta estética. Antes al contrario, creo que su mirada está anclada en una tradición de poesía que combina magistralmente la contemplación con la fluidez del pensamiento, que hunde sus raíces en Lucrecio y en Horacio y llega hasta poetas de ahora mismo como Antonio Cabrera o Jesús Aguado, entre otros.

*https://elcuadernodigital.com/2018/12/27/melchor-lopez-segun-la-luz/

JOSÉ CARLOS DÍAZ. CANTATA DE LOS DÍAS TASADOS.

24 lunes Dic 2018

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JOSÉ CARLOS DÍAZ. CANTATA DE LOS DÍAS TASADOS. PREMIO XV CERTAMEN POÉTICO RAMÓN DE CAMPOAMOR. ILMO. AYUNTAMIENTO DE NAVIA

José Carlos Díaz (Gijón, 1962) es miembro fundador del Grupo Poético Cálamo, allá por 1984, un proyecto poético que sigue fiel a sus principios y que agrupa a un buen número de excelentes poetas como Nacho González o Emilio Amor, por ejemplo. Su dedicación a la escritura la divide entre la prosa —ha publicado libros como Vísperas de nada (Premio de Novela Castillo-Puche), Aunque Blanche no me acompañe (Premio de Novela Salvador Aguilar) o Letras canallas (Premio de Novela Ciudad de Noega), además de frecuentar la escritura de relatos— y el verso — en libros como Velar la arena, La ciudad y las islas, Contra la oscuridad y Convalecencia en Remior—. Con Cantata de los días tasados obtuvo el Premio de Poesía Ramón de Campoamor en 2017. El libro, de una extensión reducida, está dividido tipográficamente en dos partes. En primer lugar, nos encontramos con el «Recitado», una sucesión de cantos en prosa que, como en las cantatas religiosas, deben cantar los feligreses (los lectores, en este caso) como acompañamiento al oficio, y que posen una clara intención alegórica. Por otra parte, están los poemas propiamente dichos en los que se aprecia, desde el inicio, una indagación de carácter metapoético, tan de actualidad: «Las palabras que elija finalmente, / lo que ellas cuenten de mí y de los míos, / del mundo en el que existo y moriré, / serán la cicatriz de esos muñones / y la apariencia de mis restos», escribe en el primer poema. En el segundo, titulado «Madre», se invoca a la palabra de nuevo: «y que las palabras hablen / de cuanto cargáis / sobre los hombros de mi sombra». Entre ambos discursos, el lírico y el recitativo , se va estableciendo una simbiosis argumental: la cobardía del ser humano, el amor cono fuerza redentora, la iluminación cognitiva, el poder sanador de la lectura («Leer para levantar luego / la vista de las páginas leídas / y ver mucho más de lo que la mirada alcanza»), el paso del tiempo («La única verdad son sus cenizas [del tiempo]) y la sensación de fugacidad y merma física («Empiezas a tener / la exacta edad de las renuncias», escribe José Carlos Díaz en el poema «Días contados»). El libro finaliza con el «Recitado final» en el que se reza por una vida nueva en la que el dolor y la culpa no existan, es decir, en la que la fe gobierne la realidad, y con el poema «Reencarnación», cuyo andamiaje semántico se presenta tan débil que no nos trasmite confianza alguna en tal posibilidad. La muerte ha pasado a ser algo real, por eso nos parece un estímulo insuficiente para abandonar el infierno o, en el mejor de los casos, el purgatorio, regresar a un presente, sobre todo si hacemos caso al presente que se ha descrito en los poemas precedentes, tan poco atractivo, aunque, claro es, el autor tiene la necesaria potestad para girar la rueda de la fortuna y detenerla en el lugar que desee. Algunos lectores, quizá más ambiciosos, hubieran escogido seguramente otra época con mayores pretensiones.

ANTONIO GRACIA. CÁNTICO ERÓTICO*

21 viernes Dic 2018

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ANTONIO GRACIA. CÁNTICO ERÓTICO. COL. SIGNOS. HUERGA Y FIERRO EDITORES.

Un título con tantas connotaciones como Cántico erótico no puede dejar indiferente a nadie. El Cántico espiritual de san Juan de la Cruz nos viene a la mente de inmediato y resulta del todo probable que Antonio Gracia (Bigastro. Alicantes, 1946) lo haya tenido como referente, aunque haya sido con un sentido paródico, más que reverencial, no en vano se ha hablado hasta la saciedad de esa pasión carnal que subyace en los versos del santo. De alguna forma, Antonio Gracia desea provocar cierto desconcierto o, quizá, más que provocar, lo que intenta es jugar una partida cuyas cartas han sido marcadas por su propia mano. En el prólogo el poeta nos ofrece algunas consignas que no conviene soslayar: «Así, quise que mi escritura —escribe Gracia— fuese voluntariamente hímnica. Desde el origen de la eternidad somos hijos del eros y del tánatos; pero solo el amor nos da luz. Por eso este librito empezó siendo un canto, aunque fue, progresivamente, a mi pesar, derivando en un planto. Tal vez porque ya ni la voluntad nos pertenece. Distracciones simplistas de mi pluma son estos poemillas, misivas piropeantes a una dama». Solo el amor nos da luz, dice, como si se tratara de un poeta renacentista que busca en el amor carnal una forma de acceder a la perfección y, por ende, a la cima de la divinidad, algo que queda manifiesto en el poema «La perfección» que, por su brevedad, reproducimos completo: «Amada mía: ¿sientes / tú, como yo, cuando te beso / o entro en ti, que hay un Dios, / que una divinidad nos acompaña / y se estremece y brinca el Universo?». Por otra parte, percibimos un notorio afán de rebajar la intención de estos poemas que tienen, como se verá, muy poco de poemillas. Lo que ignoramos es la razón de esa minusvaloración, sobre todo viniendo de un poeta como Antonio Gracia, que con tanto rigor ha ejercido siempre su oficio de poeta y que es autor de mas de dos decenas de libros de poesía, algunos tan importantes como Reconstrucción de un diario (2001), Devastaciones, sueños (2005), Bajo el signo de Eros (2013) o Lejos de toda furia (2015). Si hacemos caso a las palabras de Gracia, Cántico erótico fue escrito a la par que otro de su libros, La muerte universal (2013), publicado en la misma editorial que este, Huerga y Fierro, lo que nos lleva a pensar que han dormitado en el cajón durante más de cinco años, un tiempo más que suficiente para que hayan madurado y para que su fermentación destile el mejor zumo.

