EZRA POUND. SOBRE JOYCE. CORRESPONDENCIA Y ENSAYOS

EZRA POUND. SOBRE JOYCE. CORRESPONDENCIA Y ENSAYOS

EDICIÓN DE FOREST READ

TRADUCCIÓN DE ALICIA GARCÍA FERRERAS Y DAVID ALCARAZ MILLÁN

EDITORIAL EDICIONES DE AQUÍ.

De todos es conocida la revisión que Ezra Pound realizó sobre el manuscrito de “La tierra baldía” de Eliot. Redujo los más de 800 versos iniciales a 434. Eliot, a quien venía apoyando desde 1914, le agradeció el trabajo dedicándole el libro: «Il miglior fabbro», (el mejor maestro). Menos conocida, sin embargo, es la ayuda económica que le prestó, al parecer sin conocimiento de Eliot. Pero la generosidad de Pound ―quien, conviene recordar, no gozaba precisamente de una situación boyante y abogaba por subvencionar de artistas para que pudieran «seguir sus más elevadas ambiciones sin necesidad de conciliar al ignorante “en route”»― no se redujo a un solo autor, ni a un solo artista.  Otro de los beneficiados fue, tanto en el aspecto editorial como el económico, James Joyce, el autor de Ulises (resulta algo más que anecdótico que detrás de la publicación de dos de obras cumbres de la literatura en lengua inglesa estuviera el mismo hombre). De los esfuerzos por ayudar a Joyce, de su función como agente literario del autor, por supuesto sin ganar un céntimo, de los consejos para reducir gastos y vivir de forma modesta, de los artículos ensalzando su obra e, incluso, de las recomendaciones en torno a sus problemas oculares dan cuenta las cartas y ensayos que contiene este volumen cuya edición debemos al especialista poundiano Forrest Read. Pound y Joyce se conocieron gracias a la intervención de Yeats, para quien Pound ejercía de secretario en 1913. Joyce, residente en Trieste desde hacia varios años, recibió las primeras cartas del norteamericano con verdadero entusiasmo. Por fin alguien se interesaba por sus escritos, de ahí que le enviara de inmediato copias del libro de relatos “Dublineses”, que estaba intentando publicar desde 1905, y de la novela que tenía entre manos: “Retrato del artista adolescente”. Joyce, mientras vivió en Irlanda, solo había publicado algunos poemas, otros tantos ensayos y reseñas, era casi un desconocido que vivía estrechamente en Trieste ejerciendo como profesor de inglés, amargado por sus continuos intentos fracasados. Pound ―«el ministro de las artes sin cargo», como lo apodó Horace Gregory― apareció en su vida de forma providencial. Con su temperamento arrollador, su vasta cultura y su fortaleza volcánica, actuaba como profeta, pero también como redentor. Estaba intentando fusionar la cultura europea con la norteamericana, insuflar la vitalidad des esta última a la decaída tradición de la vieja Europa y vio en Joyce uno de los pilares de esa fusión, de la modernidad que preconizaba. La ayuda que presto al irlandés fue económica, aunque es muy probable que viviera más desahogado que el propio Pound, pero, como demuestran las cartas que contiene este volumen, su generosidad se dirigió fundamentalmente a que se reconociera el talento de Joyce y se publicaran sus obras, que tantas cortapisas encontraban, no solo financieramente hablando, sino con la censura. Como escribe Read, «Fue en gran parte gracias a Pound que Joyce se mantuvo en contacto con su propia literatura e idioma durante el aislamiento de los años de la guerra [se refiere a la I Guerra Mundial]. Asimismo, Pound fue capaz de obtener apoyo financiero en momentos críticos de fuentes tan diversas como el Royal Literary Fund, la Society of Authors, el Parlamento del Reino Unido y el abogado neoyorquino John Quinn. Para ayudar a Joyce con una de sus operaciones del ojo, incluso llegó a intentar vender documentos manuscritos auténticos de los Reyes Católicos». La confianza que Pound depositó en la calidad de la obra de Joyce no la tenía ni el propio autor, siempre necesitado del elogio y de la aprobación de los demás. No se trata de hacer especulaciones, pero es muy probable que, sin el empuje y la defensa a ultranza que llevó a cabo durante varios años, la obra de Joyce no hubiera alcanzado la relevancia que adquirió a raíz de conocerse. Fue también imprescindible su apoyo, su determinación y sus consejos literarios para que terminara “Ulises”. «El propio Joyce se cuestionaba si habría sido capaz de terminar y publicar sus libros sin el esfuerzo de Pound», escribe Read. Los elogios que dispensó a obras como “Dublineses” o “Retrato del artista” no le impidieron, sin embargo, mostrar objeciones respecto a “Exiliados”, pese a lo cual también avaló esta obra en sus ensayos críticos y las desavenencias sobre “Finnegans Wake”. Por el contrario, apenas quedan registros de los comentarios de Joyce a la obra de Pound. Por otra parte, y como suele ocurrir cuando la relación amistosa se prolonga en el tiempo, esta sufrió altibajos. Del entusiasmo de los primeros años ―recordemos que la primera carta que se cruzaron data de diciembre de 1913 y la correspondencia se prolongó durante casi tres décadas más―, Pound pasó a criticar la obra de Joyce porque solo se dedicaba a explorar las derivas de la conciencia, sin prestar atención a la economía, a la política, a la sociedad, una opción esta por la que Pound había apostado en los últimos años. Pese a ello, como dan fe los numerosos ensayos sobre Joyce incluidos en el libro, Pound nunca dejó de reconocer la grandeza de su obra “primera”: «Considero un necio a todo aquel que ha leído por placer “Dublineses”, “Retrato del artista” y “Ulises” […] Creo que quien no ha leído estos libros no está capacitado para enseñar literatura en ninguna escuela secundaria o universidad», afirmó en «Historia pasada», uno de los ensayos incluidos en esta esmerada edición, para continuar diciendo que «No creo que la última obra del Sr. Joyce le interese a más de unos cuantos especialistas y tampoco puedo ver en ella una comprensión, o una gran preocupación, acerca del presente». Como vemos, lo que cambió fueron los principios en los que basaba la literatura Pound, no la escritura de Joyce. Las cartas y ensayos que contiene este libro desvelan, por una parte, la generosidad sin límites de un Pound consagrado a reivindicar la nueva literatura y una nueva crítica basada en el conocimiento de la poesía universal, un nuevo Renacimiento en suma y, por otra, aportan una visión privilegiada sobre la personalidad de quien, sobre todo en los últimos años pasados en Europa, pretendía ejercer de profeta, de apóstol de los nuevos tiempos. Su propio ofuscamiento le condujo a un callejón sin salida. Los pretendidos nuevos tiempos que él defendía estaban, sin embargo, ya fuera del tiempo y el presente en el que vivía se encargó de hacérselo pagar muy caro.

