JUAN MANUEL ROMERO. CONTRA EL REY. XXVII PREMIO DE POESÍA CIUDAD DE CÓRDOBA «RICARDO MOLINA», EDITORIAL HIPERION

Conviene señalar como premisa de este comentario que Juan Manuel Romero (Sevilla, 1974) no da palos de ciego. Cada uno de sus libros se ha fraguado lentamente en el horno de la introspección, se ha destilado condensando el fruto de la contemplación hasta extraer su esencia, por esa razón todos sus poemas son una especie de carga de profundidad que desestabiliza la visión de la realidad, y de ese presunto sujeto que la observa de forma amable, aceptándola sin incertidumbres. En Contra el rey, su último libro, el objeto del minucioso proceso de desembalaje emocional es el propio personaje poético, un personaje que «harto de la ironía» renuncia «a ser el rey / del pueblo en rebelión que soy yo mismo» hasta el punto de que contempla la poesía no como la forma más plena de reencontrarse consigo mismo, como le sucedía, por ejemplo, al Juan Ramón del poema «El ser uno»: «Que nada me invada de fuera, / que sólo me escuche por dentro, / yo dios / de mi pecho». Todo lo contario, en los versos de Romero queda de manifiesto la pugna que el poeta mantiene con su yo, un yo que se revela, que, en lugar de afirmarse, como le ocurre al moguereño, se niega: «El no equilibra al sí y le da fuerza» y esa fuerza la extrae Romero, más que del pasado, del presente («¿Cuánto de lo que he sido / está aplastando lo que soy?»), de lo que es en este momento, aunque el lastre de quien fue se interfiera en el futuro («¿Cuánto de lo que soy / está aplastando lo que quiero ser»).

     En una época como la que estamos viviendo, y hablo en términos estrictamente poéticos, en la que muchos poetas y teóricos de la literatura parecen haberse confabulado para erradicar la presencia del yo del poema,  reconforta leer poemas en los que esa presencia tan denostada articula todo el discurso poético, más aún cuando lo hace a través de una lucidez casi dolorosa, poco complaciente con el yo que se analiza y con las circunstancias en las que ese yo ha prosperado, circunstancias que remiten a un tiempo ya casi remoto —en la cronología del autor—, como en el poema «Juegos adolescentes», en el que la realidad se supedita al ser —al rey, podríamos decir— y la probabilidad de transformar el mundo, propio de esa edad, se antoja cierta. Es un proceso inevitable. El paso del tiempo va restando ímpetu a los propósitos y el poeta es consciente, aunque le cueste admitirlo  —«Tengo que decidir aún quién soy»— de ello. Asumir las consecuencias y ordenar las renuncias es un proceso consecutivo e inevitable «La frustración invita a una brillante síntesis, / resume la existencia / en un pronombre: yo. // Y, sin embargo, el tiempo / consume lo que soy, / incluido el deseo de ser de otra manera». A pesar de las decepciones, o quizá gracias a ellas, el yo, con la edad, se reafirma en su identidad. No es que esté por encima del bien y del mal, como sugieren los versos de Juan Ramón citados más arriba, pero ha llegado el momento de saber que también los errores, como los fracasos, alimentan el carácter, lo endurecen, lo afirman, como dijimos al principio, desde la negación, porque, se dice el poeta «Si escondo / todo cuanto me daña / ( la ineptitud para expresar afecto, / la ironía…), / me alejo de las rocas, / de su silencio firme». No piense el lector que estamos frente a un ejercicio de narcisismo, en absoluto, Juan Manuel Romero no oculta que el personaje lírico está muy lejos de reconocerse como un dechado de virtudes, pero eso no significa que denigre el todo que le constituye: «pienso en si debo protegerme / de mi naturaleza / o si debo aceptarla», escribe. Asistimos en estos poemas de la primera parte, titulada «Un regalo» a un tira y afloja entre quien  se es y quien se quiere ser, pero este «querer ser» no significa hacer tabula rasa porque se acepta, por supuesto, no sin censura y crítica,  que el pasado es parte irrefutable del presente.