     No es infrecuente encontrar en la poesía de Antonio Gracia motivos de carácter sensual, los cuales suelen estar vinculado al tópico de carpe diem (el poema «Carpe Diem» lo deja bien claro: «Yo, sin embargo, sé / que el instante lo maravilla todo / con su fugacidad interminable / y su estallido inextinguible»), por eso no conviene minimizar el alcance de estos poemas y relegarlos, como el propio poeta nos da a entender, al producto de un desatino más o menos temporal y, echando mano de unas palabras de Fray Luis de León, calificarlas de «obrecillas que se me cayeron de las manos».

     En cualquier caso, Cántico erótico, está dividido en tres secciones: «El himno», «Fugacidad» y «El desencuentro». En la primera parte, la que canta el poder del amor y la fuerza invencible del cuerpo, capaces ambos de transformar la realidad y de hacer del bendecido un ser otro. El poeta busca un correlación entre la pasión arrebatadora y una naturaleza violenta, la del mar golpeando furiosa contra las rocas («Mira cómo se estrellan en las rocas / las olas: de igual modo nuestros cuerpos / chocan y se golpean entre espumas / de esperma y de sudor»), o plácida, la de ese mismo mar besando la arena de la playa, según dicte el momento («Qué paz y suavidad esta delicia / de gozar el edén sin comprenderlo».

   La segunda parte, «Fugacidad», es una meditación filosófica sobre el paso del tiempo, sobre esa inexorabilidad que el amor solo encubre momentáneamente, sin logra, a la postre, liberarnos de la condena: «Nacemos y morimos, y entretanto / se nos pasa la vida tratando de entenderla / en lugar de vivirla». La naturaleza sigue estando muy presente en estos poemas. El horizonte, un tilo, el viento, los pájaros, el mar, el viento, las dunas producen tranquilidad emocional, pero para galopar seguro en ese caballo que es el tiempo es preciso lograr una conjunción entre amor y deseo: «Te abrazo y siento el universo amado / que fluye por tu cuerpo, cada célula / mordida, erotizada; y nos dormimos / dentro del firmamento de la cópula». La confianza desmedida en el amor como escudo contra el fracaso vital y contra el tiempo resulta, a veces, un tanto pueril, decimonónica, propia casi de una canción de moda: «… y que te amo / con la fuerza del mar: mi corazón», algo que lastra el poemario y que sorprende en un poeta tan exigente como Antonio Gracia, porque en otros poemas, y es norma general, como «La redentora», si consigue trascender el acto cotidiano del enamoramiento para elevarlo a misiones de carácter más metafísico, como pretendieron Dante y Petrarca («Tú me salvas de mí, de mis demonios. / No me digas que no puedo soñarte / como divinidad de mi universo»), antecedentes de ese Renacimiento del que hablábamos antes, pero un tanto fuera de lugar en la actualidad si no se hace con cierta ironía. Acaso convendría que la furia de ese «volcán interior que se derrama / en palabras y versos»se aplacase, antes de dejarlo fluir sin control, con reflexión y pautas de silencio.

     Después de este desafío a lo fugaz a través del deseo y del amor, llega «El desencuentro», la sección más breve del libro. Pese a que de «aquella historia / solo queda el dolor de su extinción / y unos pocos poemas que lo alivian», en varios de los poemas que lo integran, y en este último verso citado, sigue presente el convencimiento de la capacidad reparadora del amor: «Y solamente / la sombra de la muerte romperá / la unión que nos convierte en uno», pero versos como este no pueden ocultar que ese enaltecimiento desmedido es el preludio de un fin que se sabe próximo, en la justa curva de la vida, de ahí que el libro, un libro intenso pero sobrado, quizá, de un entusiasmo adolescente que no concuerda con la voz que preferimos de nuestro poeta, finalice con este poema: «Epitafio en la arena»: «Encontrar un lugar apacible / junto a un lago, un ciprés, una luz / —o una cóncava gruta traslúcida— / y morir en la tarde, tendido / sobre el lecho de la serenidad».

