JOSÉ LUIS ARGÜELLES. MORAR

EDITORIAL IMPRONTA

La trayectoria poética de José Luis Argüelles (Mieres, 1960) tiene algo de guadianesca. Generacionalmente adscrito a la generación de los 80, publicó en 1988 “Cuelmo de sombras”, un libro cuya afiliación estética no desentonaba de la que defendía la «poesía de la experiencia». Tuvieron que transcurrir veinte años para que viera la luz su siguiente libro, “Paisajes” (20089, un libro que profundizaba en dicha estética, a la vez que inauguraba el camino hacia unos poemas con mayor carga reflexiva, carga que, conviene decirlo ya, ha adquirido mayor peso específico con el paso del tiempo en los sucesivos libros que Argüelles ha ido, ahora sí, regularmente publicando: “Las erosiones” (2013), “Gran desconcierto” (2018), “Protesta y alabanza” (2020) y, sobre todo, en “Morar” (2023), la entrega que comentamos en estas líneas. La voluntad especulativa se concentra en la mayoría de estos poemas en temas tan trascendentes ―y tan universales―como la muerte, los muertos que acompañan nuestra vida cotidiana («nada añoran los muertos / […] / Hay que dejarlos ir, / serenos, / hasta las estaciones / sin daño y sin memoria, / donde todo se olvida», escribe en «Rompeolas», el primer poema del libro), el sentido de la existencia y el auxilio de la escritura como salvavidas para sortear las pérdidas y renuncias («Y busco las palabras / que den algún sentido / a cuanto arde en mis ojos, / que no todo me sea arrebatado / por esas olas, / por esas nubes»), el fracaso («El poeta sin éxito va solo / […] / Tiene algo de animal en vilo / cuando le vemos extender su mano / hacia la luz tan pobre y sus misterios») y la vejez, como asunto que sobrevuela en todo el libro («Desocupado, casi viejo, sigo / la multiplicación de las noticias…» o «Porque soy casi viejo y he sido joven, sé que comparten…». En algunos de estos poemas tan elegiacos, predomina, sin embargo, una gravedad no exenta de ironía. Baste citar los titulados «Tú, que has llorado» o «Vacas», porque en ese afán por hacer de lo cotidiano y del pasado fuente de sus poemas no faltan recuerdos que invitan a la esperanza ―«Si aún celebro, / agradecido, / la luz que me amanece / […] / Si todavía soy como el viajero / que confía en su suerte / y sabe, / al respirar, / cuánto ama esta aventura irrepetible, / no habrá temor o daño que me tengan»―, deseos convertidos en realidad ―«Edifico una casa en mi visión / para morar tan solo en los afectos, / que la vida no sea esta costumbre / de las horas dañadas de mí mismo»―, pese a que el tono predominante sea el de un desencanto visceral ante la vida: «Aquí no queda nada que nos ame: / muros desmoronados, / ortigas y óxidos, / esa lenta babosa de la conformidad / en la sede última / de un mundo que se acaba», escribe en el poema «Extinción».

Formalmente el libro mantiene una unidad discursiva en la que predominan los versos heptasílabos y endecasílabos ―rotos a veces por encabalgamientos y pausas versales que propician los cortes internos en dicha discursividad―, aunque Argüelles experimenta una evidente transformación en poemas en prosa o en versículos ―aunque su estructura también está sujeta a los mismos patrones rítmicos más arriba aludidos―, en haikus, como los incluidos en «La vida en rama», pero en todo ellos percibimos una encomiable hilazón tanto tonal como argumental, como podemos comprobar en este ejemplo: «Ah, viejo loro / de palabras gastadas, / cantor del siglo» e, incluso en los versos con tendencias aforísticas: «Ver y no ver. / Todos andamos ciegos / y solo vemos / eso que ansiamos ver».  Como decíamos, Argüelles transforma la cotidianidad en poesía, y lo hace con una sintaxis convencional que beneficia la relación entre la experiencia del yo, un yo omnipresente a pesar de enmascararlo con la tercera persona, y la forma de representarla. Es muy probable que la sintaxis y el tono amotinado, no claudicante de los poemas finales provoque que el libro sea emocionalmente más convincente y complejo que si asistiéramos a una rendición emocional. El protagonista poemático, aunque sea consciente de su soledad, del aislamiento que el peso de los años ocasiona, no se encierra en una insularidad esterilizante, antes, al contrario, ha tomado conciencia de su lugar en un mundo que aún le proporciona momentos de dicha, por eso escribe: «… no te abandones a los daños / que nombran tus palabras: / las erosiones y el invierno ya a las puertas […] / y mira, / mira una vez más / cómo alza su precisa forma bajo el sol, / cómo alumbra en el descubierto / jardín que te recibe […] / Y acepta en tu latido / la eternidad tan frágil / de este único momento». Versos como estos parecen sugerir que, aunque el destino final sea la oscuridad, el pasillo por el que accedemos a ella, todavía está iluminado. 

Reseña publicada en El Diario Montañés, 1/03/2024