JUAN PEÑA. YACIMIENTO. SILTOLÁ POESÍA

No se ha prodigado en exceso Juan Peña (Paradas, Sevilla, 1961) a la hora de publicar su poesía. Desde 1989, fecha en la que salió a la luz “La edad difícil”, pasando por “Viviendo con lo puesto” (1995), por “Días cansados” (1997), “Los placeres melancólicos” (2006) y “Dura seda” (2011) ―todos ellos recogidos en la antología “La misma monotonía” (2013), título que tanto nos recuerda al “El mismo libro” de Andrés Trapiello―, “Destilaciones” (2016) hasta llegar a este “Yacimiento” que ve la luz en su editorial de referencia en los últimos años, La isla de Siltolá. No es escasa su producción, siete títulos en más de treinta años, y lejos de verlo como un reproche lastre, se nos antoja verlo como un riguroso ejercicio de contención y de exigencia, sobre todo en los tiempos que corren, cuando muchos autores, algunos de ellos coetáneos de Peña, demuestran su prodigalidad publicando título por año.

     Lo cierto es que la poesía de Juan Peña se ha mantenido fiel a una serie de principios estéticos que podemos resumir en la voluntaria sencillez de su dicción, en la minuciosidad descriptiva ―fruto sin duda de la morosa contemplación de lo que le rodea―, en un vitalismo envidiable y, a menudo, contagioso, que no elude, sin embargo, el aguijoneo inevitable del dolor, pero administrado con sabiduría, en una feliz combinación de resignación y entereza.

     “Yacimiento” ―un libro con una idea muy clara, concebido como un todo orgánico, no como una mera acumulación de poemas dispersos, sin relación―, como su propio título sugiere, indaga en las raíces de la condición humana, en los vestigios que el ser humano ha ido dejando a través de los siglos, en los estratos de conciencia que cada civilización fortalece, «en las cosas sin alma, / que no mueren» y que hacen al hombre «más que humano», y es que esas cosa sin alma, materia solo al fin y al cabo, no sufren las pasiones humanas, aunque sí son capaces de provocarlas: «Cuánto mejor las cosas que nosotros, / efímeros, dolientes, siempre decepcionantes». Pero el yacimiento del que se nutre Peña no se encuentra solo en las cosas que permanecen dormidas, enlodadas bajo tierra o en cuevas inaccesibles: lucernas terracotas. Muchas de ellas están en la superficie. Frutos sabrosos, cerezas, higos, queso de cabra, etc. Todo ello lo resume con destreza el poema «Objetos»: «Lo que al final nos salva / se quedará en las cosas, / en un libro, en la estatua, / en un lienzo cubierto de grasas de colores. // Nunca buscó el alma de los cuerpos, / solo lo que los cuerpos tuvieron de criatura, / la carne y su destello, / la belleza más alta / porque al final se pudre. // Para vivir bastaba / esa destilación de cuerpo y alma / cristalizada en cosa. / La fría y seca y dura belleza de las cosas».

     Pedro Bohórquez, en la contracubierta, dice que «Si hay algo que podemos destacar como esencial e inalterable a lo largo de toda la poesía de Juan Peña es su lección de serenidad, de gozosa plenitud y jubiloso asombro, a sabiendas de cuanto de despiadado y doloroso ya nos dio y habrá de darnos la vida». Y es que, en esta cata, en este continuo asombro ante las huellas de los antepasados, Peña encuentra motivos para trascender la propia apariencia del objeto. El flujo descriptivo no oculta la reflexión que las palabras ―medidas, elocuentes, sonoras, vivaces: «Yo escuchaba palabras / esculpidas en música, / y las palabras eran los vientos vegetales, / los timbres del metal, / la garganta, la lluvia, / el mar y la tormenta»―  intentan codificar. Peña oficia de mensajero entre el pasado y el presente, pero sin olvidar que la escritura, aunque recree una época remota ―en estos poemas aparecen vasos homéricos, anillos romanos o un pequeño jarrón palestino milenario, correspondencias, al fin y al cabo, entre vida y muerte, hilos que atan a la vida― es fiel testigo del tiempo que vive el poeta, un tiempo que suscita serenas reflexiones sobre la vejez, vista no cómo algo trágico, sino con la mansedumbre de quien no la teme: «Pero llega el milagro de la vejez: / llegar vivo a esta vacación / que ya no acaba. / Vivir, pero sabiéndolo, / como el niño que fui, / asombrado, indolente, irresponsable, pájaro viejo al fi / sostenido en el aire», porque sabe que es un ser mortal y, por esa razón, es la víspera del gozo, el contacto con los objetos, con el vidrio o el barro, con el bronce o la terracota donde Juan Peña, a pesar de sentir «el fragor del tiempo» ―o quizá gracia a eso― ve la plenitud, no la destrucción, la pureza, no la corrupción, y eso ese poso es el que no deja su poesía.

  • Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, 5/11/2021