*https://elcuadernodigital.com/2018/12/19/antonio-gracia-cantico-erotico/

ISABEL MARINA. UN PIANO ENTRE LA NIEVE

18 martes Dic 2018

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ISABEL MARINA

ISABEL MARINA. UN PIANO ENTRE LA NIEVE. BAJAMAR EDITORIAL

Aunque ha comenzado relativamente tarde a publicar —tarde si nos hacemos eco de esa idea tan extendida de que la poesía es un género ligado a la juventud—, da la impresión, dada la torrencialidad de su escritura, de que Isabel Marina (Avilés, 1968) tenía muchas cosas que decir guardadas en el tintero. Su segundo libro, Un piano entre la nieve, contiene más de ochenta poemas, y no precisamente breves. Si tenemos en cuenta que su primer libro, Acero en los labios, se publicó en 2016, no es difícil llegar a la conclusión de que está bendecida por eso que llamamos habitualmente «inspiración». «La poesía —escribe Isabel Marina— permite adentrarnos en los territorios inexplorados de nosotros mismos, permite parar un momento y reflexionar, y dejar apuntes, ideas, visiones, sobre nuestro momento vital». Hay ejemplos por doquier en este libro, divido en cuatro secciones muy relacionadas entre sí porque son como un continuum vital que va desde el «Origen» para desembocar en los últimos versos del poema «Ave Fenix»: «Estaremos a salvo si volvemos a ser niños, / si regresamos a esa cumbre que besan los mares, / a esa ladera virgen donde duermen nuestra flores. / Pues el dolor nunca vence a los sueños / ni la poesía ni al arte en nuestra memoria», niños estos que jugaban en la arena en el primer poema del libro. En el transcurso de las cuatro partes en las que se divide el libro hay lugar para la evocación nostálgica del lugar innominado en el que se fue feliz o se disfrutó de momentos de dicha: «Dónde ha quedado lo que hemos vivido / dónde está escrito lo que viviremos», se pregunta la poeta. A pesar de que muchos de estos versos se obcecan en mostrarse esperanzados, la realidad, como una apisonadora, va destruyendo los sueños, hasta el punto de que «Solo nos queda ya tiempo / de releer nuestro destino / en las hojas secas, / par tratar de recordar / aquella luz / que nos arrebataron tan temprano».

   La segunda parte, «En el camino», no presenta demasiadas variaciones con respecto del tono desencantado y la dicción casi torrencial de la primera. Marcos Tramón, autor del prólogo, lo confirma: «Continúa la autora con ese tono desesperanzado, con esa envoltura fantasmagórica, tan real, sin embargo, marcada por un tono más desasosegante, el de la negación», el del escepticismo también, inscrito a fuego en su piel: «Es necesario por eso / comprender nuestra brevedad / escudriñar nuestras mentes / renunciando a las mentiras / a los inútiles envoltorios / de un pasado que no existió». Surge además, en esta segunda sección, un conflicto identitario antes solo mostrado en boceto. Ahora, en poemas como «Canto del no ser», «Ley de vida» y, sobre todo, «Irrealidades», del que extraigo estos versos: «Es extraño mirarse en un espejo y no reconocerse, / tratar de responder a las preguntas cada tarde: / ¿qué será de nosotros? / ¿Adónde fue nuestra juventud?», es mucho más explícito.

     Llegamos a la tercera sección, «Revelaciones», en la que se ya se insinúa la presencia de la muerte. Si hasta entonces el sentimiento de pérdida, el abismo en el que caía la conciencia parecían adueñarse del poema en su totalidad, esa certidumbre desemboca en su territorio natural, la ausencia total, el no ser, la muerte, a la que aluden estos versos con ecos juaramonianos: «Cuánto tardará la luz en irse, / qué será de mí cuando ya no esté?». No es de extrañar que esas dudas amenacen el transcurso vital, sobre todo para alguien que piensa que «El futuro / solo es producto / de nuestra imaginación». En algunos versos sueltos, atisbamos, a pesar de estas contundentes afirmaciones, soplos de esperanza. Un vago e inconcreto sentimiento parecido al amor que desprenden versos en los que aparece el padre o la contemplación de un rayo de luz, gracias al cual se celebra la vida, nos permiten entreverlo y que dan paso a la última sección, «Resplandor», eminentemente celebrativa: «Nada hay más fascinante / que la vida que se desarrolla / entre tantos disfraces, / entre tanta trasmutación, / como la mirada de esas flores / agotadas por el calor». El contraste entre la nieve y el calor posee un carácter simbólico. Pureza y podredumbre, revitalización y sedimentación. Claridad y confusión. No es mal colofón para Un piano entre la nieve, tan desencantado en su mayor parte, ese autoexamen que permite a la autora darse a sí misma, y a los lectores, un consejo tan importante: «Por lo tanto, vive, / no dejes una sola brizna de hierba / sin haberla hollado, / ni protejas tu corazón del amor, / pues aún más miedo debería darte / la frialdad de la muerte, / esa grisura a la que llegarás, / irremediablemente, / y nunca volverás para contarlo».

NATASHA TRETHEWEY. THRALL (CAUTIVERIO)+

17 lunes Dic 2018

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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NATASHA TRETHEWEY. THRALL (CAUTIVERIO). TRADUCCIÓN: NIEVES GARCÍA PRADOS. VALPARAISO EDICIONES