Anuncio publicitario

ANTONIO RODRÍGUEZ JIMÉNEZ. BAILANDO EN LA AZOTEA

ANTONIO RODRÍGUEZ JIMÉNEZ. BAILANDO EN LA AZOTEA. PREMIO TIFLOS DE POESÍA. EDITORIAL RENACIMIENTO

Divido en tres secciones ―«Los invisibles», «Bailando en la azotea» y «No todavía»―, Bailando en la azotea, el último título de Antonio Rodríguez Jiménez (Albacete, 1978) ―autor de libros como El camino de vuelta, Insomnio, Las hojas imprevistas, Los signos del derrumbe, Estado líquido y Nuestro sitio en el mundo, algunos de ellos galardonados con prestigiosos premios― presenta, al menos temáticamente, diferencias con su obra anterior, aunque muchos aspectos reivindicativos están ya presentes en su escritura, diferencias perceptibles ya desde el primer poema, «Los invisibles», sustantivo que define a los marginados, a quienes la sociedad de la ostentación reduce a la miseria, al anonimato. «Toda literatura ―escribe Belén Gopegi― es, se sabe, política; preguntarse sobre literatura y política en las actuales condiciones significa preguntarse si la literatura, como la política, puede hacer hoy algo distinto de traducir, acatar o reflejar el sistema hegemónico». Estas palabras se adaptan al discurso poético de carácter narrativo que ensaya en este libro Rodríguez Jiménez. Es Bailando en la azotea un libro de poesía militante, de denuncia: «Los barrios de los pobres no son barrios: / son agujeros negros donde un paria / sueña con ser el rey de un gran desierto. / En los barrios de pobres nunca hay fuentes / ni jardines ni estanques, pero un charco / de agua sucia devuelve a los gorriones / la imagen de un halcón majestuoso». El lenguaje no busca, en este caso, autoafirmarse mediante recursos retóricos al uso. Va directo al grano, salvo en los versos finales, en los que se acentúa el simbolismo y el uso de la elipsis. En estos poemas importa, por supuesto, la forma, muy cuidada, pero creo que está supeditada al significado, algo que queda de manifiesto en el poema «Es poesía» de la segunda sección: «Esto no es la excreción de algún cantante ni un desahogo lírico. Es poesía. / Si no te hace temblar, olvídala». Si no te hace sentir afortunado / portador de un secreto inconfesable, / no malgastes tu tiempo», por eso, no duda en hacer un llamamiento a las responsabilidades del poeta como miembro de una sociedad en ebullición en el poema «Alimentos ligeros», cuyos últimos versos resumen el tono admonitorio de todo el poema: «Poeta confiado que te calzas / los zapatos del éxito, despierta; / porque vendrá la noche, noche negra, / y aún no has dicho nada». En la tercera sección los poemas adquieren un tono más íntimo y el discurso de denuncia social, contra las ideas prefijadas de las clases dominantes, se refugia en el yo como sujeto consciente de que es en la intimidad, en los sueños, donde el ser humano se protege de la intemperie sentimental. Pese al abocamiento a la catástrofe, el mensaje está cargado de esperanza y el pasado, los recuerdos, actúan como antídoto contra el veneno del olvido, de la falta de memoria: «Pero lo que nos salva es el pasado. / Sólo allí somos alguien. / Sólo lo que hemos sido nos mantiene / firmes en la tormenta. / Todo lo que tenemos es pasado», un pasado que, sin embargo, construye el futuro de nuestros descendientes, por esa razón, el poeta se niega a darse por vencido. Sí, todo tiene un final, pero todavía hay motivos para resistir. Este es el objetivo de estos poemas, mostrar los conflictos de la sociedad actual, pero sin renunciar a cambiar el estado de las cosas. Ya sabemos que ningún poema cambiará el mundo, y Auden lo reconoció expresamente, pero, al menos, contribuyen a que tomemos conciencia de la realidad que estamos creando.

JOSÉ LUIS ARGÜELLES-JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN. TODO LO DEMÁS.

JOSÉ LUIS ARGÜELLES-JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN.

TODO LO DEMÁS.

EDITORIAL IMPRONTA

Quien se haya visto alguna vez en la tesitura de participar en una entrevista, ya sea como entrevistador o como entrevistado, sabe que es un género plagado de dificultades. Posee una serie de reglas de obligado cumplimiento si el objetivo es obtener los mejores frutos. La entrevista es una especie de toma y daca en el que el entrevistador realiza una serie de preguntas y el entrevistado debe responderlas con precisión y veracidad y, para conseguir esto, el entrevistador debe plantear una estrategia enfocada a seducir al entrevistado. Está obligado, por tanto, a conseguir un alto grado de complicidad entre los dos protagonistas del «duelo lingüístico». Y de esto es de lo que pueden presumir ambos contertulios, José Luis Argüelles (Mieres, 1960) ―experimentado periodista, además de poeta― y José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, 1950, pero avilesino por vocación) ―profesor, crítico y poeta, además de consumado diarista―. En “Todo lo demás”, título que recoge la grabación de estas conversaciones celebradas durante tres meses del pasado año con una hora de duración en uno de los lugares predilectos del entrevistado, la cafetería del centro comercial Salesas, en el centro de Oviedo, tenemos a un García Martín de cuerpo entero, un García Martín siempre remiso a hablar de su intimidad que, sin embargo, y gracias sin duda a la pericia de Argüelles, ha condescendido a contar pequeñas anécdotas ―su encierro en una cárcel franquista, por ejemplo― con las que completar la imagen, mucho más cercana, que él siempre ha tratado de difundir en sus poemas y en sus diarios, incluso en sus numerosos artículos de crítica.

