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Archivos mensuales: febrero 2020

JORDI DOCE. EN LA RUEDA DE LAS APARICIONES (POEMAS 1990-2019)*

28 viernes Feb 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JORDI DOCE. EN LA RUEDA DE LAS APARICIONES (POEMAS 1990-2019). EDITORIAL ARS POETICA

No sé cual fue la razón que me llevó a comenzar a leer este libro por el final, pero me alegro de haberlo hecho porque esa lectura en orden cronológico inverso es, precisamente, el modo en el que Jordi Doce ha planteado esta antología: «la selección se ha hecho hacia atrás, tomando lo más reciente como guía para desandar el camino y obrar las elecciones y descartes oportunos». Es importante resaltar además que el autor tiene esa prerrogativa, como también le asiste la facultad de modificar algún poema, de suprimir algún verso, de incluir algún inédito o de corregir alguna equivocación: «Sobra decir que me he tomado la libertad de rehacer frases y expresiones, suprimir o añadir versos y enmendar errores de todo tipo». Pero, más allá de estos esclarecimientos, lo importante es que nos encontramos ante un volumen, En la rueda de las apariciones (poemas 1990-2019), que recoge, si no toda, lo más granado de la obra —por otra parte, poéticamente no muy extensa— de uno de los poetas que goza de mayor reconocimiento crítico y, afirmar esto, no es una minucia, porque nunca ha sido Jordi Doce un acólito de las tendencias dominantes durante las últimas décadas, lo que, a buen seguro, ha restado apoyo promocional a su obra, obra que ha terminado imponiéndose por sí misma, por su rigor y por su calidad y lo ha hecho no a pesar de, sino porque sus poemas ofrecen una perspectiva de la realidad y de quien la observa ciertamente diferente, desde ese privilegiado puesto de observación que resulta del conocimiento de otras traducciones —la labor de Doce como traductor y experto en la poesía anglosajona es impagable— más acordes con un espíritu indagador que no se conforma con la exploración de la intimidad, del yo desde presupuestos ya saturados, aunque dicha exploración no esté ausente en sus versos, sino que sus poemas «siempre se han volcado hacia lo exterior, hacia la exploración del mundo sensible como base del impulso reflexivo o imaginativo». Por supuesto, ese mundo sensible no se pude concebir sin la mirada de quien está inmerso en él, y esta posibilidad se vislumbraba con mayor nitidez en sus primeros libros, incluidos aquí bajo el título “La anatomía del miedo (1990-1993)” (lo vemos, por ejemplo, en estos versos del poema «En el jardín»: «Corté la redecilla verde / y extraje con cuidado las raíces: / una bola de nervios / y tierra apelmazada y ocre, / un puño anónimo, / con algo de pregunta / o de presentimiento», pero, poco a poco, a medida que el poeta se asienta en la madurez vital y creativa, la propia inercia de la experiencia acumulada le impulsa a aventurarse por otros senderos menos trillados, algo digno de elogio, porque no es frecuente renunciar a esos asideros estéticos que le propiciaban estabilidad y prolongar la travesía sin el amparo de esa red. Esto es un ejemplo más del carácter epifánico de la poesía de Jordi Doce, del carácter insumiso de su voluntad creativa.

   El volumen está dividido en siete secciones que no se corresponden estrictamente con los títulos publicados, más bien, como el mismo Doce afirma, responde a «otros tantos ciclos de escritura», unos ciclos que, según el crítico y poeta Vicente Luis Mora, autor del prólogo, se pueden resumir en tres fases creativos, la primera, que podríamos llamar hermética —si la palabra no estuviera cargada de prejuicios— de dicción menos transparente «que comprendería desde La anatomía del miedo (1994), hasta Gran angular (2005), pasando por Lección de permanencia (2000), caracterizada por una mirada intimista», en la que, como decíamos más arriba, el yo es casi omnipresente y tanto lo biográfico como la reflexión metapoética adquieren una importancia capital —véase como ejemplo, el poema «El paseo»— y que en esta antología ocuparía las cuatro primeras secciones; una segunda fase, «más áspera, intuitiva y menos adicta al raciocinio convencional, según Mora, [que] arranca en Otras lunas (2002)» (aunque el periodo de incubación de este volumen se solapa con Gran angular) y en la que se incluyen unos libros híbridos en su concepción formal, no así estética, pues mantienen un mismo impulso creativo, Hormigas blancas (2005) y Perros en la playa (2011) y, por último, una tercera fase en la que Jordi Doce parece regresar a sus orígenes “oscuros”, al decir de los críticos, integrada por los poemas de No estábamos allí (2011-2019), y en la que está ahora inmerso. En cualquier caso, la taxonomía es solo un comodín didáctico que no consigue dar una imagen cabal de un proceso formativo como el de Jordi Doce, asentado en unas corrientes estéticas determinadas y en una herencia cultural muy diversa. Con este particular cóctel, el poeta logra escribir una poesía en continuo movimiento (Doce nunca escribe el mismo libro) que utiliza el detalle más insignificante —un botón encontrado en un bolsillo, por ejemplo— para enhebrar un discurso, podríamos decir marginal, en el sentido de situarse fuera de lo trillado y de lo, aparentemente, sustancial, por eso, leer a poetas como Jordi Doce ensancha nuestra visión del mundo.

* Reseña publicad en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés el 28/02/2020

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NÉSTOR VILLAZÓN. LA CULPA COLECTIVA

26 miércoles Feb 2020

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NÉSTOR VILLAZÓN. LA CULPA COLECTIVA. EDITORIAL SILTOLÁ. POESÍA

Considerado como uno de los dramaturgos más representativos del actual panorama teatral (actividad que, por cierto, comparte con otro estupendo poeta, Pablo Fidalgo Lareo), con obras como Democracia o Como ceniza blanca sobre una hoguera, Néstor Villazón (Gijón, 1982) ejerce además la crítica literaria, coordina la sección de literatura de la revista páramo y es poeta, género en el que ha escrito varios libros —Melville en la aduana, Otra maldita tarde de domingo— y obtenido algunos galardones, como el Certamen Internacional de Poesía Jovellanos.

     Con La culpa colectiva regresa a la poesía después de un largo paréntesis —su último libro data de 2012— y lo hace con esa incertidumbre inherente a todo creador verdadero que detesta la autocomplacencia, como queda de manifiesto en el primer poema, «Nota de autor», que finaliza con estos versos: «Lo terrible, ahora, es hablar sobre ello, / esperar la reseña de la crítica, / leer, quizá, alguna línea en público». Lo terrible es trasladar a la página el desengaño, la pérdida, el sufrimiento, pero, ¿qué otro lugar puede acoger con mayor benevolencia que la blancura de la página una confesión de tal calibre? Probablemente ninguno. Y sí, la poesía de Villazón posee un marcado tono confesional no solapado —«Confesión primera» se titula uno de los primeros poemas— que tiene en el amor, en el proceso de enamoramiento y desenamoramiento («Quien hable algún día de amor / está mintiendo», escribe desencantado), su principal argumento.