Tuve la fortuna de asistir a una lectura de sus poemas en el Palacio de Carlos V de la Alhambra el pasado mes de abril. Acompañaban a NatashaTrethewey otros poetas no menos interesantes, como Juan Felipe Herrera o Luis Alberto Ambroggio, pero su tono de voz traslucía una emoción especial que atravesaba la piel de quienes la escuchábamos. Leía poemas de Cautiverio, un libro que ha surgido de la asociación entre la discriminación racial en la sociedad norteamericana actual y los conflictos inherentes a la esclavitud en la América española, una América en la que, por otra parte, pronto se impuso el mestizaje, lo que dio lugar a numerosos rangos y castas, organizadas en función de la pureza de sangre. No es el espacio adecuado para analizar los perjuicios que tan organización social ocasionó a los más débiles en dicho escalafón social —tanto la revisión crítica del pasado como la posible justificación en aras del contexto histórico merecen un análisis más riguroso del que podemos ofrecer aquí— porque estamos escribiendo una reseña poética, no un ensayo de carácter histórica. Para escribir esta reseña nos basta con ser conscientes de que la detracción de esta injusticia histórica ha proporcionado un magnífico libro de poemas que tiene como punto de partida a Juan de Pareja —el esclavo morisco que tuvo a su servicio Velázquez hasta que en 1650 le concedió la libertad—y se interna en la propia vida de Natasha Trehewey (Gulport, Missisipi, 1966), poeta mestiza nacida de un padre blanco y poeta originario de Canadá, Eric Trethewey, y de una madre negra, Gwendolyn Ann. Por entonces, el matrimonio interracial estaba prohibido en el estado de Missisipi, por lo que tuvieron que casarse en Ohio. No resulta difícil aventurar que, de niña, sufrió las consecuencias del odio racial, aún muy extendido en aquella época en los estados del sur profundo. Thrall (Cautiverio) —publicado originalmente en 2012— nace de la necesidad de realizar un ajuste de cuentas con su propio pasado. En palabras de Nieves García Prados, traductora del libro y autora del prólogo, «El “esclavo” de Velázquez se convirtió en el primer escalón que la poeta de la ciudad porteña de Gulfport se atrevió a subir hacia la exploración de la raza y el mestizaje en la historia de todo un continente y en su propia historia personal». Para profundizar en sus indagaciones estudia la llamada «pintura de castas» de la Nueva España, que tuvo su momento más álgido en el siglo XVIII: «Trethewey se interesa en el lenguaje y la iconografía del Imperio, en cómo l arazá y la sangre se integran en un orden simbólico, que enmarca a la sociedad y a sus ciudadanos». El libro, sin embargo, comienza con una «Elegía», dedicada a su padre, en la que rememora un día de pesca: «Mientras / aflojaba el anzuelo, los peces se retorcían / en mis manos, y se escabulleron / antes de que pudiera dejarlos ir. Puedo decirte ahora / que traté de recordarlo todo, anotarlo / para escribir una elegía más adelante / cuando llegara el momento. Tu hija, / yo era así de imposible». Como vemos, la dicción es clara, discursiva, pero trabajada al máximo para esencializar el sentido de lo que se desea trasmitir. El lenguaje posee la suficiente ambigüedad como para trasladarnos desde el significado habitual a un territorio simbólico en el que cualquier palabra, cualquier pausa adquiere una importancia extrema. De ahí que Trethewey (ganadora del Premio Pulitzer por Native Guard) no necesite afirmar, sino solo sugerir: las imágenes, más que describir, provocan la reflexión, incitan a preguntarnos por el sentido final del poema.

     Cautiverio parece, en algunos momentos, una inacabable écfrasis. Muchos poemas son pormenorizadas descripciones de cuadros: «Taxonomía», por ejemplo, como su propio título indica, nos muestra una clasificación en función de las sangres que se mezclan: De español e india, nace un mestizo; de español y negra, nace un mulato; de español y mestiza, nace castiza. «Llamémoslo el catálogo / de sangres mixtas, o / el libro de nada: / ni español, ni blanco, sino / mulato torna-atrás (o / tente en el aire) y / la morisca, el lobo, el chino, / sambo, albino y / el no-te-entiendo…». Resulta curioso observar, cuando se contemplan los cuadros a los que aluden los poemas, que el varón es, generalmente, blanco. Es la mujer la que pertenece a otra raza: «Puede observarse, / en cabio, que el artista, quizá para mostrar / sus propias habilidades, / ha creado al padre como un diletante, incapaz de atrapar / la belleza de su esposa. O es posible que él no pueda verla […] esta representación de su esposa nace / de la necesidad de verse a sí mismo / como arquitecto de la Verdad, patriarca benevolente, padre de la inspiración / reclamando su dominio». Este poema, «Torna atrás», finaliza con unos versos que, en un intento de resumir el alcance de un libro tan complejo y sugerente como este, pueden condensar el impulso que ha motivado su escritura: «Y podría entenderse el motivo / por el que, para comprender / a mi padre, contemplo una y otra vez este cuadro: / cómo es posible / que un hombre pueda amar / y menoscabar tanto al mismo tiempo aquello que ama».

+Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, el 14/12/2018

ÁNGEL PANIAGUA. DEBAJO DE LOS DÍAS*

12 miércoles Dic 2018

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ÁNGEL PANIAGUA. DEBAJO DE LOS DÍAS. EDITORIAL RASPABOOK.

Sorprende que Ángel Paniagua (Plasencia, 1965) haya tardado tanto tiempo en publicar un nuevo libro, más de doce años si descartamos la plaquette Monólogos en el vacío, publicada en 2011, sobre todo si tenemos en cuenta que hasta 2005, año de edición de su anterior libro, Gaviotas desde el “Ariel”, frecuentaba la publicación con cierta regularidad. Recordemos sus libros precedentes: En las nubes del alba (1988), Si la ilusión persiste (1991), Treinta poemas (1997), Bienvenida la noche (2003), El legado de Hamlet (2003), Una canción extranjera (2004) y, el ya citado, Gaviotas desde el “Ariel” (2005). Claro que la poesía es un género que se aviene mal con el voluntarismo del autor. No acostumbra a someterse a los dictados de la de la obligatoriedad sino a los de la necesidad y esta, al parecer, no se ha manifestado en nuestro autor con la frecuencia que lo hacía, sino a intervalos irregulares. En cualquier caso, Debajo de los días, la entrega actual de Ángel Paniagua, bien ha merecido esta maceración tan lenta —en el epílogo, el autor, echando mano de Horacio, afirma que es preciso dejar reposar un libro antes de darlo a la luz pública, algo totalmente cierto—, porque es un libro, un extenso libro con poemas de largo aliento, que compendia de algún modo todo el mundo poético de su autor y ratifica un tipo de poesía narrativa, casi conversacional, que con tanta maestría maneja nuestro poeta y que tiene como referentes más cercanos en el tiempo a poetas como Luis Antonio de Villena, Juan Antonio González Iglesias o Rafael-José Díaz, por ejemplo.

