
ANTONIO MORENO. LO INESPERADO. EDITORIAL RENACIMIENTO
Antonio Moreno (Alicante, 1964) es un inveterado paseante solitario y un excelente observador de cuanto ocurre a su alrededor, de los detalles mínimos que singularizan su paseo, y esto lo podemos comprobar de nuevo desde el primer poema de su nuevo libro, Lo inesperado, titulado «Un paseo de invierno», en el que un pájaro innominado se posa en el enramado de un almendro. Solo este detalle basta para justificar la escritura del poema y para representar la armonía que gobierna la naturaleza, una naturaleza con vida propia, pero que cobra sentido cuando suscita el interés de quien observa: «también nace en quien lo miro el pino» y la convierte en germen de la escritura, en la que las palabras se reúnen «igual que se reúnen con el viento / las espigas, las hojas o las ondas». Antonio Moreno piensa, como Leopardi ―a quien ha leído con fruición― que «el poeta no imita a la naturaleza, sino que es la naturaleza que habla dentro de él por su boca», la naturaleza muestra su rostro oculto solo a quien detiene su peregrinaje, aunque solo sea de forma simbólica, para observarla y para meditar sobre el alcance de sus observaciones, porque «No es quien mira el que da sentido al mundo: / el mundo se lo da al que ve y escucha / con un fervor nacido de las cosas». Ese enaltecimiento de la naturaleza lleva implícito un elogio de la calma y del silencio. La naturaleza parece gozar de un orden perfecto, el cual con frecuencia se escapa a la sensibilidad humana. Solo quien se ausenta de sí mismo estará en condiciones de percibir esa armonía innata que gobierna a los seres vivos: «Un camino de tierra bajo el sol / y la mañana entera por delante. // A veces llegan juntos, confundidos, / el olor a azahar y el de las algas. // Muy levemente, apenas sin notarlo, / contigo, abril, retorno a mi destino. // El sonido de cada paso cuenta / cómo el mundo se hace y se deshace» Sin nombrarla, la ciudad, que tanto han elogiado los poetas que inauguraron la poesía moderna, representa todo lo opuesto: lo inarmónico, el ajetreo y el ruido urbanos son vistos siempre como lugares en los que la meditación no es posible, tal vez porque, como escribe Louise Glück, «La parte de la vida / consagrada a la contemplación / estaba en conflicto con la parte / comprometida con la acción».
Los elementos del paisaje, «metáforas del espíritu» se los ha llamado, conforman una especie de biografía del poeta, acaso un tanto idealizada, sustentada en la relación de reciprocidad que el poeta establece con su entorno, generalmente descrito a grandes rasgos, pero en esencia convertido en un espacio para la meditación, proclive a cuestionarse su lugar en el mundo, su identidad: «Quien mira, quien se supo un ser sin nombre, / sin más realidad que su conciencia, / siente en la piel el fresco de la noche, / escucha aún los grillos en el alba, / ve con melancolía la mañana». La comunión con la naturaleza nunca es forzada en los poemas de Antonio Moreno. Abundan en sus poemas elementos de la flora como pinos, guisantes, amapolas, olmos, sin embargo, apenas sentimos la presencia de animales ―un perro, unos caballos, unos vencejos― y seres humanos ―la persona amada, el padre―, más allá del propio poeta, pero el elemento primordial es el mar ―«Bastaba con sentarse a oírte, mar, / oh mar perenne, para regresar / al lugar del que nunca me he marchado»―, con el flujo de las mareas y la imantación de las olas que, con su ir y venir, con la evanescente espuma que dejan sobre la arena se convierten en símbolo de la precariedad vital: «Aprende de la espuma a ser el que eres, / quien siempre has sido, quien habrás de ser / ―de no ser― mientras dure tu existencia. // Escúchala llegar y disolverse / en su blancura clara y fugitiva, / con qué capricho borra cuanto crea. // Aprende de la espuma a ser adiós / y encuentro, y nuevamente adiós y encuentro, / esa entrega sin fin de vida y muerte».
El paso de tiempo amenaza más al propio poeta que a una naturaleza que, pese a los cambios estacionales, permanece inmutable. El poeta se siente ya «cerca del anciano del futuro. / Del viejo que ama el sol en las paredes». Hay momentos en los que el amor ―«el amor que me lava»― trata de imponerse a los reveses de la vida porque colma todo anhelo, todo afán de contemplación «sin que necesitemos nada más / que tenernos, amor, el uno al otro», sin embargo, el velo de la nostalgia envuelve toda esperanza: «A mi edad, ya se sabe, después de tanto, / ya se sabe, ni miedo ni esperanza, / ni el temor a la muerte ni la creencia / en ningún porvenir…». Paradójicamente, este agnosticismo no evita que perciba a la naturaleza como una especie de divinidad que justifica su devoción, por eso, a través de ella, busca la redención, algo que solo pueden lograr poemas como estos, capaces de transformar la realidad más prosaica y hacerla más habitable.
- Reseña publicada en la revista Clarín, núm. 158