     Las cinco partes en las que se divide el libro son algo así como cinco fases de un proceso amoroso que termina en ruptura, aunque el orden de los acontecimiento no obedezca fielmente al orden del libro. Villazón comienza a escribir instalado ya en la habitación del recuerdo, «desde el final del cuento», puntualiza, un final dl que extrae una conclusión ciertamente dolorosa, que el sentido del amor es: «verdadera pasión por uno mismo». Antes del desengaño se narra el deslumbramiento inicial, que no dura mucho, una lección que se aprende, generalmente, con sangre. Afortunadamente, convive con la crudeza de la realidad un sesgo irónico que la hace más llevadera, como vemos en el poema «Final de un amor»: «lo marca el deseo, ser presente, ser falso tu ideal, / infiel o generoso en demasiadas ocasiones: / la admiración, en suma. / O haber vivido solo. / O esas mascotas imposible. / O si te apuntas a un gimnasio» o en «Aviso para románticas»: «Si antes del sexo / hablan de amor / huye». Quizá esta opción, la acudir a la ironía como antídoto o escudo, sea la mejor para enfrentarse a uno mismo, para sacar la cabeza del agua, porque, como escribe nuestro autor, «no eres uno de esos mezquinos escribientes / que narran desdichas como si fueran batallas/ ni tampoco añoras a la gente feliz. / Canta a la alegría lo justo para tratar de vivirla». Reconforta al lector esa apelación a la dicha que se confirma en el decálogo de intenciones unas páginas más adelante cuando escribe que es tarde «para sentir desdicha por uno mismo». La autoflagelación es nociva, prescindible. El poeta sabe que hay que mirar hacia delante y utilizar el espejo retrovisor solo cuando se pretenda hacer una maniobra de adelantamiento, para no cometer los mismos errores del pasado. Hay que seguir, «porque ha llegado el momento de levantarse y decir / es cierto, h asido un mal día, / pero piensa en todo lo que nos queda por delante». Y qué queda de toda esta experiencia, pues parece ser que algo ya implícito en la primera sección del libro, cierta confianza en futuro, en una nueva visita del amor que redima la nostalgia: «la dicha de la espera n otra espera, / las formas y los juegos no soñados».

     El lenguaje común y la narración directa de los hechos nos hacen pensar en uno de los grandes libros de amor de la pasada centuria, Largo lamento, aunque en este caso, la ironía esta por completo ausente, esa ironía que tan bien supo utilizar, por ejemplo Ángel González —junto con otro poeta en esencia no tan diferente, Norbrandt—, uno de los referentes de este libro, La culpa colectiva, en que se confirma una vez más, la necesidad de la escritura para expiar culpas, para realizar un acto de contrición, para, a la postre, reafirmarse en la necesidad de comenzar de nuevo, por más que se sepa algo del amor solo «cuando escribas el poema / que huye de él».

JUAN VICENTE PIQUERAS. QUÉ HAGO YO AQUÍ

24 lunes Feb 2020

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JUAN VICENTE PIQUERAS. QUÉ HAGO YO AQUÍ. POEMAS, 1999-2017 EDITORIAL RENACIMIENTO.

La colección de antologías de la editorial Renacimiento, fácilmente reconocible por su diseño de rayas coloreadas horizontalmente, se ha convertido en un referente en el ámbito poético español. La nómina de poetas que la integran —poetas en su gran mayoría actuales, pero también clásicos como Gerardo Diego, Villaespesa o Francisco de Aldana, por citar a algunos—, se va ampliando paulatinamente con autores de prestigio muy consolidado, como es el caso de Juan Vicente Piqueras (Los Duques de Requena, 1960), un poeta con una obra excelente y premiada en reiteradas ocasiones con importantes galardones como el José Hierro, el Antonio Machado, el Ciudad de Valencia o el Loewe. La presente antología recoge una selección que abarca un periodo de dieciocho años. Quedan, por tanto, excluidos sus primeros libros —Tentativas de un hombre derrotado (1985), Castillos de Aquitania (1987) y La palabra cuando (2002)— , suponemos que por un estricto criterio personal. Es una decisión quizá un tanto arbitraria, pero nadie mejor que el propio autor para saber en dónde debe poner el punto de partida y, si se me apura, la meta. Por lo demás, esta antología permite hacerse una idea cabal de por qué senderos discurren los intereses estéticos de Piqueras, un autor marcado por una especie de nomadismo existencial que le ha llevado a residir fuera de España —Francia, Italia, Grecia, Argelia, Portugal y ahora Jordania—, lo que, de inmediato, obliga a sacar dos conclusiones. Una primera perjudicial, esa ausencia ininterrumpida de su país ha dificultado su inclusión en los recuentos generacionales más significativos y ha privado a su obra, pese a estar publicada en editoriales de renombre, de la difusión que, sin duda, hubieran merecido. «Su condición de “extra-viado” —escribe Carmen Camacho— impide ubicar al autor en el mapa poético de nuestro país; de hecho es difícil, si no imposible, hallarlo en antologías de su tiempo». La segunda tiene, sin embargo, un carácter positivo. El conocimiento de otros países, de sus costumbres, de su idiosincrasia y de su cultura ha enriquecido notoriamente su caudal poético, entre otras cosas, gracias a la diversidad de autores que ha traducido, entre los que podemos citar al griego Kostas Vrachnós, a los italianos Tonino Guerra y Cesare Zavatini, a la rumana Ana Blandiana o al bosniaco Itez Sarajlic.

     Una gran parte de su poesía es fruto de ese nomadismo del que hablamos, un nomadismo que conlleva cierta desubicación, no solo espacial sino íntima, identitaria podríamos decir («Somos los que nos fuimos. / Somos los que no estamos»). De ahí que Piqueras haya encabezado esta antología con el título de uno de sus poemas, «Qué hago yo aquí», del que extraemos estos significativos versos: «Yo vengo de otro mundo y no comprendo / cómo he llegado aquí, qué pretendéis / de mí, si no es amor no esperéis nada. […] Yo no soy de este mundo ni de otro. / mi voz es una lágrima feliz. / Mañana moriré dando las gracias / por no haber comprendido este milagro». Creo que el perfil poético de Piqueras, su manera de poetizar la realidad con un ritmo desenfrenado y un vocabulario que se retroalimenta con adverbios de lugar —título de un libro de 2004— está en consonancia con esa aventura cotidiana que es el vivir pendiente de un nuevo destino, de un nuevo reto, algo que, para los sedentarios, sería una tortura: «Solo soy feliz yéndome», escribe el poeta, quien, por otra parte, asume la necesidad de tener a la vista un horizonte que le sirva de ancla para la mirada: «Mis ojos sin destino ni lágrimas ni ley / piden al horizonte / patria para una pausa, piedad firme». Piqueras gusta de las aliteraciones (incluso se repite el título de algún poema en diferentes libros) y de la enumeración progresiva («Abraza empuja mata besa muere / se cansa de sí mismo se enamora / se da a la vida sabe que se acaba / que se cae lo que es de entre sus dedos») en un intento de no dejar sin rastrear ninguna parte de la experiencia, y esta enumeración imprime al poema un carácter torrencial en el que prevalece la imagen por encima del pensamiento, una imagen más emotiva que conceptual («Todo es negro. En el cielo / una luna menguante. Parece una sonrisa. / la mirada distingue el horizonte , / lo reconoce como un perro al amo…»)

     Subyace, en definitiva, un deseo de trasladar al poema ese ritmo vertiginoso de una existencia en permanente estado de expectativa, lo que provoca algunos excesos retóricos: «Escribo de puntillas, a escondidas, / a trancas y barrancas, / a tientas, no a sabiendas, al vuelo, a duras penas, / contra viento y marea, a pies juntillas. // Escribo a ratos perdidos los ratos que he perdido». No desdeña tampoco Piqueras los juegos de palabras, como en el poema «Peros y peras», en el que se aprecia la influencia del famoso soneto «Vida» de Hierro, un poeta por el que Piqueras siente una confesada admiración. No quiero acabar este comentario sin hacer alusión a Padre (2016), para este lector, el libro más intenso y emotivo, el que mejor refleja la gran envergadura poética de Juan Vicente Piqueras.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, 21/02/2020

YOLANDA IZARD ANAYA. LUMBRE Y CENIZA.