   El paso del tiempo y la conciencia de que ha llegado el momento de rendir cuentas determinan la orientación de estos poemas en los que la sensación de fracaso vital y la cicatrices que deja dicho fracaso van penetrando en la mente del lector hasta convertirse en algo agobiante. Estamos hablando de una poesía de carácter confesional que da cuenta de los avatares de la vida de un hombre, vida que, conviene señalarlo ya, no tiene porque coincidir con la del poeta que la escribe. El poema no deja de ser un artefacto lingüístico y, por tanto, la verdad que trasmite debe ser solo una verdad poética; si esta coincide con la verdad existencial es otro cantar que poco tiene que ver a la hora de juzgar la posible excelencia artística del libro. Parafraseando a Empédocles, el lector no debe atribuir al personaje poemático más de aquello que lee. La vida que imagine a partir de lo leído es solo responsabilidad suya, no del autor. «Ya sé que estos poemas te hacen daño / como a mí me lo hicieron los de otros / escritos hace tiempo. Sé que ahora / tu vida —tan distinta de la mía— / te está dando a beber un aguardiente / amargo como pocos… », escribe Paniagua en un poema que tiene a Francisco Brines como referente.

     Debajo de los días está dividido en tres secciones, «La gusanera del fracaso», un título lo suficientemente elocuente como para no dejar lugar a dudas sobre el motivo central que alienta los poemas que la integran; «Oro y vacío» (El hilo de los nombres)», nombres que van dando cuenta de la exaltación y su reverso a través de distintos amores que tienen en la fugacidad su nexo común, y «Macbeth en las murallas», cuyo eje vertebral está armado con heridas, enfermedad y muerte. En una entrevista reciente, Ángel Paniagua declaraba, a propósito del libro, que debajo de los días está «Todo lo que no vemos. Lo que hay más allá de la realidad aparente. Bajo una armonía superficial, el mundo está lleno de desajustes. Y más hoy, que vivimos una época de cambios de todo nivel: político, económico, social… Igual que la Tierra genera terremotos, los humanos, las potencias, chocan: Queremos estar por encima del otro, dominar los recursos, sojuzgar…». No cabe duda de que ese afán de indagar en lo otro, en lo misterioso y oculto resulta ambicioso desde su mismo presupuesto.

     El libro en su totalidad se puede leer como un duro alegato contra sí mismo, un examen de conciencia cruel y, en no pocas ocasiones, despiadado, realizado desde la madurez que no escatima reproches ni lamentos, como delatan estos versos: «Ahora solo cuentas / con el odio de algunos, la visible / indiferencia de muchos y, del resto, / una mezcla variable de prudente / distancia y displicencia ocasional». Nada podemos argumentar sobre esa mirada intespestiva que el autor realiza sobre el personaje poético, aunque es muy posible que busque un efecto estético —de teatralidad se habla en algún momento— por encima de aspectos como la contricción o el fustigamiento (conviene no perder de vista que estamos ante una ficción poética), aunque algunos fragmentos parezcan desmentirlo: «¡Pobre idiota, / pobre actor que gastó pavoneándose / su momento en escena y al que nadie / recuerda o quiere oír no ver ya más!». Esa es la misión del poeta, hacer verosímiles los sentimientos que desprenden sus versos.

     En un libro como Debajo de los días, como decíamos, escrito a lo largo de más de diez años, resulta de suma importancia encontrar un tono que unifique las diversas etapas en las que los poemas fueron escritos, y esto lo logra Ángel Paniagua con una sencillez y una naturalidad envidiables, porque estamos seguros que trasmitir una sensación así no resulta nada fácil. Esa aparente sencillez está sustentada en un ritmo acentual cuidadísimo que hace fluir el discurso sin cortapisas, pero, claro, además de ese esmerado ritmo, ha de haber una mano experta capaz de dar sentido discursivo a la experiencia, capaz de hilvanar los recuerdos sin saltos abruptos o paréntesis de la memoria. Acaso el poema final del libro, «Un orden sucesivo» resuma como ninguno otro lo que tratamos de decir. Transcribimos los primeros versos: «Sermón de lo ya sido, de lo inútil / volver a arrepentirse, de lo déjenlo / ya que no se mueve, que la muerte / ya envió a sus hermanas para atarlo / bien atado y dejarlo ahí en medio, / abandonado al borde del camino».

     La poesía de Ángel Paniagua, lo hemos dicho ya, atrapa al lector por su magnífica prosodia, pero, además, emociona porque apela a esa verdad íntima que todos, en mayor o menor medida, llevamos dentro y que tanto nos cuesta mostrarla desnuda, tal y como es. Nuestro autor demuestra, no ya que desconfíe del prójimo, sino que le importa más su propia, podríamos decir, salud mental, más que los posibles juicios morales a los que puede estar expuesto, y esto ya concita una complicidad contagiosa.

*https://elcuadernodigital.com/2018/12/12/angel-paniagua-debajo-de-los-dias/

ISABEL FERNÁNDEZ BERNALDO DE QUIRÓS. LA SENDA HACIA LO DIÁFANO

11 martes Dic 2018

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ISABEL FERNÁNDEZ BERNALDO DE QUIRÓS. LA SENDA HACIA LO DIÁFANO. EDICIONES VITRUVIO, 2018

Tenemos la costumbre de asociar la escritura de poesía a etapas vitales tempranas, la adolescencia y la juventud, principalmente. Solo las vocaciones mas perseverantes —pensamos— son capaces de reincidir en este propósito pasadas dichas etapas. Esto, con ser cierto, no excluye las excepciones. Una de ellas es, por ejemplo, Isabel Fernández Bernaldo de Quirós (1947), profesora Titular de Biología en la Universidad Complutense (otra, de María Luz Quiroga (1943), profesora Titular de Química también en la Universidad Complutense, de quien recientemente he tenido la oportunidad de disfrutar de su excelente segundo libro, Fronteras rotas, publicado por Septentrión Ediciones en los primeros meses del año en curso). No creo en las coincidencias, por eso presumo que este tardío encuentro con la poesía es más reencuentro que otra cosa. Es muy posible, además, que la absorbente dedicación docente haya mantenido en un segundo o tercer plano el desarrollo creativo más íntimo y este haya podido salir a la superficie cuando las exigencias laborales han disminuido notablemente. Hablo, claro está, de hipótesis, pero creo que no son descabelladas.

