
VALPARAÍSO EDICIONES
Considerado como el poeta más popular de Estados Unidos, Billy Collins (Nueva York, 1941) despertó a la poesía gracias a su madre, la cual, siendo aún muy niño, le recitaba poemas, inculcándole así esa pasión que se consolidaría pasados los años. Su extensa obra ―catorce libros de poemas― ha sido objeto de numerosos premios y becas de creación, como como las concedidas por la National Endowment for the Arts, por la Fundación para las Artes de Nueva York y por la Fundación John Simon Guggenheim.
“El día de la ballena”, traducido magistralmente por Juan José Vélez Otero, quien se ha convertido el los últimos años en la voz de Collins en español, engrosa la ya larga lista de libros publicados en nuestro idioma: “Navegando a solas por la habitación”, “Lo malo de la poesía y otros poemas” “Poemas”, “Siete elefantes de pie bajo la lluvia. Antología” y “La lluvia en Portugal”.
Collins conoce bien su oficio y escribe con una irónica inteligencia que el lector sabe estimar percozmente. Desde el primer poema del libro, «Paseando a mi perra de setenta y cinco años» sus procedimientos poéticos quedan al desnudo: la descripción de los hechos es precisa, minuciosa a la vez que compasiva: «Camina despacio y con dolor, / así que, a menudo, tengo que detenerme y esperar / mientras examina unos hierbajos al borde de la carretera / como si estuviese leyendo la biografía de un perro famoso». Aparece también, en esta primera estrofa, otro de los rasgos determinantes de su poesía, el humor, con el que consigue mitigar la tragedia que se esconde detrás de los actos cotidianos de la existencia, humor que se extiende a tanto a sus propias circunstancias como a las externas (El poema «Americanos contemporáneos» es un buen ejemplo en este sentido).
Muchos de sus poemas se dirigen a tú ―su esposa, un amigo, un desconocido― que comparte escenario, de ahí que el estilo conversacional sea el más apropiado para describir este tipo de situaciones, como en este ejemplo: «Cuando te conté por teléfono / que acaba de presenciar una bandada de gansos canadienses / volando en V a solo unos pies sobre la superficie del lago, / me preguntaste si había hecho una foto…», sigue después una descripción pormenorizada, tal del gusto de nuestro poeta, en la que no queda detalle sin contar fruto de una muy pensada observación: «Había al menos treinta, y parecieron / de repente, justo después de marcar tu número» y es que Collins es un virtuoso a la hora de disimular, mediante el ropaje del lenguaje sencillo y coloquial, la verdad oculta que florece en los objetos y en los hechos más cotidianos, en lo aparentemente insustancial. Solo el lector avisado puede advertirlo porque la manera de narrar esos hechos intrascendentes es tan elemental que puede incitar a prestar atención solo al envoltorio, olvidando lo que este oculta, como la muerte, por ejemplo ―un asunto central en varios poemas de este libro a lo que no resulta ajeno la edad avanzada del poeta, setenta y siete años cuando se publica la edición original de este libro― en los titulados «Esperanza de vida», «Cremación» en que, haciendo gala de su sentido del humor, reflexiona sobre el lugar al que irán a parar sus cenizas una vez incinerado o «Mi funeral»: «Después de los elogios, de esto y de aquello, / de una bendición / y de lo que sigue, / mientras los transeúntes, afuera, caminan / bajo el campanario inclinado / dirigiéndose a este o es lugar, / llegará el momento / en que todos están un poco hartos». Pese a tratar asuntos tan transcendentales, Colles, gracias al sesgo irónico, nunca cae el patetismo, aunque vea en un documental sobre la guerra un grupo de prisioneros caminando en hilera y con los ojos vendados hacia un más que probable cadalso. Si aflora, sin embargo, la nostalgia cuando vuelve la mirada hacia la infancia, como en el poema «La oficina de mi padre, John Street, Nueva York, 1953», que comienza con estos versos: «Me llevaba con él cuando era niño, / antes de que se pusiera de moda, / los dos en el metro, / luego caminábamos unas manzanas / hasta llegar a la compañía de seguros donde él trabajaba». No cabe duda de que en Billy Collins se conjugan de manera admirable su teoría poética ―puesta de manifiesto en diferentes poemas, pero sobre todo en «La función de la poesía»― de desmitificación de la figura del poeta con el propio ejercicio poético, con su manera de escribir, porque es consciente de que esa función «es recordarme / que en la vida hay muchas cosas / de las que suelo hacer / cuando no estoy leyendo o escribiendo poesía». Muchos de sus lectores comparten esta idea que él como poeta tan bien representa. Nada de mundos asépticos y lejanos, sino conversaciones en el salón de la casa familiar. Eso es lo que leemos en sus poemas.
· Reseña publicada en El Diario Montañés, 27/05/2022