20 jueves Feb 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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YOLANDA IZARD

 

YOLANDA IZARD ANAYA. LUMBRE Y CENIZA. PREMIO INTERNACIONAL MIGUEL HERNÁNDEZ-COMUNIDAD VALENCIANA 2019.

Tras un largo poema prólogo en el que Yolanda Izard establece sus prioridades estéticas y delimita su concepto de la poesía como algo que puede surgir en cualquier lugar, algo que puede proceder de un sentimiento intenso o de uno que puede pasar casi desapercibido. Aun así, la poesía logra indagar en lo cotidiano o internarse en el ámbito misterioso de las sombras, aunque para llevarlo a cabo debe ser libre y huir de servidumbres ideológicas que levanten cortapisas y delimiten su radio de acción, porque la poesía se debe solamente a sí misma. «No promete nada, pero lo da todo, la poesía. / No articula en vano, y en vano es el solaz de las serpientes». Yolanda Izard acaba definiendo al poeta como un ser que vive en la extrañeza, lo que no resulta óbice para, una vez señaladas estas premisas, se centra en el asunto troncal del libro, su padre.

     Tres son las secciones en las que está divido Lumbre y ceniza: «Mi padre», es la primera y está integrada por poemas que combinan la recreación de un pasaje cotidiano con secuencias alucinatorias: «Mi padre muerto me ha tocado con su mano invisible / y yo he sido durante un instante la portadora de su luz. / Mira lo que me han hecho» o «Puso su mano sobre mi hombro. / Abajo, más allá de la nieve, / sombras inquietantes envolvían mi casa». Los poemas narran diferentes recuerdos desde una perspectiva elegiaca, ya que los sucesivos «me acuerdo», reivindican la persistencia del pasado pero son también piedra de toque de lo que se ha olvidado y, precisamente por eso, duele como un hematoma: «Pero no logro recordar cuándo murió, / ni por qué pasó aquello cuando se nos fue mi padre». El tiempo pone las cosas en su sitio, mitiga el dolor de la pérdida, induce a ser más comprensivo y a perdonar la s flaquezas ajenas, acaso porque uno es más consciente de las propias: «Siento hacia ti la ternura de madre / que lo perdona todo porque lo sabe todo». La poesía de Izard, a pesar de adoptar una forma versicular de carácter narrativo, es profundamente lírica (véase el poema titulado «Agua», por ejemplo).

     Ese exorcismo es necesario para ver la vida desde otra perspectiva y la poesía ayuda a la autora en ese empeño: «Si el verbo hurga en la herida que será, / si es capaz de dar júbilo al viento / y decir boca y ser enigma / y ascender, hasta el deslumbramiento, // entonces la poesía sí vive en mí». En esta segunda sección, «Deslumbramientos», asistimos al despertar de la sensualidad identitaria («Me gustaba mi cuerpo, y mi voz, / y los pájaros de mis adentros»), de los miedos («Te quedarás a solas en la casa en ruinas / viendo cómo las culebras se deslizan / por las dunas de tus ojos, por el ramaje / de tu cerebro en flor»), de la imaginación y el ensueño visto como una especie de sonambulismo: («En ese hogar yo h vivido, casi estoy segura, / pero me he levantado hoy bajo el peso / de una sombra alucinada / y he pisado / sus cascote, sus herrumbres, / con la certeza / de la fragilidad de los sueños».

     El libro finaliza con la sección «Cenizas», una especie de recopilación vital, de ajuste de cuentas: «Doy fe de que no sé cómo he llegado hasta aquí, no sé de veras / cómo todo el miedo, la desolación, la extrañeza y la belleza hiriente / no me han hecho sucumbir del todo aún». Es muy probable que a esa resistencia existencial haya contribuido la poesía, el ejercicio poético, por que este actúa, en no pocas ocasiones, como cauterio, como tabla de salvación. Lumbre y ceniza es un libro poco indulgente con el pasado. No hay en él mitificación del fracaso o del dolor, sino lucha descarnada contra los propios demonios. Yolanda Izard Anaya construye en sus poemas, con una dicción reflexiva y envolvente, en un personaje que no se da por vencido, que se mantiene en vilo, a la espera, construyendo un nido (¿el poema?) para no rendirse.

JESÚS MUNÁRRIZ. Y DE PRONTO RIMBAUD.*

17 lunes Feb 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JESÚS MUNÁRRIZ. Y DE PRONTO RIMBAUD. COL. CALLE DEL AIRE. EDITORIAL RENACIMIENTO

Jesús Munárriz es uno de los representantes más fieles que lo que podríamos llamar poesía comprometida, entendiendo este concepto según lo explica Bagué Quílez en el estudio Poesía en pie de paz. Modos de compromiso en el tercer milenio, como «la aceptación de una responsabilidad solidaria, la consolidación de una conciencia ideológica y el repudio ante la estructura de la sociedad son los componente básicos del compromiso, si bien estos aspectos habrían de integrarse dentro del hecho poético y no someterse a fines extraliterarios». Estos «fines extraliterarios», de carácter político en muchos casos, son los que convierten al poema en un panfleto o en un arenga dogmática, error en el cayeron muchos de los poetas que practicaron este tipo de poesía, entonces llamada poesía social, durante las primeras décadas de la posguerra (recordemos el poema «La poesía es un arma cargada de futuro» perteneciente al libro Cantos íberos, de Gabriel Celaya, publicado en 1955), de ahí proviene el desprestigio que ha cosechado este tipo de poesía en las décadas posteriores. Sin embargo, otros poetas contemporáneos de los poetas sociales como Blas de Otero o José Hierro consiguieron trascender su desencanto y la crítica social implícita en muchos de sus versos desde el convencimiento de que el poema era una entidad autónoma, solo sujeta a presupuestos de orden literario, nunca ideológico. Lo mismo hicieron poetas de la llamada generación de 50 como Ángel González, el primer Caballero Bonald, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo o Jaime Gil de Biedma. Incluso un poeta como Manuel Vázquez Montalbán, adscrito a los novísimos y contemporáneo de Munárriz, practicó una poesía comprometida y de denuncia.