   Isabel cuenta ya con tres títulos precedentes: Al son de las mareas, Luz velada y Las farolas caminan la calle, por lo que deduzco que, en algún momento, ambas actividades se han simultaneado. La senda hacia lo diáfano es, por tanto, su cuarta entrega. Un libro extenso con diferentes registros tanto formales —hay poemas que son casi aforismos, poemas líricos y poemas narrativos (véase el titulado «Como si la noche no sucediera», por ejemplo), de arte menor y de pretensión discursiva— como argumentales. La naturaleza es vista como se espacio intocado y germinal en el que la mirada de la poeta encuentra la justa correspondencia a sus intereses emocionales: «La naturaleza es el arte primigenio», escribe; la naturaleza ampara «la senda hacia lo infinito»; la naturaleza es capaz de lustrar esa «capa viscosa [que] envenena mi cotidiana vida en la ciudad». La naturaleza urbana de altos edificios y semáforos, de asfalto y monóxido de carbono es vista pues como algo, si no infernal, al menos como algo repudiable, algo que rechaza la armonía universal que lo natural procura.

     Esta especie de reconciliación con lo más íntimo del ser humano requiere un tipo de poesía de ritmo lento y reflexivo porque el estado emocional inherente a la mera contemplación busca un equilibrio entre lo degradado y lo que permanece inviolado por la mano del hombre: «Todo invita al recogimiento —escribe—. / De ello bien sabe la quietud / y los colores del agua, / y el pato que se desliza tímido / para no romper el silencio».

     Hablaba antes de la degradación, y este es otro de los temas principales de este libro. No estamos ante un manual de ecología ni ante un número especial de National Geographic, pero la poesía también puede servir para poner evidencia los problemas de la sociedad contemporánea, aunque sea de forma indirecta: «Hubo un tiempo / en que el mar, enamorado, / te admiraba desde la lejanía, / y las noches de luna / te tentaba con un beso de espuma tímida. // Pero hoy, / con la arrogante actitud del poderoso, se adueña de tus arenas, / desprecia la fragilidad de tu vejez / e ignora el quejido de tus silencios». Claro que los poemas de denuncia corren el riesgo de convertirse en meros panfletos. Isabel Fernández Bernaldo de Quirós casi siempre lo evita, pero, en alguna ocasiones puede más la indignación que el impulso poético, como ocurre en el poema titulado «Contaminación» o en este otro sin título: «La Naturaleza parece indiferente al dolor, / peo es la gran víctima de los intereses humanos. / De ahí su abatimiento». Un texto acaso prescindible en un libro como La senda hacia lo diáfano, donde prevalece la poesía, poesía a secas, sin adjetivos, por encima de las buenas intenciones. El lector que busque una adecuada combinación entre emoción y lenguaje no quedará defraudado.

JOSÉ MARÍA CASTRILLÓN. SUBIR AL ORIGEN*

10 lunes Dic 2018

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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CASTRILLÓN

JOSÉ MARÍA CASTRILLÓN. SUBIR AL ORIGEN. ANTOLOGÍA COMENTADA DE POESÍA OCCIDENTAL NO HISPÁNICA (1800-1941). EDITORIAL TREA

Casi un siglo y medio de poesía compendiado en poco más de 350 páginas. El reto, como se ve, es mayúsculo y, si estuviéramos hablando de una antología al uso, condenado al fracaso desde su inicio por su medida extensión. Sin embargo, el particular enfoque con que José María Castrillón (Avilés, 1966) ha emprendido este proyecto le ha permitido no solo salir airoso del intento, sino crear un precedente que, ojalá, tenga muchos seguidores. No estamos afirmando que esta idea sea completamente original —existen muchas antologías comentadas, sin ir más lejos, algo de similar alcance ha hecho Jordi Doce en el Libro de los otros—, pero lo que si resulta insólito es el modo de acercarse tanto al autor —al poeta— como al poema comentado (aquí el parecido con el libro de Doce es más evidente). Los comentarios que provocan uno y otro están lejos de atenerse al clásico comentario de texto. Como afirma la contraportada del libro «Cada capítulo ofrece información sobre la biografía y la obra de los poetas sin renunciar al apunte literario […] Acompaña a cada poeta un poema en español sobre su figura o su obra, de manera que se conforma una muestra sobrevenida de autores españoles e hispanoamericanos de las últimas décadas». De hecho, Castrillón —filólogo pero también poeta—, en las palabras preliminares, advierte de que el propósito de esta antología, Subir al origen, ha sido despertar interés entre «Lectores no especializados, incluso apenas iniciados en la modernidad [poética]».

   La antología se inicia con William Wordsworth (1770-1850), poeta que junto a Coleridge, cambió el rumbo de la poesía inglesa. Propugnó «un verso más natural, una lengua cercana en la que cualquier lector medianamente culto pudiera reconocerse». La breve selección de su obra está coronada por un poema de un autor en lengua española, en este caso Jordi Doce.