     El libro está distribuido en doce secciones. La primera se titula «Caer mal a casi todo el mundo», un empeño este, el de caer mal, que ha cultivado desde muy joven con inexcusable éxito. Muchos son los amigos que se han quedado por el camino por culpa de un malentendido, de una palabra de más ―su locuacidad, al menos por escrito, es proverbial―, de un comentario privado hecho público o de una reseña negativa. Él mismo afirma «que es de esas personas a las que le gusta llevar la voz cantante» y decir lo que piensa, aunque eso le ha ocasionado más de un disgusto y acusaciones de soberbia y egotismo. Pero, más allá, de ese aspecto que no esconde sus grandes dotes para asumir otras personalidades ―no podemos obviar que el comenzó escribiendo la revista “Jugar con fuego” por completo, refugiándose en heterónimos―, para enmascararse gracias a su ingenio, lo que más interesa de esta entrevista es repasar sus años de formación, por más que él se queje de la insistencia del entrevistador por regresar al pasado, ya que se considera un hombre del siglo XXI y cómo se ha desarrollado posteriormente su vocación, casi monástica. Como muchos jóvenes de aquella época, nació en una casa sin libros y, gracias a la biblioteca Bances Candamo ―tenía entonces catorce años―, su paraíso, en el que se fraguaron sus primeras y permanentes amistades literarias, Azorín, Baroja, Unamuno o Machado, por ejemplo. Para alguien que, antes que escritor, se considera lector, aquello representó su salvación, su escudo contra la soledad porque, como constatan estas páginas, nunca fue un estudiante muy sociable y no acostumbraba a compartir los juegos y divertimentos de sus condiscípulos. Desde entonces, su pasión por los libros no ha hecho sino aumentar, aunque no se considera un bibliófilo, sino alguien guiado por la curiosidad, por eso no le duele desprenderse de ejemplares leídos para dejar paso en las atiborradas estanterías a otros por leer: «No me interesan lo libros que hay que leer, de los que habla todo el mundo», sino «los libros que estoy buscando sin saber que los buscaba, los que han sido escritos para mí». Este mismo criterio aparece guiar la elección de los libros sobre los que escribe reseñas, un ejercicio que viene realizando ininterrumpidamente desde 1988 en diferentes medios, entre ellos, en las páginas de “El Diario Montañés”, quizá esa sea la razón de que algunos, que probablemente ignoran deliberadamente que lleva más de cincuenta años publicando poemas, le consideren más crítico que poeta, no sin cierta malevolencia. García Martín sabe el terreno que pisa, no en vano es uno de los críticos más informados, más audaces y de opiniones más contundentes ―aunque, como resulta lógico, el lector no está obligado a compartirlas― y no rehúye nunca la controversia, hable de lo que hable (sus opiniones sobre el confinamiento y las medidas tomadas para atajar la pandemia son muy discutibles), no solo sobre poesía ―no le duelen prensas en denunciar las malas artes de promoción que utilizan algunos poetas («El prestigio se conquista», escribe) para construirse una carrera literaria y de literatura en general, sino sobre política ―el rey emérito está siempre en su punto de mira, García Martín se declara «completamente republicano, lo que no le impide admirar a los actuales reyes―, sobre usos sociales o sobre las habituales triquiñuelas para medrar en el mundo universitario. De muchas otras cosas no enteramos en estas entrevistas gracias a esa complicidad entre dos viejos conocidos, Argüelles y García Martín, pero esas, las deberá descubrir el lector por sí mismo.

Reseña publicada en El Diario Montañés, 2706/2023

MARCOS DÍEZ. BELLEZA SIN NOSOTROS.

MARCOS DÍEZ. BELLEZA SIN NOSOTROS. XXIV PREMIO DE POESÍA GENERACIÓN DEL 27

En los últimos años la trayectoria poética de Marcos Díez (Santander, 1976) se ha visto refrendada con importantes galardones, coincidiendo con un apreciable cambio de estética. Entre su libro Puntos de apoyo (2010) y Combustión (2014), Premio de Poesía Hermanos Argensola, el paso de una poesía narrativa con el foco puesto en lo descriptivo a una poesía que, sin renunciar a lo narrativo, se ha inclinado hacia lo reflexivo, incluso con cierto tono metafísico producto de una contemplación más templada e inquisitiva, le ha granjeado el reconocimiento de la crítica y de los lectores, como prueba el hecho de que, desde entonces, cada nueva entrega se alce con un premio. Desguace (2019) obtuvo el Premio Ciudad de Burgos y Belleza sin nosotros (2022) el Generación del 27. Es este un libro dividido en dos secciones muy marcadas: «Nadie sabe de mí» y «Belleza sin nosotros». No oculta Díez la deuda con José Hierro, evidente ya de los títulos. El primero de ellos nos hace pensar en Cuanto sé de mí (1959), título con el que además Hierro reunió su obra completa hasta entonces, en 1974, y el segundo, al primer libro del Premio Cervantes, Tierra sin nosotros (1947). La primera sección comienza con el poema «Autobiografía», un ejercicio que combina el aspecto confesional en el que el poeta se ve como testigo de sí mismo ―«Nadie sabe de mí lo que yo sé»― con el metaliterario ―«Algo quedó en los libros, / quizás lo inconfesable, / oculto entre ficciones / que no dicen de mí»―, combinación que se repetirá en otros poemas, como en «El enigma imposible», con la variante de que ahora ese yo múltiple del que solo conocemos una parte gracias al poema, se extiende a un nosotros, a la familia, un grupo de personas en gran parte desconocidas entre sí. Es, por tanto, una experiencia personal que comparte con el lector, al que hace cómplice de sus propias emociones: «Existe un gran misterio / en todas las familias», escribe Díez; como en «Poema», al que, después de ciertos titubeos semánticos, se acaba por definir como «un tenue rescoldo que no aclara la noche / pero ofrece consuelo frente a la oscuridad» o, mejor aún, en el poema «Hay poemas que nunca sé escribir», que encierra una poética trasparente de origen machadiano: «Solo puedo cantar / a lo que ya perdí, a lo que espero». Es, sin embargo, la sensación de extrañamiento la que prevalece en la mayoría de los poemas, incluso en los que se ensalza la ternura y la ignorancia propias de la infancia o en los que la revelación poética actúa como contrapeso de la nostalgia. Muchos de estos poemas revelan un momento concreto de la vida del poeta ―«Nana», «Esta niña tampoco» o «Aunque no lo recuerdes»― en el que toma conciencia introspectiva respecto a la transformación que impone el paso del tiempo. El pasado se interpreta como una fuente de conocimiento que va formando la personalidad del sujeto sin su participación: «Te olvidarás de todo, / pero debes saber / que existe una memoria sin recuerdos, / un pozo cuyo fondo jamás podrás mirar, / un cuarto tan adentro / que te será del todo inaccesible».  

El argumento de la segunda sección, «Belleza sin nosotros», título además del libro, se anticipa en la estrofa inicial del poema «Mirador», de la primera parte: «Me asome al mirador con mis ojos dispuestos / a dejarse tomar por la belleza, / porque me habían dicho: “La belleza está allí”» y allí permanecerá cuando nosotros no la podamos contemplar. Adquiere así la belleza una apariencia casi irreal puesto que lo permanece de ella es el recuerdo de lo que fue, como ocurre, por ejemplo, con el amor: «Deberíamos saber / que las cosas, un día, se terminan. / A veces porque ya no queda nada / y está muy limpio el plato, muy vacío, / y pode su descanso la alacena, / allí donde se dejan las cosas que no importan, / que ya no nos importan demasiado». Más que la confirmación de una experiencia estética perdida, lo que expresan estos poemas es el dolor de la perdida ―«Este es mi dolor, / florece aquí a su lado mi alegría»― y la constatación de que el desgaste vital conlleva renuncias que el ser humano debe ser capaz de soportar para seguir adelante. Lejos de ser perfecto, el mundo es el lugar de lo imperfecto, de lo inarmónico, el mundo no es el paraíso, sino el purgatorio, y en él debemos purgar nuestros errores. Marcos Díez ha logrado trascender la semblanza de lo propio, las vivencias personales para convertirlas en un muestrario de las relaciones humanas, teñidas estas siempre por el desencuentro, por la melancolía y el desgaste emocional ―«Cuanto más me empujabas, / más turbio era el lenguaje. / Cuanto más me invadías, / más oscuro era yo». Si, como escribió Hierro, a la alegría se puede llegar a través del dolor, también a la belleza ―a otro tipo de belleza, más desnuda― se puede llegar a través del desorden, de lo imperfecto, tan verdadero como la vida misma.