     Como decíamos antes, en los últimos años, parece haber un repunte de este tipo de poesía, una vez superadas las influencias de carácter nihilista provenientes del llamado posmodernismo y de que se ha tomado conciencia de la más que necesaria intervención del individuo en la vida cotidiana, no ya como poeta, sino como sujeto consciente y responsable. Escritores y poetas de las últimas hornadas se han enfrentado cara a los espeluznantes acontecimientos sociales, ambientales, económico y políticos que estamos sufriendo, son conscientes además del ocaso de las ideologías (estas ya no sirven para explicar las contradicciones de la sociedad) y de la precariedad del futuro y eso, en mayor o menor medida, se transparenta en sus obras, eso sí, desde presupuestos no siempre coincidentes. No es preciso hacer una lista de poetas que frecuentan —no todos con igual fortuna— esta opción (nombres como Enrique Falcón, Jorge Riechman, Juan Carlos Mestre, Ángel Petisme o Antonio Méndez Rubio y algunos otros más resultan imprescindibles) pero sí conviene recordar que Jesús Munárriz ha estado, por decirlo con palabras coloquiales, al pie del cañón, en la trinchera, desde siempre. Y digo esto para aquellos que, sin conocer en profundidad su obra, malpiensen que se ha adherido a una corriente de moda.

     Y de pronto Rimbaud está divido en seis secciones integradas por once poemas cada una, lo que dice mucho en pro de la organicidad estructural de este libro en el que la figura de Rimbaud funciona como paradigma del inconformismo, de la sublevación contra lo establecido, de quien lucha por vivir sin ataduras, aunque el fracaso asome en el horizonte con su luz magnética: «Si por azar fueras genial como él lo fue, / tú también, colegiala, pensé, que no te venza / el mundo como a él / y que encuentres tu mano, tu tarea».

   En la primera sección, «Del arte de decir», abundan los homenajes a la poesía y a los poetas. Por estos versos desfilan poetas como Altolaguirre, Juan Gelman, Alejandro Aura, Valle Inclán, Miguel Hernández y su esposa Josefina, Paul Celan, Cernuda o Andrés Fernández —autor, al parecer, de un solo poema memorable («Con un poema como el suyo basta / para que recordemos a un poeta, / pero ¿quién no querría leer otros / que tal vez nos dejó y andan perdidos?»)— entre otros. De hecho, el primer poema, «A una poeta nueva», es una reinterpretación en verso de Carta a un joven poeta de Rilke (poeta al que Munárriz ha traducido con especial sensibilidad) que finaliza con estos versos exhortativos: «Y que la creación alumbre tus palabras / y por ellas y en ellas y con ellas / algún día lejano derrotes a la muerte, a la que solo / la poesía vence». Los lectores de Munárriz sabemos que practica una poesía de dicción limpia, sin adornos retóricos, directa y convincente. Sus poemas hablan de cosas concretas, no de abstracciones, y no le gusta andarse con rodeos, aunque, para desmitificar sus propósitos, para su limar su implícita trascendencia, no dude en recurrir a la ironía («La penuria mejora / los buenos sentimientos / y los buenos modales», escribe en un poema de la segunda sección, «Crisis y redes») y al denuncia (el poema «Desde la sombra», por ejemplo) y a la desacralización del oficio de poeta, si es necesario.

     En «Sería bueno», la tercera sección, aboga Munárriz, en versos que no excluyen el afán didáctico, por tomar conciencia de la realidad que nos ahoga y por plantar cara al desconcierto: «Por primera vez se sentían / responsables, libres, capaces / de desbordar o de encauzar / a su albedrío, / efervescentes, disponibles. / el mundo estaba por hacer. / La realidad los esperaba». La actualidad se impone y nuestro poeta la observa como espíritu colectivo, de tal forma que los asuntos cotidianos de carácter íntimo quedan, en sus versos, rezagados, supeditados a una mirada pública que busca la aquiescencia y la solidaridad general de un lector cómplice.

   El «Examen de ingenios» de la cuarta sección no hace referencia, como podríamos pensar al leer el primer poema, «A José de Espronceda» —un sentido homenaje al poeta liberal que sufrió cárcel por sus ideas y murió, como buen romántico, joven, de desamor: «Del verso hiciste máscara y espejo, / invención y verdad, / mensaje y arte. / Tu poesía es como tu vida, / rebelde, valerosa, justiciera, / arriesgada y realista, / y amorosa. / Muchos la hicieron suya, y aún resuena / en la memoria colectiva. / Es que eras de los nuestros»— que todos los protagonistas son personajes históricos, muy al contrario, las mayoría de los poemas están dedicados a personajes anónimos: el desterrado, el vencido, el indolente o el excluido por su raza o por su opción sexual. De todos ellos extrae el ejercicio de la libertad individual, una virtud en estos tiempos de adocenamiento gregario, de insolidaridad contagiosa y de rearme de los principios ideológicos más reaccionarios.

   «Cuánto he silbado yo» y «Algo de corazón», quinta y sexta secciones del libro, contienen, a mi juicio, algunos de los mejores poemas del libro, como los titulados «Instantáneas» (esas imágenes que se graban en la mente y dan lugar a un poema), «Errores» («Todo habría podido ser distinto…») o «Viviendo», un elogio del carpe diem: «Así que concentraos, / vivid a tope el tiempo que os toque, / no lo perdáis, ganadlo / trabajando, creando, disfrutando, / ayudando, riendo, amando, celebrando, // viviendo, sí, viviendo». Un excelente consejo de un poeta que sigue al pie del cañón, con la misma intención subversiva de siempre, fiel a un concepto de poesía comprometida con la realidad y con el ser humano, una poesía que no desdeña ni el ritmo ni la forma, pero que no necesita de expresiones grandilocuentes para alcanzar su objetivo, la defensa de un modo de vida más justo, más solidario.

Y de pronto Rimbaud

PABLO GARCÍA CASADO. LA CÁMARA TE QUIERE*

14 viernes Feb 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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PABLO GARCÍA CASADO. LA CÁMARA TE QUIERE. EDITORIAL VISOR

Una cita del recientemente fallecido George Steiner encabeza La cámara te quiere, el último libro de Pablo García Casado: «Lo que no se nombra no existe», acaso porque como dice Octavio Paz, «nombrar es crear» y hablar, pienso yo, escribir, es compartir, sacar a la luz, desvelar por ejemplo, como ocurre en este libro, las historias corrientes, las mezquinas condiciones de vida de muchos de nuestros conciudadanos, de muchos de nosotros, pero cómo hacerlo en estas circunstancias de desorientación, de pérdida de los anclajes morales que provenían de la religión o de la ideología. La respuesta está en estas palabras de Luis Bagué Quílez, a través de «nuevas codificaciones metafóricas que resalten la precariedad de las esperanzas y la fragilidad de las ilusiones».

