EL AFORISMO BRINDA EL RELÁMPAGO. VARIOS AUTORES. EDITORIAL LA ISLA DE SILTOLÁ

La colección de aforismos de la editorial La Isla de Siltolá alcanza los cincuenta números y lo celebra con un libro especial ―el número 50+1― que, a modo de antología, recoge una selección de la obra inédita de seis autores: Miguel Agudo Orozco (1976), Jaime Fernández (1960), Daniel Rivalto (1976), Tomás Rodríguez reyes (1981), Benito Romero (1983) y Javier Sánchez Menéndez (1964), autores todos ellos de la «casa» que representan en su variedad los caminos que el aforismo ―género que goza de enorme profusión en los últimos años, al menos en la parte creativa, aunque no sé si dicha prodigalidad se ve acompañada por la frecuencia lectora―, está tomando en nuestro país. Cada uno de los autores está representado por cincuenta aforismos. A Miguel Agudo le gusta desenredar conceptos de uso común, frases hechas a las que da la vuelta enriqueciendo su sentido: «El amor no puede ser ciego porque ojos que no ven, corazón que no siente» o «Al soldado desconocido lo mató otro soldado desconocido», por ejemplo. El asunto de la identidad ―entre otros muchos― parece preocuparle a Jaime Fernández: «No nos vemos en el espejo como somos sino como nos miramos» o «En el momento en que nos mostramos ante otros interpretamos al personaje que no somos estando solos». De Daniel Rivallo escribe el responsable de esta edición, Manuel Aparisio, que «Cultiva un aforismo híbrido, que incorpora neologismos y nuevas formas narrativas y ensayísticas pertenecientes a otras disciplinas artísticas»: «Que la convexidad del surco nasolabial es una depresión sin Prozac». Más atento a cuestiones metodológicas sobre las relaciones entre el pensamiento y el lenguaje, Tomás Rodríguez Reyes escribe aforismos como estos: «El lenguaje es creación del tiempo» (el eco de Machado resuena al fondo) o «Pensar en algo es apropiarse lingüísticamente de algo». De Benito Romero destacamos sus reflexiones acerca de lo cotidiano. La fuente de sus escritos está en la vida diaria, a la que analiza desde la incredulidad porque «Hay cuestiones complejas cuyo fondo se encuentra atiborrado de medias verdades astutamente enterradas». Por último, Javier Sánchez Menéndez, un autor que, además de escribir aforismos, ha reflexionado largo y tendido teóricamente sobre el género, despliega toda una batería de categorizaciones que incitan al lector a desembarazarse de su perplejidad inicial, quizá porque «Somos espíritu, pero también somos paradoja».

JULIO LLORENTE. TITUBEOS. LA ISLA DE SILTOLÁ.

El número 52 de la colección corresponde a Titubeos, el primer libro de Julio Llorente (Sta. Cruz de Tenerife, 1996). El autor del prólogo, Diego Carracho, nos da algunas claves de lectura. Habla de la escritura como terapia, de los temas que ocupan las reflexiones de Llorente: «Dios, la misericordia, el combate contra el tiránico régimen de las apariencias, la servidumbre tecnológica, el silencio, el amor y hasta el diablo», para acabar concluyendo que el trasfondo de todos ellos conduce al optimismo ―aunque «Tanto el optimismo como el pesimismo exigen una cierta insensibilidad, pero el pesimismo más: el bien existe y el mal es, en cambio, apenas una ausencia»―. Como dice Llorente, «Todo buen aforismo termina trasfigurado en eco» y muchos de los que aquí leemos tienen la propiedad de resonar en la mente tiempo después. No se disipan como volutas de humo, tienen peso e invitan a la reflexión: «Cuando se ensombrece mi ánimo, cuando pierdo la esperanza y le espeto a Dios que bien podría haberme hecho nacer en otra época, me arrastro hacia el parque más cercano y contemplo a los niños durante el tiempo necesario para que mi espíritu resurja». Por lo demás, el propio género del aforismo es analizado al comienzo de cada una de las secciones en las que está compartimentado el libro no sin cierta ironía, característica presente también en algunos de los aforismos que tratan sobre la escritura, como, por ejemplo: «El plagio es tan sólo un piropo implícito». Uno de los temas que concita más entradas es el de la felicidad, estado que se adquiere, como la percepción de la belleza o la gracia del perdón, en su más alto grado por la mediación divina: «Nuestra felicidad aquí nunca es plena. De hecho, cuanto más se acerca a la plenitud, más empañada está por el miedo a perderla». Titubeos, un título no muy afortunado para un volumen que encierra opiniones muy consolidadas sustentadas en una religiosidad militante, contiene algunos de los aforismos más originales que uno ha leído últimamente. 

LUCHO AGUILAR. LO QUE ESCONDE EL MANGLAR. COL. AFORISMO. EDITORIAL TREA.

Otro primer libro de aforismos reclama nuestra atención, en este caso, Lo que esconde el manglar, de Lucho Aguilar (Valencia, 1958), contrabajista de jazz y autor de aforismos y haikus publicados hasta ahora de forma dispersa en revistas y páginas digitales. Aguilar es fiel a una de las características más sobresalientes del haiku. Hablamos de la brevedad, de la concisión, y es digno de agradecer este ejercicio de contención, «de gran intensidad verbal y semántica», como dice el profesor José Ramón González en el prólogo. Si bien no hay originalidad en los temas que suscitan sus reflexiones (¿Cómo puede haberla?): el amor, la escritura, la temporalidad, el propio aforismo, la vanidad o la muerte, por citar solo algunos, sí la hay en sus formas de aproximación a tan manidos conceptos. Sobre el aforismo, por ejemplo, Aguilar nos deja algunas definiciones memorables; «Aforismo: manglar de sentidos» o «El aforismo excelente es leve e imperecedero». La práctica de la escritura es abordada sin esa solemnidad que tanto la perjudica: «Hoy he escrito una página memorable en mi biografía: la he dejado en blanco» o «Escribir desde las entrañas, no desde los intestinos», como ocurre también con la poesía, de la que dice que «no sirve para nada: sirve para no servir a nada ni a nadie». Lucho Aguilar no e enreda en la maraña de los conceptos filosóficos y, sin embargo, de sus textos se extrae una filosofía de vida en la que el yo carece de certidumbres: «La arquitectura del yo se erige con su deconstrucción» y «Ayuno del yo: ligereza del ser», por ejemplo. Cualquier lector puede encontrar en estas páginas razones para disentir, pero lo más probable es que acabe compartiendo las afirmaciones, en algunos casos, categóricas («Es preferible la hostilidad de un enemigo declarado que el gesto hipócrita de una amistad postiza», por ejemplo), que se desprenden al darle la vuelta a los lugares comunes. Si algo nos queda claro después de leer Lo que esconde el manglar es que la realidad que vemos es solo una parte, la aparente pero la menos interesante, de ese todo que traspasa lo real y se asienta en nuestra conciencia a través del lenguaje. Como escribe González, a quien recurrimos de nuevo, Lucho Aguilar «consigue trasmitir una mirada fresca y a la vez profunda. Y lo hace dosificando con habilidad y conocimiento la sorpresa y la reverberación, lo inmediato y lo sucesivo, lo visible y lo oculto, lo superficial y lo profundo». Ese es su gran mérito, y el lector de aforismos así podrá atestiguarlo.