Publicada en la revista Turia,  145-146

RAFAEL-JOSÉ DÍAZ. LA LUZ QUE SE ESCAPA

RAFAEL-JOSÉ DÍAZ. LA LUZ QUE SE ESCAPA

EDITORIAL RIL EDITORES

En la contracubierta se informa al lector de que este libro es «autobiografía, poesía y narrativa» y, como dichos géneros no son incompatibles, podemos asegurar que en sus páginas encontramos, efectivamente, algo de todo eso. Narrativa, puesto que asistimos a un largo monólogo en prosa ―la narración también tiene cabida en el poema, por supuesto― que, sin interrupciones, va desgranando fragmentos autobiográficos, no siempre cronológicamente lineales, puesto que los recuerdos afloran sin cesar, rompiendo la fluidez del torrente narrativo al uso. Pero también es poesía porque muchas de las reflexiones e, incluso, las descripciones, están cargadas de lirismo. Rafael-José Díaz (Tenerife, 1971) es un reconocido poeta ―en su haber cuenta con títulos como “La crepitación” (2012), en el que recogió sus seis primeros libros, “Un sudario” (2015) y “Bajo los párpados de quien se aleja” (2020)― narrador, con obras como “Algunas de mis tumbas”, “El letargo” o “Duérmete, cuerpo mordido”, además de ensayista y traductor.

     En “Luz que se escapa”, el autor hace una cata en su pasado más remoto, en los años de la infancia, de la juventud y en su primera madurez. Como una especie de relámpago, de repente surge en su mente la necesidad de recordar ―y reordenar― esos instantes de una vida que dan forma a quien uno es, a quien uno será gracias a un objeto, un edredón en este caso. Estamos, por tanto, ante una novela de aprendizaje, lo que el filólogo Johann Carl Simon Morgenstern llamó en 1819 Bildugnsroman, narrada en tercera persona: «Todo empezó ―pero todo es aquí lo mismo que nada, es decir, una verdad suspendida, una realidad incierta, un mundo extraño, sumergido― un sábado en que despertó más o menos temprano». Como la magdalena proustiana, el edredón es la espita que abre la fuente de los recuerdos, recuerdos precedidos por la sensación de extrañeza que el autor siente ante un mundo que considera hostil, ante unos seres, sus semejantes que comparten en muy poca proporción su forma de ser, sus inquietudes: «Se sentía excluido siempre que estaba en medio de un grupo, aunque fuera de amigos o de compañeros con los que compartía alguna actividad común». Desde esta marginalidad están descritos algunos de los acontecimientos que se han quedado fijados en su memoria. Con una prosa envolvente, con estudiadas reiteraciones y circunloquios que provocan un avance de la acción ciertamente moroso, Rafael-José Díaz se interna en lo más profundo de sí mismo para dejar fluir a su conciencia. En las primeras páginas asistimos a la búsqueda del equilibrio entre su individualidad y la necesidad de compartir con los otros afanes y propósitos. Esta tensión, por otra parte, la percibimos a lo largo de la narración, hasta llegar al final, cuando el narrador opta por elegir una de las alternativas. En esas catas de las que hablábamos antes hay recuerdos dolorosos, que uno desea enterrar definitivamente, aunque el dolor haya contribuido, de forma no inocua, a construir la personalidad: «Porque hay lugares interiores que deberían quedar siempre cubiertos por una espesa capa de olvido».

     Salir del entorno habitual, conocer otros lugares, otras ciudades contribuye no solo a aumentar la experiencia sino a percibir las primeras sensaciones de autonomía y de libertad: «Por primera vez, se vio a sí mismo como un ser extraño en un lugar extraño, se contempló desde fuera del espejo que todo le ofrecía para su imagen transformada». Además, comienzan a hacerse realidad sus sueños. El mundo es mucho más amplio y sorprendente de lo que los estrechos límites de su ciudad de origen le hacían sospechar. El autor está finalizando el bachillerato y «tenía claro que había que afrontar en todo momento la crudeza, los sinsabores, las fisuras del mundo tal y como se le iba mostrando, pero los pactos que de vez en cuando aceptaba y que se manifestaban como periodos de calma en su vida le permitían quizá tomar aliento para enfrentarse a las nuevas embestidas que le esperaban». Como se ve, aún hace concesiones en pro del equilibrio mencionado, pero no tardará en decantarse hacia lo que le dicta un espíritu no acomodaticio, por eso, como un deshollinador, trata de borrar de su pasado «lo sucio, lo incompleto, lo abandonado, lo enfermo, lo desgastado, lo podrido, lo muerto, es decir, prácticamente todo lo que allí encontraba». En este recorrido por el pasado, aunque no podemos desdeñar las alusiones al presente, su mente se va trasformando. La experiencia ganada en sus años universitarios aumenta sus deseos de cambio, porque no evita extender reproches hacia la ineficacia universitaria, hacia el parasitismo y la mediocridad, y no es que el autor se eleve por encima del bien y del mal, sino que ciertas actitudes, comunes hasta el exceso, confirman sus peores augurios. Son estos años también los del despertar sexual, los del temor al desengaño, a no cumplir las expectativas ante sí mismo, ante sus padres y profesores. Una plaza de lector en una universidad extrajera significó la excusa perfecta para iniciar el viaje, para abandonar una vida ya programada y, quizá por eso mismo, anodina y, para alguien como el autor, con alma de poeta, castrante, sin verdaderos alicientes.