     Se ha escrito hasta el hartazgo sobre la función de la poesía, sobre si esta debe inmiscuirse en los sucesos cotidianos, si debe o no estar sujeta a los vaivenes de la realidad, sobre si el leguaje poético puede contribuir a un cambio en los parámetros sociales. Como es lógico, las opiniones sobre el asunto son de índole diversa Existen, incluso, entre quienes apuestan por esa dependencia la realidad, diferentes maneras de abordarla. Pablo García Casado lo tiene meridianamente claro desde su primer libro —Las afueras (1997)— hasta La cámara te quiere (2020). Para él, el prosaísmo elocutivo no está reñido con el lirismo subyacente. Este lirismo permite que el fundamento documental de sus poemas no se lea de modo literal, sino alegórico. El carácter simbólico aporta un efecto moral —eso sí, sin afán de hacer proselitismo, aunque no se oculta una sutil denuncia de los hechos descritos— a lo que, a vuela pluma, parece una mera descripción aséptica de una realidad, en el mejor de los casos, poco complaciente. El poema tiene tantas interpretaciones como lectores, y en esa pluralidad pone el acento García Casado. Él no enjuicia, solo presenta la realidad tal como es, descarnada y cruel para los más débiles, pero sin especular ni adornar retóricamente la experiencia: «Se llama Julio, lleva en esto más de dos años. Tiene dos hijos, Martín y Julio, como el padre, ahora los tiene su exmujer en Castellón. Se le da muy bien la cocina, quiere montar un restaurante. Hablamos mucho. De recetas, de la vida, siempre está de broma. Me dice al oído, “¿has pagado el gas?, deberías depilarte, no nos queda papel higiénico”. Dice que parecemos un matrimonio». Se distancia emocionalmente de lo que cuenta, como haría un buen periodista, pero solo aparentemente, porque, a diferencia de ese lenguaje circunstancial, en los poemas de García Casado —desde el principio escritos en prosa, un género híbrido propio de la postmodernidad que mezcla ficción y no ficción— hay un arduo trabajo de depuración tan invisible, tan encomiable, que nos hace pensar que el discurso ha brotado espontáneamente, pero sucede lo contrario, todo está supeditado a un fin, el de remover nuestras conciencias, el de machar nuestra indiferencia con un «mensaje» más propio de un informe pericial. Su lenguaje está al servicio de la historia que cuenta y debe mucho a su función meramente informativa, la de los medios de comunicación, aunque él consigue poner el punto de atención en esos detalles, a veces casi invisibles, que van cosiendo el hilo del relato. Hay, además, un diálogo implícito en el que los personajes protagonistas toman parte en el desarrollo del relato. Se convierten así en sujetos de su propio destino y este deja de estar exclusivamente a merced del criterio del poeta.

     La cámara te quiere está divido en cinco secciones, y en cada una de ellas se avanza en el proceso de descenso al infierno, al mundo de la pornografía, un mundo en el que predominan las imágenes lujuriosas y soeces, pero del que sabemos, en realidad, muy poco, tal vez de manera intencionada. Pablo García Casado desmitifica la presunta vida de placer que llevan los protagonistas y se adentra en los aspectos más sórdidos de ese oficio (un reciente documental sobre el actor porno Nacho Vidal lo puso en evidencia). Las condiciones laborales son —al menos para los actores secundarios, para los actores de películas de bajo presupuesto, caseras, podríamos decir— infames, pero la amenaza de la miseria es aún más fuerte. El «dinero fácil» —«Javi dice que se gana mucho dinero. Y que podemos trabajar desde casa» (estamos ya en la segunda sección, «Webcam»,— conduce a personas marginadas por una sociedad postindustrial sin misericordia, a una espiral de perversión de la que resulta casi imposible salir. El deterioro, más mental que físico, se va haciendo irreversible, pero no solo el de los actores, sino el de los espectadores, el de los asiduos, el de los testigos de la humillación. En la última sección, titulada «También tú», García Casado describe a personas “normales”, que pueden ser muy bien, personas de tu círculo de amistades, que, sin embargo, frecuentan el cine y las páginas web de porno. Con ese muestreo se podría iniciar un buen estudio sociológico, pero eso excede con mucho la aspiración del poeta.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés. 14/02/2020

JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ. LLAMARSE NADIE.*

12 miércoles Feb 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ. LLAMARSE NADIE. PALABRAS PRELIMINARES DE ÓSCAR CURIESES. COL. EL LEVITADOR. EDITORIAL POLIBEA

Reúne esta antología textos escritos entre los años 2002 y 2019. Si tenemos en cuenta que José Luis Gómez Toré nació en Madrid en 1978 y que sus primeros libros, Se oyen pájaros y He heredado la noche (Premio Adonais del año 2002), datan de 2003 (ha dejado fuera Contra los espejos, su «prehistoria poética»)   podemos dar por sentado que en este libro, Llamarse nadie, están representadas todas las etapas creativas del autor, desde sus comienzos hasta la actualidad, aunque, como escribe el propio Gómez Toré, «Toda antología no es, a la postre, sino un pacto entre la memoria y el olvido», un pacto que supone enfrentarse con la imagen de uno mismo que surge de los primeros poemas, una imagen —no hablo, claro, del aspecto físico, sino de una imagen interior— que va variando con el paso del tiempo y que, quizá, se intenta reajustar corrigiendo algunas expresiones, algunos versos, mínimas, en este caso.

     El libro se ha estructurado en secciones que tienen al sintagma «blanco» como eje vertebrador. Gómez Toré explica en el prólogo a qué se debe tal decisión: «De una manera instintiva, y ciertamente confusa, cada vez más tengo la sensación de que la escritura del poema es una especie de acercamiento, una suerte de cerco a un territorio blanco, un espacio que es y no es el de la vida». No hay, pues, ordenación cronológica alguna, ni disposición en función de los títulos de sus obras. Lo que se consigue con esta nueva distribución, que «tampoco es estrictamente temática, pero sí se ha buscado atender a motivos, imágenes, obsesiones que se van repitiendo en cada libro», es, por una parte, leer este libro como si se tratara de una obra por completo nueva y, por otra, permite, a quien tenga conciencia de que se trata de una antología, indagar sobre la progresión poética del autor, estableciendo comparaciones entre poemas de diferentes épocas (el abanico, como decimos, es cronológicamente lo suficientemente amplio como para que sean visibles diferencias entre poemas escritos con quince años de diferencia). Óscar Curieses lo explica así: «Todos estos poemas al cambiar de lugar alcanzan un significado diferente, salen de un libro y crean otro distinto».

