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LORENZO OLIVÁN. PARA UNA TEORÍA DE LAS DISTANCIAS. EDITORIAL TUSQUETS, 2018

Parece que fue ayer, pero han transcurrido cuatro años desde la publicación de Nocturno casi (2014) con el que Lorenzo Oliván obtuvo el Premio Nacional de la Crítica en 2015. La distancia que media entre este libro y Para una teoría de las distancias es más temporal que argumental, aunque la oscuridad que preludiaba el acceso a la noche —una oscuridad que no deja de ser reveladora— se haya disipado y la luz, cuyo hábito principal es disolverse, se erija soberana sobre la realidad, tanto la visible como la intuida (El poema «Con menos luz» puede ser la bisagra que una ambos libros: «La noche crea origen, / vuelve su espacio significativo: // con menos luz la luz, / encierra la raí / de la que crece»). Por otra parte, las líneas maestras de su poesía están sobradamente consolidadas desde sus primeros libros. Pero Lorenzo Oliván no es uno de esos poetas que escriben siempre el mismo libro, antes al contrario, su proceso de indagación tanto hacia el exterior como hacia dentro está sujeto a nuevas catas que ahondan más en la singularidad de su propia manera de entender el mundo y, sobre todo, a sí mismo: la observación del mundo y el análisis identitario son una constante en su obra, como observamos en el poema «Despiece»: «Y el despiece / —por afuera, por dentro— / de tu propia persona»

     El libro está dividido en dos secciones, la primera, que da título al conjunto del libro, más centrada en lo físico, si por físico entendemos delimitar el espacio de la mirada, acotar los márgenes de la visión por medio de la palabra: «Escribir poesía es de algún modo / estar enfermo de buscar ventanas», escribe, y las ventanas enmarcan el paisaje que se observa desde el interior y, a la vez, son un tránsito entre lo de dentro y lo de fuera, entretejen la luz externa con la penumbra interior, crean claroscuros y sombras, nos hablan, en suma, de la fragilidad de la existencia, como ocurre en los lienzos de Vermeer. Lorenzo Oliván escribe una poesía de la visión, de la imagen, supeditada ésta al ritmo del pensamiento. Es cierto que el lenguaje poético no es el lenguaje que utilizamos en el día a día, sus enunciados no son la que utilizamos para relacionarnos con el mundo exterior. El lenguaje poético, y esto lo sabe bien Oliván, nos libera de la tiranía del significado literal, nos previene ante la perversión interesada de los significados (véase el poema titulado «Llegada de los bárbaros») y nos permite realizar una creíble transición entre el pensamiento y la emoción. El lenguaje de Para una teoría de las distancias es, generalmente, conceptual —palabras fetiche de Lorenzo Oliván se repiten con frecuencia: imán, vértice, médula, ritmo, luz, ebriedad—, pero se transforma paulatinamente en canto para los sentidos, como en el poema «A escala aquí la vida» o en experiencia indagatoria en los sótanos de la realidad y del pasado, como en el poema «Los sentidos». La palabra poética rompe candados, descerraja puertas no para hacer evidente lo visible sino para vislumbrar lo invisible. Oliván rasga las cuerdas del misterio para que su sonido acabe por revelar lo más recóndito porque «esconde cada cosa en sí el secreto / de la mejor distancia / a que debe ser vista».

     La segunda sección, «Espacio abierto», redunda en la multiplicidad de sentidos y en la ambigüedad de significados de lo que consideramos real, y es que hay diferentes miradas sobre las cosas, diferentes distancias, la del yo, la del tú, la del nosotros. La mirada de Oliván trata de ser panóptica para descubrir ese universo que Paz veía como «un tejido vivo de afinidades y oposiciones», pero partes de ese universo son también los sueños, las alucinaciones, las analogías y, por qué no, las contradicciones, por más que están sean solo aparentes: «Nos hace falta olvido / sobre el que levantar lo memorable», escribe en estos versos que podríamos calificar de aforísticos (hay bastante más diseminados por el libro). En estas dualidades la palabra importa tanto por lo que dice como por lo que calla: «Que todo lo que enrollan las palabras / lo desenrede el ojo /en un golpe de vista». El ojo que piensa, como contraposición a la mente que ve, que construye imágenes, imágenes que, como decía Proust son «arbitrarias, pequeñas e indomables como esas que la imaginación ha forjado y la realidad ha destruido».

     La poesía es para Oliván un espejo en el que abismarse, un espejo que devuelve la imagen múltiple de uno mismo y que refleja el conflicto permanente entre el ser y el no ser. Ser el hombre con todo su bagaje de milenios o no ser Nadie. La trama de una identidad «siempre en fuga» que fluctúa entre la emoción del poeta y la palabra, que brinda espacios de luz al conocimiento, aunque cuando la luz es tan intensa que debamos dejarnos guiar por la oscuridad. Oliván descubre el mundo a cada paso porque está atento a las continuas sorpresas que éste depara y una de esas maravillosas sorpresas es el amor, que mueve el mundo y las estrellas, porque «Tal vez amar es aprender / a caminar por este mundo».

* Reseña publicada en el suplemento cultural Sotileza del El Diario Montañés el 15/06/2018