Reseña publicada en El Diario Montañés, 26/05/2023

CARLOS JIMÉNEZ ARRIBAS. LISERGIA

CARLOS JIMÉNEZ ARRIBAS. LISERGIA

BARTLEBY EDITORES

“Lisergia”, la nueva entrega de Carlos Jiménez Arribas (Madrid, 1966) es, si se me permite recurrir al argumento cuando hablamos de un libro de poesía, una historia de amor, con todo lo que esto lleva aparejado, pues ninguna relación amorosa está libre de sufrir altibajos, desengaños, celos o, entre otras cosas, apasionados reencuentros. Una historia de amor entre el pintor y su modelo que, como la tradición nos ha enseñado, en ocasiones es de dirección única y, en menor proporción, ambos amantes comparten un mismo fin, pero no se trata de desvelar anticipadamente el desarrollo, más bien metafórico, de este romance, sino de trasladar a los poemas las vicisitudes emocionales que experimenta quien ama con desenfreno. Jiménez Arribas es autor de una vasta obra literaria que incluye, entre otros, los libros de poemas “Manual de supervivencia” (2002) y “Darwin en las Galápagos”, del diario “Viaje al ojo de un caballo. Veinte días en Mongolia” y del estudio “El poema en prosa en los años setenta en España”, Además, junto con la recientemente fallecida Marta Agudo, preparó la antología del poema en prosa “Campo abierto. Antología del poema en prosa en España (1990-2005)”.

En “Lisergia” lo simbólico suplanta a la descripción meramente realista, aunque esta no esté ausente del todo. Componen el libro una sucesión de poemas en prosa, cuarenta y nueve, más un poema inicial, titulado «Recado», en el que cazador, sorprendido por la anticipación de la presa «Contempla el cielo vacío ahora, de pensamientos y de pájaros, escarba en la luz sucia de las nubes, se dice que la vida siempre pasa así, sinuosa en su deriva, ajena a los presagios y preguntas, como un batir de alas en la luz que palpa el aire». Donde realmente comienza la historia de esta pasión es a partir del poema número 1. A pesar de que «otros tuvieron en sus brazos ese cuerpo que he llamado mío», el pintor que la usa como modelo, el pintor que contempla su cuerpo lo idealiza y lo convierte en cifra su existencia ―«eres la medida en la deriva de las cosas», escribe―, una existencia en la que lo visionario adquiere una importancia esencial por más que la realidad tome «forma en lo denso de tu carne y en el vuelo de tu piel» alce sus cálices. La dicotomía entre realidad y sueño es el eje sobre el que giran los poemas. El autor acaba por no diferenciar cuándo predomina una u otra vivencia: «Solo es real lo que no veo yo y me mira con la condición esférica del día y de la tierra», afirma, lo que supone reconocer que vive en un estado de permanente incertidumbre, quizá sobrevalorando sus emociones por el poder del deseo, un deseo que, cuando lo analiza con cierta objetividad es capaz de reconocer sus limitaciones para aprehender la realidad: «Te busco en cada línea de tu retrato y no te encuentro, yo que creí que me sabía tu cuerpo de memoria y te amaba como no te amaban los demás». El amor permite al enamorado contemplar el mundo de otro modo, con más entusiasmo. Pedro Salinas, considerado el poeta del amor, y referencia indiscutible en “Lisergia”, ve en el amor un sentimiento que permite idealizar lo cotidiano, ver en la vida solo los aspectos positivos. Gracias al ser amado es posible percibir la plenitud de la existencia. Algo de esta idea creemos que subyace en poemas como este: «Amor, que a nadie amado amar perdona, siquiera esta altivez pase por alto, que cunda en cada paso hasta amado tu abismo de ambición, mi cobardía, nunca cuestione el propio amor, no ya el ajeno, ni ose no amar lo amado en ti, hasta que, nuevo enemigo de tu daño, te ame sin ser lo amado impuesto». No importa entonces que el amor sea o no recíproco, no importa que haya sido solo una quimera o ya no exista. El efecto sobre quien ama y sobre la forma de ver la realidad se ha consumado. Quien escribe tiene potestad para que sus sentimientos enaltezcan esa realidad y crearla en el poema acaso sea «lo más cercano a la verdad que fue tu vida cuando yo no esté y en tu mirada sea de día aún, verano aún en lo más hondo, estío por doquier, colmado agosto». El enamoramiento entre el pintor y su musa ―una musa que, en muchas ocasiones, procedía de los barrios bajos, como en el caso de Giacometi e Yvonne ― se ha repetido en numerosas ocasiones (Picasso y Dora Mar, Rodin y Camille Claudel, por ejemplo). Esas mujeres, anónimas o reconocidas, perviven en los lienzos, se han convertido en obras de arte. En los poemas de Carlos Jiménez Arribas, escritos en prosa, pero sujetos a una rigurosa métrica clásica, la mujer posee además un alma inmortal que acompañará al enamorado aun en la ausencia, y así logra «el dulce aplazamiento de la muerte», acaso el objetivo final de convertir esa experiencia en poesía.

Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, 19/05/2023

CARLOS MARZAL. EUFORIA

CARLOS MARZAL. EUFORIA

TUSQUETS EDITORES

PRECIO: 18,00

PÁGS. 258

Mucho se ha escrito sobre los periodos de sequía, de falta de inspiración de los poetas, un hecho que, generalmente, ni el protagonista involuntario sabe explicar. En el caso de Carlos Marzal (Valencia, 1961), que ha estado catorce años sin publicar, los que han transcurrido desde la aparición de “Anima mía” (2009) hasta “Euforia”, la última y extensa ―son 116 poemas― entrega poética ,integrada por unos poemas escritos, según afirma el autor, en los últimos dos años ―el poema «La visita», que comienza con estos versos: «Después de muchos años sin escribir ninguno, / ayer logré acabar otro poema», resulta muy ilustrativo en este aspecto― éste explica esa incapacidad de este modo: «»Mi escritura requiere de un cierto clima, / una temperatura del espíritu / que se aproxime a la felicidad, / sobre todo si trato / de explicar la experiencia del dolor / o hablo del desconsuelo. // Cuando siento / que mi conciencia tiende hacia lo oscuro, / me educo en claridad», quizá por eso prima en estos nuevos poemas el entusiasmo vital y una voluntad, sin apenas fisuras, de dar cuenta de esas emociones que llevan a enaltecer cualquier acto por cotidiano que sea, porque son, precisamente, estos actos ―hacer la lista de la compra, tender la ropa, visitar librerías, un baño al mediodía― , y no los grandes acontecimientos, los que fidelizan al autor con el deseo de vivir la realidad ―«Salvas la realidad, sus pormenores, / con tu actitud alerta»―de un modo conscientemente admirativo. «Ya no quiero pasar por razonable: / aquí solo cantamos a la euforia», escribe en el poema «De todo corazón», pero el significado de euforia no solo se refiere en sus poemas a vivir la vida siempre al límite, con un grado de intensidad casi irracional, lo que resulta, a todas luces, imposible, sino a su significado etimológico, hoy casi olvidado, que se refiere a la capacidad para soportar los reveses de la existencia y uno de esos reveses puede ser el envejecimiento, aunque Carlos Marzal se resiste a mirar atrás pensando que cualquiera tiempo pasado fue mejor y contempla el ahora sin nostalgia, como una nueva oportunidad de ser feliz, de sacar el máximo partido del momento que se está viviendo, además, «En otro tiempo / ―ocurría en verdad en otro mundo, / en un planeta otro: / la impune juventud―/ alguien ya con sesenta años no era un viejo, / simplemente no era». Hoy el peso de la edad es otro, más liviano sobre todo para quien lo sobrelleva no como un lastre sino con el equipaje necesario para continuar el viaje de la vida. Esta reincidente mirada que busca la plenitud del instante ―una teoría opuesta a la práctica que ninguna religión ha logrado solucionar―, sin preocuparse apenas de nada más, se entiende mejor si compartimos la forma de ver el mundo de Marzal ―y hay que advertir al lector de que su peculiaridad puede ser tremendamente adictiva―: «Lo fúnebre no cabe / en mi manera de entender el mundo, /igual que el malditismo, / esa simpleza / de los temperamentos infantiles». No quiere decir esto que Marzal sea inmune al dolor y el sufrimiento ajenos, pero piensa que su escritura debe, en este instante preciso de su vida, concentrar sus esfuerzos en cantar lo mejor de ella, no en recrear, con una especie de fatalismo irredento, lo más trágico. Esta postura nos recuerda a lo que Emerson llamó «el estado de ánimo optativo», con la diferencia de que Marzal apenas ve sombras que le impidan mantener a salvo la esperanza. Él mismo confiesa: «solo valgo la pena en mi alegría» y a la búsqueda de esta alegría consagra toda su poética. ¿Qué otra cosa puede hacer quien afirma que «se está bien en el mundo, / en especial si el mundo decide estar a bien / con el huésped que somos?». Para algunos, sin embargo, resulta demasiado fácil decir ―y cantar― que todo está bien. Habrá quien solo vea en estos poemas un ejercicio de yoísmo del que está ausente esa solidaridad colectiva que afianza el futuro. Algo de esto podemos percibir, sin embargo, en los poemas dedicados a recordar a amigos fallecidos, entre otros, Francisco Brines, Miguel Ángel Velasco o Joan Margarit: «Los amigos que han muerto no están muertos, / al menos no del todo: viven en la pereza / de mi memoria». Nada que objetar. Cada lector posee su propia interpretación de lo que lee, y el mismo Marzal lo aplaudirá, porque él es tan consciente como cualquiera de los dramas que asolan la existencia ―basta con leer el último poema del libro, «La muerte y los leones»―, pero su propósito es otro, tan lícito o más, dejarse arrastrar por una ola de optimismo para ensalzar, algo no frecuente en nuestra poesía ―Guillén y Neruda son los precedentes que nos vienen ahora a la memoria; más lejanos, también los poemas de alabanza, sin el componente religioso, de Hopkins―, la belleza de lo humilde, la luz que desprenden los objetos que nos rodean. Quizá, como dijo Hannah Arendt, este libro haya sido escrito «en un contexto de optimismo imprudente», pero la evolución de los poemas refleja el movimiento de una mente al acecho. Hay momentos de alegría, incluso de humor también fundido con la esencia de los poemas, pero no ha desaparecido del todo la presencia del dolor porque, como escribió Rumi, «La herida es el lugar por donde te entra la luz». A partir de aquí, Carlos Marzal formula proposiciones acerca de las peculiaridades cotidianas que nos proporcionan felicidad y logra remontar y elevar de nuevo su experiencia hacia la revelación y el asombro que conforman el día a día, y esta es, sin duda, una de las mejores enseñanzas de este magnífico e inspirador libro. Nos fascina además ese lenguaje celebratorio de quien trata de darle un sentido positivo a todo, aunque, paradójicamente ―el mundo de la paradoja es especialmente querido por nuestro poeta―, afirme que nada tiene sentido. Algo similar ocurre con la visión del tiempo. Marzal canta la temporalidad de las cosas, pero esto no resulta contradictorio con su deseo de que ciertas personas, ciertos actos permanezcan en la memoria, en la escritura. En resumen, la belleza de estos poemas proviene no solo de la personal visión del mudo de Carlos Marzal, sino de cómo ha conseguido trasladar dicha visión a la escritura, una escritura que contagia al lector su propio vigor, el vigor del optimismo.

CHARLES SIMIC. SIN TIERRA A LA VISTA

CHARLES SIMIC. SIN TIERRA A LA VISTA

EDICIÓN BILINGÜE. TRAD. NIEVES GARCÍA PRADOS

VASO ROTO EDITORIAL

Nacido en la antigua Yugoslavia en mayo de 1938, Charles Simic se mudó a los EE. UU. a la edad de 16 años huyendo de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. En este país, en concreto en New Hampshire, ha fallecido el pasado mes de enero a la edad de 84 años. En 1967 comenzó a publicar sus primeros poemas en inglés, el idioma en el que ha desarrollado toda su trayectoria literaria, integrada principalmente por poesía, pero también por libros de memorias, ensayos y traducciones de otras lenguas. Su obra, que en sus comienzos estuvo vinculada al surrealismo, sufrió a lo largo de los años un proceso de depuración que ha conducido a una reducción de la extensión de los poemas, pero la economía lingüística, sin embargo, no ha ido en detrimento del lirismo, de la yuxtaposición de imágenes y recuerdos que confieren al poema una sensación de extrañeza difícil de aplacar. Uno no sabe nunca con qué se va a encontrar en el siguiente verso porque, de forma inesperada, el punto de vista cambia y la realidad adquiere un tono sombrío, mezcla de tragedia y humor, negro en muchas ocasiones. Se ha dicho que la experiencia de los primeros años de su vida, la infancia y los comienzos de la adolescencia vividos en Belgrado ―estos versos del poema «¿Dónde está mi patíbulo», parece confirmarlo: «Al otro lado de la ventana / por al que me asomaba de niño / en una ciudad ocupada / silenciosa como un comentarista»―, han determinado esa visión que combina la esperanza con la crueldad, el azar y la necesidad. Es muy probable, pero no se puede negar que su propia intuición, proclive a lo absurdo de algunas situaciones y a la aleatoriedad del destino ―«La cita  a ciegas de todo el mundo»― han agudizado esa especie de escepticismo momentáneo que se trasforma, a medida que avanza el poema, en una llamada de atención, en un pellizco que nos obliga a despertar, a tomar conciencia de que la realidad es mucho más de lo simplemente visible, solo es cuestión de establecer vínculos entre acontecimientos aparentemente no relacionados para hacer que se tambaleen las convicciones del lector: «Un despertador / sin manecillas / que hace un tictac ruidoso / en el vertedero de la ciudad», escribe en el poema «¿Podría ser yo?».

