ARIADNA G. GARCÍA. SUBLEVACIÓN. PRE-TEXTOS POESÍA

No cabe duda de que Ariadna G. García (Madrid, 1977) se ha consolidado como una de las voces más rigurosas y personales de la poesía actual en nuestro país. Su obra, no excesivamente amplia, ha mantenido desde su primeros libros —Napalm (2001) o Apátrida (2005)— hasta Ciudad sumergida (2018) y este Sublevación un ascendente despojamiento del yo y un acendrado dominio del lenguaje que se escora cada vez más hacia el depuramiento expresivo, a la disminución de la retórica, lo que no significa necesariamente que nos encontremos frente a una poesía hermética, menos aun en este caso, como podemos comprobar a medida que avanzamos en la lectura, sino frente a una poesía conceptualmente enriquecedora. Como decía Juan Ramón Jiménez, «El poeta ha sido condenado a recrear el mundo nombrándolo», y esto les lo que pretende Araidna G. García, nombra, pero su mirada no se posa solo en lo externo, sino que lo simultanea, como una especie de gran angular, con su propia conciencia de ser. Sus versos dan la sensación de haber encontrado la medida perfecta para conseguir tal efecto: «Bajo el lodo descubro un trazado de oro. / Lo recorro despacio, con cautela. / Piso la luz sonámbula / que invoca mi destino entre las sombras / resplandecientes. / Ante mí un ancho río de música agreste, / la promesa de un tiempo sumergido, acuático, interior / para el estruendo: / mi desacato al Siglo».

    En esta manera de ver, en esta perspectiva el paso del tiempo adquiere una relevancia casi trágica que se manifiesta desde el primer poema, cuyos dos últimos versos nos ponen sobre aviso del proceso de reconocimiento interior al que la lectura nos va conduciendo poema a poema: «Un destino de muerte hacia el que avanzo / en busca de mí». Paradójico destino, pero incontestable. Cuando se está más cerca de entender los mecanismos que ponen en marcha el mundo, cuando el yo está a punto de culminar esa “representación” emocional que le permite ser dueño de sí mismo, ser sujeto real, no un mero objeto presa de percepciones ajenas, el tiempo se acaba y la muerte asoma ya por las grietas del cuerpo. En medio de todo ello, está el proceso de “adiestramiento” íntimo con sus fluctuaciones: «Barranco abajo, nada. / Equivoqué el camino. / Merodeo sin rumbo / sobre ondas de limo, rodeada / por la niebla caliente. […] / Espejismo de vida. / El alma sigue seca», con la inevitable desorientación: «Busco mi centro. Giro, doblo, paso / de un corredor a otro. Cada muro / es semejante al resto. Nada cambia, / salvo la silueta de mi sombra» escribe. Para este trayecto vital plagado de anfractuosidades es importante ir bien pertrechado, y qué mejor equipamiento que el que brinda el amor («El amor, esa reliquia celeste / que nos han regalado, / respira ya muy débil»), savia de toda existencia, hasta el punto de que «Quien no ama está muerto». Sin embargo, en estos poemas, más que su presencia, prevalece, sino su ausencia total, su progresiva disolución, y utilizo este sustantivo porque parece existir cierta imposibilidad de que se fundan definitivamente los cuerpos: «¿A dónde te escondiste? / Arrebatadamente te persigo. / Porque quiero tu cuerpo / olfateo los aires. / Te busco por el fondo de las aguas», un poema que, como la misma autora informa, cuenta con el respaldo poético de san Juan de la Cruz, Blas de Otero —una combinación, la de estos dos poetas, nada extraña, sobre todo su tenemos en cuenta que el primer libro del poeta vasco se tituló Cántico espiritual—, Carlos Bousoño y José María Valverde. Sea con la ayuda del amor, o con la fortaleza que imprime su ausencia cuando se somatiza, la identidad se va consolidando. Paulatinamente, el sujeto lírico toma conciencia de los límites que no debe traspasar para mantener su integridad emocional. Por encima de las circunstancias se eleva la responsabilidad der fiel a sí mismo: «Te vuelves vulnerable si renuncias / a tu vida interior; cuando regalas / tu intimidad / y esparces / jirones de ti misma a quien comparte / tu misma forma de perder el tiempo».  Más adelante, aún más fortalecida, reafirma su identidad, verdadero anclaje ante los avatares del destino: «Sé quién soy. / En el pasado puse de rodillas / a mi dragón de láminas heladas. / Y ahora que ya recuerdo mi destino, / trato de convertirlo en mi montura». Si añadimos a estos versos otros tan concluyentes como los que siguen: «No me conformo, no, con existir; / yo pretendo la vida. / Pulveriza / la mujer que fui, / y amanéceme otra» o «Salí del arrabal. Soy centinela / de mi propia montaña», vemos cómo parece alimentarlos un proceso de emponderamiento personal de origen, tal vez, juanramoniano, aunque, a diferencia del moguereño, Ariadna no lo cifra en su pulsión creativa, en el poema. El voltaje aquí se acrecienta en los actos del ser, no en el lenguaje que los representa, es decir, la escritura, en este caso, no se constituye como núcleo del pensamiento, sino solo —y ya es mucho— en su afirmación. Sublevación, el mismo título es lo suficientemente expresivo, es una especie de descargo de conciencia y, a la vez, el punto de partida para una nueva aventura vital. Muchas son las claves que subyacen en estos versos, de ahí la ambigüedad interpretativa que suscitan, por más que la propia poeta intente, en la nota final, facilitarnos la tarea desvelando algunas de ellas —queda al arbitrio del lector aprovechar o no esta información—: «Sublevación recoge símbolos de diferentes culturas: celta, ibera, griega, romana, cristiana, china, hindú… […] El uso de los eslóganes publicitarios y las referencias del cine, de los videojuegos, las series y las redes sociales sirven como denuncia de las distracciones con que nuestra sociedad impide que desarrollemos nuestro mundo interior…».