     «Blanco de Cinc», «Blanco: celosía», «Blanco: lunar», «Blanco: intervalo», «Blanco: sol de invierno»,«Blanco: claroscuro», «Blanco: ceguera», «Blanco: futuro» son las respectivas partes en las que está dividido el libro. Ese territorio blanco, «un lugar más doloroso / aún más extraño que la vida. // Si ello fuera posible» asume su inconsistencia, aunque, gracias a la luz, lo blanco se permuta, se convierte en «la blancura perfecta del silencio». La asociación ente blanco, nada y silencio ha dado origen a innumerables reflexiones metafísicas dentro del poema y la contundencia con la que esa indagación construye el fragmento de realidad que habita el poeta es lo que determina el grado de asimilación, de comprensión de las cosas que le rodean, como ocurre con la arcilla, con los árboles o los pájaros: «Me acerco a la ventana. / Un aleteo oscuro. / Una página en blanco». La óptica a través de la que se contempla la realidad tiene más de zoom que de gran angular. Condensa, a través de una economía lingüística sobresaliente, la anécdota en versos que asombran al lector por su inmediatez, por su simplicidad, simplicidad solo aparente, claro, que nos recuerda en algunos tramos a William Carlos William, como en el poema «Un kilo de manzanas Golden». No obstante, conviven en la poesía de Gómez Toré al menos dos maneras de formalizar su pensamiento poético, En una de ellas, la concentración expresiva conduce a lo irrefutable, a lo que no se puede rebatir porque en cierra en sí misma muchas posibilidades de sentido. La otra, más discursiva, surge del mismo venero existencial, pero el lenguaje renuncia, si es lícito expresarlo así, a la condición abstracta que le identifica y se aviene a un significado, digamos, más previsible. El poema se extiende en versos de larga tirada, llega incluso a la prosa. Quizá los temas de reflexión determinan el modo de escritura. El paso del yo al nosotros probablemente impone unas procedimientos diferentes: «El yo —escribe el prologuista— unas veces mira asombrado el mundo desde fuera como un observador consciente, y otras, toma parte activa en ese mundo». Esta dicotomía se advierte en la convivencia del deseo de llamarse nadie con el hombre que se indigna ante la miseria humana. Al fin y al cabo, «se inventa cada día la palabra nosotros, como se inventa yo (esa palabra absurda, esa hermosa insistencia, sonido que hace el mar en la violenta sístole en que perece una gaviota suavísima de humo».

*Reseña publicada en el número 145 de la revista Clarín

ESTHER RAMÓN. SELLADA

10 lunes Feb 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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ESTHER RAMÓN, SELLADA

 

ESTHER RAMÓN. SELLADA. EDITORIAL BALA PERDIDA

Fiel a su querencia por los títulos contundentes, generalmente sintetizados en una sola palabra —si la memoria no me falla, solo dos rompen este criterio, Caza con hurones (2013) y En flecha (2015)— Esther Román (Madrid, 1970), ha titulado su nuevo libro con la palabra Sellada (otros títulos suyos son Tundra de 2002; Reses, de 2008; Grisú, de 2009; Sales, de 2011; Desfrío, de 2014 y Morada, de 2015)- poemario divido en dos secciones —«lo que duele» y «lo que sana»— precedidas de un «preludio» en el que la poeta nos ofrece algunas ideas sobre las que pivotan los poemas: «la pérdida, aunque sea de la memoria, siempre nos lleva hacia atrás […] todo final nos remite al inicio», escribe en un poema en el que parecen dialogar las pérdidas (el daño) con la esperanza (lo que sana).
Lo que duele, nos dice Esther Ramón, es el cuerpo, un cuerpo indefenso que debe soportar el frío de vivir («Desde aquí, desde el temblor, te hablo») no solo atmosférico, sino emocional y, también, la furia del ruido, la intransigencia de un lenguaje incapaz de arañar esas capas de significado que recubren al objeto, al ser que no logra reconocerse en ellas. El cuerpo encerrado en una «habitación sellada», el cuerpo contaminado por la enfermedad que observa al mundo desde una posición subyugada, inoperante («y por qué ese sonido, esa cesación de fuerzas, esa cuchilla mecánica, por qué está temblando la madera»). Estamos frente a una poesía eminentemente alusiva. La escritura de Esther Ramón no busca definir, acotar un determinado significado, por el contrario, en una pertinaz afinación de la voz poética, el despojamiento verbal ejecuta su propia danza, mide los pasos ya ensayados con una precisión solo achacable a quien pule la palabra hasta sacarla su brillo interior. De lo dicho se deduce que no resulta fácil adentrase en un discurso como este, fracturado y fragmentado. Julieta Valero, la autora del epílogo, escribe que «La orografía de Sellada es la de un campo lleno de limo, de arrastre del existir: pérdida y avance; desgarro que acaso obtenga devenir de ganancia. Conviven en sus poemas el “rostro borrado” de “lo que se engarza” y alcanza su unidad y el rastro de esas “telas in tejer”».

     La segunda parte, «lo que sana», presenta, a nivel formal, una diferencia sustancial con la primera. Los poemas que la integran son más breves y han abandonado su carácter narrativo, aunque antinormativo, inclinándose ahora hacia una lírica menos abstracta. Sirva como ejemplo la descripción abismalmente distinta del proceso de tala: «No se borra la tala, / pero encima de / las heridas otra araña, la que no / matamos, la que / se posó con suavidad / en el alféizar, está / tejiendo otro bosque». El hilo que teje ese «tejido de la vida cotidiana» del que hablaba Lyotard, ese manto protector con palabras ha adquirido la fortaleza necesaria para no romperse con los vaivenes vitales, acaso porque «Lo que quemé / se dio la vuelta / y me contó la historia / sin tanta soledad / y sin palabras». Lo cierto es que, después de leer Sellada, uno tiene la sensación de que se ha perdido en algún recodo semántico, de que ha escogido, quizá, un camino equivocado para transitar por sus páginas, algo que se confirma además leyendo en el poema que cierra el volumen: «Este libro / se quema / y crece otro, / con la espora / de luz me lavo / el río, / en las ramas / del mar / ya brotan voces, / rendición del decir / que no se arranca». En cualquier caso, no cabe duda alguna de que nuestra poeta es fiel a sus postulados poéticos y no se deja llevar por adscripciones más o menos acomodaticias. Esther Ramón no teme el riesgo que supone la discrepancia o la falta de empatía aunque busca la colaboración del lector para construir el texto, (internarse en las posibilidades interpretativas de un texto determinado excede el objetivo de este comentario). Su escritura detesta la ganga, busca la veta que colme, al menos momentáneamente, todos sus anhelos.

JAVIER PRIETO DE PAULA. EL FIN DEL MUNDO*

07 viernes Feb 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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JAVIER PJAVIER PRIETO

 

JAVIER PRIETO DE PAULA. EL FIN DEL MUNDO. EDITORIAL ESPUELA DE PLATA.

Cuando uno se enfrenta a la lectura de un primer libro ―sea este de narrativa, como es el caso― o de poesía, de creación, en suma, debe, desde mi punto de vista, mostrar ciertas dosis de indulgencia y de comprensión, lo que no significa, en ningún caso, bajar la guardia y poner el listón de la dignidad literaria más bajo de lo que se pide a un autor con más experiencia. ¿En qué consiste entonces esa indulgencia, esa comprensión? Pues en ser capaz de vislumbrar lo que se percibe solo en agraz, en subrayar los aciertos por encima de los errores, en ensalzar las virtudes y justipreciar los defectos. Resumiendo, esa indulgencia y esa comprensión, deben poner la vista más en el futuro que en ese presente del cual da testimonio el texto. Hablamos, por supuesto, de libros que posean esas cualidades que les han permitido pasar la criba de una editorial exigente, no de cualquier libro publicado (no son pocos los que deberían haber quedado inéditos, por el bien del medio ambiente y de la salud de los lectores). He de confesar que esta especie de prevención que he mencionado ha sido del todo superflua en el caso de Javier Prieto de Paula (Salamanca, 1980), autor que toma la alternativa literaria con El fin del mundo, porque él ha sabido esperar un tiempo más que respetable para dar a conocer al público lector estos nueve relatos y doy fe que la espera ―y lo que esta conlleva: escritura lenta, ejercicio de poda y corrección, de selección y revocación― ha dado unos excelentes frutos. Ignoro si los respectivos relatos están ordenados siguiendo algún criterio cronológico, siendo el primero de el más antiguo, y así sucesivamente, algo que no me extrañaría porque, a medida que este lector avanzaba en la lectura, sentía como el ritmo de la escritura cobraba una mayor frescura y se desembarazaba de algunos elementos retóricos que entorpecían el discurso al principio. Quizá esa presunción sea equivocada y esta evolución se deba únicamente a que el autor ha sabido templar su estilo con la mesura propia de algunos de los protagonistas de sus relatos hasta envolver al lector con un manto de complicidad y, como sabemos, dicha complicidad no se consigue de inmediato, es fruto de la seducción y de la paciencia.

