VICENTE GALLEGO. CUADERNO DE BROTES. COLECCIÓN LA CRUZ DEL SUR. EDITORIAL PRE-TEXTOS, 2014

El poema en prosa ha dejado hace tiempo de ser una anomalía, un oxímoron caprichoso que trata de conciliar aspectos antagónicos como son, aparentemente, la narratividad de la prosa y la tensión del verso, para convertirse en una práctica frecuente por medio de la cual el poeta trata de explorar las posibilidades expresivas que el lenguaje pone a su disposición. No es este el lugar para hacer un recuento pormenorizado de los innumerables precedentes de Cuaderno de brotes, el último libro de Vicente Gallego, no ya en la tradición occidental, sino en la nuestra, bastará para demostrar la magnitud del asunto con mencionar libros tan importantes, y tan distintos entre sí, como Azul de Rubén Darío (en donde conviven poemas en prosa y en verso, cuentos y otros textos misceláneos), Diario de un poeta recién casado  de Juan Ramón, el Ocnos cernudiano o el más reciente Tres lecciones de tinieblas de José Ángel Valente. Goza, por tanto, esta práctica de unos precedentes que, por sí mismos, refutan cualquier objeción que cuestione su ubicación dentro del género poético, por más que en virtud de su carácter híbrido rompa las fronteras clásicas de la retórica y participe del relato, del género diarístico e incluso del ensayo, como sugiere este fragmento:«No se hace poesía con el pensamiento, se hace con palabras sueltas, apenas con sonidos, escuchando los asomos musicales, dejándoles decirse y desdecirse, casi casi con nada» . En cualquier caso, como afirma Terry Eagleton, no sin cierta ironía «La forma en poesía es bastante informal».

 En Cuaderno de brotes, sin embargo, el poema en prosa está sujeto muchas veces a fórmulas métricas que proceden del verso más que de la prosa, por tanto serían el ritmo junto a la frase —dependiendo de que prime lo lírico o lo descriptivo respectivamente— los que marcaran el patrón del sentido completo, porque una de las singularidades de este libro es la perfecta simbiosis entre forma y contenido. Cada poema adopta la forma que precisa el significado. La fusión entre lenguaje y substancia es magistral, hasta el punto de que el entorno, el mundo físico parece ser una parte más de su intimidad, como si no existiera diferencia entre exterior e interior, entre la palabra y lo que ésta designa, «…porque algunas veces brota en la mañana una palabra verdadera, salta entre los matorrales, estalla en su vuelo torcaz la perdiz que nos pronuncia. Todo se asoma a esa palabra que nunca encontraré y por la que esta vida ha sido tan hermosa». Más que el vigor de la exaltación, lo que observamos en estos poemas es el deseo de dar sentido al lugar de la experiencia, a la naturaleza, de la que el poeta se siente sólo una parte minúscula, por eso se pregunta o, sería más exacto, pregunta al lector «¿Qué hay aquí, entre lo verdadero, que no se nos ofrezca al natural? Escribo como el que oye el canto de los pájaros». Como William  Blake, también Vicente Gallego defiende —y lo viene haciendo con verdadera pasión en sus últimos libros— que todo lo que vive es sagrado, desde un fenómeno meteorológico como un relámpago o el viento hasta una raposa, un pino o unas humildes alcachofas y respalda esa opinión utilizando un lenguaje sencillo, nada elevado, incluso conversacional, por más que los poemas sean fragmentos de un monólogo inacabable, monólogo, por otra parte, sin asomo de melancolía, porque en la pobreza también hay plenitud. La palabra es el vínculo entre el ser y el entorno; la palabra es un acto de fe que confirma la devoción del ser que siente. «Todo en mí canta y se estremece», escribe Gallego en «Mercedes», acaso el poema que más cerca esté del relato. Tal es el convencimiento en esa especie de poder taumatúrgico de la palabra que uno de los últimos poemas del libro, «Tronco podrido»,  llega a afirmar que «Una sola palabra, una bastaría para cantar el cosmos». Nos queda, sin embargo, la impresión de que el hombre que contempla la niebla, los pájaros o el tronco podrido, el hombre que saborea el guiso y el pan recién cocido, el hombre que canta una belleza creada por la luz cambiante de los días, una belleza en la que parece no haber lugar para el dolor o la nostalgia, no busca más que eso, contemplación, no ansía un conocimiento mayor porque el poeta forma parte del paisaje que contempla (en palabras de Schopenhauer «como a la voluntad menesterosa de un continuo anhelar y conseguir no se le brinda objeto alguno, ni propicio ni desfavorable, sólo resta el estado de la pura contemplación…»). La comunión más verdadera con las cosas se macera en el silencio, parece pensar Vicente Gallego, por eso sostiene con rotundidad que es «Feliz el que enmudece ante sí mismo». Afortunadamente para nosotros, sus lectores, la mudez es sólo una tentativa que produce poemas tan conmovedores como los que integran este libro.