La mayor parte de los poemas de “Sin tierra a la vista”, su último libro publicado (la versión original es de 2022) están escritos en Nueva York, ciudad en la que pasaba gran parte de su tiempo y es en esta ciudad donde se suceden los encuentros inesperados: «Un hombre me persigue en la calle / ofreciéndose a venderme un reloj de bolsillo. / Parece un antiguo predicador; / todo de negro y pálido como un fantasma». Simic comienza de forma similar sus poemas, describiendo una situación extraña, pero no del todo anómala. Lo que nos sorprende, sin embargo, es cómo da la vuelta a la tortilla. Cuando el lector espera una conclusión, una reflexión provocada por lo descrito, Simic da un giro al poema y se interna por un camino distinto que ayuda a establecer asociaciones inauditas: «cuando me abordó con su reloj / sin números ni agujas / él quería que yo lo estudiase y admirase / antes de preguntarle con la voz entrecortada por el precio». La naturaleza del tiempo y el objeto que lo mide rompen la relación establecida previamente por las convenciones. El lector queda desconcertado, más si cabe porque la fluidez de un lenguaje que asume su función comunicativa desesperadamente, en ningún momento cede al subterfugio de adulterarse para conseguir la dosis necesaria de misterio que debe primar en todo poema. Todo se desarrolla aquí de forma natural y quizá por eso, para “comprender” el poema se necesiten una perspicacia “otra”, una agudeza que debe afinarse paulatinamente para separar lo rutinario de lo extraordinario, aunque, si lo pensamos con detenimiento, lo que describe Simic no es asombroso en sí mismo, una mosca enferma frente a un sol indiferente, unos cines sustituidos por nuevos edificios, una caja de música «que en estos días solo el silencio toca», la ciudad «con sus calles oscuras….» son cosas habituales, lo que nos deja perplejos es lo que nos revelan al combinar esas imágenes con otras con las que no guardan relación. Esa yuxtaposición, a modo de “collage”, crea nuevos significados. Esta es la gran virtud de la poesía de Charles Simic, por más que en este libro, excelentemente traducido por Nieves García Prados, algunos de los poemas, por su brevedad, por su inconcreción parezcan más bocetos de poemas que poemas en sí mismos. “Sin tierra a la vista” es el testamento poético de un poeta que ha sabido luchar, hasta el final de sus días, sin flaquear, por derrotar a la muerte, por conseguir su permanencia entre nosotros, y doy fe que lo ha conseguido.  


Reseña publicada en El Diario Montañés, 5/05/2023

ANTONIO CARREIRA.  ESTUDIOS SOBRE LITERATURA CONTEMPORÁNEA

ANTONIO CARREIRA.  ESTUDIOS SOBRE LITERATURA CONTEMPORÁNEA.

EDITORIAL RENACIMIENTO

Recoge este volumen un conjunto de quince estudios, de diferente alcance, sobre literatura contemporánea, varios de los cuales se ocupan de poetas de la generación del 27 ―de hecho, uno de ellos se titula «Voces del 27»―, dos estudian a escritores portugueses y uno se centra en el teatro de Max Aub, que Antonio Carreira ha publicado previamente en revistas y ediciones colectivas. Carreira es doctor en Filología Románica y catedrático de Lengua y Literatura españolas escribe que «Una colectánea como la presente debe ser actualizada en lo posible, y así lo hemos procurado», pero la bibliografía ha aumentado disponible ha aumentado tanto, que resulta, en la práctica, estar al tanto de todas las nuevas aportaciones. Este estudioso ha ejercido como lector en la Faculté de Lettres de l’Université Catholique de l’Ouest (Angers, Maine-et-Loire, Francia), de 1969 a 1971. Ha sido Acting Assistant Professor en la Universidad de California, San Diego (U.S.A.), de 1972 a 1974, profesor invitado en las universidades de Parma (Italia) y Clermont-Ferrand (Francia) (1999), y en El Colegio de México (2001, 2003 y 2007). Estamos pues frente a un consumado especialista que ha dedicado sus investigaciones preferentemente al Siglo de Oro, a los poetas del 27 y a los relatos de viaje. Ha publicado libros como “Viajeros por León (siglos XII-XIX)”, en colaboración con Concha Casado Lobato, “León, La vida y hechos de Estebanillo González (1646)”, edición de Antonio Carreira y Jesús Antonio Cid, “Nuevos poemas atribuidos a Góngora”, “Góngora. Romances”, “Emilio Prados. Poesías completas”, con Carlos Blanco Aguinaga “Luis Cernuda. Como quien espera el alba” y “Luis de Góngora. Antología poética”.  

Comienza el volumen con «Los cantares infantiles en la poesía de Antonio Machado». Pese a que «lo imaginamos siempre viejo», murió a los 63 años, pero en su poesía, dice Carreira, la nostalgia por la infancia perdida está siempre muy presente. No hay más que recordar el último verso encontrado tras su muerte en un bolsillo de su gabán: «Estos días azules y este sol de la infancia. El tono de sus poemas tiende a ser sombrío, ceniciento, sin embargo, siempre la atrajeron las coplas, los proverbios y cantares, por lo cual se produce en su escritura una oposición entre quienes «cantan alegre e inconscientemente, y quienes escuchan melancólicamente». En «Guillén y la unicidad de su lenguaje», en el que defiende que el poeta vallisoletano canta «el júbilo de la existencia». Guillén es un poeta en el que «la forma de la expresión se ajusta a la del contenido como un guante de mano», acaso porque necesidad y escritura corren de forma paralela, pero como en todo poeta de obra abundante, esta sufre altibajos. Carreira no oculta que los últimos libros del longevo Guillén le parecen flojos: « “Clamor es un gran libro fallido, y “Homenaje” un gran libro mediano… “Y otros poemas, Final” … simples virutas de la carpintería gilleniana». «Procedimientos musicales en el “Romancero gitano” de García Lorca» es el tercer ensayo, profusamente documentado y riguroso en el análisis de las influencias musicales que dominan las estructuras del poema. No está de más señalar que, junto con Gerardo Diego, Lorca era el único poeta del 27 que tenía formación musical. En los dedicados a Aleixandre, Carreira nos previene sobre la beatería crítica a la hora de enjuiciar obras de grandes autores, aunque estas sean mejorables, algo que ocurre con demasiada frecuencia: «Con los autores importantes suele darse una actitud de beatería que, a nuestro juicio, es nociva para la libertad crítica. Tan pronto se mezclan en el discurso alusiones a la excepcional condición humana del poeta ―humildad, generosidad, y rasgos similares―, como se escribe sobre parte de su obra con la inercia del entusiasmo que suscita la otra», y con esto se refiere a que algunas obras aleixandrinas carecen del impulso poético necesario para diferenciarlas de la pura verborrea, aunque no deja de reconocer que su poesía «respira libertad, fluye sin trabas, abarca mundos lejanos, todo lo cual es difícilmente compatible con al sujeción a reglas estrictas». Otros  artículos están dedicados a autores como Quiroga Plá, un neoclásico que utiliza el soneto como banco de pruebas: «No habrá, en toda la literatura contemporánea poeta más fiel a esa forma métrica, y que más haya experimentado con ella». Otro de los poetas estudiados en profundidad es Emilio Prados, en primer lugar, a través de la biografía novelada que Carlos Blanco Aguinaga, bajo el título “En voz continua”, publicó en 1997: «Prados, en el relato de Blanco, está visto desde dentro, a través de un monólogo, con todos sus conflictos y vacilaciones hasta la Guerra Civil. Los 23 años de exilio que vivió Prados son muy poco novelables… Pero Blanco no se priva de atribuir al poeta cosas que están lejos de haber sido así». Hispanoamericanos más importantes. El volumen se ocupa además de hablar de los poetas, de Luis Felipe Vivanco, de Alberto Caeiro, uno de los heterónimos pessoanos, del portugués crítico António José Saraiva y finaliza con «Dichtungdämmerung, o El ocaso de la poesía», un excelente ensayo, siguiendo la línea de los precedentes, en el que Carreira expone sus propias teorías acerca del poema. Es este un libro de ensayo, pero las reflexiones de Carreira carecen de ese engolamiento que hace su lectura insoportable, por el contrario, seguir sus argumentos es no solo una fuente de conocimiento, sino un placer estético.