     En la segunda sección,  «Gracias, desprendimiento», título que nos recuerda al simbólico Gracias niebla de Auden, la figura central de los poemas es la el padre y cómo la herencia genética de este configura la identidad del personaje poético: «Lo que has sido circula por mi sangre, / un resto de morfina / que el cuerpo no consigue eliminar». No se trata de recordar el pasado de forma encomiástica, pero sí es preciso hacer un ejercicio de reconocimiento personal con objeto de dignificar ese pasado que se simultanea en el propio poema, porque —y esta es una sensación común— los hijos siempre tienen la sensación de que han defraudado las expectativas de su padres: «Carta a un padre: no soy lo que esperabas. / ¿Me pusiste tu nombre / porque todo empezaba a abandonarte?». Pero no es el momento de emitir juicios, sino de reivindicar la importancia de la paternidad en lo que se es: «¿Cómo podré juzgarte / si te debo la vida?», escribe Romero. Se alza la bandera blanca, se firma una tregua. El desvalimiento y la enfermedad provocan que afloren esos sentimientos que se habían mantenido semidormidos: el poema se convierte entonces en testimonio, en confesión, pero también es, una vez pasado el tiempo necesario para evaluar los acontecimientos con la distancia y la experiencia necesarias, una muestra de agradecimiento vital, de amor filial . Entonces el  poema, más que poema propiamente dicho, es un leal homenaje: «He descubierto en ti / una energía inagotable, limpia. // Gracias, padre. / Gracias, desprendimiento».

     Finaliza Contra el rey con la sección titulada «Abdicación». La mirada se abisma en el interior del instante para escrutar el futuro, no ese inmediato futuro más o menos previsible, sino el que llamamos destino: «Me he acercado al máximo, esta noche, /  a lo que empiezo a ser fuera de mí». El examen de conciencia con el que se inició el libro, interrumpido  casi en su totalidad en la segunda sección, reaparece en esta última parte con similar ímpetu: «Sé lo que significa despreciarse / porque incluso el pasado se transforma: / los hechos pueden ser sustituidos, / pueden perfeccionarse // hasta hacer compatible lo real / y su propio fantasma». Son muchos los versos que abundan en esa mirada interior y auscultan con valentía, sin compasión, al yo del personaje del poema, por ejemplo: «Te has tratado a ti mismo mucho tiempo / como quien por placer / alimenta en exceso a quien más ama» o «Quiero entrar hasta el fondo y vaciar lo que he sido. / Quiero olvidarme en ti, / resucitar en otro, una roca / que surge tras la ola de repente». Después de un ejercicio de exploración íntima de tal intensidad el significado de las palabras se agota. Conviene descansar, firmar un pacto de no agresión con uno mismo —de abdicación habla Romero—, reconocerse también en los errores y, quizá, reinventarse:«Me quedaré callado / hasta que se disuelvan las palabras. // El silencio no tiene biografía. / No recuerda las culpas ni los logros. // Me quedaré callado / y todo volverá a empezar de cero».

     Con ser la Juan Manuel Romero una poesía narrativa, no es, sin embargo, discursiva en el sentido estricto del término, porque la narración se fragmenta habitualmente, se descompone en frecuentes pausas versales, las cuales, junto  con las elipsis, con lo no dicho, son más elocuentes, a veces, que lo verbalizado. Pese a esa aparente discontinuidad, el poeta nos conduce por una trama perfectamente estructurada. No hay versos de relleno, no hay nada accesorio, todo en su conjunto forma parte de un mismo propósito, el de hacer partícipe al lector, mientras se analiza el propio yo que da cuenta de ello, de un proceso de desgarramiento emocional dolorosísimo, quizá en la confianza de que sacándolo de sí, compartiéndolo, se aminoren los efectos de tal desamparo. En cualquier caso, analizando los procedimientos puramente poéticos, debemos resaltar que estamos ante un libro excepcional, uno de los mejores y más intensos que uno hay leído, y no solo el pasado año,

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