     Son veintidós los poetas seleccionados. Los Himnos a la noche de Novalis (1772-1801) llevan como colofón un poema de Antonio Colinas. Eloy Sánchez rosillo es el encargado de glosar la figura del autor de Los “Cantos “, Leopardi (1798-1837). Algunas de las famosas cartas de John Keats (1795-1821), así como los no menos famosas «Oda a una urna griega» y «Oda a un ruiseñor» se completan con un fragmento del poema «A la tumba de Keats», de Juan Carlos Mestre. Buscando esas correspondencias, a Baudelaire (1821-1867), considerado el precursor del poema en prosa, le ha tocado en suerte Leopoldo María Panero. Luis Antonio de Villena da voz al apasionado Verlaine (1844-1896) en el poema «Un arte de vida». Ildefonso Rodríguez contempla en barco ebrio en el que navega Rimbaud (1854-1891). Walt Whitman (1819-1892) es el siguiente en esta nómina no estrictamente ordenada cronológicamente y es remedado por el poeta dominicano Pedro Mir. La otra pata sobre la que se sustenta la poesía norteamericana moderna, Emily Dickinson (1830-1886), el polo opuesto al torrencial Whitman, encuentra un fiel reflejo en la poesía de Eli Tolaretxipi. Ángel Crespo comparte inquietudes con Stéphane Mallarme (1842-1898). Un poeta joven español, Juan Andrés García Román, buen conocedor de la tradición alemana, se ocupa de Rilke (1875-1926). El resto de poetas, Yeats (1865-1939), Cavafis (1863-1933), Apollinaire (1880-1918), Pessoa (1888-1935), Eliot (1888-1965), Saint-John Perse (1887-1975), Wallace Stevens (1879-1955), Paul Éluard (1895-1952), Eugenio Montale (1896-1981), Gottfried Benn (1886-1956) y Anna Ajmátova (1889-19669 tienen como contrapunto a autores como Antonio Rivero Taravillo, José Manuel Arango, Hugo Gutiérrez Vega, Ángel Campos Pámpano, Álvaro Valverde, Eduardo Moga, Andrés Sánchez Robayna, José Luis Quesada, Lorenzo Oliván, José Ángel Valente o Javier Pérez Walías. Debe quedar claro que no estamos hablando de una antología de textos complementarios a los poemas originales, sino de poemas que buscan una confluencia, me atrevería a decir, de carácter espiritual. Las asociaciones en ningún caso han sido gratuitas. Cada poeta ha expresado en algún momento de su trayectoria un interés especial por el poeta al que homenajes.

     Como a toda antología, a esta también se le pueden poner pegas, no porque los poetas seleccionados no merezcan su inclusión, sino por algunas llamativas ausencias —aunque en el epílogo el autor razona sus decisiones y afirma que nunca han tratado de sentar cátedra: «Si alguien ha visto en este libro una propuesta de canon, trataré de combatirla con lo que podría entenderse como otro canon: por ello me ha importado estrechar aún más la malla y extraer de la tradición otros veintidós poetas que bien podrán haber protagonizado las páginas anteriores». En cualquier caso, Subir al origen es obra de un amante de la poesía que ha conseguido unir erudición y pasión como pocas veces hemos visto. Nada nos gustaría más que la excelente acogida de este libro propiciar su continuación. Castrillón menciona la posibilidad de emprender proyectos paralelos. Por supuesto, no estaría de más, pero sin desdeñar la idea de adentrarse en las décadas posteriores (esta antología finaliza en 1941) con la misma estructura, con el mismo entusiasmo.

* Reseña publicada en el suplemento cultural Sotileza de El Diario Montañés, el 7/12/2018

ANTONIO CABRERA. GRACIAS, DISTANCIA*

08 sábado Dic 2018

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ANTONIO CABRERA. GRACIAS, DISTANCIA. COLECCIÓN AFORISMOS. EDITORIAL CUADERNOS DEL VIGÍA.

Aunque Gracias, distancia puede considerarse el primer libro de aforismos de Antonio Cabrera propiamente dicho, no lo es tanto si nos atenemos a los muchos que encontramos dispersos en libros como El minuto o el año —del que extraigo frases sentenciosas como: «Qué difícil —por no decir imposible— es saber cómo ve el mundo una mirada que no piensa en el mundo» o «[el sol] En el asfalto alarga las sombras de los coches al tiempo que las rellena de un betún sin réplica y las delinea con pulso firme», ambas, como veremos, muy relacionadas con aforismos de Gracias, distancia (un título que, por lo demás, nos remite al Gracias, niebla de Auden, sobre todo en lo que concierne a la forma de ver). También en El desapercibido encontramos afirmaciones que podemos, sin temor a exagerar, calificar de aforismos: «Afirmo que quien mira lo abierto no piensa en nada» o «La muerte tiene su lugar constante en el transcurso constante de los días. Al pregonarla se la hace pertenecer aun más, pero sin drama, al flujo vital común, a la vida»». Encontramos, incluso, una definición de aforismo: «Los aforismos, como es sabido, no expresan ninguna verdad, sino una sensación de verdad intensa, armoniosa, redonda, pero, a la postre, sensación». Podemos además entresacar muchos aforismos de sus versos, pero no vamos a extendernos en recopilarlos. Invitamos al lector interesado a hacer sus propias pesquisas. En cualquier caso, lo que tratamos de argumentar es que la vocación reflexiva y contemplativa de Antonio Cabrera no responde a una moda, sino a un proceder enraizado en los orígenes de su poética.

