SERGIO HERNÁNDEZ SALVADOR. HILO DE NADA. EOLAS EDICIONES.
Sergio Hernández Salvador (León, 1975), autor de dos libros de poesía —“Quietud” y “Lo breve eterno”— y uno de prosa —“Mitos y flautas”— se pone bajo la advocación de Juan Ramón Jiménez en este “Hilo de nada” que recoge su poesía escrita entre los años 2014 y 2017: «Qué bello —y qué difícil— mantener sin rotura ese hilo de nada que ata por dentro un libro así», un libro, el de nuestro autor, que aspira desde la levedad —el poema dedicado a la mariposa finaliza con estos versos: «¿Cómo puedes, cómo libas / tal quietud en tu condena / de hacer de la vida un día / (¡un día la vida entera!) / y hacer de un día la vida, / cómo lo haces, compañera?»—, la levedad —«Habitar una niebla, eso es vivir, / guarnecer un hogar en la intemperie. / Y mirar hacia adentro y hacia arriba. / Como la hoja seca, sueño y suelo»—  y la pureza a la verdad, como parece sugerir el primer poema «A una “rosa eterna”», pero la verdad, como la belleza —«la belleza es verdad y la verdad belleza», escribió Keats— no se ofrecen gratuitamente: «No existe belleza sin dolor», escribe Hernández, quien, además, encuentra en la infancia la sustancia para desentrañar, para discernir el mal del bien, su lugar en el mundo y su identidad (con Rilke al fondo: «Sin ti no se quién soy. / Sin no soy quien soy». Por otra parte, habitan en estos poemas un sinnúmero de plantas y pájaros, todo un muestrario botánico y ornitológico de los que se sirve el poeta para subrayar su deseo de paz espiritual, la búsqueda de un “Beatus Ille” que solo en soledad y en comunión con la naturaleza, puede alcanzarse. La palabra, el poema se reconoce además como el vehículo para lograr la ansiada reciprocidad entre los elementos naturales y la propia existencia: «Como ellos hermana del silencio, / por encima del ruido y más adentro, / la música callada del poema», un poema, por otra parte, incapaz de contener tanta armonía cósmica: «Las palabras no alcanzan —te respondes— / si no logran que azul, jilguero gébanas / digan aún más, que no se pierda, estéril, / su caudal en el mar sin fecundar / los valles y riberas que son los corazones de los hombres». La poesía de Sergio Fernández Salvador, eminentemente descriptiva, morigerada y reflexiva se muestra en todo su apogeo en poemas como «Cuaderno rojo». El hecho, vital para un poeta, de narrar cómo el lenguaje se resiste a doblegarse a las exigencias del autor, da pie a tomar como arte poética estos versos: «Tuya / si la hay es la culpa de haber llegado a él / o demasiado tarde o demasiado pronto: / ya estaba ese poema, como todos, escrito. / Tuyo es solo el silencio, nunca el canto» o «Poema del día sin hora», en el que un hecho intrascendente da lugar a reivindicar la sencillez de lo cotidiano, por encima de lo extraordinario, muy en la onda de poetas como Eloy Sánchez Rosillo. Y dentro de ese elogio de lo cotidiano se encuadra también un asunto tan trascendental como es el de la paternidad, en la que se mezclan sensaciones tan dispares como la incertidumbre con una alegría casi indescriptible —«esta nueva ilusión de vida nueva»—, con la esperanza: «Yo levanto esta  presa de palabras / que rondan vuestro sueño / para que no olvidéis que habéis sido felices, / para que me sepáis si yo me pierdo». Como vemos, la columna vertebral de cada poema, trate del asunto que trate, sigue siendo la reflexión sobre la sustancia y el alcance de la escritura. En uno de los últimos poemas del libro, «Ahora que estoy a tiempo», el autor entona un ambiguo “mea culpa”, y digo ambiguo porque, tras versos como estos: «¿De qué me sirve esto, / los poemas, los libros, si no valen / para ajustar mis cuentas y decir lo que importa?», versos que suenan como un reproche, el autor se resiste a abandonar la escritura del poema. Se sirve de las palabras a la hora de hacer una larga enumeración de motivos para estar agradecido a su padre. La contradicción es solo aparente. El lenguaje, una herramienta dúctil, busca la precisión semántica, pero su propia naturaleza hace que sea extremadamente difícil cumplir ese empeño, aún así, Sergio Fernández Salvador, después de reconocer esos límites, no ceja en el empeño y refrenda el agradecimiento a su padre con estos versos: «Gracias, en fin, por tantas otras cosas / que no puedo expresar, / porque a todo no llegan las palabras». Los versos finales del libro homenajean también, aunque de manera menos explícita, a su madre: «la bienhechora que mira por mí / en este mundo desde el otro mundo». Hemos mencionado a lo largo de estas líneas a autores como Keats, como Rilke, como Juan Ramón o Eloy Sánchez Rosillo, a los que podríamos añadir a Fray Luis. De todos ellos hay ecos muy bien asimilados en estos poemas, pero dichos nombres solo apadrinan la voz de un autor que, por derecho propio, es dueño de su melodía.
*Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, 01/04/2021