
CARLOS JIMÉNEZ ARRIBAS. LISERGIA
BARTLEBY EDITORES
“Lisergia”, la nueva entrega de Carlos Jiménez Arribas (Madrid, 1966) es, si se me permite recurrir al argumento cuando hablamos de un libro de poesía, una historia de amor, con todo lo que esto lleva aparejado, pues ninguna relación amorosa está libre de sufrir altibajos, desengaños, celos o, entre otras cosas, apasionados reencuentros. Una historia de amor entre el pintor y su modelo que, como la tradición nos ha enseñado, en ocasiones es de dirección única y, en menor proporción, ambos amantes comparten un mismo fin, pero no se trata de desvelar anticipadamente el desarrollo, más bien metafórico, de este romance, sino de trasladar a los poemas las vicisitudes emocionales que experimenta quien ama con desenfreno. Jiménez Arribas es autor de una vasta obra literaria que incluye, entre otros, los libros de poemas “Manual de supervivencia” (2002) y “Darwin en las Galápagos”, del diario “Viaje al ojo de un caballo. Veinte días en Mongolia” y del estudio “El poema en prosa en los años setenta en España”, Además, junto con la recientemente fallecida Marta Agudo, preparó la antología del poema en prosa “Campo abierto. Antología del poema en prosa en España (1990-2005)”.
En “Lisergia” lo simbólico suplanta a la descripción meramente realista, aunque esta no esté ausente del todo. Componen el libro una sucesión de poemas en prosa, cuarenta y nueve, más un poema inicial, titulado «Recado», en el que cazador, sorprendido por la anticipación de la presa «Contempla el cielo vacío ahora, de pensamientos y de pájaros, escarba en la luz sucia de las nubes, se dice que la vida siempre pasa así, sinuosa en su deriva, ajena a los presagios y preguntas, como un batir de alas en la luz que palpa el aire». Donde realmente comienza la historia de esta pasión es a partir del poema número 1. A pesar de que «otros tuvieron en sus brazos ese cuerpo que he llamado mío», el pintor que la usa como modelo, el pintor que contempla su cuerpo lo idealiza y lo convierte en cifra su existencia ―«eres la medida en la deriva de las cosas», escribe―, una existencia en la que lo visionario adquiere una importancia esencial por más que la realidad tome «forma en lo denso de tu carne y en el vuelo de tu piel» alce sus cálices. La dicotomía entre realidad y sueño es el eje sobre el que giran los poemas. El autor acaba por no diferenciar cuándo predomina una u otra vivencia: «Solo es real lo que no veo yo y me mira con la condición esférica del día y de la tierra», afirma, lo que supone reconocer que vive en un estado de permanente incertidumbre, quizá sobrevalorando sus emociones por el poder del deseo, un deseo que, cuando lo analiza con cierta objetividad es capaz de reconocer sus limitaciones para aprehender la realidad: «Te busco en cada línea de tu retrato y no te encuentro, yo que creí que me sabía tu cuerpo de memoria y te amaba como no te amaban los demás». El amor permite al enamorado contemplar el mundo de otro modo, con más entusiasmo. Pedro Salinas, considerado el poeta del amor, y referencia indiscutible en “Lisergia”, ve en el amor un sentimiento que permite idealizar lo cotidiano, ver en la vida solo los aspectos positivos. Gracias al ser amado es posible percibir la plenitud de la existencia. Algo de esta idea creemos que subyace en poemas como este: «Amor, que a nadie amado amar perdona, siquiera esta altivez pase por alto, que cunda en cada paso hasta amado tu abismo de ambición, mi cobardía, nunca cuestione el propio amor, no ya el ajeno, ni ose no amar lo amado en ti, hasta que, nuevo enemigo de tu daño, te ame sin ser lo amado impuesto». No importa entonces que el amor sea o no recíproco, no importa que haya sido solo una quimera o ya no exista. El efecto sobre quien ama y sobre la forma de ver la realidad se ha consumado. Quien escribe tiene potestad para que sus sentimientos enaltezcan esa realidad y crearla en el poema acaso sea «lo más cercano a la verdad que fue tu vida cuando yo no esté y en tu mirada sea de día aún, verano aún en lo más hondo, estío por doquier, colmado agosto». El enamoramiento entre el pintor y su musa ―una musa que, en muchas ocasiones, procedía de los barrios bajos, como en el caso de Giacometi e Yvonne ― se ha repetido en numerosas ocasiones (Picasso y Dora Mar, Rodin y Camille Claudel, por ejemplo). Esas mujeres, anónimas o reconocidas, perviven en los lienzos, se han convertido en obras de arte. En los poemas de Carlos Jiménez Arribas, escritos en prosa, pero sujetos a una rigurosa métrica clásica, la mujer posee además un alma inmortal que acompañará al enamorado aun en la ausencia, y así logra «el dulce aplazamiento de la muerte», acaso el objetivo final de convertir esa experiencia en poesía.
Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, 19/05/2023