Reseña publicada en El Diario Montañés, 29/04/2023

ANTONIO GRACIA.  EN NOMBRE DE LA LUZ

ANTONIO GRACIA.  EN NOMBRE DE LA LUZ

EDITORIAL HUERGA Y FIERRO.

El título de este libro, “En nombre de la luz”, nos ofrece una idea muy precisa de la vía iluminativa ―en este caso no como forma de acercamiento a Dios, sino como una manera de distanciarse de las fuerzas oscuras que gobiernan el caos y sustentan al alma atribulada― que ha recorrido en sus últimas entregas la poesía de Antonio Gracia (Alicante, 1946), un poeta que, por edad, podría haber estado incluido en la Generación del 68, generación que incluye a los llamados Novísimos, de los cuales le separan el culturalismo exacerbado, el experimentalismo lingüístico y la ruptura con el realismo más prosaico, pero también a aquellos poetas que, siendo fieles a la tradición no renuncian a la renovación poética y utilizan un tono meditativo con altas dosis de autobiografía y de cotidianidad, ambas elevadas a un estado superior de trascendencia, al que es más afín nuestro poeta. En este aspecto, el prólogo del profesor Prieto de Paula no puede ser más esclarecedor: «su hipertrofia yoísta lo hace renuente a asumir su condición histórica. La “inflamación del yo” que lo caracteriza no tiene que ver con la autosatisfacción, sino con el desasosiego perpetuo, de espaldas a las razones sociales». Esta búsqueda incesante de la luz no es inocente. El poeta no se muestra ajeno a los conflictos que zaranden al ser, a la propia existencia de este ser que se interroga sobre «¿Quién que no ha sentido que es injusto un mundo / en el que el ansia de supervivencia / lucha constantemente contra / la conciencia de la mortalidad?». La segunda parte del libro, «Amanecer en la noche» ―según el autor, «un conjunto medular y autónomo, paralelo, reincidente y capitular, con la primera [sección] como arbotante, se expone el eco de una historia de amor creciente y jubiloso, íntimo y universal, telúrico y onírico, en un mundo que, tras dar muerte a la trascendencia a la que aspira el poeta, yace en continua conflagración dialéctica…»― ahonda en el mismo tema de la fugacidad, por eso la única luz es la «de los anhelos / en la trinchera de las utopías», y una utopía es, obviamente, el deseo de permanencia, aunque el poeta toma conciencia de ese pesimismo vital que le abate e intenta salir a flote, remontar el vuelo ―«Tal vez existan alas / que vuelen a la luz»― y adoptar una postura más optimista: «Mi voluntad dibuja otro paisaje, / y aprendo otra estrategia», escribe en el poema «Despidiendo el ayer». El amor se convierte ahora en una especie de panacea espiritual con la que soportar todas las iniquidades de la existencia, por eso, cuando falta, «todo es fatua herrumbre, oscuro tránsito / del corrosivo empeño de los hombres / por destruir la piedra cincelada / y mancillar cualquier naturaleza / original».  Lo cierto es que situarse en una posición deliberadamente celebratoria no resulta fácil. No basta solo la predisposición para hacerlo, sino que es precisa una concatenación de estímulos que alimenten más que el deseo, una visión del mundo y, en estos poemas, no parecen haber cuajado, o quizá son insuficientes, dichos estímulos, por eso, pese a lo voluntarioso del propósito, prevalecen las muestras del desasosiego en muchos poemas. En otros, la escritura trata de salvar al ser de la incertidumbre: «Y persuadí a mi pluma a que advirtiese / que el ocaso es vencido por la aurora: / que las estrellas mueren y renacen. / Y me puse a escribir un canto al trino, / al vuelo alado, al pájaro viviente. / Qué belleza cantar la maravilla». De hecho, no hay más que leer el poema «Sinfonía para un hombre solo», para calibrar hasta qué punto el fatalismo impregna estos poemas: «Acaso porque nunca fui feliz, / siempre quise ser otro» dicen los primeros versos. Solo en la escritura parece encontrar el poeta alivio a su tristeza, pero, confiesa, «también el verso fracasó; y el dolor, / que no pudo matarme, me enseñó la templanza: / así forjé mi espíritu, con lágrimas / que siempre desterré». No parece pues que no haya «más destino que la voluntad», ya que esta cede a menudo ante el peso de los acontecimientos. Este contraste, esta tensión entre el deseo y la realidad, entre la necesidad de ser feliz y los impedimentos para llegar a serlo son los que determinan que predomine en la escritura el tono elegiaco y que lo hímnico sea solo una fragancia que desaparece casi al instante. Consciente de ello, Antonio Gracia se pregunta en un poema que es, además, una poética, «¿De dónde nace / la voz que reverbera en una obra / constituida en universo fértil, / sino desde el dolor y la resilencia, / la ascensión de las sombras a la luz, / la transfiguración de la desdicha / al convertir en himno la elegía». Ecos de muchos poetas suenan en los poemas de este libro ―Góngora, Quevedo, Garcilaso, Vallejo, Machado, san Juan, Juan Ramón, entre otros―, incorporados magistralmente en sus versos. Creo que la intención de convertir el fatalismo en vitalismo no ha sido refrendada, pero eso no merma en absoluto la verdad que subyace en estos versos de factura envidiable.

:Reseña publicada en El Diario Montañés, 21/04/2023