ENRIQUE NOGUERAS. QUINCE DÍAS DE MARZO. PRÓLOGO DE JUAN CARLOS ABRIL, COLECCIÓN GENIL DE LITERATURA

Este título, Quince días de marzo, tan recurrente, me lleva inevitablemente a pensar en los idus de marzo, en concreto en el día 15 de dicho mes, dedicado por los romanos a Marte, el dios de la guerra. Se tenía entonces el convencimiento de que estos días eran portadores de buenas noticias, sin embargo, han adquirido su fama por un hecho luctuoso, por un magnicidio porque durante esos días del año 44 a.C. fue asesinado Julio César, quien desoyó los oscuros vaticinios («Como quien pierde el juicio / voy haciendo presagios. / Voy buscando señales. / Así. Como el que ama», escribe Nogueras). Los poemas que componen la sección «Quince días de marzo» si algo tienen que ver con la guerra, no es con una guerra de sucesión, sino con incruentas guerras de amor y, ya se sabe, «a batallas de amor, campo de pluma». Pero no nos adelantemos. Enrique Nogueras (Granada, 1956), pese a ser un consumado especialista en el mundo literario clásico y un reconocido traductor del portugués y del rumano, no ha frecuentado con la asiduidad que estos poemas merecen la creación poética, a tenor de sus escasas publicaciones: One la Megosoaia / Horas de Megosoaia (2013), De la resurrección (2017) y Terceira Margen, en portugués (2018). Juan Carlos Abril informa en las palabras prologales que participó «desde su juventud con poemas en revistas literarias y volúmenes colectivos, también como gestor cultural, dando a la imprenta alguna plaquette tanto en la ciudad de la Alhambra como en Portugal». Quince días de marzo nos ofrece, por tanto, la posibilidad de descubrir a un poeta en su madurez más plena y doy fe de que el descubrimiento merece la pena. Ya desde el «Preludio» quedan claras algunas ideas sobre su estética: la predilección por las formas clásicas, el gusto por la rima y el ritmo, lo que obliga a ciertas concesiones semánticas sí, pero también a ejercitar el virtuosismo lingüístico, tan encumbrado por el barroco; la intención de dar cuenta en esos quince días, no solo de la sucesión de emociones y experiencias realmente vividas sino de lo que aflora en el pensamiento, lo que, en una persona como el poeta, dueño de un extraordinario bagaje cultural, supone reconocer el peso de influencias externas, procedentes del mundo imaginario: «Y recorrimos mares / nocturnos y alevosos precipicios, / difíciles lugares, / extraños edificios, / freidurías, cementerios, bares, / ásperos maleficios, / amaneceres blandos, lupanares, / ——imposibles resquicios / de ajenos avatares—, / y conocimos todos los oficios».

     La sección que da título al libro, «una suerte de cancionero en el que narra los quince días con sus correspondientes noches […] desembocando en el amor absoluto y desaforado», según Abril, es el eje central del libro. La relación amorosa se rememora con júbilo y agradecimiento, sin nostalgia, porque, aunque ya haya pasado, la palabra poética, con su magia, lo mantiene vivo, como delatan estos versos: «Los amores antiguos que fueron imposibles / no son igual que hermosos muertos amortajados; / suspendido persisten, amenazan, gravitan, / acechando quizás, como un rescoldo el aire, / la revuelta del tiempo que los vuelva a la vida». Esos intensos quince días —con sus noches— de pasión física, entremezclada con una necesaria complicidad intelectual, se ven compendiadas en el poema «Final»: «Qué hermoso confundirse con la noche y la luna / y allí dejar escritos nombre y señas. / Ahora, cuando no hay nieve o lluvia o humo / nunca sobre estos techos, cuando / marzo ya no es abrigo ni proclama, recuérdame / como yo a ti, no olvides / que en la gloria de marzo quince días, / durante quince noches, / que son los días y las noches todas, hemos estado para siempre vivos».

     No menos relevancia tienen en el conjunto del libro las otras dos secciones, «Coda». El dominio de las formas clásicas, especialmente del soneto, es magistral. El subtitulado [Salvatge cor], en clara referencia a Ausiàs March (y de paso, a Petrarca), pero con reminiscencias de un quevedismo conceptuales es una magnífica muestra, como vemos en los dos tercetos: «Pero solo la fuerza y el coraje / de perecer de amor, amor venciendo, / tal tea resinosa hecha en la noche // un ascua de deseo y un gozo de derroche / o de dolor, amar siempre fingiendo, / sino es y don del corazón salvaje».  Pero ese corazón idealizado en los versos irremisiblemente, acabará domesticado por la fuerza de la realidad. El poeta, consciente de ello, pese a la intensidad de la experiencia vivida, se ve obligado a reconocer que es el momento de escribir «no sé qué apología del desencanto». El paso del tiempo, en su labor de drenaje de los sentimientos,  diluye lo que antes se pensó como imperecedero, o quizá no. El poeta no lo sabe, por eso se pregunta «si cuando vuelva a verte / mi corazón cansado redoblará su trino, / tal corzo que la fuente recuerda malherido, / o por fin a tu lado latirá indiferente, / como caen los copos o el almendro florece». El libro finaliza con la sección titulada «Adenda», que lleva como epígrafe dos citas de sendos poetas románticos, Novalis y Keats, algo muy significativo. El poeta sufre la soledad del «amor y el desamor y el odio» y se ve impelido a escribir: «oh soledad, por ti escribo este canto, / oh soledad, para ti escribo / estas palabras mías y ajenas, humildes y felices»: No es mera retórica, son palabras auténticas, palabras que dicta el desconsuelo, palabras para dejar testimonio de que, como reconoce el autor, ha «perseguido, / la imagen del amor imposible, / el amor prodigioso tal mar inabarcable, / el verdadero amor y su continua y terca inevitable fuga». Una difícil encomienda que merece, como la perfección de los poemas, un encendido elogio.

Quince días de marzo