
VICENTE GALLEGO. SER EL CANTO. XVII PREMIO DE POESÍA GENERACIÓN DEL 27. COLECCIÓN VISOR DE POESÍA*
Ser el canto es la última muestra —al menos, hasta el momento, pero, teniendo en cuenta la altura alcanzada, puede ser muy bien el colofón— de esa vía que Vicente Gallego, rompiendo casi por completo con su obra anterior (un cambio tan radical que es y será objeto de numerosos estudios), inicio con Cantar de ciego (2005) Seguramente la presencia de la palabra canto en ambos títulos, el primero y, presumiblemente, el último de dicha transformación, no sea fruto de la casualidad sino de una decisión madurada, consecuencia directa, sin duda, de los niveles conceptuales que su poesía ha ido ascendiendo desde entonces. Incluso en una poesía como ésta, del todo ajena a lo circunstancial, que contraviene las servidumbres que lleva aparejada la narración de lo anecdótico, que disuelve su intimidad en un panteísmo de origen ancestral, anterior a la propia conciencia del ser, incluso en ella, como digo, se ha producido una evolución que, como escribe el profesor Ángel Luis Prieto de Paula, es «consecuencia de la extrañeza del yo frente a una realidad desbordante; a la construcción domeñada y demorada le sucede un lenguaje elíptico que, al igual que ocurre con el fragmentarismo de la lírica tradicional, produce el efecto de que lo importante está generado por el poema, pero se sitúa frente a él», una evolución que experimenta su más alta expresión en este Ser el canto, en el que ese yo, sin perder el pie en la realidad —o quizá a punto de perderlo, de ahí la vacilación casi imprecatoria— se interroga sobre el momento en que aconteció esa metamorfosis: «¿Cuándo tuvo principio/ mi amor por cuanto amo? ¿Fue primero/ amar, ser el amor,/ fue primero cantar o ser el canto?». Como se dice en el Evangelio de Juan «In Principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum», es decir, según estas palabras: en el principio era el canto, evidencia que se confirma en la lectura de los poemas posteriores, porque, además, «A medida que un alma se sume en la devoción, va perdiendo —si hacemos caso a Andrè Gide— simultáneamente el sentido, el gusto, la necesidad, el amor a la realidad».
Cincuenta cantos componen el libro, una cincuentena de poemas en los que el tono de alabanza y de gratitud por los dones recibidos no buscan un refrendo colectivo, ni despertar de manera general conciencias adormecidas, como si el poeta se cubriera con la túnica del mago o con el terno del parlamentario, sino acreditar la íntima comunión entre el hombre y el universo, porque «Todo está en su primicia, nace nuevo/ en el límpido darse de las cosas,/ siendo todas la vida en mil especies/ de eterna claridad dándose a luz». Estos cantos son, antes que nada, una apología de la intuición, la crónica de un desvivirse que se convierte en destino del ser humano. «En la vida del espíritu llega un momento —escribe Cioran— en el que la escritura, erigiéndose en principio autónomo, se convierte en destino. Entonces es cuando el Verbo, tanto en especulaciones filosóficas como en las producciones literarias revela su vigor y su nada». No es difícil percibir un sentimiento de exaltación de tanta intensidad que casi congestiona, exaltación que, como decía Matthew Arnold, toda poesía verdadera ha de provocar en el lector, en el oyente, porque no debemos olvidar el primitivo carácter oral de esos cantos religiosos, mágicos incluso, que tanta relación guardan con los cantos de Vicente Gallego (al lector habitual de poesía la palabra canto en el título puede conducirle a establecer algún tipo de vinculación con Cantos Pisanos de Ezra Pound, pero le adelantamos que ambos proyectos se encuentran en las antípodas. Pound escribe alentado por la presencia de la muerte; Gallego desde el entusiasmo, desde el goce vital. Pound explora el mundo a través de la Historia; Gallego, examina el cosmos desde el yo). Ser el canto, ser pura intuición, «Perder —como escribía Eliot— el sentido para recuperar la experiencia», porque el poeta se trasmuta en canto, se funde con la palabra para ser no sólo emisor y receptor, sino también el hilo conductor que conecta ambos mundos. Pero hay también un abandonarse al fluir de las cosas, una asunción del destino sin desacuerdo, sin violencia, con mansedumbre («Aprendí de las cosas mansedumbre/ y en este ser ya manso mi morir/ con todo lo que muere»), una mansedumbre que no conviene confundir con resignación, porque ésta conlleva hostilidad y capitulación y en la postura de Vicente Gallego no existen tales posibilidades. Aquí se produce un matrimonio perfecto, acaso fruto de esa ensoñación meditativa que parece aureolar todos los poemas, entre lo tangible y lo simbólico: «No es lluvia, es mansedumbre,/ es grande el aguacero que ahora cae,/ que nos está cayendo/ de vida por encima, compañera».
