ANA MARTÍNEZ CASTILLO. DE LO TERRIBLE. CHAMÁN EDICIONES.

Una cita de Rilke muy conocida: «Porque lo bello no es nada / más que el comienzo de lo terrible», sirve de pórtico a De lo terrible, el nuevo libro de Ana Martínez Castillo (Albacete, 1978) autora de libros de poemas como Bajo la sombra del árbol en llamas (2016) La danza de la vieja (2017) y Me vestirán con cenizas (2019). Integran el volumen cuarenta poemas divididos en dos secciones, «La gran música» y «Átropos», numeradas en orden descendente. Así, en el primer poema, «Cuarenta» se invoca al futuro lector previniéndole de la inutilidad de su ¿interpretación?: «Podéis desordenar estas palabras si queréis, pero aquí, aquí y ahora, están el cielo y la mano y la turbia oquedad de la boca», tal vez porque la poeta confía en que «encontraremos el término preciso, la palabra noctívaga que desdeña su plumaje, y diremos entonces envés, cadáver de polilla, hielo blando de la tarde». Mucha presencia tiene la constancia de la muerte en estos poemas en prosa, pero no es vista esta desde una perspectiva trágica. Sabemos «que moriremos un día u otro, pero […] antes —antes— tendremos que ser animales de luz herética y pagar el atrevimiento caro». La escritura se convierte para Ana Martínez Castillo en al mejor forma de acoplarse a la realidad: «escribe así, de forma automática y absurda, terrible, ambigua, escribe así todos los días». Sabemos, basta leer los poemas, que no es todo escritura automática en estos poemas, por más que lo irracional —«poesía de corte visionario» se dice en el paratexto— tenga una relevancia sustantiva. La poeta misma reconoce que «Han vuelto las palabras, tímidas, únicas, abrazando como abrazan los rincones, palabras en las sombras como un viejo que espía el cuerpo de los jóvenes».

En «Átropos», la segunda sección, la muerte no es una mera comparsa. Desde el primer poema cobra protagonismo en la figura del padre enfermo o en el cementerio: «Tan calmo el aire sobre nichos y escaleras, que eclosionaba la luz». La muerte posee también su propia belleza, sobre todo cuando se describe con veros tan inspirados como estos: «Morir como mueren las niñas, con dulces venas sucias. Morir agrandando los párpados, dejando al mundo ser fragmento, soplo, calor azul redondo y ávido. Morir en una tarde sencilla de agosto, mientras otros cantan canciones que tú no cantas, mientras otros». Nuestra poeta es consciente de que la palabra poética tiene fin en si misma, no precisa de un objetivo a posteriori, de una misión ni de un examen, por eso aclara que trata de «evitar la torpeza de ser sincera en el poema». No necesita convencernos, pero qué clase de palabras debemos utilizar entonces para expresar este deseo: «Dile a mi hija, cuando muera, que pasé mucho tiempo desenterrando mi voz, construyendo diminutos peces de voz, imposibles ramilletes de voz, pero dile —a mi hija— que en la vida, lo único de verdad que hice fue quererla, sobre todo quererla».