JAVIER LORENZO CANDEL. ANÁBASIS

EDITORIAL BAILE DEL SOL

Titular un libro “Anábasis” conlleva ciertos riesgos interpretativos porque el lector inmediatamente desplazará su mente a la “Anábasis” de Jenofonte ―término aquí utilizado para narrar una expedición de la costa al interior del país― o a la “Anábasis” de Saint-John Perse, que, en palabras del propio poeta «tiene por objeto el poema de la soledad en la acción. Tanto la acción entre los hombres como de la acción del espíritu…». La “Anábasis” de Javier Lorenzo Candel es una mezcla de ambas, aunque parece estar más cerca de Saint John Perse que de Jenofonte ―de hecho, la cita que encabeza el libro pertenece al poeta francés―, porque se acoge a la que define la anábasis como un «movimiento ascendente, de resurgimiento […] que simboliza el retorno de un viaje al interior de sí mismo», un viaje en el que se da cuenta de las pérdidas, de las experiencias que van conformado el propio destino.

Dos partes de muy distinta envergadura componen el libro, la primera, titulada «Canción» está integrada por un solo poema dividido en tres cantos. Son el comienzo de la ruta, de la vida. Una vida que está indisociablemente vinculada a las pérdidas. «Somos del tiempo de la pérdida, / de un tiempo y una ruta que, por nuevos, / nos cuesta asimilar en qué segundo, / en qué hito, y en qué lugar convocan», aunque no por eso se ve el futuro como un lugar promisorio. Sin embargo, la imagen de ese futuro que el poeta trata de levantar con palabras parece sustentarse en conceptos ya un tanto utópicos «porque perdimos la condición de ser naturaleza»―como la libertad o la felicidad.

La segunda sección del libro, «Silencio», integrada por veinticinco poemas más una coda, sostiene la razón de ser del libro. La pérdida no es una sensación individual sino colectivo: «Duplico el sentimiento de la pérdida / por mí y por otros. / Ahora los otros son / solamente un recuerdo que los lleva y los trae / a mi relato». Y es que Lorenzo Candel, hombre inserto en una comunidad, intenta desprenderse del yo para elaborar una identidad en la que la presencia de los demás, de sus seres más cercanos― contribuya a darle forma: «Por mí y por los otros, / los que me hicieron, a fuerza de vivirse en mi experiencia. / lo que pude llegar a ser, los que ahora soy, / lo que he sido y que, en tanto, viene a redimirme». El itinerario vital que franquean estos versos comienza con el nacimiento del poeta, de ahí que el recuerdo de sus progenitores aflore de inmediato, por eso escribe «Y los dos construyeron un hogar para darme. / Ahora son mi recuerdo de todo lo vivido / porque nacer no pude en ese instante» y continúa más adelante con este homenaje: «De mis padres alabo su firmeza / después de muchos años, su manera de darse entre las sombras, / la eterna disciplina de amor particular para el que ama». En este viaje iniciático van sucediéndose las etapas de la vida, comenzando por la niñez: «Una visión del niño hecha pedazos / no aporta gran distancia. / Y entre el tiempo de augurios y fines de semana / nos fuimos construyendo, / fuimos, con perspectiva, / alargando miradas, correspondiendo al ser / humano que se sabe en sus asuntos». No tarda mucho ese niño en tener lo que se llamaba «uso de razón». El paraíso se convierte entonces en un lugar en el que acecha la culpa y el castigo, según el credo apostólico. El niño va creciendo con es sentimiento de culpa hasta que llega el momento de la rebelión, la adolescencia: «Lo supimos después, / tarde y para hacernos de armonía, que la visión de nuestros quince años / solo se sabe eterna en tiempos de mudanza». Esa mudanza tiene que ver con su descubrimiento de la poesía, de la fuerza imantadora de las palabras: «Dirigir las palabras / a otra razón de ser, hacia otro mundo / e interpretarlas, vivas en su lecho de muerte». Ya no son las palabras comunes que nos sirven para comunicarnos con los demás. Ahora, el lenguaje se perfila y se dirige a un interlocutor único, el poeta mismo, que siente cómo brota dentro de sí su verdadera naturaleza, por más que deba soportar ciertas servidumbres para sobrevivir: «Aprendí de los otros / el gesto prolongado de la genuflexión. / Ir de costado / para no dar de frente con el mundo». Además, esas servidumbres, como el dolor, por ejemplo, una vez asimiladas, hacen a quien las padece, más fuerte. Estos versos del poema «Coda» confirman esta idea: «Sólo el más doblegado de los hombres, / amparado en su pulso como el único / remedio de la sangre, puede ahora / dotar de nuevos símbolos al viento, / dar más brío a las nubes que, sobre su cabeza, / describen, con su modo de ir, la lejanía», es lejanía que no es otra que un horizonte, un futuro, que orienta su permanente singladura a través del tiempo.

Reseña publicada en El Diario Montañés, 8/003/2022