LOUISE GLÜCK. TÍTULO: LAS SIETE EDADES

TRADUCCIÓN: ANDRÉS CATALÁN

EDITORIAL VISOR

Con un ritmo sostenido, la editorial Visor, de la mano del traductor Andrés Catalán, que está realizando una labor encomiable, va poniendo a disposición de los lectores la extensa obra de Louise Glück, Premio Nobel en 2020, fallecida hace solo unos meses, en octubre del pasado año, a los 80 años de edad.

“Las siete edades” se publicó en su versión original en 2021 y es su noveno libro de poesía. Comienza con un poema del mismo título en el que va desgranado de forma simbólica la imposibilidad de fusionarse con el mundo ―un mundo que siente como suyo, al que recrea de una forma un tanto optimista―, con la tierra, dada su naturaleza humana: «Era humana: / tuve que suplicar, descender // lo salado, lo amargo, lo exigente, lo preventivo». por más que este deseo esté sustentado en un sueño: «¿Con qué se llena una vida vacía? / Figuras apasionadas, el yo / en un sueño, el yo / replicado en otro…» Ese mundo, esa tierra, en su aspecto físico, se muestra más asequible en el poema «Mundo sensual», del que tomamos estos versos: «La tierra te seducirá, lenta, imperceptiblemente, / con delicadeza, por no decir con complicidad». Sus frutos alimentan «la honda intimidad de la vida sensual», aunque el final del poema nos deja llenos de incertidumbre, pues esos frutos parecen estar envenenados, como la manzana del Edén, y son adictivos: «Lo sabíamos y, en las noches oscuras, lo aceptábamos. / Qué dulce se volvía entonces la noche, / una vez que el deseo nos liberaba / qué absolutamente silenciosa». El ser humano opta así por acceder al conocimiento ―el árbol de la ciencia―, por exponerse al dolor, pero también a disfrutar de la euforia ―«un estado de gracia similar al enamoramiento, y como buen enamoramiento es también una ebriedad», escribe en un pequeño ensayo titulado «Miedo a la felicidad»― más propia de la juventud, esa época que, cuando deja de existir, se convierte «en el presente: interminable y sin sombra».

El recuerdo tiene una importancia capital en este libro. Es probable que la autora, cuando escribió este libro, fuera ya consciente de que la vejez y el envejecimiento no eran algo ajeno y que sintiera ya los primeros síntomas de su aparición en ella misma, quizá por eso sean frecuentes las analepsis, como en el poema «Radio», en el que rememora unas escenas cotidianas con su hermana: «Miraba el rostro de mi hermana, un lado enterrado en su osito de peluche. / Yo intentaba almacenarla en mi cabeza, como un recuerdo, / como los hechos de un libro», en «Cumpleaños», que comienza con estos versos: «Aunque parezca mentira, puedo echar la vista atrás / cincuenta años» para continuar más adelante afirmando que recuerda «esa edad. Llena de inseguridades, de odio hacia una misma» o en «Verano en la playa»: «Los días eran iguales. / Cuando llovía, nos quedábamos en casa».

Como en otros de sus libros, el amor tiene también su protagonismo. Aquí esta presentado en pasado, cuando su presencia cambiaba la vida, tanto real como espiritualmente ―quizá por eso haga mención a dos tipos de amor, uno más propio de la ficción, como el de Dante y Beatrice, y otro tangible, menos literario, el de Fanny y Keats―, aunque esa llamada deja un amargo regusto, por lo truncado del propósito. Por otra parte, el paso del tiempo ―que también modifica la sustancia del amor, la capacidad de enamoramiento―no hace sino constata cuan diferentes somos de quienes fuimos. Ese distanciamiento del yo del pasado hace que se vean las cosas desde otra perspectiva. Se trata ahora de acumular instantes en la alacena de la memoria, instantes que conforman solo unas horas de la travesía vital, pero que ocupan toda una vida: «Y durante muchos años pensé que había sido maravilloso; / en mi mente, regresaba a aquellos días una y otra vez, / convencida de que constituían el centro de mi vida amorosa» porque, a medida que se envejece, las emociones adquieren otra consistencia, otro porcentaje en la justificación de una vida. La experiencia obliga a reconocer que las cosas no has sido siempre como aparentaban, por más que asumiera «que toda experiencia / era una prueba del espíritu o de la inteligencia / en la que exhibir o demostrar mi superioridad / a mis predecesores». Ahora ha llegado el momento de reconocer el fracaso, la impotencia, porque ni siquiera la poesía ha logrado saciar el apetito de felicidad con el que alimentaba el futuro: «Solamente ahora, a las puertas de la vejez, / nos atrevemos a hablar de aquellas cosas, o a confesar, con entusiasmo, / incluso las más pequeñas alegrías». Así queda constatada la fragilidad humana. El tiempo se acaba, pero aún queda el suficiente para escribir poemas tan excelentes como estos, en los que la meditación sobre las alternativas que plantea la existencia, más intensas cuando se sustenta en la memoria, acaparan los versos, unos versos que juegan con imágenes rescatadas de la infancia y con ellas logra revivir los intensos sentimientos que suscitaron. Es esta una poesía que canta a la vida, la pasada y la actual, y en ese canto la poeta intenta reconciliarse con lo perdido y con nuestro destino, la inevitabilidad de la muerte, que espera al otro lado.

Reseña publicada en El Diario Montañés, 02/02/2024