El fin del mundo del que hablan estos relatos se manifiesta en lugares y situaciones comunes, sí, pero de otro tiempo, un tiempo que parece estar caduco, a punto de desaparecer, solo vivo ya en la memoria y la conducta de ciertos sobrevivientes, los cuales guardan, acaso sin saberlo, la sabiduría y el decoro de otra época. Javier Prieto de Paula registra, con una escritura morosa, envolvente, meticulosa en sus descripciones, la intrahistoria de unos personajes ―generalmente perdedores, anacrónicos― que ponen por encima de otras consideraciones más tangibles, cuestiones como la paz de la conciencia (es el caso del señor Polinio, maestro, un hombre íntegro que, al intentar salvar la biblioteca de las hordas incendiarias, comete un homicidio involuntario que le perseguirá toda su vida). Otros aspectos de la vida rural de una época que, aunque indeterminada en el relato, resulta fácil ubicar, son diseccionados en estos relatos, escritos —resulta fácil detectarlo— con verdadera delectación. No creo aventurarme demasiado si digo que Javier Prieto de Paula ha sido consciente, mientras escribía, de estar salvaguardando para posteridad una forma de entender el mundo ya casi periclitada, de ahí el interés, no solo literario, de este libro. Los largos años de la dictadura ―más largos y difíciles, si cabe, en ese mundo rural citado que en el ámbito urbano― son el escenario de la mayoría de estos cuentos, de extensión dispar (algunos son casi novelas cortas). La picaresca como modo de supervivencia (véase el titulado «Verano del setenta y uno»), la asunción del fracaso, que se pega a la piel como una lapa y la embadurna con su olor: «Aunque no sé explicarlo bien, también se goza cuando ya se ha dado todo por perdido y no hay forma humana de caer más bajo», dice un estudiante de leyes y aspirante a filósofo estoico que deja arrastrar por los acontecimientos en el relato «Una noche en el Cósmico», los enredos y tejemanejes políticos de una incipiente democracia contados por un político sin escrúpulos y con absoluto desprecio por la cultura, algo, por otra parte, mucho mas habitual de lo deseable: «Félix daba clases de literatura. Lograda la alcaldía y sobreestimando sus facultades, quiso luchar contra la naturaleza de las cosas: que si un campo de fútbol para el Imperial F.C. con más asientos que habitantes, que si inversiones […], que si becas…». En el fondo subyace una inteligente crítica a la desaparición de costumbres ancestrales y al advenimiento de la cultura de pelotazo y la falta de pudor, pero no es menos relevante el sentimiento de pérdida irremediable y la atmósfera melancólica que perfuma —aún en los momentos más placenteros— cada página de este excelente libro.

* Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, el 07/02/2020

VIGENCIA DE LOS NOVÍSIMOS. 50 AÑOS*

05 miércoles Feb 2020

Posted by carlosalcorta in Reseñas

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NOVÍSIMOS

VIGENCIA DE LOS NOVÍSIMOS. 50 AÑOS

A principios de la década de los sesenta, cuando los postulados realistas en el ámbito poético comienzan a dar síntomas de hartazgo —aunque Leopoldo de Luis dio a la imprenta su Antología de poesía social en 1965 con pretensión canónica— aparecen en el horizonte poético los llamados «novísimos», término que hizo fortuna gracias a la antología Nueve novísimos poetas españoles, de José María Castellet, publicada hace ahora cincuenta años (en abril de 1970) que consolida a varios poetas con inquietudes no del todo homogéneas, como grupo. Eran unos jóvenes poetas que mostraban un rechazo absoluto de las fórmulas y preceptos estéticos que disfrutaban de una hegemonía casi total en aquellos años, hegemonía que comienza a resquebrajarse con libros de autores como Pere Gimferrer (Barcelona, 1945), uno de los muñidores en la sombra de dicha antología, que publica su primera entrega, Mensaje del tetrarca, en 1963, a la temprana edad de dieciocho años, un libro que ya desde su título hacía presagiar un cambio sustantivo de procedimientos conceptuales y formales. Los patrones estéticos —entre otros, la libertad formal o el valor que conceden a la poesía por sí misma, sin prestarse a ninguna servidumbre externa— son rigurosamente opuestos a lo vigente por entonces. Fue, sin embargo, su segundo título, Arde el mar, de 1966, galardonado con el Premio Nacional de Poesía, el que se ha tomado tradicionalmente como punto de eclosión de una nueva generación poética (se suele soslayar, quizá con intereses espurios, que un título como Libro de las alucinaciones, de José Hierro, publicado en 1964, integrado por poemas escritos entre 1957 y 1963, posee ya algunos de los rasgos más significativos de ruptura con la poesía social, como el desdoblamiento identitario, el uso del correlato objetivo y la preponderancia de lo irracional en el desarrollo del poema, características estas últimas que le acercan a la poesía «novísima»).

     Castellet dividió a los integrantes de su antología en dos subgrupos, el de los «seniors», del que formaban parte Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939-Bangkok, 2003) —conviene señalar que Montalbán fue incluido en la segunda edición de su antología por Leopoldo de Luis, publicada en 1969— Antonio Martínez Sarrión (Albacete, 1939) y José María Álvarez (Cartagena, 1942), y el de la «coqueluche», es decir, el de los jóvenes, encabezados por Félix de Azúa (Barcelona, 1944), el citado Pere Gimferrer (Barcelona, 1945), Vicente Molina Foix (Elche, 1946), Guillermo Carnero (Valencia, 1947), Ana María Moix (Barcelona, 1947-2014)) y Leopoldo María Panero (Madrid, 1948-Las Palmas de Gran Canaria, 2014). Todos ellos nacidos a partir de 1939 y, por tanto, sin experiencia personal en la contienda. Nueve poetas con, todavía, escasa obra publicada —alguno de ellos, como Vicente Molina Fox, inédito por entonces en libro— que intentan, cada uno por su lado, sin ningún afán gregario, romper los férreos esquemas de la poesía escrita en los últimos veinte años (hablamos de la poesía «oficial», no de la escrita por «disidentes», como los integrantes del grupo Cántico o los Postistas, por ejemplo) y adaptar su poesía a los nuevos aires sociopolíticos y culturales que se respiran en Europa y, de manera muy tímida aún, en España. Jóvenes poetas que «por sus intereses diversos propugnan —en palabras de Castellet— la autonomía del arte, proclaman el valor absoluto de la poesía por sí misma y consideran al poema como objeto independiente, autosuficiente: el poema sería, pues, antes un signo o un símbolo, según los casos, que un material literario transmisor de ideas o de sentimientos».

