
Fiel como pocos autores a una estética que comenzó a fraguarse desde sus publicaciones más tempranas, en los primeros años de la década de los noventa del pasado siglo ― incluye la plaquette “Bares y noches” y en 1995 su primer libro, “La condición urbana” , Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959) continúa en “El escenario”, su última entrega, con ese proceso de desvelamiento personal a través de la geografía urbana, su escenario favorito, pero también a través de los cambios que el paso de los años provoca tanto en el aspecto físico como en el emocional. La vejez, que va asomando su rostro por las esquinas, impone poco a poco sus reglas y la memoria va adquiriendo paulatinamente mayor relevancia: «Me acerco a un mundo / en el que mis recuerdos / no van a tener dónde ocurrir», escribe aturdido, creemos, por el desencanto. Y es que la manera de observar el mundo ya no es la misma. Los ojos están ya cansados y la realidad parece ser una mera repetición de acontecimientos. Al flâneur ―ese paseante solitario de su poema― que siempre ha sido Irribarren le cuesta ahora observar algo nuevo: «No es culpa mía que el hartazgo de mi mirada / se niegue a ver algo nuevo», afirma con resignación. En contra de lo que popularmente se dice, la mirada también envejece, aunque no siempre a la par que lo hace lo observado. Por eso al poeta no le queda otro remedio que poner en juego toda su habilidad poética, exprimiendo al máximo el significado de unas palabras, de significado trillado ―«Palabras viejas, gastadas por el uso, / que rara vez alzan el vuelo, / palabras de los días laborables, / de conversación de bar»―, que, aun diciendo lo mismo, lo hagan de forma novedosa, algo, como el lector puede suponer, nada fácil ni al alcance de todos. Iribarren sabe ser paciente y esperar a que esas palabras acudan y construyan el poema, porque la poesía «va a su ritmo, a su aire, / y […], al igual que la vida, / tiene sus propios planes» y «No acepta que nada ni nadie / se interponga ente vosotros, / si lo permites se va»
Su tan admirado Gil de Biedma escribió este verso tan citado: «Envejecer, morir, / es el único argumento de la obra» y Karmelo C. Iribarren, instalado ya en su sexagésima década, comienza a hacer suyas esas palabras, acaso no con tan acusado dramatismo porque el deje irónico suaviza la reflexión, pero ese distanciamiento irónico no logra mitigar la conciencia del paso del tiempo y de las limitaciones que este paso acarrea. Contra quienes ensalzan la edad serena, Iribarren, eso sí, con un lenguaje comedido, lanza un mensaje opuesto y, acaso, más verídico: «… lo único que veo, ahí delante, / es un lugar solitario, frío y triste, / como una pista de baile / abandonada». No están lejos estas conclusiones de las que pueda ultimar un hombre corriente noqueado por un escepticismo casi genético, por más que se resista a reconocerlo: «No es algo / que yo elegí, / muy pronto / me defraudó / la esperanza», escribe en el poema titulado «No es algo que yo elegí». Pero en medio de tanta desolación, hay un hueco para entonar un canto de carácter hímnico, celebrativo que, paradójicamente, adquiere con el paso del tiempo, con el tránsito cotidiano, su verdadera fuerza, la fuerza del amor a la mujer de su vida, «La que cada día, / en la cama, / a última hora, / te da un beso de buenas noches / o te mira / de esa forma… / y entonces estás perdido». Pese a las referencias, veladas o explícitas, al Modernismo y a su máximo exponente, Rubén Darío, el estilo de Iribarren se encuentra en el polo opuesto de la retórica grandilocuente de dicho movimiento. Sin embargo, con un lenguaje seco, connotativo, de limitados recursos literarios, Iribarren consigue profundizar en unas emociones que sus lectores no dudan en compartir, acaso porque tiene tan asimilado su oficio poético que escribe «los poemas / como vienen, / sin detenerme mucho en lo que llevan puesto, / ni en lo que dicen, / ni en el tono de su voz», pero no nos dejemos engañar, porque el verdadero oficio es aquel que pasa desapercibido. El discurso del perdedor a quien la vida no ha dejado de gastarle malas jugadas se evidencia en numerosos poemas ―con ecos que van desde Juan Ramón a Francisco Brines―, pero lo hace sin asomo de resentimiento, como mucho, percibimos una amargura contenida, la de quien sabe que el éxito está sobrevalorado y que las cosas importantes son «las que no tiene precio, / esas / que estaban siempre ahí / y ni mirabas. / Eternas / hasta ayer mismo». “El escenario” no aporta ninguna novedad reseñable en la poética de Karmelo C. Iribarren, pero esto, que puede ser un lastre para algunos, para otros no hace más que confirmar que el poeta se siente a sus anchas en las distancias cortas, controlando sus recursos, aquellos que encadena de forma soterrada sus versos.
· Reseña publicada en El Diario Montañés, 28/01/2022