     Seis son las secciones en las que está dividido Gracias, distancia, aunque, como suele ocurrir en este tipo de libros, dichas secciones no forman compartimentos estancos. No queremos decir que los aforismos sean intercambiables, pero sí que, con frecuencia, pueden encuadrarse en más de una sección. La más extensa, «Parecido al viento», abre el volumen. La distancia entre lo pensado y la realidad, entre el yo y el mundo, articula gran parte de estas reflexiones. Antonio Cabrera no se deja engatusar por las apariencias y, además, sabe que la verdadera esencia de la materia se muestra renuente a taxonomías y especulaciones más o menos imaginativas. La materia, el mundo, lo real es, y las ideas que suscita son meras aproximaciones que tratan de aprehender, más que desmenuzar las partes que la componen. «Acudir al mundo es mucho más que estar en el mundo». Y es que la pasividad no propicia la reflexión crítica, sino acomodarse sin ofrecer resistencia a la realidad. «Nuestro pensamiento —escribe Cabrera— puede llegar hasta las cosas, incluso doblegarlas; sin embargo no las impregna ni las cambia, y pasa y todo se rehace. El pensamiento es parecido al viento», por tanto, las ideas poseen vida propia, son volubles, mudables, brotan, más que de una reflexión forzada, generalmente inútil, de la intuición, de lo espontáneo: «Cuando las ideas parece que no quieren engendrase en la cabeza, un gusto a intelecto empieza a margar en la boca. Es el sabor de la esterilidad», algo que, por otra parte, parece llevar la contraria al Alberto Caeiro que escribe este aforismo: «Hay suficiente metafísica en no pensar en nada», porque es sabido que, a veces, las ideas poseen más solidez que la propia realidad.

     Antonio Cabrera nos propone, como ha hecho en su poesía, otra forma de mirar el mundo. Debemos abrir bien los ojos para no anclar la mirada en lo habitual. Debemos mirar como si acabáramos de ver, como si todo fuera nuevo, porque «Para el ojo nada es obvio». Esto significa estar alerta sin descanso, lo que no siempre es factible. Concentrar la atención en lo mil veces repetido precisa de un esfuerzo de la voluntad que pone el énfasis en la capacidad del pensamiento para reconstruir la realidad. Sin embargo, Cabrera nos previene contra un exceso de atención: «Lo que no es concentración —escribe— es tiempo verdadero, perdido, ido, tiempo lleno de sí». En la distancia que media entre una actitud u otra encontramos el equilibrio, pero ¿basta la distancia para cambiar el punto de vista? Sí y no. Dependerá de lo cerca que nos encontremos, de si la realidad que queremos aprehender está en un primer en un segundo plano. A debida distancia las cosas se ven mejor.

     «Desde César Simón» se titula la segunda sección. Simón, poeta fallecido hace poco más de veinte años, ha sido un referente para los mejores poetas levantinos y la vinculación estética de Antonio Cabrera con él resulta más que evidente, por eso no sorprende este homenaje en el que advertimos el duelo por el ausente y, a la vez, esa presencia inmaterial que evoca un pensamiento compartido, el de que la cosas no poseen vida propia, «sólo absorben luz», (acaso porque , como decía Caeiro —regresamos de nuevo a él— «… el único sentido oculto de las cosas / es que no tiene sentido oculto»), y es que es la mente del que observa donde se desarrolla la acción, lo inanimado está a la espera de recibir fuerza, impulso vital.

     No podían faltar en este libro las reflexiones poéticas que, en el caso de Antonio Cabrera, se concilian a la perfección con sus poemas, algo no demasiado frecuente en los autores actuales. En una plaquette titulada Líneas de fuga, publicada en 2001, nos dejaba ya algunas reflexiones que se compendian en los aforismos de esta sección. Escribía entonces: «Yo creo que el poema lanza sobre la realidad una red tejida con los significados y la música de las palabras cuyo objetivo es capturar trozos inteligibles de esa realidad, que de este modo adquieren o ganan sentido». Ahora lo dice de otra forma, pero el resultado no difiere gran cosa: «La poesía aparece en la frontera entre las palabras y lo que existe en contacto con ellas, sin ser ellas». Hay un aspecto apenas vislumbrado anteriormente y que tiene que ver con la comprensión del poema. Cabrera nos ofrece en Gracias, distancia algunas referencias que ahondan en las diferencias entre la poesía entendible y la poesía emocionante. En seguida se aprecia el contraste: «Hay una clave de la emoción poética que consiste en querer comprender y no conseguirlo del todo», afirma, y lo rubrica de este modo: «El poema no explica ni cuando explica». Más claro, ni el agua. Pero la palabra, el poema escrito necesita tomar cuerpo en la página; las palabras necesitan un armazón físico, del que las provee la tinta. La cuarta sección, «La letra celebrada» se dedica a rendir homenaje a la tinta y al papel, a las letras y las posibilidades de composición que ofrecen. En ese «paraíso para el papel en blanco» las letras son moradores privilegiados que acceden a cualquier fruto sin temor al pecado, pues nada les está vedado. Las letras son lo que quieran ser: «Las letras son pequeñas estatuas negras, y son flores curvas, y son alfiles de la inteligencia, y son lluvia minuciosa en nuestro interior».

     Las dos secciones finales, tituladas respectivamente «Luz» y «Sobre pintura», están íntimamente ligadas. No se puede observar sin su beneplácito. El pintor crea gracias a ella o a su ausencia, gracias a la penumbra: «El que ve sombras ve más». Antonio Cabrera escribe «Que un poco de sombra conviva con la luz. Que algo de luz manche o toque la sombra. Estos son, además, de mínimos morales, mínimos estéticos necesarios que inconscientemente deseamos cada vez». Con toda seguridad, John Berger, aplaudiría estas conclusiones., tan cercanas a las ideas que defiende en Modos de ver.

     Gracias, distancia representa una cota más alta aún, si cabe, en el corpus del pensamiento poético de Antonio Cabrera, un pensamiento que goza de una solidez inusual y que está asentada no solo en los cimientos de la intuición, sino en los más consistentes de la razón. Poesía y filosofía, conocimiento sistemático e intuitivo —que no anula el razonamiento, sino que lo expande—, de ambos surgen estas meditaciones: «Solo desde la razón pueden reconocerse y analizarse y neutralizarse los monstruos nacidos por la culpa de la razón no vigilante, dormida. Y también los que produce la razón que sueña».

Antonio Cabrera: ‘Gracias, distancia’

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