CELIA CARRASCO GIL. RUPESTRE

EDICIONES OLIFANTE

“Rupestre”, la cuarta entrega de Celia Carrasco Gil (Tudela, 2000), viene precedido de un prólogo del poeta y profesor Alfredo Saldaña, al que acompañan unas palabras ―las del afuera, en la solapa― de la también poeta y profesora María Ángeles Pérez López, dos excelentes padrinos para una obra singular, en sí misma y, también, si la comparamos con el acartonado panorama de una gran parte de la poesía que escriben los jóvenes hoy en día, paradójica y tristemente, la que encabeza las listas de los libros más vendidos. Pero es otra cuestión que ha analizado recientemente Martin Rodríguez Ganoa en “Contra los influencers” con la brillantez y el rigor que le caracterizan.

Celia Carrasco Gil está en otra onda, en la que asume que la poesía es, fundamentalmente, un asunto de lenguaje y lo ha venido demostrando en todos sus libros: “Entre temporal y frente” (Olifante, 2020) “Selvación” (Torremozas, 2021, XXII Premio de Poesía Joven Gloria Fuertes), “Limos del cielo. Poesía 2016-2022 “(Ediciones del 4 de agosto, 2022), que recoge poemas de sus anteriores libros y anticipa algunos de Rupestre, publicado en las hermosas ediciones de la editorial Olifante. 

Alfredo Saldaña menciona en su prólogo la conjunción de tradición y originalidad que encontramos en estos poemas, una tradición más cercana al planteamiento de tradición del esfuerzo y «the presentness of the past”, expuesta por Eliot, que a la tradición iletrada que reivindicara a su modo Pedro Salinas. Basta para comprobarlo el arsenal de referencias que jalonan sus poemas. Celia Carrasco Gil, como cualquier poeta que se precie, se ha visto impelida, hasta obligada podríamos decir, intuitivamente a tomar partido, a elegir ―tomando prestadas estas palabras de don Pedro― «por milagroso cálculo de sus fuerzas la corriente que mejor le lleve a la obra deseada, [a] escoger sin cortedad ni ambición, sin limitarse a menos de lo que puede arrojarse a más de lo que está en su facultad». Algunos de esos nombres tutelares nos son extremadamente familiares ―María Zambrano, san Juan de la Cruz (la parte central del libro la ocupa un «Canto es(pi)ritual», o canciones entre el Alma y el Verbo en las que se invoca el poder de la palabra: «Palabra, tú que muerdes / el pámpano del ser en el sendero, / fragaria de hojas verdes, / cántaro, invernadero / rupestre de la voz del aguacero»), Valente, René Char o Antonio Machado, entre otros― y marcan la pauta de una línea estética muy determinada, aquella en la que conviven la invocación al silencio con la celebración de la palabra: «Palabra, / fisura en la maceta, / vena cocida en por exhalación». El silencio, por otra parte, remite de forma simbólica, a la tensión que provoca el lenguaje cuando palpita en el interior de la mente y no acierta a nombrar, a descubrir la esencia de las cosas, cuando el vacío se convierte en un no decir ―«Vacía está la concha de los nombres», escribe en el poema «Boca de incendios»―. Si hemos reiterado la importancia de la palabra es porque “Rupestre” es un riguroso ejercicio de lenguaje. «La poesía ―escribe Saldaña― consiste en jugare con las palabras, mirándolas y observando cómo se transforma la realidad cuando ellas abandonan sus cuarteles de invierno y se despliegan en cambio abierto…» y un poeta no tan alejado de la estética de Celia como podría parecer, Gil de Biedma, escribió aquello de que «El juego de hacer versos /—que no es un juego— es algo /
parecido en principio / al placer solitario». Celia, más que jugar, parece solazarse con la fuerza sonora de cada sílaba y porque conoce muy bien las reglas que definen este juego, se permite modificarlas, transformarlas en función de sus intereses. Con una brillantez léxica muy poco habitual y esquivando con esmero el tan temido verbalismo, enfrenta a sus lectores a una cascada de imágenes de carácter surrealista en ocasiones que desconciertan y entusiasman por igual, como, probablemente, le ocurra a ella misma cuando bucea en esa corriente subterránea donde fluye su propia incertidumbre, esa corriente que aflora en lo rupestre, en esas cuevas en las que el ser humano ha plasmado sus más íntimas relaciones con el mundo natural al que pertenece, cuando se envalentona y «deja la caverna para ser / pupila del albor / o una promesa incandescente / con firme duración de manzanilla…». “Rupestre” es un libro sorprendente por muchas razones, entre ellas por el rigor formal con el que está concebido, por la riqueza retórica y léxica y, sobre todo, por el imaginario simbólico que lo estructura. Como escribe María Ángeles Pérez López, «La poesía en su ahí: imperativo extremo del verdor en que puja alumbrada la palabra».

 

  • Reseña publicada en El Diario Montañés, 29/12/2023