Para escribir una poesía tan, por una parte, afincada en la tradición —los ecos van desde Heráclito, Horacio o Lucrecio hasta Fray Luis o Juan de la Cruz, a cuya muerte dedica el «Canto XLVIII»— y, por otra, con evidentes anclajes en la modernidad, sobre todo cuando manifiesta su inmensa fe en el lenguaje a través de unos efectos conceptuales que vemos con frecuencia en algunos poetas actuales de nuestro entorno como Ada Salas o Lorenzo Oliván: «Dichosos los llamados a esta cena/ en que nada se tiene, en que se ve/ que no se tiene nada» («Canto VIII»); «Me estoy quedando en nada,/ a más pájaro subo, estoy que trino,/ ya casi soy tan real rompiendo noche» («Canto XV»); «¿Quién no ve lo que ve, quién no está ciego/ de sol y de rosal en una uña?».El Neruda de Odas elementales canta a los objetos y las cosas más humildes y sencillas, pero Gallego da un paso más allá para cantar directamente a la nada, y digo bien, cantar, porque no encontrará aquí el lector especulaciones metafísicas expuestas con un lenguaje abstracto que falsamente conduce a lo inefable; aunque el escenario y la situación que los versos evocan haya cambiado, las palabras consiguen restituir, gracias a ese talento intuitivo de Gallego capaz de conviertir la simple mirada en una alto afán, la pura contemplación a través de la escritura.
El poeta, para dar testimonio de sí, precisa lo material, de la misma forma que el mundo exige contemplación para decirse, porque el mundo es esa materia tangible que necesita ser mirada sin velos, sin anteojos, aunque acaso, como dicen estos versos de la poeta austriaca Ilse Aichinger, «ya no quedan ojos/ para ver los prados blancos/ ni oídos para oír entre las ramas/ el revolotear de los pájaros». Tal vez, miramos con ojos desenfocados, con la mirada perdida y por eso nos quedamos al otro lado de la verdad. Para reconducir esa mirada Gallego asume algún riesgo, como el de llegar al límite a partir del cual en la Naturaleza sólo hay vacío, nada, si es que la nada no implica un algo anterior. Esta imagen excesivamente idealizada de cuanto le rodea ofrece, a pesar de esos riesgos a los que hacíamos mención, alguno de los poemas más hermosos del conjunto, como el «Canto XLII», cuyos versos finales remiten precisamente a esa revelación a través de la palabra que logra una identificación plena entre la expresión órfica y la realidad que pretende abarcar: «En el agua del vaso de este océano/ donde canta la salvia y soy sus ramas,/ en esta inundación de lo real,/ está ahora atardeciendo la escritura,/ se escribe en la alta página la tarde».
Asistimos a una sensación parecida a la disolución del hombre en el paisaje gracias a la virtud de unas convicciones que en Vicente Gallego se han ido asentando a lo largo de los años y que hoy muestran una solidez marmórea. El descubrimiento de sí mismo le ha conducido a ser nada, a ser Nadie. El yo se extingue y, a la vez, se propaga, en el anonimato cuando reconoce el prodigio de la existencia, por eso en lo versos finales del «Canto L», el último poema del libro, Vicente Gallego escribe: «Ya no sé si era música/ la carne, o si una lágrima,/ o el gozo de escribirse con la letra/ del cuerpo de la vida y ser el canto». Y es que la negación del yo «llega exclusivamente hasta el anonimato o lo que es igual —según Hofmannsthal— se detiene en la puerta misma de la mística, tras la cual se extiende no sólo el campo del panteísmo, sino también la sombría aniquilación total». Es posible que la lectura de estos poemas nos haga reflexionar sobre la idea de Dios, como una idea necesaria para la supervivencia, porque, a quién, sino a Dios, se le puede manifestar gratitud por el don de la vida, un Dios, por otra parte, que poco tiene que ver con el cristiano porque seguramente es el cristianismo la religión que pero relación mantiene con la naturaleza y con las pasiones naturales, ya desde la parábola de la manzana prohibida y la serpiente, esencia del pecado. El poeta devocional inglés lo interpreta así en su poema «El progreso del alma»: «¿Quién peco? No era prohibido para la serpiente/ ni para ella que aún no estaba hecha; ni está escrito que Adán la manzana cosechara o conociera; con todo/ el gusano y ella y él y nosotros, por ello padecemos».
En Ser el canto se da, como en ningún otro libro de Vicente Gallego, una unidad mística facilitada por el poderoso influjo de la intuición, entre el yo, la expresión y el objeto, de tal forma que el yo rompe su caparazón y se integra en una comunidad panteísta en la que el sentir pleno y el gozo se convierten en principio y fin de la existencia, una existencia en la que, como nos advierte Nietzsche y Gallego pone en práctica, «nada existe por sí mismo, ni en nosotros ni en las cosas, y aunque sólo una vez haya vibrado y resonado nuestra alma como una cuerda para la felicidad, sería necesaria toda la eternidad para reconstruir las condiciones de este único acontecimiento, y toda la eternidad habría sido aprobada, justificada y afirmada en este único momento en que decimos “sí”».
*Reseña publicado en la revista Diablotexto Digital núm. 1