     La antología originó una fuerte polémica —lo que sin lugar a dudas, contribuyó a su éxito, algo que no ocurrió con otra antología coetánea, Nueva poesía española, de Enrique Martín Pardo ni con Espejo del amor y de la muerte, de 1971, cuya selección corrió a cargo de Antonio Prieto— incluso sin haber sido publicada. Meses antes, en lo que se ha calificado como una excelente operación de marketing, la filtración de los presupuestos teóricos que agrupaban a los poetas, así como de algunos de los autores elegidos, suscitó una polémica literaria que se extendió fuera de nuestras fronteras (no está de más recordar que el propio título de la antología provenía de otra antología preparada en Italia, I novísimmi, en 1961), en países de nuestro entorno geográfico (Europa) y en otros de nuestro entorno cultural (Hispanoamérica). El escándalo provenía de la rotunda descalificación que sufrió la poesía social, sobre todo viniendo de un crítico como Castellet, que en 1962 había coordinado la antología Veinte años de poesía española (1939-1959) con Jaime Gil de Biedma como consejero áulico, defendiendo los preceptos de dicha estética. También la selección de los poetas ocasionó duras amonestaciones. No faltaron críticos y poetas que reprocharon al antólogo la ausencia de nombres como José-Miguel Ullán, Aníbal Núñez, Juan Luis Panero, Ignacio Prats, Diego Jesús Jiménez, Antonio Hernández o Ferrer Lerín, algunos de los cuáles fueron incluidos en antologías posteriores como “Joven poesía española”, coordinada por Concepción G. Moral y Rosa María Pereda y publicada en 1979, con una nómina más extensa (de los nueve novísimos, Ana María Moix y Manuel Vázquez Montalbán fueron excluidos, y se completó el cuadro con Jesús Munárriz, (San Sebastián, 1940), José Luis Giménez- Frontín (Barcelona, 1943-2008), el citado Ullán (Vilarino de los Aires, 1944-Madrid, 2009), Marcos Ricardo Barnatán (Buenos Aires, 1946), Antonio Colinas (La Bañeza, 1946), Jenaro Talens (Cádiz, 1946), José Luis Jover (Cuenca, 1946), Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950), Jaime Siles (Valencia, 1951) y Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951). En dicha antología, adquirida en el año 1980, este lector accedió, con una mezcla de deslumbramiento y aprensión, a aquella poesía plagada de referencias culturales, exquisita en el tratamiento del lenguaje, formalmente rompedora y desvinculada de lo anecdótico, que tanto me influyó en mis primeros pasos como poeta.

     Otra de las antologías que surgieron como complemento y que, en algún sentido, contradecía la unanimidad de la ruptura de los jóvenes poetas frente a la poesía precedente, la poesía social ya mencionada y la poesía de la generación del 50, fue Las voces y los ecos, de José Luis García Martín. Si exceptuamos a José Gutiérrez y a Julio Llamazares, los más jóvenes de los seleccionados, ambos nacidos en 1955 y representantes de la generación siguiente, el resto de los poetas seleccionado (Justo Jorge Padrón, Pedro J. de la Peña, Luis Antonio de Villena, Miguel D’Ors, Carlos Clementson, José Antonio Ramírez Lozano, Andrés Sánchez Robayna, Francisco Bejarano, Fernando Ortiz, Eloy Sánchez Rosillo, Manuel Neila, Víctor Botas y Abelardo Linares) son estrictamente coetáneos de los poetas novísimos, pero representan otra forma de decir más contenida y evocativa, menos dada al exhibicionismo, menos rupturista con la tradición hispánica, aunque sin renunciar a las influencias externas, al culturalismo por ejemplo, eso sí, menos artificioso. Con este nutrido conjunto de antologías —y algunas que no he comentado, como “Antología de la nueva poesía española” (1969), de José Battló o “La nueva poesía española” (1971), de Florencio Martínez Ruiz— se configuró la llamada generación del 68 o del 70, una generación lo suficientemente ecléctica como para que los presupuestos que defendía la antología Nueve novísimos poetas españoles, a pesar de su innegable influencia, más de orden sociológico que poético según pasaba el tiempo, quedaran pronto superados por la propia evolución de los poetas seleccionados. De los nueve, tres ya han fallecido —Ana María Moix, Leopoldo María Panero y Vázquez Montalbán—. Felix de Azúa es un reconocido —y polémico— ensayista y analista político que ha frecuentado además la novela, aunque no la poesía. Vicente Molina Foix ha publicado varias novelas, obras de teatro, de ensayo y libros memoralísticos. El cine se ha convertido en su pasión. En 1990 dejo de ser poeta inédito, pues publicó al fin su libro, Los espías del realista y en 2012 recogió toda su poesía en el tomo La musa furtiva. Antonio Martínez Sarrión ha venido publicando una poesía estéticamente fiel a la de aquellos años en muchos aspectos, en la que no ha decaído el uso de técnicas vanguardistas como el collage o la elipsis. Otro poeta que no ha renunciado a sus principios estéticos es José María Álvarez, contumaz recopilador de citas ajenas que sirven de apoyo, en algunas ocasiones de mucho más que apoyo, al poema propio. Dejamos para el final a los dos poetas de mayor peso específico, Pere Gimferrer y Guillermo Carnero, y en plena forma en la actualidad. Los últimos títulos de ambos suponen un abandono casi absoluto de las premisas que los hicieron merecedores de participar en los novísimos. Su poesía más reciente mantiene algunos lazos con la poesía veneciana» (también se la adjetivó así), como el culturalismo, eso sí, mucho más tamizado, pero han regresado al uso de las formas tradicionales y en cuanto a los temas, a cierto confesionalismo de raíz autobiográfico, a la ironía y el erotismo y, en el caso de Gimferrer, a la práctica intermitente de una poesía comprometida. Podemos preguntarnos, además de señalar su evolución personal, qué influencia han ejercido en los poetas posteriores, si es que han ejercido alguna. Desde entonces hasta ahora ha habido diferentes grados, como ocurre con todos los grupos, con todos los poetas. En la actualidad, hay algunos poetas que siguen el magisterio de Gimferrer. Leopoldo María Panero tiene una legión de seguidores, probablemente influidos mas por su iconoclastia que por su poética. Más allá del hecho de mencionar unos nombres u otros, lo que parece innegable es que en las más pujantes de las diversas generaciones que conviven en la actualidad ha calado muy hondo el afán de ruptura, la exaltación del lenguaje como punto cardinal del poema, la supremacía de la imagen frente a la hegemonía de la retórica, y la vinculación con tradiciones foráneas, no necesariamente en otro idioma. A los cincuenta años de la aparición de Nueve novísimos poetas españoles puede ser vista como una antigualla, pero no se le pueden restar méritos. Su gestación ha servido de ejemplo a algunas de las más importantes antologías generacionales que se han publicado posteriormente, y la vigencia de algunas de sus proposiciones, acaso de una manera menos visible de lo conveniente, resulta innegable.

*Una versión resumida de este artículo se publicó en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés

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